Revista GLOBAL

Breaking Bad o el fracaso de Émile Zola

by Leonardo M. D'Espósito
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Un hombre desesperado que se convierte en una gran mente criminal atrapa la imaginación de todo un planeta. La ficción se llama Breaking Bad y es, al mismo tiempo, prueba del triunfo de una gran revolución tecnológica donde el presente es siempre futuro, y del regreso al viejo arte de la novela popular del siglo xix. Gracias a los avances digitales y la posibilidad de acceder al audiovisual como a un libro de la biblioteca según nuestro deseo, los narradores han reencontrado el arte de la variación, la densidad emocional y la ruptura de tabúes temáticos. Y, al mismo tiempo, han viajado en el tiempo hacia la era dorada donde la fantasía popular, el folletín de aventuras y el drama rocambolesco servían para escapar del mundo hacia universos metafóricos más ricos y más vivos. 

No tendremos a Dickens, pero nos queda Netflix. Hoy Edmundo Dantés ha mutado en un profesor de química enfermo de cáncer que, en el último grito de enojo contra la vida pobre y gris, decide convertirse en el más grande fabricante de drogas de diseño que el mundo ha conocido. Que Breaking Bad ocurra en ese Albuquerque anónimo en lugar de en la apasionante y apasionada París de la Restauración es lo de menos: el mito del monstruo subterráneo, del justiciero demoníaco surgido de las entrañas corruptas de la sociedad para ganar o perder el alma, sigue vivo. Pero –cuidado– solo ha vuelto a ser posible ahora, cuando la televisión ha cambiado definitivamente y ya no podemos hablar de espectadores sino de usuarios. Alguien dijo que la historia se parece a una pavana: una danza donde, a pesar de muchos giros, terminamos más o menos en el mismo lugar. Pues bien: estamos aquí, en pleno siglo xxi, reviviendo las tensiones y densidades de la vieja novela decimonónica. La de las grandes plumas y también la de las menores, la de los argumentos hiperrealistas y la de la locura rocambolesca. La nueva televisión nos ha devuelto los universos de Dumas, Balzac, Stevenson, Collins o Sue. 

Sí, bueno, está bien: parece demasiado entusiasmo y, de algún modo, el párrafo anterior contiene un cierto dejo de necrofilia o regodeo retrógrado. Pero cuando miramos un poco alrededor, cuando tomamos un poco de distancia y tratamos de analizar qué sucede con el entretenimiento, con eso que los seres humanos utilizamos para ocupar el tiempo y soñar otros mundos, descubrimos que la historia avanza en realidad menos rápidamente de lo que parece. Si pusiéramos un ojo solo en las conquistas tecnológicas de los últimos cien años, veríamos que pocos siglos han tenido los avances del xx; que pasamos de gatear a volar, de subir montañas a conquistar la Luna; de atravesarnos con espadas a tener el arma definitiva que lo puede acabar todo. Y, también y principal, que podemos vestir la «imaginación» on «imágenes», y si la frase suena cacofónica por el parentesco etimológico entre las dos palabras, que así sea. Imaginar, pensar en imágenes: y de paso, con el cine primero y la televisión después, la posibilidad de que esas imágenes puedan comunicarse masivamente y creen, por pura aceptación instantánea, una iconografía. El siglo xx ha sido también aquel donde el mito encontró fórmula y fábrica. Con lo cual esta danza del regreso no tiene nada de extraño: simplemente estamos viendo cómo un viejo anhelo encuentra el contexto tecnológico preciso para volverse real. 

Breaking Bad es hijo de Alejandro Dumas, como Lost es hijo de Verne o Los Soprano de Dickens. Pero Dumas, Verne o Dickens son exactamente los verdaderos padres de la narración audiovisual. El siglo xix fue aquel en el que se pensó que, gracias a la ciencia, cualquier cosa podía ser conocida y determinada, que el Universo por fin tendría explicación. En ese sentido, el siglo siguiente fue la realización de ese mito y, también y en cierta medida, su refutación: basta ver los constantes genocidios para comprender que nuestros smartphones funcionan mejor que nuestras sociedades. El cinematógrafo, ese aparato inventado por los hermanos Lumière, no fue pensado para otra cosa que no fuera registrar la realidad dinámica. La fotografía podía registrar su huella estática, pero el cinematógrafo conservaba el paso del tiempo a través del movimiento. Incluso los juegos de prestidigitación de Méliès no son más que un registro de aquello que ya podía verse en los teatros de variedades, solo que un poco más sofisticado.

El hombre que inventó una gramática para narrar con imágenes en lugar de palabras, para crear mundos ficticios con la impresión de la realidad, fue D. W. Griffith, no por nada un gran lector de Dickens, a quien adaptó más de una vez. Griffith fue quien codificó la idea de que diferentes tamaños de planos dicen diferentes cosas, el que –como decía Horacio Quiroga– comprendió el efecto de la gota de sangre que se cuela lenta por debajo de la puerta, quien inventó el drama del last minute rescue. Todo el cine clásico –todo el cine, en suma– proviene de allí y de los seriales primitivos como Les Vampyres o –claro– Los misterios de París. El cine como arte es la gran extensión, el gran perfeccionamiento de la novela decimonónica, esa que había llegado al callejón sin salida de Zola, el hombre que creía que la descripción total de la realidad mediante la narración literaria permitía investigarla y mejorarla. No por nada, solo después del cine fueron posibles En busca del tiempo perdido y Ulises, dos obras que se reclaman «cinematográficas» porque buscan, justamente, el registro del cambio, del azar, de lo invisible. El cine es, también, el arte de lo invisible: de mostrarnos aquello que, de otro modo, no podríamos ver. 

La televisión no es un arte, sino una técnica, y contraponerla con el cine es un lugar común que confunde cosas de diferentes categorías ontológicas. La idea de la televisión, también fruto de la imaginación decimonónica, es la de ver algo que sucede lejos de nosotros en el mismo momento en que sucede. La inmediatez completa a través de la imagen, pues. Hace muchos años, un gran productor de la televisión argentina, David Stivel, dijo que incluso cuando la televisión pasa una película no está haciendo cine sino informando respecto de cómo es el fenómeno cinematográfico. Por cierto, a la televisión le faltaba algo: que pudiéramos ver cualquier cosa que quisiéramos en el momento en que lo deseáramos. En todo esto, tanto en el nacimiento del cine como en la existencia de la televisión, ruge el aliento prometeico que Goethe había comunicado para estos siglos en la segunda parte de su Fausto: el cine es nuestra posibilidad de crear mundos cada vez más completos; la televisión, la de volvernos omniscientes. Si lo pensamos un poco, el verdadero final de la televisión es Internet y la transmisión de datos por banda ancha: todo, instantáneamente, al alcance de la pura voluntad. 

El proceso llevó un siglo. El cine clásico codificó formas narrativas y se permitió la existencia de series, que no eran más que las viejas novelas populares por entregas pero fotografiadas con movimiento. La televisión requirió, por otra parte, que la audiencia se volviera fiel: lo importante era que se quedase frente a la pantalla o que volviese periódicamente para que, además de descubrir esos otros mundos que en ocasiones estaban en este, se enterase de qué nueva salsa podía comprar en el almacén de la esquina, o por qué era mejor conducir ese automóvil último modelo. No hay que despreciar la publicidad: si las narraciones eran sincopadas y televisivas, la tanda tenía mucho que ver. Bueno, no solo la tanda: también el hecho de que, a diferencia del cine, el televisor es un aparato que se ubica en un contexto lleno de ruidos y distracciones, con lo cual la redundancia y la repetición se vuelven necesarias para que el mensaje logre llegar al espectador. Claro que es posible que en la pausa publicitaria el espectador dijese «basta» y cambiase de canal: por eso los paroxismos al final de cada bloque. Y como después viene otro programa, era necesario cerrar cada emisión o bien con un paroxismo mayor (y entonces, la telenovela) o bien con la satisfacción de la trama (y entonces, la serie). Pero en ambos casos la narración, el mundo moral, la estilización dramática provienen de aquellas viejas novelas, el modelo de las tres unidades narrativas llevado a la máxima perfección. 

Es evidente que la serialización ha tenido mucho más éxito que, por ejemplo, el teatro televisado. La respuesta es simple: los personajes. Ese señor que aparecía una vez por semana en la pantalla establecía con el espectador un lazo de empatía especial. Queríamos volver a verlo, pero que le pasara algo diferente. Las series de «continuará» durante el apogeo del formato (entre los años sesenta y ochenta) eran más bien la excepción a la regla. La estructura narrativa implicaba que cualquier recién llegado a una serie pudiese comprender rápidamente las relaciones entre los personajes y el universo donde se desarrollaba la trama con apenas algunos trazos, derivados de la propia acción. Uno podía no saber cómo se habían conocido Starsky y Hutch, pero cualquier episodio alcanzaba para saber que eran detectives encubiertos, que no siempre cumplían órdenes, que tenían una rara relación con su superior y además eran amigos de un soplón que les resolvía el dato justo antes de que el episodio pudiese culminar con el obligatorio paso de comedia. Y esto en de cuatro a seis bloques de no más de siete minutos.

Había casos diferentes: una de las series más exitosas de todos los tiempos fue El fugitivo, la historia de un hombre condenado injustamente por el crimen de su esposa que, mientras escapaba de un implacable agente de justicia, buscaba al verdadero asesino. Lo interesante es que en cada episodio ayudaba a alguien: el «continuará» que mantenía el suspenso de la historia era la mejor excusa para que visitara pueblos diferentes y el elenco cambiase todas las semanas. No otra era la estructura de Los invasores, donde el pobre antihéroe era el único que sabía que los extraterrestres habían venido a invadirnos y nadie le creía. En la época de la televisión de aire, era imprescindible que la estructura continuada no fuera demasiado densa: perderse un capítulo habría sido lo mismo que llegar a la mitad de nuestra copia de Oliver Twist y descubrir que treinta páginas estaban en blanco. Habríamos abandonado, y un negocio como la televisión nunca pudo permitirse el abandono de un espectador. 

Viejos tiempos, claro. Nada es como era ni volverá a serlo: la televisión de aire y el viejo modelo publicitario están condenados a desaparecer en el mediano plazo. La novela del siglo xix tenía esa pretensión totalitaria, pues, de contar la vida tal como era, incluso cuando intervenía la fantasía. Ese realismo que luego fue naturalismo –nada menos– y que Zola creyó que podía transformarse en herramienta de análisis para el cambio de las sociedades. Lo que queda hoy de Zola es su aliento épico, su melodrama: justo su fantasía y sus personajes. Nos interesa más Naná que el drama de la prostitución, digamos. El cine, una vez que las imágenes hablaron y se colorearon, se volvió el nuevo arte totalitario; la televisión, con su transmisión inmediata del acontecimiento, supera en ese aspecto al cine. Internet logra además que podamos acceder según nuestro propio deseo, sin restricción de fronteras ni de tiempo. Uno de los productos –quizás el más interesante, el más poderoso– de toda esa convergencia lo constituyen las nuevas series televisivas de las que Breaking Bad es un ejemplo paradigmático. 

La historia de Walter White es la de un hombre a quien el mundo ha dado la espalda. Genio de la química, mantiene a su familia con un trabajo de profesor mal pago para alumnos sin interés y un segundo empleo, peor pago, lavando autos para un hombre hosco, a todas luces un inmigrante (no por nada el apellido White, la derrota del wasp ante el avance global). Un buen mal día le descubren un cáncer inoperable e irreversible que decide en principio ocultarle a su familia. Otro buen mal día su cuñado policía lo hace partícipe aleatorio de un allanamiento a una fábrica de drogas sintéticas. Su esposa está embarazada, su hijo es discapacitado, no puede pagar un tratamiento para su enfermedad. Comienza a estallar: deja su trabajo en el lavadero, traba relación con Jesse Pinkman, un exalumno nada brillante, para fabricar y traficar drogas e intenta un negocio «por única vez» que lo lleva a enfrentar la desesperación y la muerte. Pero logra salir de los primeros tramos del laberinto: al final de la primera temporada, su esposa sabe de su enfermedad, y él, enojado con el mundo, un Job sin paciencia, se ha transformado en Heisenberg, primero un proyecto y, con el correr de la historia, un enorme fabricante de drogas sintéticas.

Resumir toda la trama es imposible: lo interesante, más allá de los paroxismos que aparecen en cada episodio, es que la serie gana en densidad a medida que transcurre. Como sucede en las grandes novelas, cada temporada incluye su propio arco narrativo que se liga al todo, y cada episodio a su vez, un pequeño arco que se liga a la temporada, en una suerte de estructura de cajas chinas. Pero hay detalles que aparecen y desaparecen a medida que transcurren los episodios, que cobran sentido quizás diez o veinte capítulos más adelante. El crecimiento de los personajes –sus cambios y lo que vamos descubriendo de sus vidas a medida que pasa el tiempo– es esférico: no solo acumulan la experiencia de aquello que les hemos visto vivir, sino que también cambian de carácter de modos muchas veces sutiles, a pequeños gestos. Breaking Bad es una serie muy escrita, pensada absolutamente. Es la historia de un hombre malo, de un ser común que descubre que es Satán y, al final, después de muchas muertes y delitos, después de muchas culpas, después de arruinar moralmente a quienes más ama, encuentra una redención parcial en un último gesto. El título de la serie implica, de algún modo, que esto va a ir de mal en peor. Que pasarán cosas terribles –una banda de neonazis asesinos, un trágico accidente aéreo, un cadáver descompuesto que destruye una casa, la ejecución de un ser querido que se encuentra, azares del mal, del otro lado de la ley–, ilustrando la máxima de que el camino del mal está empedrado de buenas intenciones. 

Ahora bien: la serie, como ya se dijo, es densa en detalles. Un programa de televisión al que solo se puede acceder semanalmente no puede serlo jamás, y pocas veces lo que sucedía una semana modificaba la acción de la siguiente, salvo en el caso de la soap opera (Dallas o Dinastía eran mucho más eso que «series»). Breaking Bad está diseñada para volver a ver, para detenerse y para avanzar de episodio en episodio al ritmo que nosotros consideremos más adecuado: está diseñada como un libro, un folletín por entregas que tiene en realidad una estructura –más o menos– pautada. El éxito de público, la conversación de los fanáticos, la intervención en las redes sociales a partir de este tipo de acceso –muchas veces en simultáneo con el estreno– influyen incluso en el mundo de ficción. No otra cosa pasaba en el siglo xix: si D’Artagnan no hubiera sido tan popular, difícilmente tendríamos la enorme saga de los Mosqueteros en tres novelas gigantescas. Muchas de las peripecias de Edmond Dantés existen «a pedido del público», por ese fino olfato de médium entre el arte y las masas que Dumas tenía, como todos los grandes escritores populares de su tiempo. Salvo que ahora la imagen viva permite trabajar mucho más con el personaje en profundidad, liberada la narración de la descripción de ambientes. La televisión de hoy, interactiva en todo sentido y cuyo acceso es decidido por el consumidor y no impuesto por el productor, hace posible esta densidad. 

También elude los tabúes. Los Soprano y Breaking Bad son series especialmente violentas y duras en el sentido psicológico. No son espectáculos para toda la familia en ningún grado, y sus criaturas son menos arquetipos que mitos en desarrollo. La primera fue diseñada para el cable; la segunda, para un público que se supone adulto y restringido. Pasa lo mismo con Mad Men o con Lost, aunque con diferencias: los creadores de Lost descubrieron que estaban pisando terra incognita a medida que escribían la serie –de ahí las inconsecuencias o inconsistencias de la trama–. Pero Lost inauguró algo sustancial: el cambio definitivo en una ficción consiste en que mueran personajes a los que el espectador se ha acostumbrado, a los que tiene por compañeros. No es el simple «cambio de protagonista», casi siempre ligado a cuestiones contractuales, sino otra cosa: el descubrimiento de que uno puede volver en el tiempo de la serie, de que en el libro audiovisual las criaturas siguen vivas. Que puede enrevesar tramas, inventar elementos, darles una historia e incluir las nuevas fibras en el tapiz general sin pérdida. Es probable que el poco éxito de Marvel’s Agents of shield, una serie esperada por media humanidad, tenga que ver con su forma «tradicional» de la aventura autocontenida semanal. Después de todo, es paradójico dado que las historietas de Marvel, con sus cruces de un comic-book a otro y su universo denso y lleno de detalles y combinaciones, inventaron en papel este tipo de relato múltiple antes de que la tecnología se lo permitiese a la televisión. 

Hay excepciones, pero no tantas. Probablemente, el fenómeno cultural más influyente de las últimas dos décadas y media sea Los Simpson

La serie nació buscando su centro en el malcriado Bart, pero terminó siendo el espectáculo de un pueblo que es metáfora de todo pueblo del mundo en la era global. A pesar de que hay personajes que mueren –próximamente lo hará la triste maestra Krabbapple–, está suspendida en el tiempo y abreva de toda cultura. Quien la recorra encontrará todo el espectro de la cultura humana, con referencias que van desde la teología hasta el arte pop, con invitados que van desde Thomas Pynchon a Katy Perry, con escenarios que mientan desde Peter Brueghel hasta Tex Avery. También es de estirpe literaria: Los Simpson son hijos de Rabelais, de Voltaire y de los grandes satiristas americanos como Mark Twain y Al Capp –otro creador de un pueblo metafórico, el palurdo Dogpatch–. Su éxito consiste también en la revisitación constante, en que la repetición permite comprender algunos pliegues ocultos, la complejidad de personajes que a veces parecen contradictorios (el central Homer) y que nunca son del todo buenos o del todo malos, del todo viles o del todo virtuosos. En Springfield, como en el Albuquerque de Breaking Bad, se concentra una sociedad que padece del virus de la reproducción infinita, del tedio de las relaciones de poder que no tienen visos de cambio. Si Los Simpson parece –solo parece– menos oscura que la saga de Walter White, es porque está dibujada parodiando el viejo cartoon (colores planos, ojos gigantes, acción absurda) y porque se emite en canales abiertos, donde el acceso, más aleatorio, obliga a contener ciertas densidades o tratarlas de un modo más ligero y lateral. Por cierto, descubrir esos temas adultos u oscuros es parte del motivo para revisitarla. En los otros casos, se accede voluntariamente y el autor no necesita hacer concesiones temáticas ni incluso visuales. 

Lo que une a Mad Men, Los Soprano, Breaking Bad, Lost, la gigantesca Game of Thrones con su mezcla de fantasía heroica, sensualidad, política y tragedia, y casi cualquiera de las nuevas series que se nos proponen año a año (en 2013, Hostages, que narra la historia de una familia involucrada en un plan para matar al presidente de los EE.UU.; The Black List, donde un superespía propone capturar a los criminales más peligrosos del mundo mientras establece una relación ambigua con una joven agente; o la impresionante House of Cards, que narra el irresistible ascenso al poder de un político estadounidense y que fue diseñada especialmente para Netflix, para verse de a muchos episodios) es, en definitiva, ese confín en la inteligencia del espectador para reconstruir tramas complejas y densas, para transformarse en participante activo del acto de creación. Es decir, para vivir dentro de los mundos que estas ficciones proponen. Hay algo interesante, temible y filosófico a la vez, en este nuevo tipo de televisión.

El nombre televisión, de hecho, debería dejar de lado el prefijo tele dado que estas obras nos incluyen, no están a distancia de nosotros. Retomando los trucos y las trampas del folletín, han recuperado la idea de realidad alterna donde podemos habitar por el tiempo que queramos y cuando lo decidamos, con la sola interrupción de la necesidad cotidiana. No otra cosa pensaban Zola, Dumas o Dickens; no otra cosa piensa el creador de Breaking Bad, Vince Gilligan, cuando nos presenta la fantasía de un mundo concentradamente malvado, donde el Demonio ha triunfado definitivamente sobre el corazón, incluso, del más manso de los hombres. Albuquerque, esta Albuquerque, no es más real que Springfield, como no es más real, tampoco, que el mundo donde vivía Mr. Anderson –y no Neo– en Matrix. Es un pueblo caluroso, demasiado soleado, demasiado injusto, demasiado concentrado para ser cierto, pero, al mismo tiempo, esa demasía lo hace real ante nuestros ojos. La serie se toma su tiempo para transmitirnos no solo el color y el sonido, sino también el olor acre y el regusto amargo, la textura rugosa de la experiencia que viven Walter White y Jesse Pinkman.

Esa atención al detalle solo es posible en la medida en que el espectador tenga el tiempo de acceder a ellos, y es eso lo que hace que el programa, además, haya multiplicado su audiencia temporada a temporada sin por ello sacrificar la continuidad o dejar de lado detalles. Simplemente, el boca a boca generaba interés en un nuevo espectador que, como nunca antes, podía empezar desde el principio. Hoy Breaking Bad funciona como el libro en la biblioteca: podemos escribir sobre ella como si se estuviera emitiendo desde el principio y teorizar sobre sus detalles o su visión del mundo porque, después de todo, cualquiera puede acceder a ella. Sin embargo, queda un interrogante: ¿por qué el éxito? ¿Por qué el mundo negro hasta el absurdo, cómico hasta la tragedia, de Breaking Bad nos atrae de tal modo? Quizás la respuesta sea que el Apocalipsis ya ha sucedido y solo la fantasía (cruel en este caso, risueña en el caso de Los Simpson) nos permite comprender que este mundo ha llegado a su fin, y, por un tiempo, tomarnos la revancha, ser nosotros los malos de la historia e ir hasta el final sin que nada nos detenga.

Lo mismo sucedía cuando revisábamos los bajos fondos crueles de Casa desolada u Oliver Twist, salvo que Dickens, todavía, tenía alguna esperanza. La nuestra es paradójica: seguir construyendo con cada vez mayor sensación de realidad mundos vicarios, fantásticos, a los que podemos acceder sin perder la vida. Zola, pues, ha fracasado: la ficción densa, la novela ahora audiovisual, no nos enseña a mejorar el mundo sino que nos ha creado un refugio para huir de él, como si la única terra incognita que restase fuera la imaginación de algún semejante. La moneda central de Breaking Bad, la metanfetamina artificial que nos permite el escape, es metáfora de la propia ficción: hoy los creadores televisivos se han vuelto nuestros dealers, proveedores de fantasías para quien ya no necesita salir de su casa.


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