Revista GLOBAL

A 100 años del final de la intervención militar 

por Eduardo García Michel
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Cien años han transcurrido desde que se cumplió el proceso de desocupación de las tropas norteamericanas que invadieron en 1916 la República Dominicana, donde permanecieron ocho años, hasta 1924. El autor introduce esta edición de Global, de forma sucinta, rememorando no solo el momento de la arriada de la bandera estadounidense en la Torre del Homenaje, sino también las circunstancias que propiciaron la intervención militar, culpando no solamente a los invasores, sino también a la clase política dominicana. Y una advertencia conclusiva que obliga a poner las barbas en remojo. 

Aquel 12 de julio de 1924 fue luminoso. En la plaza de la Torre del Homenaje se arremolinó una multitud cuyos corazones latían trepidantes, henchidos de sentimientos patrióticos. Desde lo alto de la torre fue arriada la bandera de los Estados Unidos y, de inmediato, izada la dominicana. Las fuerzas interventoras cesaron en sus funciones ejecutivas y se prepararon para abandonar el país. 

En ese ambiente ilusionante tomó posesión Horacio Vásquez como presidente de la República Dominicana, electo con el respaldo de alrededor del 60 % de los votos. 

La intervención militar se produjo en 1916: confirmó la tutela no solicitada del más fuerte para asegurar su dominio y la expansión de sus intereses, bajo la excusa de poner orden en nuestros asuntos internos. 

La Primera Guerra Mundial estaba en su apogeo. Los Estados Unidos entraron al conflicto en 1917, pero sus intereses estratégicos requerían el mantenimiento del control en su área de influencia y asegurar el suministro de bienes esenciales. La República Dominicana estaba intervenida financieramente, según lo acordado en la Convención de 1907, y carecía de flexibilidad en su manejo presupuestario, controlado por el país del norte. Años de inestabilidad e insurrecciones causaron estragos en las finanzas del Estado, llevaron a la emisión de papeletas sin valor y al endeudamiento externo vía bonos soberanos, hasta agotar la capacidad de cumplimiento de su servicio. 

Es cierto que existía la necesidad de poner orden en nuestros asuntos internos, pero la dinámica política, económica y social se encaminaba a lograrlo. Cada nación tiene que encontrar por sí misma su camino, como lo encontraron los propios Estados Unidos no sin antes pasar por grandes calamidades, incluyendo una terrible segregación racial y una cruenta guerra civil. 

Las tropas estadounidenses se retiraron luego de suscribir con los representantes dominicanos los términos de la evacuación, con sus consecuencias orientadas a dar matiz legal duradero a las órdenes ejecutivas adoptadas por las autoridades de ocupación. 

Existen documentos importantes que dan idea de la huella profunda que dejó entre los dominicanos la afrenta recibida. Monseñor Nouel envió una carta en diciembre de 1919 a W. W. Rusell, ministro de los Estados Unidos, donde, entre otros aspectos, expresaba: «El pueblo ha sufrido, si no conforme, al menos resignado, el sonrojo y el peso de una intervención». Y para demostrar el impacto degradante de la intervención, agregaba: «El pueblo dominicano, es verdad que en sus conmociones políticas presenció más de una vez injustas persecuciones, atropellos a los derechos individuales, sumarios fusilamientos, etc. pero jamás supo del tormento del agua, de la cremación de mujeres y niños, del tortor de la soga, de la caza de hombres en las sabanas como si fueran animales salvajes, ni del arrastro de un anciano septuagenario a la cola de un caballo a plena luz meridiana en la plaza de Hato Mayor… Nosotros, no lo niego, conocíamos el fraude en los negocios y el robo al detalle de los fondos públicos; pero con la ayuda y las lecciones de varios extranjeros, nos perfeccionamos en el arte del engaño y en las dilapidaciones al por mayor».

No hay nada como un poeta para expresar los sentimientos de un pueblo defraudado. Fabio Fiallo escribió: «Si inquieren por nosotros: –¿Son felices? Decidles: –los vimos en cadenas vencidos a traición, mustias están sus frentes, sus brazos abatidos y en sus pechos no cabe más odio y más dolor. Aprende en nosotros ¡Oh pueblos de la América! los peligros que entraña la amistad del sajón; sus tratados más nobles son pérfida asechanza, y hay hambre de rapiña en su entraña feroz».

Otro poeta, Rubén Suro, refiriéndose a Cayo Báez y a Gregorio Urbano Gilbert, dijo: «Los dos estáis en mi corazón, agigantados, llenándolo de patria y de esperanza, abanderados de la libertad; mi corazón que se niega a mirar al “Norte Amargo” de nuestras desorientaciones, al Norte que no sube a la estrella polar porque le pesa el alma, el que nos amenaza y nos envuelve con la humillante dádiva y el soborno grosero, el que nos envenena el aire; eriza de espinas las aguas de los mares nuestros y juega con este pedazo microscópico de tierra hipotecada, como niño en la playa…».

Unos Gobiernos, sobre todo los de Báez y Lilís, construyeron la acumulación de deuda soberana. Actuaron como si no se pagaría nunca, en realidad a sabiendas de que no la pagarían ellos. Otros asumieron nuevas deudas y lucharon contra la impotencia para cuadrar y honrar las cuentas que consumieron aquellos. 

Tan oprobiosa fue la ocupación militar estadounidense en 1916 como malsana y antipatriótica resultó la actuación de nuestra clase política, castrada para poner coto al pobre manejo presupuestario y a las discordias internas. La culpa no siempre es del extranjero como propalan algunos, sino, y en mayor medida, de nuestras propias actuaciones, descuidos y falta de inteligencia para medir las consecuencias de los actos propios. En 1904, bajo el gobierno de Carlos Morales Languasco, se tuvo que firmar el laudo arbitral, mediante el cual la San Domingo Improvement Company cedió sus acreencias a los Estados Unidos (cambió de acreedor privado por público), con garantía de lo recaudado en las aduanas dominicanas. En 1907, la Convención perfeccionó el laudo. Se consolidó la deuda, se le impuso un tope por medio de un controvertido plan de ajuste (quita de deuda) y se obtuvo un nuevo crédito. 

En 1915, la delegación estadounidense presentó la nota número 14. Exigía el cumplimiento de tres pequeños detalles: la aceptación de un consejero financiero que fiscalizaría la recaudación de los ingresos y el estricto cumplimiento del presupuesto nacional, sin cuya aprobación no se podría hacer erogación alguna; la disolución del Ejército; y la creación de una policía o gendarmería bajo el mando de oficiales americanos.

Ante la evolución de los desencuentros entre Desiderio Arias y el presidente Juan Isidro Jimenes, ambos del mismo partido (bolos pata negra y bolos pata blanca), el encargado de negocios interino de los Estados Unidos se permitió enviar, en julio de 1915, sendas comunicaciones. La dirigida al presidente Jimenes decía: «El presidente Jimenes puede contar con el apoyo completo de los Estados Unidos para debelar cualquier revolución y que, el Gobierno americano, deseando ayudarle, preferiría evitarle a la República Dominicana gastos inútiles y que, en tal virtud, le ofrecía toda la ayuda y las fuerzas necesarias para sofocar cualquier revolución o cualquier conspiración que pretendiera estorbar la administración ordenada del Gobierno». 

El presidente Jimenes contestó: «El Gobierno dominicano estima que sus fuerzas son suficientes para restablecer el orden cada vez que se altere y que no tiene, por lo tanto, la necesidad de la espontánea ayuda que para ese fin le ofrece el Gobierno americano». Fue una respuesta digna. 

Notas similares fueron enviadas a otros dirigentes. La dirigida al líder principal de la oposición, Horacio Vásquez, expresaba: «Los Estados Unidos están muy apenados con motivo de la propagación de los desórdenes actuales, lo cual puede obligar a su Gobierno a cumplir las anunciadas seguridades dadas al mundo y al pueblo dominicano. He sido instruido por el Gobierno de los Estados Unidos para llamar la atención a los jefes de la oposición no solo con respecto a lo que precede, sino de que, en caso de que sea necesario, del desembarco de tropas para imponer el orden y respeto al presidente electo por el pueblo. Usted, como jefe de un gran partido, puede hacer mucho por su país, manteniéndose firme y actuando con su ya anunciada oposición a las revoluciones y aconsejando a sus asociados en ese sentido». 

Horacio Vásquez respondió: «Yo creo que la paz puede ser establecida firmemente en el país, pero no por tropas extranjeras, sino por el respeto a las instituciones que deben ser buenas… Además, yo no creo que al presidente Wilson le asiste ningún derecho, bajo ningún pretexto, de infringir la soberanía de un país independiente. En cuanto a mi deseo de paz, ese deseo es firme, como se evidencia por mi telegrama público al senador De Castro; pero yo considero como indispensable el respeto a las libertades públicas y a la ley de parte del Gobierno para alcanzar los fines que tanto deseamos». También fue una respuesta digna. 

A pesar de los buenos deseos, la intervención militar se produjo en 1916. Y terminó en 1924. Un siglo ha transcurrido desde la recuperación de nuestra autoestima como nación. El peligro aún acecha. Jamás deberíamos propiciar actuación alguna que pueda ser utilizada como excusa para que vuelvan a tratar de doblegarnos. 

El país sigue acumulando deudas, con la fortuna de que la economía crece y el servicio de la deuda se cumple, aunque cada día se reducen los grados de libertad para atender necesidades básicas de consumo e inversión. 

Por lo demás, existen riesgos de otra naturaleza que no cesan de crecer, como por ejemplo la ocupación en masa de nuestro suelo por inmigrantes indocumentados, cuya presencia constituye una amenaza a nuestra nacionalidad. Es tiempo de poner las barbas de nuestra soberanía en remojo. Es imperativo actuar, antes de que se haga demasiado tarde.


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