Revista GLOBAL

Conservadores, clientelistas y asistencialistas: reflexiones en cuatro tiempos

by Marcos Villamán
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Se ha constituido en un lugar común la caracterización de la llamada “clase política” de la República Dominicana con los adjetivos indicados en el título de este escrito. Ésta sería una especie conservadora y su práctica, fundamentalmente, clientelista y asistencialista. Varios informes recientes y artículos de autores diversos así lo consideran. Al partido oficial y su presidente, Leonel Fernández, la acusación de conservador le viene, entre otras cosas, por la alianza establecida con el llamado balaguerismo histórico, expresión de las fuerzas conservadoras del país; el mantenimiento del carácter clientelar de su política y estilo de relación con la población; los bajos niveles del gasto social, y el rasgo asistencialista que definiría la política social de su gobierno.

Lo extraño e interesante es que cuando la otra fuerza política mayoritaria ha concretado, tras la búsqueda del poder, estas mismas alianzas con esas mismas fuerzas conservadoras, y desarrollado desde el poder políticas con iguales o peores rasgos e indicadores, el carácter conservador no parece trasvasarse. En un caso, el trasvase ideológico sería evidente y en el otro, inexistente. Evidencia clara, a mi juicio, de que, a pesar de la declaración de su muerte nos encontramos de lleno, en este y otros casos, en el terreno movedizo, contaminado e interesado de la ideología o las ideologías.

El clientelismo y el asistencialismo parecen ser dos rasgos comunes a los partidos considerados mayoritarios, que se expresarían en la manera de hacer política, y contaminarían de forma palmaria la concepción y ejecución de las políticas y los programas sociales. A mi juicio, podría resultar útil reflexionar acerca de estas tres características, buscando algunos criterios que permitan juzgar las prácticas indicadas y, probablemente, arrojar algunas luces para  –y sobre todo– indagar las posibilidades de avanzar en la modificación de la práctica política de estos actores mayoritarios, de la propia sociedad civil y de otros actores que inciden en la vida nacional en el sentido de las críticas formuladas.

Estas reflexiones se abordarán en cuatro partes; las tres primeras se dedicarán, en ese mismo orden, a los temas de clientela y clientelismo, asistencia y asistencialismo, y conservadurismo. En la cuarta parte se plantean algunos elementos acerca de las posibilidades de modificación de esas prácticas, entendido ello, como responsabilidad, sobre todo, de las fuerzas políticas que se consideran progresistas.

  1. Clientelistas y clientela: la lógica “favor-lealtad” 1 en la cultura política.

Tal y como se ha planteado ampliamente, el clientelismo encuentra una de sus condiciones fundamentales de posibilidad en la grave situación de pobreza y desigualdad estructural en que vive la mayoría de la población dominicana y la precariedad de los servicios y las dificultades para pensar alternativas posibles de modificación (movilidad social) de esta situación en el futuro próximo, tanto a nivel personal como colectivo. Ante esta “pobreza sin horizonte” que excluye a esta población mayoritaria del disfrute de los derechos ciudadanos, en un contexto de burda desigualdad social y obstrucción de las oportunidades, la política tiende a convertirse en uno de los posibles caminos para obtener el mejoramiento de las condiciones de vida, sobre todo individuales. Cada coyuntura se convierte así en una “oportunidad de negociación perversa” para vehicular la movilidad esperada o, por lo menos, la satisfacción precaria de las precariedades cotidianas. Esta visión se arraiga aún más en contacto con la exacerbación de las actuales tendencias individualistas  y presentitas, fruto de la modernidad tardía o posmodernidad.

En la recién finalizada campaña electoral tuvimos ocasión de ver, de una parte, tanto la versión más pedestre y aparentemente poco exitosa de esta concepción clientelar y, por la otra, los intentos de algunos actores políticos de competir con el gobierno, ofreciendo la ampliación de los programas oficiales ya existentes, además de las acusaciones de uso de los recursos del Estado por parte del partido oficial.

Convertida la política en fuente o camino fundamental de movilidad social y desdibujados los horizontes ideológicos y sus referentes éticos, se profundiza la visión –también parte de la lógica clientelista– del Estado como botín de guerra que obtiene el vencedor en cada torneo electoral, en el cual logra la patente de corso que le autoriza para el uso de los recursos públicos de manera discrecional. Esta manera de entender se instala, como se ha dicho, no sólo –ni mucho menos– en el imaginario de los sectores populares. No; ella atraviesa transversalmente, con modalidades diversas, todo el espectro clasista y sectorial de la sociedad dominicana. Así, los mismos actores sociales que fustigan públicamente el funcionamiento de esta lógica, no pocas veces solicitan, privadamente, sus beneficios, ya sea vía la búsqueda de un empleo también precario o de la captura del Estado para ponerlo al servicio de intereses corporativos.

Así las cosas, como también ha sido señalado, se trata pues de un rasgo de la cultura política, es decir, una manera de entender, hacer y sentir que define la manera de hacer política en la sociedad dominicana. Consecuentemente, insisto, incluye tanto a la clientela, la población que espera el favor, y al clientelista, el actor político que hace el favor y espera la lealtad como respuesta. La popular frase “búscame lo mío” expresa lapidaria y descarnadamente esta realidad. Como puede apreciarse, lo terrible es que, establecido este tipo de relación, la persona o el colectivo acaban convertidos de ciudadanos en clientes y la lógica ciudadana del derecho-deber es sustituida por la de favorlealtad.4

Desde esta perspectiva, toda la acción realizada por los actores políticos, de oposición o de gobierno, es medida y valorada desde esta matriz cultural, tanto por la población como por los propios actores políticos. Los programas gubernamentales de atención a la llamada “población carenciada” (más adelante abordaremos la cuestión del asistencialismo) son percibidos, no como la concreción de derechos ciudadanos, sino como acción discrecional y voluntariosa de los gobiernos. Y la oposición política, que es también parte de esta cultura, realiza su labor opositora ofreciendo, una vez llegue al poder, la ampliación de estos programas y la reproducción de esta lógica.

Hay que decir, sin embargo, que en circunstancias específicas –desastres naturales– o en ciertas condiciones sociales, –por ejemplo, el caso de los envejecientes–, la asistencia es juzgada por los diversos sectores de la sociedad como una acción necesaria que concretiza la responsabilidad social del Gobierno hacia la ciudadanía. Probablemente, sería la inacción gubernamental, en este caso, la que sería políticamente castigada. Pero, la acción oportuna, puntual, eficaz, universal, en ese determinado contexto, y cercana a la población, es juzgada como expresión de la sensibilidad y responsabilidad de las autoridades y valorada como un elemento de “buen gobierno”. Si es así, ello quiere decir, entonces, que la manera en que se hacen las cosas es importante de cara a la percepción de la población. Que importa no sólo hacer las cosas, sino también la manera en que se hacen.

II.Asistencia y asistencialismo. En el contexto de esta cultura política, el Gobierno que al controlar el Estado es considerado, por razones obvias, como el actor con mayores posibilidades para la acción clientelar, tendrá siempre, en situaciones normales, dificultades para legitimar acciones asistenciales (inevitables y necesarias en muchísimos casos) ante los sectores más críticos de la sociedad civil, sobre todo si elige una línea focalizada de intervención y una modalidad de actuación directa del Gobierno. Aún cuando actúe y responda a necesidades de la población, le será difícil deshacerse de la acusación de clientelismo. Y esto así, porque efectivamente tanto las condiciones de producción de esa acción (la intención de una buena parte del funcionariado) como las condiciones de recepción de la misma (los beneficiarios y beneficiarias de la acción, la oposición política y la opinión pública) así tienden culturalmente a entenderlo.

Por demás, armados con esta lógica clientelista, la asistencia queda convertida en asistencialismo. El problema del asistencialismo es que tiende a provocar la pasividad, dependencia y tendencia a la externalidad de las poblaciones. De ahí que la asistencia, necesaria en múltiples ocasiones, deberá siempre orientarse en el sentido de la construcción de las condiciones en las que los mismos sujetos sean capaces de proveerse la satisfacción de sus necesidades de manera sostenible. Deberá moverse desde la carencia hacia la autonomía. Naturalmente, en la práctica habrá necesidad de pasar, en una especie de continuo, por una serie de puntos intermedios, pero sin perder el rumbo, la orientación de la acción.

Si esto es así, a mi juicio, la asistencia no tiene que ser necesariamente asistencialista. Una acción de asistencia puede perfectamente ser realizada de tal manera que no permanezca en el asistencialismo clientelista rampante e inmovilizador de las poblaciones. Podrían indicarse múltiples condiciones para ello; por mi parte, repetiré brevemente tres que entiendo son fundamentales:

1.La integración de las organizaciones e instituciones sociales del territorio, superando la visión de la cooptación, que coloca la acción en la perspectiva de la construcción tendencial de sujetos colectivos o actores sociales. Se fortalece así la capacidad social de defender derechos,6 y se suspende o limita la percepción de una selección de beneficiarios políticamente interesada realizada por la vía de la focalización individual, desde arriba y desde afuera de las propias comunidades. Una acción puntual realizada de esta forma limita las posibilidades de ser percibida como clientelar.

2. El carácter integral o multidimensional de la intervención. La integralidad apunta a la atención multidimensional de un fenómeno que es multidimensional. Esto habla de la seriedad de la intervención y desmiente en la práctica su carácter politiquero o simplemente tranquilizador, en la medida en que la acción se oriente a propiciar la salida de la indigencia y la pobreza por la vía del acceso a los servicios públicos permanentes y, sobre todo, por la construcción de condiciones mínimas para la generación permanente de ingresos para la familia. Es la combinación “acceso a servicios trabajo o empleo no precario” lo que puede producir autonomía en estos seres y colectivos humanos que tienen derecho a ser apoyados en estos propósitos, pero que no pueden ser sustituidos en la búsqueda y alcance de los mismos. Se propicia así, como señalan algunos autores, el paso de una “ciudadanía subsidiada a una ciudadanía autónoma”.

3.El predominante carácter universal de las políticas, programas sociales y bienes públicos ofrecidos, porque sólo así estos pueden ser ubicados como concreción de derechos ciudadanos a los cuales todos y todas tienen posibilidad de acceder, y no como clientelismo asistencialista que busca apoyo de la población y ampliación de las condiciones de gobernabilidad, liquidando las posibilidades de sostenibilidad de las políticas, que sólo se garantiza con la construcción de una ciudadanía activa, sobre todo, en el mundo de los excluidos y excluidas.

Es así como un Gobierno puede poner en juego una correcta gobernanza y generar permanentemente la llamada legitimidad por el desempeño. Así las cosas, la gobernanza, producto de esta práctica, se expresará como “[…] la cualidad propia de una comunidad política según la cual las instituciones de gobierno actúan eficazmente dentro de su espacio de un modo considerado legítimo para la ciudadanía, permitiendo así el libre ejercicio de la voluntad política mediante la obediencia cívica del pueblo”.10 La obediencia y el respaldo, añado yo, por la vía del consentimiento como, probablemente, argumentaría Gramsci.

III. Conservadurismo en la conducción política.

Si bien al liderazgo político y social de una sociedad determinada se le debe presumir una cierta distancia crítica que le otorga capacidad para la conducción social y política de esa colectividad, es obvio que este es parte del conjunto social, un producto histórico condicionado por los rasgos culturales presentes en dicho colectivo. En este sentido, al hablar del posible carácter conservador del liderazgo político –y social (insisto)– dominicano, lo primero que habría que establecer o recordar es justamente el carácter conservador del contexto, del entorno social en el cual ese liderazgo actúa. La sociedad dominicana –han planteado algunos investigadores– es conservadora. De ser así, ese entorno conservador es un elemento fundamental en la constitución de su liderazgo, al mismo tiempo que coloca límites y abre posibilidades que deben ser tomados en cuenta por los actores políticos en su pretensión de triunfar en la contienda política, incluso en el caso de los considerados como los más progresistas.

Sin importar qué posición se adopte con respecto a ellos, las dificultades para una discusión seria y serena de algunos de los temas que, en el ámbito de lo cultural, están colocados en el escenario mundial (aborto, contracepción, lesbianismo, homosexualidad, género, eutanasia, etc.) es, a mi juicio, expresión de este carácter conservador. Los actores políticos parecen temerosos de verse políticamente perjudicados por la sociedad en su conjunto y por algunos de los principales poderes fácticos. La cercanía, en ocasiones excesiva, entre poder político y poder religioso es una de estas marcas conservadoras que parece producir, en ocasiones, la pretensión premoderna de manejar lo que algunos llaman la “moral civil” como si fuera moral eclesial. A su vez, esta cercanía no es tampoco gratuita, encuentra fundamento en el grado de legitimación social de las iglesias, la católica en particular, en el imaginario colectivo.

Esta legitimación, de nuevo, tampoco es gratuita, sino que se asienta en el hecho de que el discurso social del catolicismo (para algunos del integrismo católico) resulta en muchas ocasiones –hay que admitirlo– uno de los más potentes en denunciar el carácter anti humano del capitalismo neoliberal (calificado como capitalismo salvaje, cfr. Juan Pablo II), y la pobreza y exclusión social que produce. Así, su denuncia y demanda de equidad social lo hace cercano a los sectores más empobrecidos y fortalece el liderazgo social de la institución religiosa que, a posteriori, lo utilizará para “negociar” su influencia en el ámbito cultural en el cual su posición resulta, para muchos, conservadora.

Garretón lo define con mucha precisión: “Es comprensible que este pensamiento cercano al del papa Juan Pablo II pueda tener una cierta legitimidad social puesto que desarrolla una perspectiva socioeconómica progresista cerca de los excluidos y, a veces, es la única en denunciar el materialismo y las desigualdades, incluso la inmoralidad, de la economía capitalista o de mercado. Pero, hay aquí, por otro lado, una posición profundamente reaccionaria respecto de lo socio-cultural, y una cierta fobia anti-racionalista y anti-libertaria”.

De igual manera, salvo las excepciones conocidas, cuando la solidaridad social se expresa en la bien intencionada acción social de los sectores pudientes, los modelos predominantes de la misma, en no pocos casos, no superan tampoco la “forma asistencialista”. Esto mismo suele encontrarse en casos importantes de la acción social de las organizaciones de los mismos sectores excluidos. En estos casos no se pretende un juicio de esa acción, sino indicar el arraigo cultural del asistencialismo en la sociedad dominicana que, en el contexto de un modelo económico que reproduce el desempleo y la informalidad, tiende a profundizar y ampliar la lógica del “da’o”.16

Pero la tendencia al asistencialismo no es sólo de los actores nacionales de la sociedad dominicana. Se encuentra también presente –probablemente por otras razones que no tocamos en esta ocasión– en los organismos internacionales y se pone en acción cuando, por lo menos algunos de ellos –por vía de sus consultores– orientan la confección de los programas sociales en el contexto de las llamadas estrategias de combate a la pobreza. Y es que una buena parte de estos programas fueron elaborados –e importados– en el contexto de la implementación de las políticas neoliberales en los países de la región y son fundamentalmente de carácter remedial-asistencial.

Como ha sido ampliamente documentado, estas políticas han fracasado rotundamente y sus efectos han venido a profundizar los males seculares de los países de la región. Tal como indican algunos, “las políticas económicas que se han venido alentando y aplicando en América Latina desde los años 90 inspiradas en el denominado consenso de Washington (cw) han enfatizado en la estabilidad, la liberalización, la privatización y la búsqueda de un crecimiento económico, pero han descuidado los aspectos sociales del desarrollo, habiéndose agravado el problema del desempleo y subempleo, aumentando la informalidad y profundizado la desigualdad social”.

Los organismos multilaterales estuvieron entre los principales protagonistas de esta labor de “suplencia ideológica” hacia los países y los gobiernos de la región. Sin pretender eliminar responsabilidad de los actores políticos locales, hay que decir que la presión de los organismos instalados en el neoliberalismo considerado con categoría de “pensamiento único”, en una situación de orfandad ideológica de los actores políticos, terminó en una “imposición persuasiva” del Consenso de Washington a esos actores.18 De ahí que las poblaciones percibieran que, una vez en el poder, las diferencias entre los actores políticos eran, efectivamente, cosméticas, ya que los aspectos fundamentales económicos y sociales estaban siendo cubiertos por las recetas del Consenso de Washington con muy pocos márgenes de acción para otra cosa.

Hay que considerar lo dicho en el contexto (aparentemente cambiante) de un auge importante del pensamiento conservador que se presenta en América Latina y el mundo y que parece haber comenzado, para algunos, hace alrededor de dos décadas y que conoció un pico importante en la caída del muro de Berlín, y en la pretensión del fin de la historia como declaración de victoria final del liberalismo, en su versión neoliberal (cfr. Fukuyama).

IV. Una relación progresista con la cultura conservadora: el reto de los actores políticos. A pesar de lo anterior, es evidente que la cultura o las culturas no son inamovibles; se modifican permanentemente. Y lo que se espera de una fuerza política que se presenta ante la sociedad como progresista, es decir, reivindicadora de la inclusión social, la justicia, la igualdad y la equidad, es que establezca justamente una relación transformadora con su universo cultural, en este caso, de tendencia conservadora. Lo que se espera es precisamente una actuación inteligente orientada a hacer posible la modificación o modificaciones de aquellos elementos culturales que obstaculizan la construcción de los objetivos indicados de inclusión y equidad social.

Y es normal que la sociedad lo espere más, y lo exija más de aquellos actores políticos que históricamente han presentado este discurso como parte fundamental de su identidad.

Hoy más que nunca de lo que se trata es justamente de construir una relación progresista con la cultura conservadora, o con los rasgos conservadores de la cultura política que obstaculizan el avance hacia mayores niveles de democracia y ciudadanía social. Esta es la responsabilidad de las mediaciones políticas que se definen o se consideran a sí mismas como progresistas, sobre todo, en momentos como el actual en que, por razones múltiples, se sienten nuevos aires en la región que se expresan como búsqueda responsable de alternativas a los viejos y nuevos problemas que viven la mayoría de los países de América Latina y el Caribe.

Es posible que una sociedad con importantes rasgos conservadores como la dominicana, que, según todos los sondeos de opinión, aspira a vivir en democracia, en un mundo globalizado que parece haber superado ya, por lo menos en el discurso, los fundamentalismos tanto del Estado como del mercado, se oriente a elegir opciones políticas moderadas. Sobre todo si ha habido experiencias traumáticas recientes cuando la conducción de la cosa pública estuvo en otras manos. Es posible, también, que estas fuerzas o liderazgos moderados estén en condiciones de hacer alianzas con fuerzas conservadoras como camino para acceder al poder al aumentar el caudal de votos y simpatías, pero ello no significa necesariamente una negación de las posiciones ideológicas de esa fuerza política.

Tal como indica Bobbio: “En una sociedad democrática, pluralista, donde existen varios grupos en libre competición, con reglas de juego que deben ser respetadas, mi convicción es que tienen mayor posibilidad de éxito los moderados[…] Guste o no guste, las democracias suelen favorecer a los moderados y castigar a los extremistas. Se podría también sostener que es un mal que así ocurra. Pero si queremos hacer política, y estamos obligados a hacerla según las reglas de la democracia, debemos tener en cuenta los resultados que este juego favorece. Quien quiere hacer política día a día debe adaptarse a la regla principal de la democracia, la de moderar los tonos cuando ello es necesario para obtener un buen fin, el llegar a pactos con el adversario, el aceptar el compromiso cuando no es humillante y cuando es el único medio de obtener algún resultado”.

Así las cosas, la legitimidad les vendrá a estas fuerzas percibidas como progresistas y moderadas fundamentalmente de un desempeño que coloque en el centro de su accionar las aspiraciones y reivindicaciones seculares de la población mayoritaria, empujando con buen tino los sueños que animaron la voluntad tanto de los que se convirtieron en votantes, como de los que se mantienen escépticos. Dicho de manera muy general, es el incremento tangible de la vida digna de la población lo que produce legitimidad y gobernabilidad. La moderación está llamada a asumir la política como el arte de “hacer posible lo deseable” de manera que se avance hacia ello con el menor costo posible. La moderación no puede consistir en ningún caso en el abandono de los horizontes utópicos que legitiman incluso la política misma: la búsqueda del bienestar para todos y todas.

El carácter conservador o progresista de una fuerza política, de un liderazgo, se juega hoy, pues, en la capacidad práctica de empujar o no, en cada contexto histórico-social, aquellas políticas públicas y programas que permiten avanzar en el logro de los objetivos señalados anteriormente: inclusión, equidad, justicia, igualdad, sostenibilidad, entre otros, desde la perspectiva de la construcción de ciudadanía, en un contexto de exclusión social (incluyendo la llamada infoclusión o exclusión típica de la sociedad de la información) y deterioro ambiental crecientes en un mundo globalizado.

Los siguientes son los elementos que, a manera de indicadores, muestran la mayor o menor cercanía a una posición u otra por parte de las fuerzas políticas.

1.Políticas y programas sociales integrales y universales en educación, salud, seguridad social, vivienda y empleo; combinadas realistamente, y cuando ello sea necesario, con una asistencia no asistencialista que se realice a través de programas sociales que tienen indicaciones claras de las condiciones tanto para entrar a beneficiarse de los mismos como para salir de ellos, evitando así profesionalizar la pobreza. Y propiciando un tipo de intervención tendente a reducir el clientelismo por la vía de la participación activa de los actores sociales del territorio, las comunidades y sus organizaciones en la ejecución de los programas. No se trata, necesariamente, de eliminar lo que existe; demandar eso podría ser políticamente improcedente y poco realista, sino de incluirlo en un entorno de integralidad que los haga susceptibles de construir tendencialmente ciudadanía autónoma, en los casos en que ello sea posible (cfr., supra, p. 5).

2. La reivindicación del sentido ético de la política es una señal innegociable para una fuerza política progresista. Esto es así porque los elementos que le otorgan su sentido son valores fundamentales que se asientan en el reconocimiento de los derechos humanos y ciudadanos de todos y todas. Su intervención en la vida pública se orienta justamente a la concretización de las condiciones históricas en que ellos son concretizables y exigibles. En este contexto resulta importantes remarcar tres dimensiones: la primera, lo atinente a la eticidad del o de los modelos de desarrollo vigentes que debe conducir a una vigilancia critica permanente acerca de la capacidad o no de los mismos de producir inclusión social, oportunidades y vida digna para las mayorías.

Un modelo de desarrollo que no tenga capacidad de inclusión de las mayorías nacionales, es decir que no sea centralmente solidario, no es éticamente aceptable, por más que se le pretenda presentar como “científicamente” inevitable. Y permitirle permanecer intocado dificulta, según lo visto anteriormente, las posibilidades de atacar con éxito el clientelismo y el asistencialismo (cfr. supra, pp. 2, 3, 4).

La segunda dimensión es la que tiene que ver con el manejo de los recursos públicos y que hace referencia evidentemente a la demanda y obligación de pulcritud, transparencia y responsabilidad en el uso de los fondos públicos, y esto vinculado con la disposición práctica a rendir cuentas a la ciudadanía acerca del uso de los mismos. El tema de la corrupción, en la agenda de los países de la región, deberá tener siempre, a mi juicio, esta doble dimensión y no sólo la segunda.

La tercera dimensión tiene que ver con la defensa de la democracia como régimen político y la vigencia de la institucionalidad y de los valores que la sostienen y hacen posible. Una democracia que se fundamenta en la existencia (o en la búsqueda de la existencia) de ciudadanos y ciudadanas plenos, capaces de dirimir sus conflictos por la vía del diálogo y la negociación postulando, prácticamente, el respeto a la diferencia, y el Estado de derecho. Ampliando de más en más los espacios de participación ciudadana de forma tal que se asegure una más adecuada relación entre representación y participación.

3. La apuesta por una transformación profunda de la Administración Pública orientada a la construcción de un Estado decente que sirva con eficacia y eficiencia a la ciudadanía debe ser un elemento indispensable de una sociedad democrática. Ello demanda la profesionalización, dignificación y estabilización del personal del Estado de manera que se entiendan como servidores y servidoras públicas capaces de brindar bienes y servicios públicos de calidad y urgidos de hacerlo. Así, se envía una señal clara con respecto a la limitación del uso del Estado como recurso clientelar.

4. Todo lo anterior sin olvidar las lecciones aprendidas a un altísimo precio: la necesaria estabilidad macroeconómica y la necesidad de mantener el crecimiento.

5. Y, siendo tercamente conscientes de que “los Estados latinoamericanos (y caribeños) son entidades a medio camino ente los intereses del capitalismo transnacional privado y las exigencias socioeconómicas de sus poblaciones, el reto que se les plantea pasa por establecer políticas más limitadas a sus necesidades sin desatender la lógica global”.26 En este sentido, es una responsabilidad ineludible la construcción de las condiciones que permitan una inserción beneficiosa en la sociedad de la información y el conocimiento que conlleva un esfuerzo por propiciar un uso adecuado de las TIC.

Estos indicadores apuntan a enfrentar lo que probablemente puede ser considerado como el principal desafío ético-político que enfrenta la región: la pobreza, la exclusión y la desigualdad. Con toda probabilidad, sólo los liderazgos progresistas podrán responder adecuadamente, quiere decir, de manera que se incrementen las oportunidades de mejor calidad de vida y ciudadanía autónoma para todos y todas. Es decir, en la construcción de una sociedad en la que todos y todas quepamos. La situación que vive el mundo hoy se presenta como una oportunidad para construir sociedades solidarias, ambientalmente sostenibles, orientadas al bienestar de los seres humanos considerados como sujetos de derechos y deberes.


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