Revista GLOBAL

Camus y el espíritu de la revuelta

por Pierre-Louis Rey
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Los historiadores tienen la costumbre de llamar «revuelta» a una revolución que ha fracasado. En ese sentido, aunque la Comuna de 1871 o las jornadas de Mayo de 1968 pudieron modificar profundamente las mentalidades, no consiguieron derribar los regímenes que ponían en entredicho. Sin embargo, a menudo una revuelta es interpretada en retrospectiva como un signo precursor de la revolución que realizará sus objetivos. Si nos restringimos a los acontecimientos en los que Camus estaba más interesado, entenderemos que la revuelta rusa de 1905 prepara la revolución de 1917. Analizándola bajo este signo comprendemos que fue un fracaso ante los ojos de aquellos que no vivieron el tiempo suficiente como para asistir al triunfo del socialismo. Otro ejemplo de revuelta, de la cual esta vez Camus fue contemporáneo: la de Berlín Oriental, en junio de 1953, que fue una revuelta de obreros a mano pelada contra los tanques de la potencia soviética, un enfrentamiento tan desproporcionado que nadie imaginaría que se convertiría en el preludio de una revolución. En realidad no lo sería, puesto que no es ante una revolución en el sentido estricto que sucumbirá, casi cuarenta años más tarde, el imperio soviético.

En cuanto a los disturbios que se producirán en el Constantinois, en Argelia, en mayo de 1945 (por razones que ameritan un análisis más amplio, se les califica de «disturbios» más que de revuelta), son el preliminar de la revolución de noviembre de 1954. ¿Es necesario considerar la guerra de Argelia como una «revolución»? Este término es empleado regularmente, de 1954 a 1962, en El Moudjahid, el órgano clandestino del FLN (Frente de Liberación Nacional), la instancia directiva de los rebeldes que se reunió en agosto de 1961 y se llamó Comité Nacional de la Revolución Argelia. ¿Cómo hacer la revolución en un país que está por fundarse? Por un lado, para los militantes del FLN, Argelia existe, solamente su existencia está negada por el régimen de colonización. Por otro lado, no solo se trata de ganar la guerra de independencia contra Francia, sino de cuestionar a propósito de la revolución que habrá que operar en las instituciones y en los espíritus para que esta independencia verdaderamente sirva de algo. Se trazará un paralelismo con la divisa de Combate, diario con el cual Camus colaboró asiduamente desde la clandestinidad, y que llevaba por subtítulo «De la Resistencia a la Revolución» (divisa que Camus escribía puesto que estaba, durante la liberación, a cargo del diario). Estas breves consideraciones semánticas y estas rememoraciones históricas ayudarán a definir la posición de Camus ante la revuelta y ante eso que aparece a menudo bajo su pluma como su contrario: la revolución.

Camus, no obstante, no es un historiador y desconfía de la tiranía de la Historia. Si sabe que el ser humano vive en la historia y saca de ella sus lecciones, se niega a que sea erigida en absoluto. «Ausencia del sentido histórico en los griegos. Los griegos, pueblo feliz, no tienen historia», anotaba ya en 1937. Es el cristianismo el que, haciendo de la encarnación un momento decisivo del devenir del ser humano e imaginando un fin (Apocalipsis y Juicio Final) para su paso por la tierra, ha hecho entrar al ser humano en la Historia. Con los cristianos, pese a que nunca suscribe su fe ni su filosofía, Camus mantiene un diálogo productivo. Con los marxistas, cuya fe le parece un derivado de la filosofía judeocristiana, el diálogo será conflictivo. Su rechazo de la necesidad histórica (del «sentido de la Historia», como se decía) lo opone a la izquierda de inspiración marxista. Él, que admiraba el sentido trágico de los griegos y su creencia en una fatalidad superior, rechazaba que los hombres fabrican ellos mismos una pseudo fatalidad que obstaculizara su futuro. Se comprende que no concibe la revuelta como una necesidad histórica, dirigida hacia un designio trazado de antemano: para él, la revuelta se identifica con la libertad individual. Se ejerce, en cualquier caso, en otros dominios distintos a la política. El artista no es un gran artista si no es un rebelde.

La revuelta contra el absurdo

La publicación en 1951 de El hombre rebelde contribuyó a asociar en principio el nombre de Camus a la revuelta. El ensayo le valió no la celebridad, adquirida cuatro años antes gracias a La peste, sino polémicas acerbas, a menudo dictadas por segundas intenciones e, inversamente, de parte de aquellos que se reconocieron en la obra. Aún hoy, en los países que sufrieron el yugo de la dictadura soviética, El hombre rebelde es la obra que más contribuye a difundir su pensamiento. En 1951 marca el punto culminante de lo que Camus considera como la segunda fase o, según su expresión, la segunda «etapa» de su obra. La primera etapa sería la del absurdo (Calígula, El extranjero, El mito de Sísifo y El malentendido), la segunda la de la revuelta (La peste, El estado de sitio, Los justos y El hombre rebelde). Dos años después de la publicación de El hombre rebelde, inicia la tercera etapa, la del amor. Esta etapa arranca con las primeras páginas de El primer hombre, que lo ocupará hasta el final de su vida, sin que pueda terminarlo. Es difícil situar en el interior de esta tercera «etapa» El exilio y el reino y El verano, algunos de cuyos relatos responden a proyectos anteriores, y con mayor razón La caída, obra irónica y disonante que más bien se presenta como el revés de un ciclo del amor en el cual parece inscribirse cronológicamente. Al dividir su obra en tres «etapas», Camus facilita la tarea de los historiadores de la literatura. Pero estas clasificaciones, cómodas para revisar a los autores en la secundaria, apenas resisten el análisis de las obras. La revuelta ya está presente en el seno del ciclo del absurdo. Desde 1942, Camus inscribe en sus Carnets el proyecto de un ensayo «sobre la revuelta» que lleva el germen de El hombre rebelde. Calígula, cuya idea se remonta a 1936, ofrece el retrato de un emperador que se rebela (a su manera) contra el absurdo. El extranjero, terminado a inicios de 1941, finaliza con la revuelta de Meursault. Y El mito de Sísifo, ensayo contemporáneo de la novela, es una reflexión sobre el absurdo de la condición humana, pero las aproximaciones al absurdo cuyo inventario hace Camus en estas obras son las actitudes rebeldes.

En otra vertiente, La peste bien puede ser una novela de la revuelta: esta se ejerce contra manifestaciones del absurdo. El absurdo en su sentido metafísico, es decir, el hecho de que el hombre no puede dejar de buscar en el mundo un sentido que nunca le es dado, es el fondo de la condición humana. No se ve, pues, cómo la obra de Camus escaparía de esto. Admitamos que, en el primer tercio de su obra, Camus ha mostrado e ilustrado cómo el mundo era absurdo, y que en el segundo tercio ha insistido sobre la respuesta que debe darse al absurdo. También está la hipótesis de que Camus, marcado por la influencia de la filosofía griega, primero ha sido sensible al absurdo metafísico y de que, cada vez más comprometido con los combates de su época y marcado por los horrores de los totalitarismos, definió mejor cómo podía combatirlos (el combate contra el absurdo de las dictaduras se concibe más fácilmente que el combate contra el silencio del más allá). La ambigüedad de la noción de absurdo, que corre el riesgo de arrojar confusión sobre el espíritu de la revuelta, está en el corazón de las dificultades de interpretación de La peste. Quizás sea este uno de los puntos débiles de la novela, la cual le valió a Camus su renombre, pero que a menudo los críticos sitúan por debajo de El extranjero, La caída o El primer hombre. El médico de la obra y aquellos que actúan a su alrededor luchan, si se toma la intriga al pie de la letra, contra un mal enviado por el Cielo, que inflige a las personas sufrimientos absurdos, particularmente revulsivos cuando se trata de los niños. Si un adulto sufre, se dice que expía no se sabe qué pecado. Un niño, ¿qué puede expiar? El sentimiento de revuelta expresado por Camus se une aquí al de Dostoievski. Iván Karamazov pensaba que la «armonía superior» ofrecida por la religión no vale la lágrima de un niño. «Un farsante objetará que los niños crecerán y tendrán tiempo de pecar, pero este muchachito de ocho años desgarrado por los perros aún no ha crecido». En La peste, la actitud del padre Paneloux, que acepta el martirio del niño del juez en nombre de la voluntad divina y del principio de reversibilidad de los sufrimientos, ilustra el reproche fundamental dirigido por Camus al cristianismo. Al presentar el martirio de Cristo como la injusticia suprema, la religión cristiana desarticula la revuelta de los hombres contra los sufrimientos de su prójimo. Y cuando Cristo mismo se revela, en un breve instante, contra su padre en la cruz, este grito de revuelta es censurado en la enseñanza del cristianismo. «Con Lucas comienza la verdadera traición, la que hace desaparecer el grito desesperado de Jesús agonizante». Al luchar contra la epidemia, el doctor de La peste y sus asociados expresan su rebelión contra una calamidad para la cual no puede encontrarse razón.

Pero si se considera que la epidemia enmascara, en La peste, la ocupación militar de Francia por una dictadura (la peste morena, como se la llama), la revuelta de los protagonistas de la novela se ejerce, al contrario, contra un mal cuyas raíces es necesario analizar. Luchar contra las fuerzas del más allá es dar a los otros una lección de valentía, pero, como en el mito de Sísifo, la roca empujada hasta la cima de la colina rodará de nuevo por la pendiente; la medicina admite progresos, no vencerá nunca a la enfermedad ni, a final de cuentas, a la muerte. Al contrario, luchar contra una potencia militar portadora de valores negativos es librar una batalla que tiene la oportunidad de volverse definitiva. ¿Lo será? Las últimas líneas de la novela son ambiguas. La peste, que se ha alejado, amenaza con volver un día. Habrá que mantenerse vigilantes. La vigilancia se concibe de cara a enemigos identificados (se continuará luchando contra totalitarismos de todos los tipos), pero ¿qué significa ante una fatalidad superior? La posición del padre Paneloux se sitúa en la confluencia de dos lecturas posibles de la novela. Al negarse a rebelarse contra Dios, acepta la humillación de la condición humana. Pero en el fondo de esta resignación, yace una actitud «petainista»: Francia perdió la guerra porque Dios así lo quiso, y Dios lo quiso porque el país se había comportado mal (pereza, pérdida de los valores tradicionales, extravío de la democracia, aceptación de la potencia financiera de los judíos…). Aceptemos la derrota como una forma de expiación, dicen los panistas, reconozcamos a los alemanes el habernos traído de vuelta al camino de la rectitud y colaboremos con ellos para un renacimiento en vez de rebelarnos (es decir, en vez de entrar en la Resistencia).

Si nos mantenemos en el primer tipo de revuelta, es decir, en la revuelta metafísica contra un Dios o un más allá que no tenemos oportunidad alguna de hacer tambalear, nos preguntamos por su razón de ser. Hay algo de romántico en el acto mismo de la revuelta, pero el peligro en que incurren los románticos es que, estando seguros de fracasar, se sirven de su fracaso para poetizar la revuelta. En 1938, en un informe sobre La conspiración de Paul Nizan, Camus exonera de esta actitud tanto a Nizan como a Malraux. «Es común […] denunciar la actitud romántica de un escritor como Malraux, la cuestión no solo consiste en saber si Malraux, en la Revolución, prefiere la epopeya a la construcción económica (aunque La esperanza sea, toda ella, una respuesta a esta acusación), sino preguntarse si arriesga su vida todos los días por la manera de ver que se le adjudica. Y este es nuestro único criterio verificable». Cuando Malraux vuela con su escuadrilla España al rescate de los republicanos españoles, no lo hace para poetizar su fracaso, sino porque piensa que verdaderamente tienen una oportunidad de acabar con los franquistas.

Y verdaderamente arriesga su vida por la victoria. El título de La esperanza tiene un valor universal (la esperanza de que la grandeza de los hombres los terminará llevando sobre sus fracasos); también expresa de modo sencillo, en la época en la que la obra es publicada (al final de la guerra), la esperanza en el triunfo de los republicanos. Esta puesta en guardia de Camus contra la poetización del fracaso se extiende, en El hombre rebelde, a los poetas que, al declararse «malditos», se regocijan del rechazo del que son víctimas porque asegura la inspiración de su obra. Así, Camus rechaza toda revuelta que se asemeje a una pose, a una complacencia amorosa y se crea tanto más bella por ser vana. Sísifo sería un héroe romántico si, empujando su roca, supiera de antemano que su misión es imposible: su grandeza se limitaría entonces a la belleza del gesto. Al contrario, es un héroe camusiano porque, actuando como si realmente tuviera una oportunidad de vencer la maldición de los dioses, pone en juego lo que hay de más noble en la condición humana.

El imperativo de «la mesura»

Esta nobleza no se corresponde con la amplitud de la respuesta del orden divino. Para estar justificada, la revuelta debe a la vez enmarcar su objetivo y mostrarse respetuosa en la elección de los medios. Así pues, el Calígula de Camus ofrece la figura de un rebelde que termina mal. La revuelta de Calígula parece tener, en su principio, una legitimidad. Puede traducirse a la vez con la fórmula de Iván Karamazov, «Si Dios no existe, todo está permitido», y con la de Nietzsche, «Si un dios existe, ¿cómo podría soportar no serlo yo?». Al repetir que su ambición es conquistar la luna, Calígula busca llenar un cielo que ha encontrado vacío de sus dioses. La ambición de Prometeo era insensata porque robó el fuego a los dioses; pero ¿cómo reprochar a alguien el apropiarse de algo que no pertenece a nadie? Para aclarar la conducta de Calígula, siempre se recordará lo que Camus escribió sobre la frase de Iván Karamazov: no se trata en absoluto de un grito de gozo, sino de una constatación amarga. La libertad ofrecida por la inexistencia de Dios no es la libertad de hacer cualquier cosa: al contrario, nos obliga a buscar en nosotros mismos las reglas de conducta.

Durante los primeros meses en los que trabaja en Calígula, Camus da al emperador una imagen ambigua (ángel negro prendado del absoluto). Los años de la guerra, al imponer una proximidad entre el emperador loco y Hitler, van a llevar a Camus a suprimir en su pieza teatral los elementos susceptibles de inspirar simpatía por Calígula. En efecto, se hace evidente que el deseo desenfrenado de absoluto no podría servir de excusa al crimen. Si se piensa que Hitler es un ángel negro, la palabra ángel impactará la conciencia universal. La revuelta, nacida del silencio del más allá, lleva al hombre a obedecer valores que conforman la grandeza humana. Es decir, debe forzarse a obedecer la mesura, que los griegos imponían tanto a su espíritu como a su cuerpo. Aquí encuentra su justificación el lugar que Camus dio al deporte, que nos enseña a conocer los límites de nuestro cuerpo y a respetar al adversario (se mide» al adversario). El ejercicio deportivo es, en suma, una revuelta canalizada: intentando ir más allá de nuestros límites, aprendemos a conocerlos mejor. Rebelado contra el absurdo, Calígula se equivoca en los medios. Se podría argumentar que los senadores que condenan a muerte sin discernimiento no merecen otra cosa (Camus se las ingenia, en la pieza, para hacer de ellos seres viles y corruptos). Pero uno no se rebela contra Dios haciendo lo contrario de los valores que se le adjudican. Uno no se rebela contra una sociedad que no respeta nada bajándose al mismo nivel que ella, es decir, negando el valor de la vida humana. Así, toda revuelta debe ponerse límites, palabra típicamente camusiana, presente desde su primera obra (El revés y el derecho) y que guiará en adelante todo su pensamiento. El extranjero fue concebido al mismo tiempo que Calígula. El punto de partida de las dos obras es el mismo: un hombre viene de perder a la mujer que prestaba sentido a su vida (la madre en el caso de Meursault; la que era hermana y amante en el caso de Calígula).

Desde el momento en que pierden al ser que daba coordenadas a su vida, los dos hombres hacen lo que les plazca. Meursault va a ver una película cómica al día siguiente del entierro, cede a la primera tentación carnal, comete un homicidio, ciertamente por accidente, pero con total indiferencia. Calígula mata todo lo que se mueve a su alrededor; había comenzado antes de la muerte de Drusilla, pero tras el hecho pierde toda mesura. Se comprende que las dos obras hayan alimentado la imagen de un Camus existencialista. Calígula y Meursault, privados de lo que componía la esencia de su vida, en efecto tienen la vertiginosa libertad de inventarse haciendo lo que les place. No obstante, las dos obras se diferencian más allá del modo que Camus imaginó. Por un lado, está el ser que disponía del poder más grande (un emperador romano, es decir, el amo del mundo), y del otro, un modesto empleado de oficina que dobla el espinazo ante su patrón. Y entonces, así como Calígula se define de entrada por su revuelta (encuentra intolerable que el poder que le ha sido otorgado sobre la tierra no se extienda a la luna), Meursault se caracteriza, al contrario, por su indiferencia ante todo ascenso social. Es en virtud de un malentendido que Meursault da a sus jueces el sentimiento de que se rebela contra el orden del mundo (respeto por la vida del otro, observancia del duelo, actitud penitente durante el proceso…). Extranjero en el mundo, simplemente ignora las reglas. Son necesarias las coacciones que la sociedad ejerce sobre él (gestos y palabras convenidos, invención de sentimientos que no posee, intento de convertirlo a Dios por el capellán de la prisión…) para que acceda finalmente a una revuelta, que es el objeto de la última página de la novela. Al desear que su ejecución sea recibida por gritos de odio, Meursault prueba que ha tomado suficiente conciencia del mundo de los hombres como para rechazarlo, buscando una unión con la imagen de su madre (imagen de amor y de esperanza puesto que está, en los últimos días de su vida, había escogido un «prometido») y con la «verdadera» naturaleza, es decir, el cielo estrellado. La revuelta de Calígula se termina, a la inversa, de manera narcisista, ante el espejo en el cual contempla su imagen rota. Los «límites», que Calígula negó al rechazar su condición de hombre y tomarse por Dios, son la palabra clave de Los justos, pieza montada en 1949, dos años antes de la publicación de El hombre rebelde, cuyo pensamiento ilustra. Los justos está directamente inspirada por el atentado que jóvenes revolucionarios rusos perpetraron en 1905 contra el Gran Duque. En el momento en que iba a lanzar la bomba contra el carruaje del Gran Duque, Kaliayev, el protagonista de la pieza, detiene su gesto porque el Gran Duque se encuentra acompañado de su esposa y dos niños. El atentado, minuciosamente preparado durante semanas, debe rehacerse.

Nada asegura que los conjurados encontrarán de nuevo condiciones tan propicias. Sobre todo se arriesgan, en el intervalo, a ser descubiertos y apresados. Así, Kaliayev atrae los reproches mordaces de Stepan, personaje intransigente, recién venido de un campo de internamiento donde ha sido torturado y donde vio morir a niños campesinos. ¿Los niños del carruaje valen más porque son de sangre real? ¿La justicia debe imponer límites? «No hay límites», declara Stepan. El atentado es preparado de nuevo, Kaliayev lanza la bomba sobre el carruaje un día en que el Gran Duque se encuentra solo. Detenido, es ejecutado. Los justos son, en la pieza, aquellos que han contenido dentro de ciertos límites los medios de su revuelta (Kaliayev, su compañera Dora, su jefe Annekov). Camus los llama así en un texto publicado como apéndice en El hombre rebelde: «los asesinos delicados». Merecen este nombre los terroristas que saben mostrarse escrupulosos en la elección de sus objetivos, prefiriendo morir antes que matar inocentes. Se opone a ellos la figura del revolucionario «hasta el fondo» de Stepan, capaz de morir por la justicia, pero también listo para golpear ciegamente cuando se trata de servirla. Oscuro oponente de un régimen que lo oprime, Stepan se parece paradójicamente a Calígula, amo del mundo, en la medida en que ambos sueñan con un mundo conforme a la idea que se han hecho de él. Esta exigencia de absoluto tiene el deber de borrar todo lo que se le oponga, comprendidos también los escrúpulos de orden moral, incluyendo el respeto por la vida de los otros. En el desenlace de Los justos, todos los conjurados sobrevivientes, dedicados al derrocamiento del régimen zarista, parecen pertenecer al mismo campo. Pero el espectador, instruido por los despliegues ulteriores de su acción, ve perfilarse a través de ellos las diferentes actitudes que modelará la revolución. Se puede ser revolucionario a la imagen de Kaliayev y sus amigos, buscando edificar un mundo mejor en el que no se vendan los valores humanos. Esta exigencia moral, aunada al rechazo del orden establecido, constituye a ojos de Camus el espíritu de la revuelta. También se puede ser revolucionario como Stepan, prefiriendo sobre la moral la edificación de un sistema destinado a construir el Paraíso sobre la tierra. En este sentido, Stepan es un personaje estalinista antes de tiempo. La «delicadeza» de los rebeldes de 1905 es invocada por Camus hacia el final de El hombre rebelde. Sin suscribir forzosamente su acto violento, rinde homenaje a quienes, sin creerse dioses, rechazaron «el poder ilimitado de dar la muerte».

Hará nuevamente referencia a la revuelta rusa de 1905 durante la guerra de Argelia. Él, que se había rebelado desde 1939, cuando era periodista en Argel Republicano, contra las injusticias del sistema colonial, no podrá mostrarse solidario con la revuelta de los nacionalistas argelinos. Por un lado, no suscribe el ideal de una nación argelina que nunca había existido y que terminaría por expulsar a los europeos que tienen, tanto como los musulmanes, el derecho de habitar una tierra que es la suya. Por otro lado, suponiendo que juzgue legítima la causa de los rebeldes, no sabría aceptar que esta sea reivindicada con medios de un terrorismo ciego, que mata mujeres y niños. Los terroristas del FLN no son «justos», no son Kaliayev. Los justos no es, como se le ha llegado a reprochar a Camus, una pieza tesis, primero porque ningún discurso indica claramente al espectador por cuál lado debe inclinarse (lo libra para que juzgue que Kaliayev se equivoca al poner en peligro la organización terrorista a causa de sus escrúpulos), y además porque es dudoso que Camus considere como un modelo a seguir la acción de Kaliayev y de sus cómplices. «Amo a Kaliayev y a Dora», afirma en un inserto de la pieza. Comprendemos que se coloca de su lado más que del de Stepan. Pero también comenta, en sus Carnets, la justificación que se da Kaliayev al atribuirse el derecho de atentar contra la vida del Gran Duque al momento que también arriesga la suya. «El razonamiento es falso, pero respetable», escribe Camus. «Una vida dada no vale más que una vida arrebatada». En suma, según una moral estrictamente camusiana, más vale un asesino delicado que un asesino salvaje, pero más valdría no ser asesino en absoluto. ¿La tiranía zarista daba otra opción a quienes eran sus víctimas? La cuestión parece zanjada negativamente en el interior de la pieza, pero esta obedece a una lógica dramática que no coincide necesariamente con el pensamiento político y moral de Camus. Para una revolución verdadera todavía es necesario preguntarse sobre la etiqueta de «rebeldes» dada tanto a los «justos» como al terrorista intransigente al que se oponen. Esta etiqueta está consagrada por la Historia porque los eventos que marcaron el año 1905 en Rusia (atentados como el del Gran Duque, la represión del «Domingo Rojo», el motín del acorazado Potemkin…) no consiguieron derrocar el régimen zarista (el zar solamente terminó por conceder una Constitución a su pueblo). Sin embargo, como hemos visto, en razón de su fracaso estos personajes fueron idealizados por Camus. De hecho, en las Cartas sobre la revuelta, escritas luego de la publicación de El hombre rebelde, Camus admite su «admiración por los revolucionarios rusos de 1905» y señala que se inscriben en el ciclo que concluirá con la Revolución de 1917, que no actuaron para brillar o hacer ruido, sino porque verdaderamente tenían la intención de cambiar a Rusia y al mundo. Camus es, en efecto, un revolucionario. Suscribe con toda lucidez la divisa de Combate que yo evocaba antes. Esta divisa se encuentra explícita en los editoriales que escribe para el diario antes y después de la Liberación. La tarea de la Resistencia hubiera estado inconclusa  si Francia retoma, una vez restablecida su soberanía, las mismas equivocaciones que antes de la guerra. En ese sentido, el general De Gaulle también se mostró revolucionario. Evidentemente receloso del gaullismo, Camus tiene en común con el General el rechazo del modelo de revolución sobre la mesura que los comunistas pretendían importar a Francia. La revolución, explica en sus editoriales, debe ser primero una revolución moral. Muchos creían que luego del Armisticio había llegado el momento de cambiar en profundidad el espíritu mismo de la política. La polisemia de la palabra revolución casi no sobrevivirá. En la clase política, el término será acaparado por el Partido Comunista. Y, aún en mayo de 1968, cuando los jóvenes idealistas (de izquierda o anarquistas) quieran «hacer la revolución», el Partido los llamará al orden para explicarles según cuáles consignas tienen derecho a realizarla. Es por el hecho de que el ideal de la revolución ha sido acaparado por sistemas totalitarios que Camus, en la época de El hombre rebelde, no lo reivindica como propio.

La revolución se opone desde entonces, en él, a la revuelta. Basta referirse al capítulo del ensayo titulado «Revuelta y revolución». Si se tiene en mente que, para los historiadores, «la revuelta» supone comúnmente un fracaso, se sospechará que Camus se pone sistemáticamente del lado de los vencidos y sucumbe a ese romanticismo que había recusado hasta entonces. Sospecha sin fundamento, pues califica a los justos de 1905 de revolucionarios. A lo que Camus opone la revuelta, en la época de El hombre rebelde, no es a la revolución, sino a la revolución institucionalizada. Primer malentendido que Camus disipa al inicio de su ensayo: la revuelta no es un valor negativo. Si el rebelde dice «no», no es por el placer de oponerse: Camus rechaza la revuelta de tipo nihilista que anima a ciertos terroristas rusos del siglo XIX. La verdadera revuelta dice «no» en virtud de un «sí» implícito, expresado ante los valores que han sido ultrajados. En el dominio de la política, la revuelta, salvo si responde a un deseo de violencia o de afirmación, se refiere a un ideal que no siempre se percibe claramente en el momento en que ejerce su rebelión porque su acción debe moldearse sobre las circunstancias y respetar escrúpulos aparentemente contradictorios con la acción que emprende. Los revolucionarios profesionales tienen, por el contrario, la ventaja de referirse a un programa claro, proyectado en el futuro y cuya perfección autoriza para borrar todos los obstáculos que estén en su camino. Rechazan, a la manera de los nihilistas, los valores que se proponen al hombre de hoy a favor de un futuro hipotético.

En el primer plano de estos valores, el de la libertad, que pretenden dejar de lado en nombre de una libertad superior cuyo contorno mal se deja ver. En realidad, quieren probar a los otros que su libertad es ilusoria, con el fin de prepararlos para la servidumbre. La revolución, escribe Camus, «parte de la negación absoluta y se condena a todas las servidumbres para fabricar un sí empujado al extremo de la historia». Es en esta perspectiva que se lee La caída. Clamence, el héroe, hace profesión de ser «juez penitente», es decir, se acusa a placer de crímenes verdaderos o imaginarios a fin de persuadir a su interlocutor de que, puesto que es su semejante, también es culpable. El infierno donde Clamence se ha encerrado para expiar sus crímenes (con sus canales concéntricos, Ámsterdam es una reproducción del infierno de Dante) significa que ya no existe ninguna posibilidad de reparación. Cuando haya persuadido a todos sus contemporáneos de su indignidad, estos ya no se juzgarán dignos de ejercer su libertad, estarán maduros para sufrir un régimen de servidumbre. El discurso de Clamence es un breviario de la desesperanza, una tentativa de aniquilación del espíritu rebelde. Aquí de nuevo se propone el paralelo entre el ideal marxista y el del cristianismo. Los dos prometen el Paraíso, pero es un Paraíso aplazado para más tarde, en cuyo nombre habría que aceptar las injusticias del presente, y que en consecuencia prohíbe la revuelta. Nada en común, se ha dicho, entre la actitud.


4 comentarios

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