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Cervantes, el genio generoso y triste de la españa eterna

by Mariano Lebrón Saviñón
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Miguel de Cervantes Saavedra llena el mundo con su genio después de haber escrito la mejor novela de la literatura universal, sin aspavientos ni petulante proceder. Hizo vida azarosa y vida heroica. Su gloria en las letras constituye un milagro de creación al darle vida a las figuras de don Quijote de la Mancha (Alonso Quijano el Bueno), el caballero del ideal anidado en la locura, y Sancho Panza, encarnación de la realidad cerril de este mundo, en el oropel de una España gloriosa. Millones de personas han reído con las aventuras del Quijote, y, sin embargo, en increíble contraste, Don Quijote de la Mancha es un libro triste, desgarrador, líricamente conmovible, más trágico que humorístico. Lírica era el alma Cervantes. Los azares de la vida de Cervantes, sus tristezas, sus limitaciones económicas y su bondadoso orgullo son las cosas que conducen a la creación, con inspiración divina, pues Cervantes vivió en el trasfondo de su alma con insospechadas vivencias.

Sus relatos (como las Novelas ejemplares) y su poesía fueron apreciados en el esplendor del Siglo de Oro Español, y enriqueció con su genio el idioma preferido de Dios. Nació, presuntamente, en Alcalá de Henares el 9 de octubre de 1547 –pues muchas ciudades de España se disputan ese honor–; hijo de padres nobles y notables, a pesar de su pobreza: don Rodrigo Cervantes y doña Leonor de Cetina. Estudió Humanidades con el presbítero Juan Lope Hoyos, quien le tenía gran aprecio, por lo cual le llamaba “caro discípulo”. Ya desde pequeño nacieron sus aficiones poéticas, que lo llevaron a endechar amores y apasionantes instancias. Se cree que recibió en Salamanca su formación pero, de todas maneras, si lo hizo debió abandonar tempranamente las aulas debido a la escasez económica de sus padres. Una cosa es segura y es que Cervantes, como su Quijote inmortal, dedicó largas horas a las lecturas, y que al calor de la lumbre de su hogar se forjó una grave cultura que en la soledad de sus trajines poblaron la vastedad de su conciencia. Pese a este detalle, nadie en aquel mundo de vanidades ecuménicas fue tan modesto y humilde como él. Sus citas repetidas, la erudición que revelaban sus escritos no tienen la pedantesca pesadez de quien busca un candil deslumbrador con el vano intento de impresionar.

Precisamente esa sencillez, esa modestia, mariposa de luz en la floración de su genio, es uno de los caracteres que embellecen su figura gigantea y le regalan una gran extensión de los Campos Elíseos. Su vida aventurera, sus errancias amargas y ese estar de espaldas a la fortuna fueron atemperando su conciencia, cociendo su arcilla modelable en el fuego de la temperancia y fomentando en su espíritu al gran genio que fue. Miguel de Cervantes Saavedra era un aventurero quijotesco que iba por los caminos de una Mancha más extensa que la que conoció Alonso Quijano el Bueno, sin alancear molinos, ni provocando delirantes hecatombes en los rebaños balantes, sino luchando de veras por la patria y por su rey. Y aparece luchando heroicamente en la batalla naval de Lepanto –victoriosa jornada contra el turco invasor– bajo el mando de don Juan de Austria. El triunfo de Lepanto salvó a Europa del ímpetu conquistador de Oriente. Su vida es digna de una estrofa épica de Esquilo. 

Un hecho heroico 

La participación de Cervantes en la batalla de Lepanto es un hecho heroico excepcional, un episodio que él se complacía en recordar con renovado orgullo. Cuenta el alférez Gabriel de Castañeda que al comenzar la batalla se encontró sobre cubierta a un soldado palúdico, que había adquirido la cuartana en la isla Corfú –que estaba escuálido y frío, pálido y macilento y con la vista turbia–. Era Cervantes. El Capitán, compadecido de esta triste naturaleza, le ordenó retirarse bajo cubierta, ya que no estaba en condiciones de pelear. El soldado comenzó a tiritar por la oleada febril que se aproximaba, pero al mismo tiempo encontró aprovechable la aproximación de la batalla y su mensaje de glorias y de honores, y exclamó exacerbado por el orgullo:

“Señores: en todas las ocasiones que hasta hoy se han ofrecido de guerra a Su Majestad y se me ha mandando, he servido muy bien como buen soldado y aún ahora no haré menos, aunque esté enfermo y con calenturas, más vale pelear al servicio de Dios y de Su Majestad y morir por ellos que no bajarme sobre cubierta. Póngame Vuesa Merced, señor Capitán, en el sitio que sea más peligroso y allí estaré y moriré peleando”. El Capitán hizo un gesto de duda y de pesar, pero calando hondo en el gesto heroico del soldado, lo colocó en el esquife al frente de doce hombres. Allí luchó brava y denodadamente y recibió tres heridas, dos en el pecho y una en la mano izquierda, de la que quedó manco (El Manco de Lepanto, le llamaron), de lo cual se sintió muy honrado el futuro creador de la obra más valiosa de la literatura castellana.

Aún así quedó al servicio de su patria bien amada, generoso y bueno. Lope de Vega, el más fecundo de los poetas de Europa, pedante y grandioso, menospreció al Manco, pero éste volcó un torrente de admiración para el poeta más fecundo de la literatura universal y le llamaba, a la manera de elogio, “Monstruo de la Naturaleza”. Siempre estaba dispuesto a sacrificarse por la patria. Estuvo en las expediciones de Navarino, Túnez y la Goleta, y peleó con las tropas españolas en Nápoles, donde estuvo hasta 1575. Cuando volvía de regreso a España con un hermano suyo, en la galera Sol, fue apresado por los piratas de Arnate Mamí y quedó prisionero del terrible Mamí y de Arraez Dalí, quien lo creyó muy rico, por lo que exigió cuantiosos dineros por su rescate. Cervantes fue su esclavo en Argel. Lo cargaron de cadenas, porque ayudó a muchos españoles a escapar con osada y peligrosa presteza. Los moros no podían pensar que ese hombre de pura estampa aguileña, arrogante y gentil, fuera un pobre caballero sin caudales. Y en la espera de los grandes tesoros que darían por su rescate pudo al fin, hazañosamente, quedar libre después de cinco años. En ese lapso, los intentos de fuga del español fueron tan pertinaces y tal sus audaces impulsos que a ello debió su vida. 

En América 

Vuelto a España, su miseria se acentuó hasta el extremo de que cayó prisionero. Y entonces decidió abandonar su patria para lanzarse quijotescamente (con la fe de ese Quijote que retozaba en su alma zarandeada) para buscar aventuras en nuestra América. Como Lope de Vega y Quevedo, Cervantes conocía profundamente su pueblo y se perdió más de una vez en los meandros de las intrigas, caminando por el zoco rufianesco de la picaresca. Las creaciones de Cervantes que algunos, falsamente, comparan con el Decamerón, realmente no tienen nada de Bocaccio, el pre-renacentista italiano. No hay italianismos en la obra de Cervantes ni el humor retozón y a veces cruel de una ignara naturaleza. Él es él, simplemente, espontáneo y original. Y los críticos de Cervantes, perdidos en la magnitud de Don Quijote, suelen soslayar otros aspectos de la creación cervantina. Se ha afirmado que Miguel Cervantes Saavedra se ha adelantado genialmente a la psiquiatría, ya que Alonso Quijano el Bueno y el Licenciado Vidriera son dos casos clínicos geniales. Entre los personajes psicopatológicos creados por Cervantes figura Alonso Quijano el Bueno, culto e inteligente, gran razonador pero con una megalomanía que tira hacia las aventuras de la andantesca caballería, con un orden de delirios que giran en torno de un núcleo central: Deshacer entuertos, socorrer viudas y desamparados y cabalgar tras de la gloria, bajo el ilusorio recuerdo de Dulcinea del Toboso, señora de su amor. En su locura –paranoica– triunfa el ideal. Otros perfiles ideales son el Cura, el Barbero y hasta la bella Marcela, con resplandor auroral en su hermosura. Alguien ha llamado a El Quijote “el libro del desencanto español”.

Aparece, en efecto, cuando España empieza a descender hacia el abismo de su decadencia. Es en ese momento cuando aparece y enarboló la rosa del ideal: fue la suya, pues, locura del corazón. Ya vimos como Alonso Quijano el Bueno al transformarse en Don Quijote de la Mancha, yerra los caminos de la razón. Ahora vamos a desnudar el alma de Sancho Panza, porque yo soy sanchezco también. Sancho, el calumniado Sancho, más que el bachiller Sansón Carrasco, con toda su credencial salmantina, más que el Cura y el Barbero, más que Diego, el caballero del Verde Gabán y su hijo, y aún más que el mismo cronista Cide Hamete Benengeli, retrató muy bien a su amo cuando le dio esta donosa respuesta a la Duquesa y sus dueñas: “Yo tengo al señor Don Quijote por loco rematado, puesto que algunas veces dice cosas que a mi parecer, y aun de todos aquellos que las escuchan, son tan discretas y por tan buen carril encaminadas, que el mesmo Satanás más no las podría decir mejores; pero con todo esto, verdaderamente y sin escrúpulo, a mí se me ha asentado que es un mentecato”. A pesar de esta opinión tan desfavorable le oímos luego decir: “Pero esta fue y esta es mi suerte y esta mi malandanza; no puedo más, seguirlo tengo: somos de un mismo lugar, he comido su pan, quiérole bien; es agradecido; dióme sus pollinos y, sobre todo, yo soy fiel, y así es imposible que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y el azadón”. Pero en ninguna circunstancia retrató Sancho mejor el alma de su amo, como en aquella respuesta que le encajó al escudero del Caballero del Bosque: “…digo que no tiene nada de bellaco; antes, tiene un alma como un cántaro: no sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna; un niño le hará entender que es de noche a la mitad del día y por esta sencillez le quiero como las entretelas de mi corazón y no me amaño en dejarlo por más disparate que haga”. Sancho expresa, a su manera, cuán digno es de amor a quien tiene como su amo y qué límpido espejo de ternuras es su alma. No en vano le llamaban “el Bueno”.

Para que el Cura y el Barbero de su pueblo hicieran todo lo que se dice para tornarlo a su morada, para que tras sus huellas un bachiller por Salamanca se dejara vencer y saliera cual otro Don Quijote en su búsqueda ¡qué hondo debió arraigar entre sus vecinos el cariño que sentían por él! Juzguese por aquella actitud de Pedro Alonzo, su vecino, cuando lo encontró maltrecho y molido y lo tornó a su pueblo tras aguardar en las afueras de la aldea a que fuera de noche para que no viesen “al molido hidalgo tan mal caballero”, vale decir, ridículo jinete. Esa acción es fuerza del cariño. El labrador ve a su convecino Quijano cariacontecido y maniatado, diciendo denuestos incoherentes, y lo tiene como tocado de los cinco. Hay un gesto de cariño y de piedad en el patrón que humillaría a los nobles duques burlones. Cervantes es el rey del ideal y la esperanza humana, en tanto que su personaje Alonso Quijano el Bueno, su émulo. ¡Ah! ¿Y qué decimos de Sancho Panza y qué haremos con él? Fiel y cerril, ¿qué significa en la vida del don Quijote? ¿Y en la nuestra? Yo soy sanchista, también. Su alma pueril floreció al amor cuando vio doblegado el ideal que lo sostenía.


11 comments

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