El teniente coronel Alberto Bayo la expedición e hijo de Juancito Rodríguez. Bayo–aviador y militar republicano español (1892-1967) asilado en México en 1939– es conocido sobre todo porque entrenó en ese país, a partir de 1955, a Fidel Castro, al Che Guevara y a su grupo guerrillero, antes de que ese grupo llegara en el yate Granma a las costas cubanas. Al lograr el poder, Fidel Castro lo colmó de honores, nombrándolo general del Ejército cubano, y Bayo residió en Cuba hasta su muerte. Sin embargo, son pocos los que saben que jugó un importante y controvertido papel en la fracasada expedición de Luperón de 1949, auspiciada por el exilio antitrujillista.
Tan sólo un año después de Luperón, Bayo publicó en México su libro Tempestad en el Caribe, donde dedicó todo un capítulo de 50 páginas para narrar sus tristes experiencias en los preparativos de Luperón y criticó fuertemente a sus organizadores, culpándolos del fracaso de la expedición. Con relación a don Juan Rodríguez, Juancito, el dominicano que financió y organizó la expedición, Bayo dice: “Salieron todos los gastos del millonario general don Juan Rodríguez que tenía un odio a muerte a Trujillo… Juan Rodríguez era muy cerrado en sus opiniones, jamás comunicaba a nadie su pensamiento, ni admitía consejos de nadie”. El teniente coronel agrega que desconocía de asuntos militares y creía “que los profesionales de la guerra sólo sirven de adorno en los combates, pero no son elementos eficientes… De ese mal se padeció en la revolución de Santo Domingo. Fue un fracaso de los que dirigieron aquello, que si entender un ápice de guerra, quisieron coger la batuta”.
Entonces explica: “Yo fui llamado por el general Rodríguez para encargarme de todo, pero fui engañado desde el primer momento, pues no dispuse nada, ni de nada”. Bayo narra que fue invitado a participar en la expedición por Cruz Alonso, el cubano español dueño del Hotel San Luis, de La Habana, donde vivían muchos exiliados antitrujillistas y cita a otro exiliado republicano español, el doctor Antonio Palós Palma, como ayudante de Juancito Rodríguez. Cuando llegó a México, Bayo se entrevistó con José Horacio Rodríguez, uno de los principales líderes de fue el encargado, dada su experiencia como piloto, de comprar aviones. Y fue Bayo quien adquirió el avión Catalina, que sería el único en llegar a las costas dominicanas. Lo adquirió en Miami por 10,000 dólares.
Debido a una supuesta tardanza en la adquisición de los aviones y a conflictos con el médico refugiado español Antonio Román Durán, quien había residido en Santo Domingo, Bayo fue relevado como encargado de las compras. En su lugar fue nombrado un “antiguo cabo” español subalterno del propio Bayo llamado Jacobo Fernández, quien contrató a los pilotos de la expedición. Las reuniones con estos aviadores se efectuaban siempre sin la presencia de Bayo. El propio hijo de Bayo, de 22 años, no fue aceptado en la expedición para “no herir los sentimientos” de Jacobo Fernández, quien se había asignado un sueldo de 5,000 dólares. José Horacio Rodríguez, según Bayo, tan sólo oía los consejos de Jacobo Fernández. Fue Fernández quien adquirió un avión C-46 y quien seguía sugiriendo contratar a aviadores españoles a quienes Bayo conocía bien. Bayo recomendó a José Horacio Rodríguez que no los contratara por “su bajísima moral”. En este sentido, explica: “Yo dejaba rodar los días, pero no quise dejar de asesorar al simpático y buen amigo Horacio que si de estratega no tiene nada, de caballero y buena persona sí tiene mucho”.
Bayo tuvo razón, pues un piloto recomendado por Fernández, después de recibir 2,500 dólares, “se echó al aire con ellos y desapareció en el cielo limpio de la bella capital tapatía, dejando al pobre José Horacio con dos palmos de narices y con 2,500 dólares menos en los fondos de la revolución”.
Bayo entonces aconsejó que no se alquilaran aviones pues “avión alquilado es avión desertado”, pero “como otro mandaba, a él fue que se le hizo caso y todos los aviones que fueron alquilados dejaron de ir, con un pretexto o con otro”. El militar explica que los pilotos fueron engañados, pues se les prometió 5,000 dólares pero no se les pagó a ninguno de ellos: “Lo cierto fue que el único avión que llegó a su destino fue el que yo preparé, pues el resto de ellos se quedó en el camino”.
Un día le explicó a José Horacio Rodríguez que temía que todo iba a salir muy mal “pues Jacobo Fernández anda pregonando a los cuatro vientos que él va a bombardear a Trujillo” cuando todo debía ser secreto, “y ahora se va sabiendo por todas partes”, agregando que “he de notificarle a usted que el prestigioso coronel de artillería Enrique Flores me ha dicho que lo de Santo Domingo se está pregonando por los cafés, también me lo ha repetido el coronel Antonio Camacho […] El mismo embajador de España en México a la sazón, Sr. Nicolau D’Olwer me confesó que él sabía lo del intento contra Santo Domingo desde mucho antes, pues se hablaba de ello en todos los corrillos políticos y el mayor Andrés Segura que fue un eficiente jefe del servicio de extranjeros en París y hombre muy ducho y práctico en los servicios de inteligencia, me dijo un día que no había un solo café de México donde no se hablara de la expedición contra Santo Domingo”.
Hasta en un periódico de Costa Rica se publicó el 6 de junio (13 días antes de la salida) un artículo sobre los planes de la expedición. En ese momento el doctor Román Durán “convino conmigo en que Jacobo padecía una enfermedad de ostentación y auto propaganda muy nociva para estos menesteres”.
Esas críticas de Bayo llegaron a oídos de Jacobo. Los pilotos contratados, sin decírseles para dónde iban y que no habían recibido dinero, desaparecieron. Bayo expone: “Los que no tienen idea de la cosa militar y se meten por afición al oficio de conspiradores ¡qué de desastres cosechan con sus imbecilidades!”.
Y agrega: “No había aviones para embarcar a todos y el mando se veía en dificultades sin número para escoger los mejores pues nadie quería quedarse en tierra”. Entre ellos había varios republicanos españoles. Explica que la tropa tenía mucho entusiasmo, pero no los pilotos: “Si los aviadores hubieran tenido el mismo entusiasmo que esta tropa, si se les hubiera ligado a la empresa no con el interés prosaico de unos billetes, sino el alto y sagrado afán de luchar contra un régimen oprobioso, la suerte de la expedición hubiera sido otra. […] Que sirvan estas líneas de experiencia a los conspiradores contra las dictaduras americanas y a los organizadores de revoluciones libertadoras de las mismas, para que desechen por impracticable y pernicioso, el procedimiento de reclutar elementos guerreros por dinero, y mucho menos al personal de la Aviación, que por tener más independencia en el aire y no estar encuadrado en coacción ninguna que le impida huir cuando flaqueen en algún momento, puede con gran facilidad desertar de su puesto”.
Bayo narra que al ser separado del proceso de adquirir aviones y buscar pilotos, se le quiso encargar del mando de una tropa que debía partir en un barco, pero él se negó, ya que él era aviador activo desde 1916 y había dedicado toda su vida a la guerra aérea. Él militar explica cómo el resto de los aviones desertaron o aterrizaron en tierras mexicanas, incautándose el Gobierno del material volante y de todo el profuso armamento que llevaban y reitera que es necesario contar con aviadores idealistas “que sin pensar en el dinero a cobrar antes de la pelea, quieran unirse a la expedición en las mismas condiciones en que van los soldados”.
Jacobo Fernández se reunió con Bayo y le explicó que Juancito Rodríguez estaba muy disgustado con él, por haber tardado muchísimo en adquirir el material y que por motivo de eso se le había condenado a muerte, por lo que en cualquier momento se le podía asesinar en algún sitio “en la calle, en un café, durmiendo en la pensión”. Otros habían comprado un Catalina por 25,000 dólares, mientras el suyo, con mayor capacidad de carga, apenas había costado 10,000.
Entonces Bayo se entrevistó con Juancito Rodríguez. El primero narra el intercambio de la siguiente manera: “Mi general, creo haber cumplido escrupulosamente mi deber en todas las gestiones que usted me encomendó. Me trajo usted de jefe y me ha relevado sin darme explicación. Me dijo usted que yo iba a organizar toda la aviación y que nadie más que yo iba a hacer todo y resulta que no he intervenido en ningún contrato fuera de un avión. Los que se han comprado fuera de mi jurisdicción y aun sin mi conocimiento son peores que el mío y de doble precio. Fui a donde me enviaron, jamás solicité de ustedes paga alguna para mí o para mi hijo, quien se presentó voluntario para volar y no se le ha admitido”. Bayo agrega que fue él mismo quien presentó a Jacobo Fernández a José Horacio Rodríguez y entonces éste tomó las riendas de la organización y contrató pilotos y mecánicos y compró aviones, sin que el hijo de Juancito lo consultase.
Entonces le dijo a Juancito Rodríguez: “Manda usted a sus pistoleros a que me asesinen como a un perro”. Juancito reaccionó airado diciendo que eso era una mentira y una canallada, y al preguntar quién le había pasado esa información y explicarle él que había sido Jacobo Fernández, dijo que éste era un mentiroso. De inmediato se mandó a buscar a Jacobo, quien dijo que eso había sido una broma suya. Bayo reiteró “que el piloto que aquí viene a luchar con exigencia de dólares no sirve para estas peleas”, agregando que los pilotos que Fernández había contratado, ni tampoco el propio Fernández, “irán a parte alguna, que no tirará usted ninguna bomba a Trujillo, porque el que lo dice y lo pregona por todas partes, no lo hace”.
Desde ese momento, Bayo dejó de participar en el asunto y efectivamente, como él había predicho, Jacobo Fernández se fugó en un automóvil con otro piloto que había traído. “Se fueron sin pasar por la caseta del control policíaco, cruzando el río a nado y cuando estuvieron en territorio mexicano la policía los detuvo y los tuvo un mes encerrados”, narra Bayo, quien agrega: “El lector preguntará por qué narro las cosas y los sucedidos en la revolución de Santo Domingo con esta crudeza, pero es que no quiero que se me cuelguen fracasos que no he tenido, pues mi amor propio guerrero, que es lo que más aprecio en este mundo, lo defiendo casi tanto como el concepto de honorabilidad que puedan tener los amigos de mí”.
El autor de Tempestad en el Caribe expone: “El fracaso de la expedición fue algo apoteósico. No llegó más avión a Santo Domingo que el que aporté yo a la expedición, es decir mi Catalina metálico… Fue mentira lo que pregonó constantemente Román Durán y por lo que fue engañada casi toda la gente, de que al grito de ¡Juancito! el pueblo entero dominicano iba como un solo hombre a responder”.
En ese capítulo de su libro, Bayo incluye una lista de 55 personas que subieron a los aviones para pelear en Santo Domingo y que fueron detenidas en los puertos mexicanos de Cozumel y El Cuyo; entre ellas ocho dominicanos, 12 nicaragüenses, nueve hondureños, seis españoles, seis mexicanos, cinco guatemaltecos, cuatro cubanos, cuatro norteamericanos y un costarricense. “Era un manojo de iluminados, desde su jefe el viejo Rodríguez, ciego ante su idea, ceguera que no le dejaba ver los defectos de su organización, hasta el último de aquella lista de hombres sanos, que no preguntaron jamás nada, ni dudaron nada, ni exigieron nada, sólo querían saber cuándo se iban a meter en los aviones”.
Los dominicanos citados por Bayo son: Miguel Ángel Ramírez Alcántara, Juan Rodríguez García, Juan Luna, Británico Guzmán, Sergio del Toro, Antonio Luna Fernández, José Horacio Rodríguez y Amado Soler Fernández. También a los que tomaron el avión: Gugú Henríquez, Horacio Ornes, José Rolando Martínez Bonilla, Tulio Arvelo, Miguel Feliú, Hugo Kundhardt y Salvador Reyes Vásquez. Varios de ellos se inmolaron En su lista, Juancito Rodríguez García aparece como general de brigada, junto con Miguel Ángel Ramírez Alcántara. Entre los cubanos estaba Eufemio Fernández, quien había jugado un papel importante en la también fracasada expedición de Cayo Confites.
Después del desastre, Bayo se juntó en México con Jacobo Fernández, quien le explicó que a él y a los otros pilotos se les había dicho que iban a cobrar 5,000 dólares cada uno, 2,500 antes de partir para el lugar de la concentración y el resto antes de salir para Santo Domingo, y que como con ninguno de ellos había cumplido con esa condición, ante la ausencia de dinero había optado por abandonar la lucha. A otro se le había pagado con un cheque sin fondos.
Con relación al papel de Juancito Rodríguez, Bayo aclara: “A éste, principal figura de la expedición, único sostenedor de ella, organizador que jamás quiso rodearse de gente entendida en la materia, le echan los más la culpa. ¿Pero la tiene de ver así las cosas, de que alucinado por su desbordante entusiasmo, no viera más que fácil todo, hacedero todo? Yo creo que la culpa no es de nadie, es del ambiente que supone que estas operaciones son sencillísimas, cuando son de una dificultad insuperable, o mejor dicho muy grande. Mientras los organizadores de estas revueltas no empleen profesionales comedidos, callados y cuyas decisiones no sean vetadas por el abogado o el doctor aficionado al generalato, las revoluciones están siempre condenadas al más estrepitoso de los fracasos […] La revolución de Santo Domingo tenía su jefe, el general don Juan Rodríguez, que pagaba todos los gastos de su fortuna particular, quien no bebía, que no salía incluso de su habitación durante meses enteros, enclaustrado como un monje, pensando solamente en su idea de derrocar a un dictador, pero quien no supo rodearse de gente que le asesorara bien, ya que los que le aventaban su crecidísimo entusiasmo, que le hacía creer que en cuanto pisara Santo Domingo la isla se iba a levantar, le mentían a sabiendas, o por ignorancia, pero le asesoraban mal. Y los resultados ya los conoce el lector, el pueblo desarmado, cuando vio llegar los tripulantes en el avión Catalina, se quedó con los brazos cruzados sin tomar parte en el suceso. Don Juan Rodríguez es un caballero sin tacha, valiente hasta la temeridad, que merece que se le tome siempre en cuenta en cualquier cosa que se haga en el Caribe, pues demostró valor suicida, aunque estratégicamente su labor fue catastrófica. Lo mismo podemos decir de su hijo José Horacio. Yo lamento tener que criticar duramente cómo organizaron la aviación, pues ambos merecen mi respeto por lo que los dos representan, pero para allanar los próximos caminos antidictatoriales, me he visto obligado a publicar este libro con mi opinión sincera y con mis críticas constructivas. Cuando la Isla caiga, que ha de caer, estos dos hombres se han ganado un elevado puesto por lo que hasta ahora han hecho”.
Sobre la expedición de Luperón, dos de los participantes en la misma han escrito obras importantes. Tulio H. Arvelo en Cayo Confites y Luperón (1981) narra que entre los españoles “había uno que había adquirido gran experiencia en la Guerra Civil Española y que sería mencionado como uno de los estrategas que ayudarían a Fidel Castro en la preparación de su expedición a Cuba 10 [sic] años más tarde. Se trata del capitán Alberto Bayo, quien, conjuntamente con otros expertos, había trazado los planes militares para nuestra invasión”. Luego agrega: “Creo que fue el capitán Bayo quien sugirió a la isla de Cozumel como punto intermedio para el reabastecimiento”. Horacio Ornes en Desembarco en Luperón (1956) no cita a Bayo, pero su libro trata poco sobre los preparativos de la expedición.
Cuatro años después de publicar su libro, Bayo comenzaría a entrenar a Fidel Castro, al Che Guevara y al resto de su grupo. Sorprendentemente, en la bibliografía oficial cubana sobre Bayo se dice que publicó tan sólo dos libros, sin citar el de 1950.
Trujillo se preocupó mucho por Bayo, tanto así que en sus archivos aparece una foto del mismo, tomada en una calle en México.
A quien Luperón le trajo mucha suerte fue a Joaquín Balaguer. En 1947 había sido nombrado embajador en Honduras y en 1948 en México. En 1949, 15 días antes de la expedición del exilio antitrujillista de Luperón del 19 de junio, recibió en México la visita de un ingeniero republicano español llamado Máximo Muñoz, quien lo puso al tanto sobre los detalles de la misma. Informó inmediatamente a Trujillo, quien de seguidas envió a México a Anselmo Paulino. Muñoz fue traído a Santo Domingo. Se entrevistó con Trujillo el 16 de junio, según la Embajada americana, la cual también visitó. Estaba preparando con Trujillo un plan para atrapar a los expedicionarios, pero estos llegaron tres días después del arribo de Muñoz. Cinco meses y medio después del fracaso de la expedición y después de cinco años en el extranjero en varios cargos diplomáticos, Balaguer retornó al país como secretario de Educación, llegando luego a ser canciller en 1953, secretario de la Presidencia en 1956, vicepresidente de la República en 1957 y, al momento de la muerte de Trujillo, presidente. El resto se sabe.
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