Esa confidencia: «Si existiera la reencarnación, en la otra vida yo fui Tirante el Blanco». Quedé sorprendida, ya que tanta devoción por un héroe demencial de las novelas de caballería me parecía incongruente con este miembro del boom hispa noamericano que, al contrario que sus compañeros, siempre se perfiló como un cauto creador de novelas «realistas». A explorar esta curiosa paradoja dedico estas páginas. Las letras americanas de mediados de siglo XX han hecho gala de un amor extremo por el delirio. El llamado «realismo mágico» –o lo «real maravilloso», como prefiere Irlemar Chiampi 1 – ha sido objeto de polémicas en las que no me puedo detener, pero ya sea de origen surrealista o hijo del post expresionismo alemán, ya haya nacido con Novalis o con Franz Roh, lo cierto es que nos hemos distinguido por nuestra proclividad a la fantasía literaria. Las reflexiones teóricas de Borges en 1932 y de Alejo Carpentier en 1949 en torno a la ruptura del plano real han quedado ilustradas por los mundos literarios demenciales de Lugones y, más tarde, de García Márquez, Cortázar y Carlos Fuentes.
Todo fluye felizmente en estas narraciones, incluyendo el diálogo entre muertos y vivos de Juan Rulfo, cuya obra García Márquez sabía de memoria y Borges enaltece como clave del realismo mágico latinoamericano. No nos extrañe un hambre de irrealidad tan pertinaz: nuestras letras nacen hijas de la maravilla, pues los cronistas de Indias vieron el Nuevo Mundo desde el prisma H de las novelas de caballería. De ahí el nombre de California, oriundo de las Sergas de Esplandián, y de ahí que Cristóbal Colón apunta en su Diario que vido «tres serenas que salieron …] de la mar, pero no eran tan hermosas como las pintan, porque] tenían forma de hombre en la cara».2 Lo que el descubridor vio eran manatíes, pero los envolvió en la magia del mito. Vargas Llosa parecería quedar al margen de toda esta exuberancia mágica. Ajeno a su apetito de prodigios, declara en La orgía perpetua: «prefiero la invención realista a la fantástica …] he preferido siempre que las novelas finjan lo real, porque la irrealidad suele aburrirme mortalmente » .3 El «realismo» del peruano, incluida su reciente Cinco esquinas, evita siempre la ruptura del plano verosímil. El «realismo» vargasllosiano se comienza, sin embargo, a reexaminar. En 1970 David Gallagher explora la temporalidad «laberíntica» de Conversación en la catedral, donde el transcurrir de los hechos zigzaguea y los efectos resultan anteriores a las causas.
Este perspectivismo temporal delata, según el crítico, la caótica realidad peruana y el conflicto interior de los personajes. Vargas Llosa acoge la hipótesis de Gallagher con un entusiasmo sospechoso. Cuando Xiomara Na varro4 le pregunta: «¿Qué pasa con el realismo mágico y Vargas Llosa?» (La recurrencia, p. 189), el novelista contesta invocando las hipótesis de Gallagher: «… para mí David Ghallager escribió uno de los mejores ensayos sobre Conversación en la catedral, …] decía que] …] donde está el realismo mágico …] es en la] forma: las historias anulan …] el tiempo, los efectos son anteriores a las causas. Hay toda una reorganización …], a la manera de una novela de ciencia ficción». Pero el entusiasmo de Vargas Llo sa parece un puro pretexto: al margen de que el tiempo lineal sea una ilusión –como sostienen Bal dmt zsche, Bergson y Freud–, lo cierto es que la temporalidad de Vargas Llosa se parece mucho a la de cualquier novela decimonónica, con diálogos y analepsis que fluyen linealmente. No es de extrañar, por tanto, que Mario Vargas Llosa haya declarado recientemente: «lo que yo escribo es realismo». Y es que, efectivamente, el realismo va a ser uno de los supuestos de su teoría estética, así como la voluntad de verosimilitud será una de las estructuras profundas de sus novelas.
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