Desde los orígenes del cine existe una vinculación con la literatura. Los directores de los siglos xx y xxi se inspiran en obras literarias y las llevan a los guiones cinematográficos. Adaptar la escritura de ficción al lenguaje visual plantea complejidades y problemáticas relacionadas con la fidelidad del discurso. Sin embargo, la simbiosis cine-literatura ha entregado películas de primer orden en la historia del séptimo arte y ha suscitado reflexiones profundas sobre la dualidad o la complementariedad de estos lenguajes.
Desde sus orígenes, el cine ha encontrado gran parte de sus temas en la literatura. Sin embargo, muchas de estas adaptaciones literarias plantean interrogantes, asombros, descontentos e insatisfacciones, cuando no decepciones intelectuales y discordias profundas.
Sabemos que estamos frente a dos modos de expresión artística en un proceso de articulación, sin soslayar la especificidad del cine y de la literatura. Tomando en cuenta que ambos pueden acercarse y completarse, no es menos cierto que hay aspectos en los que se oponen. Los recursos del significado no son exactamente comparables. La literatura se sustenta en un solo sistema de significado, la lengua; es esta su nivel superior, portador de sentido. La palabra es la unidad de significación que permite comunicar realidades múltiples, tanto abstractas como concretas.
En el cine esto difiere. Todos los elementos de significado de la banda de la imagen se funden en una amalgama, arrastrados en una continuidad de imagen y sonido. La imagen cinematográfica es polisémica, sus significados son múltiples (el movimiento de la cámara, la colocación de las luces, el gesto, la palabra, el enfoque), pero también simultáneos, porque existe una interacción de estos significados. Se podría pensar que un plano, una seguidilla de planos, una secuencia, son equivalentes de la frase, de una multiplicación de frases o de un episodio. Por esta diferencia de recursos, tenemos que estar muy claros y considerar que una adaptación totalmente fiel sería una utopía.
Los recursos del cine son muy diferentes a los de la lengua escrita. La imagen y el sonido no son abstractos, se funden con la realidad que representan. La imagen le lleva muy poca distancia a los signos; mientras que en la literatura, las palabras y los signos nunca se borran por completo. En el cine el significado y los significantes parecen confundirse, todo esto tiene sus implicaciones sobre la problemática de la adaptación y la especificidad del código o del lenguaje fílmico.
El cine no tiene ni lengua ni gramática sistematizada ya que el sintagma fílmico cambia de una película a otra; sin embargo, la banda de la imagen conoce su sintaxis (la de la edición), la composición, el estilo, y en estos se acerca bastante a la expresión literaria. Es en el detalle donde la adaptación se enfrenta a dificultades de trasposición de un lenguaje a otro. Por su naturaleza particular la imagen puede revelar mucho, a veces demasiado, pese a que el escritor haya quizás aislado un elemento con discreción y precaución, haciéndolo casi vago, impreciso.
El cineasta, muchas veces por la gran posibilidad de recursos, lleva el lenguaje más allá del significado. Porque la impresión de realidad en el cine llama a contar con elementos múltiples inherentes a la imagen. Pero si la imagen fascina, si su impacto es considerable, los matices del pensamiento, la psicología, la abstracción, resultan bien difíciles de expresar. Adaptar la literatura al cine es darse cuenta de que si una imagen puede valer por mil, dos mil o tres mil palabras, trasponer estas últimas a imágenes no es tarea fácil.
El nivel de realización del mensaje y del significado lleva a tomar en cuenta que la literatura es un diálogo creativo, íntimo y confidencial entre el escritor y lo escrito. El cine convoca múltiples niveles y dinámicas colectivas a los que deben adecuarse en el proceso de adaptación cinematográfica director, camarógrafos, escenógrafos, ingenieros de luces; en fin, se trata de un equipo de trabajo donde el conjunto de las inteligencias y competencias de sus integrantes lucha en concordia o discordia con los procesos técnicos de la adaptación.
Cuando el director tiene claro el guión adaptado, tendrá que enfrentarse a los múltiples oficios artísticos que compondrán la imagen, mientras que el escritor se enfrenta a la angustia de su inspiración y a la soledad de la búsqueda de palabra y la puntuación que tendrán que cumplir con la historia.
Pero trasponer en la pantalla por dos horas una obra de quinientas o mil páginas puede suponer reducir, resumir y hasta traicionar los matices, el ánimo, las dudas, el dolor, es decir, todos los misterios y escondites del alma.
Lo «buñuelesco-galdosiano»
En el cine encontramos las acciones fundamentales de una novela o de un escrito, pero a veces se pierde la psicología, la atmósfera, el encanto de la obra literaria. Adaptar la ficción al cine tiene muchísimos riesgos pues supone enfrentarse a todo un público que ha leído la obra, donde cada lector ha sobrepuesto su mundo, su interpretación, su atmósfera y ha optado por la visibilidad de la literatura.
Frente a todos esos riesgos, la historia del cine revela que tenemos ejemplos sublimes de trasposiciones y adaptaciones cinematográficas. Tal es el caso del cineasta Luis Buñuel con la obra del escritor Benito Pérez Galdós. Buñuel tuvo una obsesión por el gran autor realista de Fortunata y Jacinta; y el genio del séptimo arte, gracias a sus novelas, sublimó el cine de la década de 1970 con la película Tristana (1970), marcando a los cinéfilos de aquellos años, sobre todo por la inolvidable interpretación de la actriz francesa Catherine Deneuve, cuya belleza animaba a la pasión y el misterio con unos planos audiovisuales que correspondían al sentido del detalle y de la precisión del cineasta adaptador e intérprete de la novela.
Buñuel señalaba que la única influencia intelectual que reconocía en él era la de Pérez Galdós. El cineasta y el escritor fueron dos vasos comunicantes que, según el intelectual surrealista francés André Bretón, crearon una unidad entre el mundo de la vigilia y del sueño.
Sin embargo, las atmósferas y los diálogos originales de Buñuel y del guionista Julio Alejandro Guerra instauraron un sistema de lenguaje cinematográfico «buñuelesco» que permitió a varias generaciones penetrar la obra literaria de Pérez Galdós, ya que la obsesión del cineasta por este brillante autor contagió al público.
De esta experiencia excepcional de dos genios que se encontraron, surgió una audiencia: la «buñuelesca-galdosiana». De tal manera que las nuevas generaciones españolas a partir de la década de 1960 penetraron la obra del escritor gracias al cine. Hay algo fascinante entre Galdós y Buñuel: la discreción, el silencio y la sugestión de los significados, como si ambos genios observaran un fascinante universo donde nunca falta la complejidad de los perfiles humanos; tanto la ficción de Galdós como la imagen de Buñuel se abrazan en los significados complejos y la búsqueda de tensión que atrapa tanto al lector como al espectador. La relación entre ambos es merecedora de mucha reflexión sobre la complicidad entre el lenguaje literario y el cinematográfico.
Para los amantes de la nouvelle vague
Existe otro fenómeno literario-cinematográfico: el italiano Alberto Moravia, el gran observador de las costumbres burguesas y populares, novelista lúcido del amor y de la sexualidad fundamentados en los celos. Moravia fue el inspirador genial de obras mayores del cine de la década de 1970 dirigidas por Jean-Luc Godard y Bernardo Bertolucci. La más significativa es El desprecio o Le mèpris (1963), de la que toda la generación de la nouvelle vague se apropió como una bandera de la diferencia, y que fue interpretada por Brigitte Bardot cuando esta divina francesa contaba apenas 23 años. Es en este film donde la Bardot encontró toda su dimensión de gran actriz.
La película, en la que Michel Piccoli interpreta el papel de un guionista que tiene que adaptar la Odisea homérica al cine, obtuvo más éxito que la novela. En las imágenes, en el ritmo, en las perspectivas, en el entorno visual de Jean Luc Godard, existe una sensualidad y una flotación de sentimiento y deseo donde la imagen es más importante que las palabras, y justamente el diálogo es lento y exclusivo en la evocación del deseo, de la mirada y de la indiferencia. La película podría ser muda, dada la fuerza discursiva de las imágenes, pues dos frases fundamentan lo esencial:
Brigitte Bardot: ¿Te parecen bonitas mis nalgas? Michel Piccoli: Te amo totalmente, tiernamente, trágicamente.
El éxito de Le Mèpris es el lenguaje de la mirada, que es la mirada que Godard tiene sobre la obra literaria, una óptica personal, reflexiva e incisiva. Aquí estamos frente a una excepción, pues aquellos que piensan que el cine puede fallar en el nivel psicológico de los personajes deben hacer el ejercicio de leer la novela de Moravia y ver la película. Godard supo encontrar toda la intensidad y el deseo de una mujer en espera de un amor y de una sexualidad acorde con su belleza frente a un amante acaparado por el trabajo y la dependencia de su éxito. Lo interesante es como estos dos niveles psicológicos no son evadidos por el cine, que pudo contar con el genio de Godard: abierto, culto, experimental y libre con la literatura, así como con la generosa complicidad del escritor Moravia, quien también se dedicó al cine y demostró mucha libertad en las trasposiciones de sus obras, siendo también a la vez, en algunos momentos de su vida, guionista y adaptador.
La adaptación al cine de la novela El amante
Con la escritora Marguerite Duras se abre un enfoque muy particular, pues esta intelectual tenía su percepción del cine y mucha experiencia como guionista y también como directora. Ella produjo en la década de 1970 obras cinematográficas muy conceptuales que responden a sus inquietudes de reproducir a través del cine el ritmo de captación de la imagen desde la perspectiva sicológica del personaje-actor.
Su novela El amante, editada en 1984, tuvo un gran éxito, ya que se vendieron más de dos millones de ejemplares y ha sido traducida a 43 idiomas. A pesar del éxito literario, Duras no estuvo conforme con la adaptación de la novela al cine y rompió con el director Jean-Jacques Annaud. Esta situación fue muy comentada por la crítica, aunque especulamos que estas diferencias respecto a la adaptación cinematográfica respondieron sobre todo al tratamiento de la imagen y a la representación humana de los intérpretes.
Cabe señalar que la película tuvo tres millones de espectadores en Francia y alcanzó el Óscar en los renglones de Fotografía y Mejor película extranjera. El riesgo del cineasta Annaud fue inmenso, pues tenía frente a él una escritora viva y consciente de lo que es una adaptación y que había desarrollado una carrera en el séptimo arte. Películas de su autoría, como India song (1975), dieron un giro intelectual y experimental a los enfoques del ritmo de la palabra enfrentado al ritmo de la imagen. Duras retenía la velocidad de la imagen para cuadrar el símbolo de la palabra, hasta tal punto que tuvo una actriz permanente, Delphine Seirig, cuya voz y ritmo sellaron para siempre el concepto del cine «durasiano».
Otras grandes adaptaciones
Debemos también reconocer que existen en la cinematografía obras fundamentales que superan la obra literaria. Dos ejemplos nos parecen interesantes: Lo que el viento se llevó (1939), adaptación de la única novela que escribió Margaret Mitchell (1936). Esta película, que fue considerada como excesivamente sentimental y romántica, tuvo un éxito y una acogida tal que muchos críticos observaron el poder de la imagen sobre la escritura, demostrándose en esta obra que el cine comparte un arte narrativo con la novela, hasta poderla superar.
Otro ejemplo es El padrino (1972), dirigida por Francis Ford Coppola, quien la adapta de la novela homónima de Mario Puzo. Con estos dos ejemplos nos enfrentamos a la fuerza del cine frente a la literatura, pues al ser visuales, los personajes en el cine se hacen carnales y se convierten en objetos, deseables o no por el público. ¿Qué sería del éxito de Lo que el viento se llevó sin la belleza de Vivien Leigh y Clark Gable? Esta pregunta podría valer también para El Padrino, que contó con la fuerza física e histriónica de un Don Corleone, interpretado por Marlon Brando. Aquí tenemos el poder de la seducción y el efecto de la belleza, que pueden ir más allá del propósito del escritor y del cineasta, ya que en ambos films es evidente la magia que ejercen los actores sobre el público, y esto no está contemplado ni en el guión ni en la obra en sí.
Adaptar una obra literaria al cine es mucho más que escribir un buen guión; es entrar en todas las dificultades psicológicas de los ambientes, de los silencios y de los malos entendidos. Obviamente, es un riesgo añadido cuando los autores viven y, además, tienen criterios cinematográficos.
Vale la pena situarse desde la perspectiva de los lectores y de los espectadores, muchos saben recibir los dos lenguajes y separarlos por completo. Los cinéfilos apasionados dicen que van a las salas de cine a apreciar el séptimo arte y no se implican en la fuente, solo les interesa el lenguaje cinematográfico.
Existen géneros literarios que resultan beneficiados por el cine. Así, la literatura de aventura y de ficción encuentra en el séptimo arte posibilidades técnicas que ayudan a entender situaciones dramáticas complejas; al visualizarlas se va más allá del imaginario de la obra leída. Gran parte de las obras de Julio Verne al ser llevadas al cine pueden representar toda la magia y la fantasía contenidas en sus páginas. El cine fue para Verne la extraordinaria oportunidad de hacer visible y real toda su fantasmagoría y compartirla con un público de cinéfilos por la fuerza del lenguaje visual de los efectos especiales, del sonido, de las luces y de la creación de los monstruos, así como de los desastres naturales, con lo que la literatura de la anticipación o de ficción fue aceptada por las grandes mayorías. Es el caso de Viaje al centro de la Tierra, llevada al cine por Henry Levin, con la interpretación de Pat Boone, James Mason, Diane Baker y Arlene Dahl.
Es bueno aclarar que las historias de acción permiten una mayor trasposición al cine, pues las situaciones muy visuales facilitan el lenguaje de las imágenes. Sin embargo, hay obras de una trascendencia verbal y semántica donde la palabra tiene una fuerza sicoanalítica tan precisa que las imágenes podrían traicionar la intención de significado. En este sentido, llevar al cine obras de Marcel Proust o de James Joyce parece muy complejo y arriesgado.
Pero, más allá de la literatura de acción, las novelas históricas, sociales y políticas han obtenido beneficios del cine, verbigracia, el film Z de Costa Gavras, donde se observa el compromiso –la complicidad– de servir a la verdad que existe entre la literatura y el cine.
El cine y Trujillo
La película La fiesta del Chivo (2005), de Luis Llosa, causó muchas pasiones en la República Dominicana, estas ya se habían desatado con la publicación de la novela de Mario Vargas Llosa. En este caso, la ventaja de esta adaptación fue la de llevar al mundo una historia contemporánea –a veces muy olvidada– en su país de origen, específicamente sobre los crímenes, los horrores y el abuso de poder de la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo, quien se impuso durante más de tres décadas por la fuerza y llegó a ser uno de los dictadores más temibles y terribles del Caribe. Este film logró que los que no leyeron el libro vieran la película. Es un aspecto muy limitado, pero tiene su importancia. Porque, definitivamente, el cine y la literatura son dos lenguajes que contribuyen a transmitir cultura, información, visión del mundo.
Destacamos que adaptar una obra literaria al cine es crear un nuevo lenguaje, es pasar de una forma de escritura a otra, hacer otra cosa, volver a inventar una historia. Esto añade una nueva dimensión que nos permite medir lo que acerca y separa estos dos lenguajes.
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