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Clio, laptop y El Nuevo Historicismo

por Rubén Lamarche
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Basaba en irrefrenable torbellino vertiéndolas en los cuencos vacíos que eran las cabezas de maravillados y jóvenes estudiantes? Thomas Carlyle se atrevió una vez a sugerir lo que sucedería si descubriéramos que la historia no es más que la invención apócrifa de personajes inteligentes. Por supuesto, nadie le escuchó en los estamentos de la academia, aunque su meditación apuntaba hacia la veracidad objetiva de la ficción enmarcada en un contexto histórico. Ese fue su quehacer – el de Carlyle – por años y años. La fama recogida por los circunspectos nombres de los Oxford, Yale, Harvard…los George Bancroft, Francis Parker y Henry Adams -y más ahora, cuando la nueva teoría del historicismo y sus facultades críticas hacen acopio de todas las buenas cualidades del conocimiento y la erudición, despreciando con mucho todas las bonhomías del consumidor de los paperbacks- descansa bajo la nube de la duda.

Sus emisiones operativas, los libros de texto, llegan a su cénit con ediciones de lujo de las obras maestras de la literatura americana, editadas por un grupo de críticos y académicos de los Estados Unidos, hombres prestigiosos que no tienen otra cosa que hacer más que armar la barahunda académica en contra de los Henry Miller, Upton Sinclair, Sinclair Lewis, y otros apóstatas que osaron una vez ir más allá, escribiendo centenares de páginas de ironía, en Babbit, Mientras agonizo, Luz de agosto, los trópicos infernales y orgiásticos del vago de New York, el Sonido y la furia del borracho perpetuo mantenido hasta el éxito por madre y hermana, entre otras muchas…

Una farsa 

Para muchos, la ficción es una farsa, una representación incompleta y abreviada de la historia que, aunque leída con aires de ensoñadora delectación, no trasciende más que de su propio marco psicológico, pre concebido y manejado medalaganariamente por el escritor. Ya no es así. Hoy por hoy, Clío maneja una PC, y sentada en el estrado de los hechos, se dedica a registrar (tomando en cuenta los intereses mediáticos, por supuesto) los hechos históricos con cierto histrionismo novelesco, dramático y falseado por la industria de la literatura. Aunque muchos han negado la idea de que sí existe un carácter histórico de la literatura, es un hecho comprobado el que la literatura, con los monstruosos adornos del autor, puede servir a modo de retrato retocado, (¿quizás por Photoshop?) de la vida misma de sus personajes. La tolerancia de los historiadores científicos hacia los escritores que encontraban en la historia novelada la respuesta a sus alucinaciones existenciales no tardó mucho en ser suplantada (conjuntamente con la desaparición de los primeros) por una oleada de creadores que enmarcaban sus ficciones en relatos famosos, profundizando a ciegas en la personalidad de personajes como Napoleón o Abraham Lincoln, sirviendo como estímulo a la nueva dimensión histórica que, con una imaginación remozada, suponía nuevas vertientes y cuestionantes para la vieja escuela, desembocando en lo que hoy llamamos el nuevo historicismo, protagonizado por Alan Greenblatt, y su grupo de seguidores académicos en los Estados Unidos.

Tarry Lindquist, en “De por qué y cómo enseño ficción histórica», afirma que la misma «ayuda a iluminar períodos de tiempo, ayuda a integrar un currículo académico y enriquece los estudios sociales. La misma incrementa considerablemente la curiosidad del estudiante, nivela el campo de batalla, martilla los detalles de la vida cotidiana que anteriormente eran parte de un contexto no considerado y apuntala el discurso y los aspectos lingüísticos de la época…» Las reglas de la hermenéutica aparecen, en la historia contada de forma llana, limitada a la simple narración de los hechos, de parte del historiador (considerando que muchos historiadores han sido pobres narradores), como un rol al que la misma se supedita voluntariamente: la historia es contexto, digamos, de un texto sagrado, y nada más. En la ficción histórica, pretexto, texto y contexto se entremezclan, si bien con el objetivo de crear arte – y por lo tanto ocasionar disfrute – también con la intención de traer luces sobre esos espacios nebulosos donde el historiador ya no tiene fuerza. Lindquist continúdiciendo que la ficción histórica «promueve múltiples perspectivas», elemento determinante para la vida de un estudiante. «La ficción histórica introduce al estudiante a la vida de personajes que tienen distintos puntos de vista, ofreciendo ejemplos de cómo lidiaron con sus problemas… la naturaleza interpretativa de la historia nos demuestra cómo cualquier autor o autores ponen en perspectiva determinada situación». C.S. Walton, en La voz de Leningrado: historia de un asedio, echa una mirada a las vidas de los ciudadanos rusos atrapados en la ciudad durante la Segunda Guerra Mundial. Tolstoi describe, con quirúrgica y visceral viveza, similar a la descripción de Claude Simón en sus Geórgicas (en las cuales aborda tres grandes conflictos bélicos sin mencionar un nombre propio de personajes o figuras históricas), justo y como lo hace James Jones en La delgada línea roja, Norman Mailer en «The Naked and The Dead», Susan Sontag y Margaret Attwood, en muchos otros libros. El tapiz de Gundrun, de Joan Schweighardt, es otro texto interesante: dos historias entrelazadas, una que narra la búsqueda de Gundrun de gente que le ayude a exterminar a Atila el Huno… también Médico de cuerpos y almas, de Taylor Caldwell; Robert Harris con su Pompeya, y una infinidad de escritores que buscan las claves para dilucidar las veleidades del presente, mirando, como sugiriera Kierkegaard, con los ojos puestos en el futuro. Sir Walter Scott alcanzó el cénit de la historia novelada con Ivanhoe, en el siglo XIX.

Los historiadores modernos se encontraban absortos en el trabajo de investigación sobre estas épocas, y no fue hasta los años 50 cuando consideraron seriamente los trabajos de escritores que habían atravesado impunemente la barrera de la ficción y la historia, fundiendo maliciosamente los planteamientos de ambas para ir más allá del simple relato informativo. René Francois de Chateaubriand escribió Memorias de ultratumba, sobre la vida de Napoleón (hoy una de las obras maestras de la literatura universal). Otro de estos casos es el de Gore Vidal, cuando publicó Lincoln: una novela, ganándose el desprecio de historiadores porque, según dijeron, su retrato del presidente no había sido más que una burda representación, vulgar por lo demás, pretenciosa farsa que pretendía dar la impresión de que Abraham Lincoln había sido un hombre ambicioso, tosco, ordinario. Sin embargo, del Lincoln de Gore Vidal a El general en su laberinto de García Márquez hay un largo trecho, y no se ha progresado mucho entre las luchas de los escritores en contra de la prosapia académica que lucha, legítimamente, por mantener un status quo que ha prevalecido por encima de toda subjetividad vulgar y popular, por los siglos de los siglos. ¿Qué le queda, entonces, a Nikos Kazantzakis con La última tentación de Cristo? ¿Qué hay para Saramago con El evangelio según Jesucristo? ¿Qué les queda a todo un grupo de escritores que, desde los tiempos de Rabelais (quién más que él se ha reinventado la historia, pretendiendo hacer verdad de una narración fantástica), ha sido inventada y reinventada una y otra vez? 

Torbellino estilístico 

La literatura de los Estados Unidos, precisamente por su narrativa estructurada que parte de la noción psicológica organizada dentro de un marco investigativo y teórico que se presta para cualquier manejo… o bien para cualquier tipo de emisión enjundiosa de un juicio ponderado, ha sido manejada a través de décadas de años para lograr organizar históricamente, en el ámbito de ficción, todos los acontecimientos que han sacudido la historia de este país. Escritores como Doctorow no se limitan al acontecimiento, traduciendo los hechos en un depurado torbellino estilístico y creativo. Por aquel entonces, Vidal arguyó que la historia no se le puede dejar a los historiadores. El hecho es que, como no existen nexos objetivos entre los tiempos, el escritor está mejor dotado, por su talento de inventiva y narrativa, para rescribir la historia, empezando por esos puntos flacos que tienen esas aburridas narraciones que Emil Ludwig transformó con su periodismo apasionado, erudito, descriptivo, detallista. En el año 1988, Don DeLillo escandaliza a la academia con Libra, una narración sobre la muerte de John F. Kennedy. De DeLillo dijeron que era un vándalo, incivilizado y malicioso escritor que había tergiversado la verdadera historia, supuestamente reconstruyendo detalles de la vida de Lee Harvey Oswald en cuanto se quedaba sin documentos. Personalmente, yo creo que Delillo se divirtió increíblemente escribiendo Libra, mientras que los historiadores (ahí le va esa a William Manchester, autor del libro más aburrido sobre los Kennedy) lanzaban «ayes» al cielo pidiendo clemencia. A pesar de que los historiadores lucharon durante años por poner amarras a la imaginación de los escritores, lo único que ha resultado de la pugna es el relieve de la ambigüedad, lo siniestramente incierto, y las creencias fijas de la existencia humana. Lo mismo, entonces, sucedió con William Styron y Las confesiones de Nat Turner, de 1967, libro que causó gran revuelo en la comunidad negra de los Estados Unidos, con Ragtime (Houdini, J.P. Morgan, Henry Ford, Emma Goldman) y “The World’s Fair”, de E. L. Doctorow; o con El factor de la hierba borracha, de John Barth, donde se reflexiona seriamente sobre la verdadera definición de historia, tomando como marco principal a un personaje del siglo XVIII; o La hoguera pública, de Robert Coover, un divertido relato sobre Richard Nixon y sus espías acusados; y los apocalípticos relatos de Norman Mailer y Thomas Pynchon sobre la sociedad norteamericana, en todas sus etapas… Porque, como dijo Carlos Fuentes, «La literatura es lo que la historia esconde, olvida o mutila».

La cabaña del Tío Tom, de Harriet Beecher Stowe (1853); La jungla, de Upton Sinclair (1906); Las uvas de la ira, de John Steinbeck (1939), entre otros, no son, para muchos, libros confiables en cuanto al tratamiento de la veracidad histórica, aunque sí en la concepción sencillamente artística de su estructura. Sin embargo, como es el caso de Edward Bellamy cuando escribió El duque de Stockbridge, fue elogiado por historiadores por el alto grado de veracidad con que trató el tema. Margaret Mitchell, con Lo que el viento se llevó, sembró en terreno para muchos escritores muerto. Shakespeare, en Hamlet, habló a tono personal sobre conflictos históricos y los proyectó, en código teatral, a nivel universal. Nathaniel Hawthorne era uno que, según las cartas de su hermana, se interesaba muy poco por la historia, aunque sí por los hechos de la cotidianidad, y sin embargo los abordó a modo de contexto o telón de fondo de manera relevante, más que otros que toman la historia como pretexto. Otros escritores como William Faulkner, Robert Penn Warren, Eudora Welty, Katherine Ann Porter, y Allen Tate, soñaron con disfrutar aquello que Henry James llamó “una conciencia peculiarmente histórica».

Es decir, una especie de estado de gracia en el que, como ángeles, y conociendo profundamente la historia de las regiones sobre las cuales iban a escribir, podían manejar antojadizamente la forma y el contenido de lo que escribían. Volvemos a mencionar a Shakespeare con Hamlet; y seguimos con John Updike con sus Memorias de la administración Ford; a Caleb Carr con El soldado del diablo; Terenci Moix con su erudición novelada sobre Egipto; Bulwer Lytton (un clásico) con sus crónicas sobre los Ultimos días de Pompeya.

 Tour de force 

El «tour de force» de Stephen Crane sucedió con La roja insignia del valor. Crane nunca vio una batalla y, al igual que Ambrose Bierce, sentía más bien repulsión por la guerra, aunque su libro está cargado de un candoroso sarcasmo en su planteamiento Dios-guerrahombre. Lo mismo sucedió con John W. DeForest, cuando publicó La conversión de Miss Rabéenle: de la secesión a la lealtad, opinando luego que para él la guerra civil no era más que un espectáculo, que no odiaba a los rebeldes ni a los patriotas, que veía aquella matanza con repugnancia. Y luego el problema de Parkman y James Fenimore Cooper, cuando el primero le adjudicaba errores históricos en sus libros pero, luego, admitió haberse enriquecido bastante con la vida retratada en sus Leatherstocking Tales. ¿Qué decir, entonces, sobre las controversias entre académicos y artistas, sobre la real finalidad de la veracidad histórica en las novelas de ficción? Los escritores siempre han escrito sus propias historias, siempre han personalizado lo que los circunda, egoístamente, por supuesto. La trascendencia de la historia ficcionalizada es que humaniza, con la vividez del imaginador, al personaje; lo minimiza a su más baja expresión, haciendo posible una aprehensión directa, para que luego ascienda delante de nosotros, en toda su gloria y esplendor, como un verdadero ser humano, abriendo espacios infinitos en la imaginación. El eterno «what if» del fabulador. ¿Y qué pasa sí? Después de todo, hay que bajar al infierno para ascender a la gloria. Después de todo, «en la casa de la historia, muchas moradas hay.»


5 comentarios

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