Revista GLOBAL

Compleja complicidad: Modos de producción en la literatura puertorriqueña emergente

por Lilliana Ramos-Collado
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Aquí se exploran los lugares de la creación literaria actual en Puerto Rico, desde la literatura espontaneísta hasta los retos de una literatura emergente que promueve la transformación de sus objetos, de sus asuntos, del concepto de escritor y lector, y de las formas de producción y circulación, junto a agresivas estrategias editoriales y de internacionalización. Enmarcado en las exploraciones teóricas de pensadores políticos como Josefina Ludmer, Jacques Rancière y Eduardo Laddaga, este ensayo comenta autores y obras de Puerto Rico, compara modos de hacer, y detalla los rasgos distintivos que parecen dar cuerpo a la literatura puertorriqueña emergente. 13 emergente se va convirtiendo en una palabra gastada, no por ser estribillo de moda, sino por su uso indiscriminado y la extensión excesiva de su manto semántico. En general, aplicada a las artes plásticas, a la música y a la literatura, pasa por ser la nueva palabra para la vieja marca de lo joven, de lo nuevo y de lo iconoclasta.

La emergencia de nuestro aparente boom de «nueva literatura» tampoco se refiere a lo nuevo, sino a una vieja novedad vestida con otras galas; tampoco se acerca a una iconoclasia íntima o estructural, sino a un riesgo suficientemente llamativo como para épater le capitalisme contemporain. La «emergencia» vende, pero ese pedazo de mercancía cultural sembrado en el imperio de lo efímero del que nos habla Gilles Lipovetsky,1 no es, en realidad, «emergente», sino la repetición, bajo disfraz, de los clichés manidos de lo joven, lo nuevo y lo iconoclasta. Prefiero, para hablar de la literatura puertorriqueña «emergente», buscar paradigmas más atentos a cambios culturales difíciles de detectar, describir y calibrar, y que, bien mirados, están sublevando el medio cultural completo, y no solo en términos de la temática o el punto de vista de la literatura reciente, sino también en lo que atañe al género literario, al público, a los vehículos de divulgación de un texto (papel, libro, oralidad, imagen, performance…). La mayoría de las obras literarias que circulan en Puerto Rico carecen de sello editorial. La gran mayoría son producto de ediciones de autor que rara vez llegan a las librerías regionales. Se difunden de forma personal o se presentan en actividades casi íntimas diseminadas por toda la isla gracias al recurso de la «peña poética». Obedecen al impulso de publicar y, en general, los autores se limitan a divulgarlas cerca del lugar donde viven. Ocurren gracias a la facilidad del llamado self publishing que ofrecen los ordenadores y la calidad relativa de las nuevas impresoras disponibles por precios accesibles en casi cualquier establecimiento comercial de venta de equipo y materiales de oficinas o en tiendas por departamento.

Algo que distingue a estos autores y a sus obras es la falta de familiaridad con el concepto de «lo literario», pues se nota una gran pobreza de lectura de textos clásicos y contemporáneos, la vaguedad en términos de género o propuesta literaria, y la falta de coherencia estilística y temática. En general, los autores se precian por su «espontaneidad» y «sinceridad», obedeciendo a un canon que, a fin de cuentas, desprecia la formalidad de los géneros literarios y escatima el gesto deliberado de «hacer literatura», así como el interés de negociar con los lectores una suficiente inteligibilidad del gesto literario mismo. En general, no existe un pacto con el lector en estas obras que pudiera proveer un andamiaje de comunicabilidad suficiente para el lector novicio o ya experimentado. Estas obras no aparecen en las listas de libros que publican los diarios, ni reciben reseñas o lecturas críticas. Muy rara vez se reimprimen o tienen como secuela segundas ediciones. Una mirada rápida a los contenidos revela la preferencia por una poesía, sea romántica al modo «tradicional», de ánimo religioso o confesional. La prosa está prácticamente restringida al microcuento. Es decir, son los textos breves la preferencia en esta literatura que, si bien lleva el nombre del autor, surge como casi anónima para efectos del medio literario informal. Diferenciar la literatura «invisible» de la que llamó «emergente». Si bien el siglo XX bautizó a esa emergencia con el nombre genérico de «marginal» que dio al complejo y políticamente privilegiado espacio de revolución e iconoclasia que comenzó con el simbolismo y luego pasó a las vanguardias históricas, la «invisibilidad» de la literatura espontánea a la cual me he referido solo en realidad alude a su marginalidad formal, a su E La mayoría de las obras literarias que circulan en Puerto Rico carecen de sello editorial 14 general falta de literaturidad, al recurso de problematizado o ingenuo de formas literarias trilladas, y a la evidente falta de lectura que deviene inteligibilidad en la casi totalidad de las obras de estos autores.

En este caso lo «marginal» no tiene nada de «emergente». Mi propuesta sobre lo «emergente» puertorriqueño se fundamenta en el replanteamiento radical de los modos de producción de cultura predicados en una voluntad estética y política que disloca los modos tradicionales. Hoy día el objeto libro es otra cosa, como acto de expresión circula de otras formas, el lugar del escritor se ha postulado, y el lugar del lector se ha visto retado de muchas formas que incluyen hacer del lector un escritor. Como sugiere Eduardo Laddaga,2 nos hemos alejado contundentemente de una modernidad que abrazaba ideas de la obra literaria como una «práctica artística» dirigida a la producción de un libro circulado en espacios «clásicos» ante lectores a cuya inmensa mayoría les bastaba con reconocer lo conocido y repetir lo repetido, en vez de agarrar activamente el texto e incidir en él, como propuso visionariamente Roland Barthes.3 En general –de hecho– estamos ante una literatura que no reta al lector, sino que confirma sus ideas normales y normativas de lo que es un sujeto, una vida, una trama, una expresión. Según Laddaga, el panorama literario predominante ostenta «formas de organización y asociación que Michel Foucault llamó “disciplinarias” y que hoy se desbandan al entrar en crisis el capitalismo industrial».4 Más que dar sosiego al lector, las literaturas «emergentes» se proponen «como un sitio de exploración de las insuficiencias y potencialidades de la vida común […] la demanda de autonomía, la creencia en el valor interrogativo de ciertas configuraciones de imágenes y de discursos […] la exploración de la sustancia y significación de la comunidad [sin dejar de] preguntarse qué cosa es o ha sido la comunidad […] y la forma de lo social». Es decir, lo emergente tendría que «abandonar los gestos, las formas, operaciones heredadas de la cultura de la Ilustración tardía».

No solo habría que volver a la idea de la «muerte del autor», sino a la idea de la muerte de la obra. Ahora mismo, lo que signa la literatura emergente son proyectos que resultan irreconocibles desde el punto de vista de las disciplinas, aunque provienen de ellas, y «donde la producción de representaciones y de imágenes y formas de ciudadanía son renuentes a acomodarse a tradiciones nacionales o epocales».5 En su Aquí América Latina (2010), Josefina Ludmer expresa una perplejidad entusiasta ante la más reciente producción literaria argentina: la considera titubeante, diaspórica. Aunque recurren a esas formas trilladas y ya caducas del testimonio, la autobiografía, el reportaje periodístico, la crónica, el diario íntimo, la etnografía y la historiografía, las narrativas no referencian lo real ni lo histórico, pues se sabe ya la complejidad de lo «real» producido como algo construido de retazos acerca de una naturaleza secundaria y distante porque está intervenida por la versión socorrida de lo mediático, la ciencia ficticia, y las alegorías tecnológicas. Es desde la aceptación perpleja de estas mediaciones de los medios –y valga la redundancia– que apenas son ya pura representación. El desconcierto de los escritores emergentes que pueblan el Buenos Aires que explora Ludmer nos habla de su propia mala conciencia»: saben, en palabras de Ludmer, que solo producen «un tejido de palabras e imágenes de diferentes velocidades, grados y densidades, interiores y exteriores a un sujeto, que incluye el acontecimiento, pero también lo virtual, lo potencial, lo mágico y lo fantasmático».6 La emergencia tiene que ver con aceptar el carácter transitorio del estímulo literario, con el entendido de que la realidad no es casual, que existe una irracionalidad intrínseca en abrazar la falsiLla situación de nuestra poesía emergente es interesante clasificación que toda obra literaria es, que, aunque hecha de letras, dice Ludmer, «la literatura nunca puede ser literal». Siendo emergentes, estas obras literarias exhiben de forma casi impúdica su incapacidad para establecer pactos con el lector pues la clasificación de género nunca da en el blanco. Si una obra literaria nos impide detectar su clasificación, su lectura se vuelve casi imposible, o nos obliga a ponderar su imposibilidad e intransitividad. O nos obliga a reaprender a leer sobre otras claves de inteligibilidad, como proponía Barthes.7

La literatura puertorriqueña del siglo XX se ha distinguido por la paulatina ampliación del repertorio de géneros literarios, modos de escritura, definición de lo literario –así, como adjetivo–, temáticas y acercamientos críticos. En tiempos recientes, nuestro mundo literario ha ido acercándose al cuestionamiento sistemático y lúcido de los modos de producción que llevan a nuestra literatura a investigar, no solo técnicas y géneros, temas y adhesiones, sino el proceso mismo de la literatura, desde la lectura y la escritura por parte de los escritores hasta el despertar en los lectores cada vez más sagaces de una complicidad literaria hasta ahora inédita que los lleva a desear llegar a ser escritores. Los escritores emergentes –independientemente de su edad– han ido fraguando una escritura que no solo se ocupa de «lo literario en sí», sino de todo aquello que directa o marginalmente se relaciona con la escritura: desde la lectura y la conversación entre individuos y grupos, hasta alcanzar el punto de venta de la obra y su consecuente captura de un público lector que a su vez acoge y reacciona a los productos literarios más diversos. La premisa nos la lanzó Borges en su prólogo a Historia universal de la infamia: todo escritor es antes un lector y, ahora, los lectores –igualmente emergentes– comienzan a participar en talleres, reuniones y peñas literarias dinámicas, que en vez de consolar al lector espontaneísta para que aprenda a repetir lo irrepetible, va creando una conversación abierta y consciente entre los diversos elementos del campo literario. Y esto ocurre fuera de las academias letradas, y de la institución literaria y escolar, y sin pretender ser aquel escritor que supuestamente siempre sabía de lo que estaba hablando. Los escritores y los lectores emergentes saben que gran parte de lo literario invita a la innovación, al reto, al desvío del sentido y de los sentidos. Ahora bien, creo que Puerto Rico tiene pocos escritores emergentes: en nuestra narrativa sólo 16 se me ocurren nombres como Edgardo Rodríguez Juliá, con La renuncia del héroe Baltazar (1974); Manuel Ramos Otero, con La novelabingo (1976); Rosario Ferré, con Papeles de Pandora (1976); Ángel Lozada, con La patografía (1998); José Liboy Erba, con Cada vez te despides mejor (2003); Francisco Font Acevedo, con La belleza bruta (2008) y, más recientemente, con La troupe Samsonite; Luis Negrón, con Mundo cruel (2010); Ana María Fuster, con (Insomnio (2913); y Marta Aponte Alsina, con La muerte feliz de William Carlos Williams (2016).

En suma, nuestro proceso de emergencia literaria se está cocinando con gran sazón hace ya unas cuantas décadas. En La renuncia, Rodríguez Juliá parodia los manierismos narrativos del siglo XVIII, y prefiere recurrir, como el Marqués de Sade, a la visualidad pornográfica que permite localizar la raza negra como lo obsceno que impide, precisamente, el acceso al tópico literario de la heroicidad. La novelabingo de Ramos Otero, relata el proceso de escritura de una novela que nunca llega a existir, y en cada momento, de la mano de Cervantes con su Quijote, se plantea como el espacio de la disolución de los géneros y del advenimiento de la textualidad cruda. Como Joyce en su Ulysses, cada capítulo busca instalarse en un género narrativo y termina abrazando la salsa, la expresión ecfrástica o descriptiva, y la parodia como manto totalizante, aunque frustrado. Papeles de Pandora, de Ferré, es una mezcla irresuelta de tópicos del gótico, del melodrama, del cuento infantil y del retruécano en busca de un feminismo intersticial. La patografía, de Lozada –probablemente la primera novela gay latinoamericana–, es una parodia de la Biblia dirigida a revolcar la entraña de peligrosas ficciones de la homofobia, la patofobia y el patrocinio, también construida a base de distintos géneros narrativos que se confabulan para destruir la novela como género «clásico». Cada vez te despides mejor, de Liboy Erba, parece consistir de cuentos, pero la insistencia en la repetición de escenas y personajes en circunstancias improbables y siniestras impide que el lector hilvane por su cuenta una subjetividad cierta que, en sí misma, siempre ostenta desconcierto ante una realidad a la vez esquiva y torrencial. Font Acevedo propone un ejercicio narrativo que no se decide entre cuento o novela: de nuevo surge la estrategia de Joyce, de usar, para cada supuesto capítulo, una forma narrativa diferente. Lo que trae la indecisión genérica es la idea de un 17 mundo desordenado, ominoso y estrafalario, razón por la cual podemos ver la descomposición del proceso de novelar que parece desembocar en la novela como una cadena de cuentos. Como ocurre con Mundo cruel de Luis Negrón: para sorpresa del lector, los cuentos de Negrón no protegen a los homosexuales que los protagonizan, sino que los parodian precisamente por haber escogido la vía fácil de convertirse en una ficción trillada de mujer… como si la mujer fuera un personaje simple. Ana María Fuster va directamente por la narrativa gótica, pero es la narrativa misma lo que se descompone como un cadáver: los lugares, los personajes, el acto narrativo mismo son instancias de corrupción y desmadejamiento: como en La novelabingo, en (In)somnio es la novela lo que se escamotea porque los hechos se muestran inenarrables y el delirio del narrador es precisamente su incapacidad de hilvanar un relato, como el pobre idiota en The Sound and the Fury, o como en la estructura ausente de Finnegan’s Wake. Y Marta Aponte construye una novela a contrapelo de una certeza: desconocemos la biografía de la protagonista madre del poeta Williams Carlos Williams, y es a través de lo que ella no dice, pero que el hijo impone como narrativa, que atisbamos el proceso de destrucción de la artista, cuyo modelo al revés bien pudiera ser, y creo que es, el de un Marcel Proust. Lo cierto es que la crítica erudita y universitaria suele detenerse en la prosa narrativa como género primario de nuestros tiempos, quizás olvidando que la novela nos viene de antiguo casi como el género ensayístico y la poesía. Pero, sobre todo, en el caso de Puerto Rico, la prepotente literatura tradicional ha forzado un olvido –que me parece absurdo– tanto de la poesía como del ensayo. Esas ofuscaciones desatentas de la literatura y de la crítica supuestamente «serias» impidieron por mucho tiempo que Eduardo Lalo saliera de un anonimato forzado pues es su ensayística lo que probablemente fundamenta su talento, aunque sea también poeta y novelista. Ensayos como dónde (2005) o como El deseo del lápiz (2011) resaltan en nuestras letras con una brillantez y una profundidad polémica que en Puerto Rico suelen ser desatendidas o deliberadamente pasadas por alto. Lo que distingue la ensayística de Lalo es precisamente cómo la madeja autobiográfica se deja transgredir por la exterioridad de la imagen, convirtiendo el texto en un contrapunteo de modos de expresión. Así, la ponderación sobre la cárcel y la libertad que otorga el lápiz en una prisión ruinosa que ya nada significa nos indica que Lalo ha llegado tarde y ha encontrado una prisión vacía. La subjetividad se ve obligada a transar con una bibliografía teórica sobre la prisión, pues ya no hay prisioneros cuyo testimonio vivo dialogue vivamente con el ensayista. Como si la prisión fuera el fantasma material de esa población ausente. Solo los ensayos de Joserramón Melendes (Che) pueden dialogar con los de Lalo pues ambos se ocuparon del género casi a la vez y con igual propósito: demostrar que nuestra condición humana puertorriqueña casi no puede pensarse con cuidado filosófico, sino como un discurso que surge y solo abraza con los ojos abiertos sus propias ajenidad y enajenación. En pura verdad, creo que muy poca gente ha leído los extraordinarios ensayos de Lalo y de Che. La situación de nuestra poesía emergente es interesante. Mientras los narradores emergentes se abrazan cínicamente a editoriales en general tradicionales que venden sus libros en librerías tradicionales que se comentan en la Academia con cierta asiduidad (nuestro estándar de calidad es nuestra prosa, que, aunque con espectaculares excepciones que ironizan la fama del cuento y la novela y su estatus de prima ballerina, se propone como la verdadera y madura literatura que nos vincula con el mundo internacional de la verdadera literatura sobre «la condición humana»), la poesía emergente vive a espaldas del prestigio literario. Irónicamente, esa Rara vez se reimprimen o tienen como secuela segundas ediciones 18 aislamiento y esa indiferencia de un público asiduo ha probado ser ocasión de una gran libertad en la producción de los poetas. Ocultos a plena luz, son los poetas los que han cambiado radicalmente los modos de producción.

El poemario puertorriqueño usualmente se ha publicado desde una emergencia marginal, en cantidades magras, a veces con un diseño pobre y con frecuencia «feo». Se trata de ediciones de autor que las librerías solo toman a consignación y rara vez le pagan al poeta lo vendido. Este abuso del talento ha provocado un cambio radical en la producción de poesía: lentamente han surgido editoriales que asumen el reto de publicar poemarios, usan medios manuales de diseño, impresión y encuadernación, y a eso han añadido juntas editoriales que se ocupan de la calidad y pertinencia de los textos. En estos momentos hay un gran entusiasmo por la poesía y los poemarios se agotan con rapidez gracias a nuevas estrategias de presentación y venta: desde editoriales cartoneras exitosas que desfondan la estética del libro para centrarse en su materialidad, como Atarraya Cartonera (Xavier Valcárcel y Nicole Delgado, eds.), hasta libros de diseño primoroso, alcanzando propuestas que desafían el objeto libro como tal: poemas postales, poemas en rollos dentro de pequeños frascos, pero sobre todo una producción tan retadora que ya ha comenzado a divulgarse en plazas internacionales importantes. La cuestión de la materialidad es esencial: no solo están los autores en lecturas y ferias, sino que el objeto libro ha dejado de ser mero vehículo del poema para instalarse como participante cabal del diorama de significados poéticos. Sea el cartón recogido de la basura, sea la tinta a color de antiguas máquinas fotocopiadoras, sean el troquel o la abundancia de tipos de papel mezclados o rescatados, sean el tamaño, la forma de la página o la oportunidad que se le da al papel para hablar su propio lenguaje, el caso es que, al igual que el códice medieval lleno de anotaciones, ilustraciones al pie o dentro del texto, o los diversos tamaños del pliego, el libro es ahora un todo con el poema, de modo que la literalidad material 19 del libro se hace una con la abstracción que todo lenguaje supone. El libro «emergente» es literal y abstracto, material y espiritual, cosa e idea. Propongo que el libro «emergente» es, ante todo y también, «cuerpo presente». Pienso en Epifonema de un amor, de Aixa Ardín Pauneto, realizado a mano como un libro de artista en el cual la diversidad de la tipografía permite que escuchemos los tonos de voz de la poeta. Pienso también en los libros de Mayda Colón como Prozac y Dosis. De Prosac, un libro dedicado a la ciudad como distopía, se han presentado tres ediciones distintas en menos de un año: de la impresión tradicional a una manualidad contundente, Prosac físicamente ha cambiado, como va cambiando la ciudad que en el libro se asedia y se describe. Igualmente, Dosis: dentro de un pomo plástico para pastillas habita el poema enrollado como receta médica o dosis, regresando al rollo de papiro que se extiende tanto como sea posible.

Lo mismo ocurre con las variantes de otro libro excelente, de Cindy Jiménez Vera, 400 nuevos soles: primero, un ejemplar de cartón rescatado que muestra la dramática reducción de la vida diaria a una colección de vestigios de una cotidianidad borrosa e indecisa, y luego un libro diminuto cuya portada coloca al lector dentro de una nevera vacía que se asoma hacia una cocina indistinta. La materialidad, como algo que se dice solo y cuya contundencia muda raya en lo inmencionable, es esencial en la convocatoria de sentido de los poemarios de Mayda Colón y Cindy Jiménez Vera. Otro tanto ocurre con algunas de las antologías que ha editado Nicole Delgado para su proyecto de autogestión La Impresora: si la poesía es tentativa, escurridiza, así lo es la materialidad de estos libros que seguirán buscando puerto seguro. Sí: es la feria del libro el lugar del poemario, sea la FIL Guadalajara, las de la República Dominicana, Chile o Argentina, sean pequeñas ferias por los pueblos y ciudades de Puerto Rico, allí están personalmente los poetas mostrando, leyendo y comentando –problemática y retadoramente– sus obras. Y lo importante de la feria es que permite cargar al poeta con los lectores potenciales y llevar 20 estos libros a las librerías, como ocurre con las lecturas en vivo que se congregan en bares y pizzerías… o donde quiera. En esos espacios la poesía se disloca, se vuelve loca e impredecible y a la vez cotidiana como la pizza, y también «construida» como ella. Los poetas van a la radio y a la red cibernética con el poema escrito y dicho. Ocurre, pues, que la poesía lanza retos a la subjetividad, a la tradición y a la materialidad del poemario, de modo que el formato libro se ha expandido, en el sentido en que hace más de 50 años la teórica del arte Rosalind Krauss habló de la escultura «en el campo expandido»:8 a los modos de la poesía –su escritura, su expresión oral, su temática, su propuesta estructural– se le unen los modos del libro: diseño, manualidad, impresión, materialidad, o la cibernética son ahora parte esencial de lo que se nos habla en el poemario. Los poetas inciden en cada decisión, y están de cuerpo presente: son persona y personaje, subjetividad y artesanía, página y voz.

La cotidianidad inane y rastrera surca los versos, el humor ante la propia figura del autor, la distancia y el desafecto de lo propio son los anzuelos que atraen a los lectores emergentes en cada vez mayor número. Parece una poesía simple, y esto invita a los lectores a retar su creatividad en talleres donde desean escribir «versos sencillos», como los de José Martí. Así Urayoán Noel, con sus Flores del mall, Cindy Jiménez Vera con su 400 nuevos soles, Mayda Colón con sus Volteretas, David Caleb Acevedo con su Empírica… y yo misma con mis Poemas golumbos. Esencial para la divulgación de la poesía, y su recepción cada vez más entusiasta, es la seriedad de las editoriales independientes que la promueven, creando nuevos modos de hacerla llegar al público y que siempre contemplan la presencia del poeta. Cuatro editoriales han sido consideradas emergentes durante los últimos tres años: Ediciones Aguadulce, bajo la dirección de Cindy Jiménez Vera; Trabalis Editores, bajo la dirección de Zayra Taranto y Mayda Colón; La Impresora, un proyecto de Nicole Delgado, y Educadora Emergente, que dirige Lisette Rolón. Estas cuatro editoriales poseen catálogos amplios, han atraído a un público que permite el aumento en producción de ejemplares; viajan constantemente fuera de Puerto Rico no solo para vender libros, sino para crear acuerdos de compartir ediciones con editoriales similares en otros países en actos de suma solidaridad «emergente». Las cuatro tienen juntas editoriales de prestigio y solvencia y, mediante estrategias de diseño, han ido entrando al mercado con libros cuyo contenido y diseño son atractivos y retadores. Estas «editoriales emergente» no les cobran a los autores por publicar sus libros, sino que premian la calidad y se arriesgan a crear un mercado mayor para que la producción y la variedad del catálogo se desarrollen. Estas cuatro editoriales no publican lo trillado: provocan lo que mencionaba Walter Benjamin cuando hablaba del «autor como productor»: un arte nuevo necesita nuevos medios de expresión y de producción, busca impactar a todo el medio literario al cambiar su materialidad y situacionalidad. Invierten en viajes, materiales, escritores, y con cada publicación transforman el proceso completo.9 Y como sustento teórico de esta nueva promoción productiva, detrás de Benjamin en América Latina van Josefina Ludmer y Eduardo Laddaga. Al lanzarse al plano internacional, nuestras nuevas editoriales emergentes han provocado una gran porosidad en los muros ideológicos que han impedido por siglos que nuestro trabajo política y geográficamente marginal se dé a conocer.

Lo importante es que, a diferencia de los magnates del petróleo, las cuatro editoriales convierten el riesgo en una inversión que reverbera también en sus textos arriesgados, es decir, emergentes, al hacer que sus lectores se vayan sumando a esa diferencia. No es ocioso que estas editoriales sean dirigidas por mujeres… Es la feria del libro el lugar del poemario 21 Por ello la abundancia de lecturas públicas constantes en y fuera de nuestra área metropolitana, la creación de blogs y páginas de internet, la colaboración nacional e internacional en la circulación de textos y en la fabricación artesanal de las publicaciones, lo cual ha redundado en el replanteamiento estético del objeto «libro» y en la creación de nuevos vehículos de divulgación. La mayor conciencia general de la compleja riqueza del medio literario completo ha reclamado respuesta de la crítica literaria, que había sido tradicionalmente bastante magra, cuya nueva conversación alienta a más escritores a publicar y a hacer circular sus trabajos por canales tradicionales y no tradicionales. De momento, el medio literario se manifiesta como una amalgama de esfuerzos diversos desde donde se conjuga un quehacer deliberado en diversos planos de la producción literaria que retroalimentan los asuntos de los que la escritura trata. En sintonía con Jacques Rancière, creo que una literatura emergente debe provocar la ruptura entre la producción del savoir faire del arte y su destino social: entre formas sensoriales y los significados que pueden leerse en ellas y sus posibles efectos. Se trata de un conflicto entre la presentación sensorial y la forma en que sacamos sentido de ella, o entre los regímenes sensoriales y/o los cuerpos. Este gesto de ruptura va a la médula de lo político porque provoca una actividad que configura el marco dentro del cual lo cotidiano está determinado.

Como sabemos, dice Rancière, lo «político» se aparta de la evidencia sensorial del orden «natural» que asigna a objetos e individuos posiciones de poder o de ser gobernados, plantándolos en una vida pública o privada, en un tiempo y espacio específicos, en cuerpos específicos, lo cual equivale a maneras específicas de ser, de ver y de expresarse. Este orden supuestamente natural tiene su lógica y así distribuir lo visible y lo invisible, lo que es lenguaje y lo que es ruido, fija los cuerpos en «su» sitio y separa lo público de lo privado. En contrario, lo «político» tiende a inventar 22 nuevos sujetos, nuevas formas de enunciados colectivos, enmarca lo dado para inventar nuevas formas de dar sentido a lo sensible, nuevas configuraciones entre lo visible y lo invisible y entre lo audible y lo inaudible, y nuevas propuestas de espacio y de tiempo. Lo político, en suma, le otorga nuevas capacidades al cuerpo humano y al cuerpo político e invita a formular nuevos «paisajes de lo sensible». Lo «político» nos saca del orden «natural» y nos prepara para crear «sentido común», es decir, la creación colectiva de sentido.10 En suma: las nuevas formas de hacer «literatura», sobre todo, una literatura precaria que se crece en un «campo expandido», promueven su propia «incompletud» en términos de sus propuestas, sus materialidades y sus deseos de no agotar el discurso con perspectivas totalizantes o cerradas en compleja complicidad de escritores, editores y lectores en constante transformación.

La literatura emergente permite, alienta, busca y provoca nuevos «paisajes de lo sensible» desde los cuales pensar el mundo a contrapelo de esa «naturalidad» que nos ha vuelto ciegos, sordos, mudos y tontos. En conclusión, en Puerto Rico la literatura emergente está abocada a lo político en tanto forma de estarse en el mundo, de modo que esas nuevas configuraciones nos permite ver otra cosa, escuchar otra cosa, buscar otras formas de ocupar el espacio y transformarlo en lugar habitado por cómplices que desean revelar la complejidad del mundo y no dar recetas fáciles de cómo estar aquí. El mundo es desconcertante e incómodo, y en ello radica su posibilidad abierta, emergente.


3 comentarios

Panzer Arms USA julio 28, 2024 - 6:28 pm

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สล็oต PG septiembre 6, 2024 - 12:44 pm

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marbo 9000 puff octubre 15, 2024 - 5:11 am

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