Quizá se le ha dado demasiada importancia a la potencia, considerándola independiente de las coyunturas, por una evidencia que trasciende la historia, que se impone en todos los contextos. Desde el fin de la bipolaridad y de la Guerra Fría, el debate teórico ha tenido lugar alrededor de los conceptos “superpotencia”, “hiperpotencia” o unipolaridad. Sin embargo, no se ha prestado la debida atención a la crisis que ya afectaba al mundo “hobbesiano” y a sus herederos, Clausewitz, Weber, Carl Schmitt, Hans Morgenthau o Kissinger. Quizá la potencia es atacada hoy en su propia evidencia en todas partes donde es utilizada como principio de acción internacional, más allá de las vicisitudes que enfrenta la misma primera potencia mundial. En el juego post bipolar, quizás hasta la potencia deviene impotente… En medio de los acontecimientos se impone la paradoja del empirismo: nunca antes un Estado había acumulado tantos recursos de poder como los Estados Unidos de hoy; jamás, sin embargo, una potencia similar ha tenido tan poco control de los retos a los que se enfrenta; nunca ha sido tan débil la capacidad del “hegemonista” para lidiar con los desafíos del mundo contemporáneo.
A medida que la potencia se fortalece, pierde capacidad, confirmando así la profecía contenida en la teoría de “las dos caras del poder”; este puede tener una alta aptitud coercitiva, aunque no pueda modelar el sistema, nacional o internacional, en la medida en que lo desea. Una contradicción de ese tipo es esencial en la teoría de relaciones internacionales, puesto que altera los paradigmas clásicos, cuestionando directamente la concepción misma de la “política del poder” que servía de piedra angular no solamente al realismo y el neorrealismo, sino también a la teoría neoinstitucional o, aún más, a los diferentes tipos de estructuralismo. Sin exagerar, se puede proponer la hipótesis de que el relevo es tomado por una cierta forma de “protesta política”, que toma a la potencia como blanco y ya no como principio de orden, sacudiendo así la teoría clásica de la “estabilidad hegemónica” y convirtiéndola en una hipótesis de “inestabilidad hegemónica”.
Nuevos actores
A esta revolución teórica se agrega una profunda mutación que afecta la naturaleza misma de la escena internacional. El fracaso del paradigma de la potencia debe ser relacionado con el surgimiento, hoy unánimemente reconocido, de las sociedades y actores sociales en el plano internacional. Estamos lejos del escenario de Hobbes, en el cual se encontraban los gladiadores que se imponían como figuras metafísicas de la potencia única de los Estados. En nuestros días, los gladiadores ven su combate entorpecido por otros gladiadores más pequeños y, sobre todo, por actores diferentes que no responden al mismo criterio de potencia, que no realizan los mismos actos ni responden a los mismos objetivos. Burlándose de la potencia, sabiendo desafiarla o evitando enfrentarla, esos actores obedecen a reglas de otra naturaleza: la prensa, las compañías, las ong, los actores religiosos; no dependen de las mismas jerarquías y utilizan armas inéditas, frente a las cuales los ejércitos de antaño resultan ser impotentes… Así, la regresión de la potencia debe ser puesta en perspectiva con los progresos de una sociología de las relaciones internacionales. Se impone entonces la figura de Durkheim en un sector del conocimiento que era hasta ese momento muy weberiano.
A la teoría de la potencia, que el maestro alemán asociaba a la toma en consideración del Estado, se opone ya una visión de las relaciones internacionales que coloca de nuevo la integración social en el centro de sus interrogaciones. Las necesidades propias de una sociedad con dimensiones nacionales, que entonces había señalado el autor de La división del trabajo social, se corresponden sensiblemente con las premisas del actual sistema internacional: la creciente interdependencia que le caracteriza desemboca en exigencias comparables de mínima integración social. Expuesta mundialmente, esta se une al discurso sobre la seguridad humana, tal y como está planteado por el pnud en su informe de 1994. Con el propósito de satisfacer las principales necesidades humanas (alimenticias, de salud, medio ambiente), esta nueva concepción de la seguridad se aleja de un enunciado político-militar y, de paso, del discurso y de los métodos de la potencia…
A partir de ahí aparece una nueva lectura de las relaciones internacionales, gracias a la cual la carencia de integración social, la anomia, la desviación, adquieren una virtud interpretativa y explicativa superior a la que se asociaba a los paradigmas interestatales tradicionales. Las relaciones internacionales son más sociológicas porque los actores sociales están más comprometidos, los comportamientos que de esto se desprenden son menos excepcionales y, sobre todo, el grado de interdependencia alcanzado acerca lo internacional a un juego social que se parece al que Durkheim observa en el siglo xix en los Estados-nación: violencia, conflicto y disidencia responden más a factores sociales que a políticos. No solamente se cuestiona la teoría: también la práctica ha jugado un papel considerable que explica que la impotencia de la potencia se desprende esencialmente de una reflexión producida en Europa. Esta última ha experimentado, más que Estados Unidos, desagradables sorpresas de la potencia. En particular Francia, que ha sufrido por tres veces en un siglo las consecuencias de la derrota: frente a Alemania en 1871 y en 1940, frente a sus colonias a lo largo de la Cuarta República. Esta última experiencia fue traumatizante, pero también enriquecedora.
El episodio argelino permitió revelar que una victoria militar aparente no protegía de una grave derrota política, que el débil podía sacudir al fuerte, que los recursos coercitivos no tenían la eficacia que se le suponía al gladiador de Hobbes. El Reino Unido no tuvo que sufrir tales calamidades, pese a que estuvo cerca de ello al momento del desplome del imperio de las Indias. Estados Unidos debió haberlas previsto, a mediados de los años setenta, cuando fueron deshechos por los vietnamitas. El retorno de la Guerra Fría, cuando se produce la invasión de Afganistán por los ejércitos soviéticos y la rápida victoria de Washington sobre Moscú, eclipsó las intuiciones de quienes expresaron dudas acerca de las capacidades del poder duro… La diplomacia inaugurada por Carter en 1976, el énfasis puesto en el tema de los derechos humanos y el poder suave, sin embargo, anunciaban una crítica de la potencia que se encontraba en auge en la misma época, de una literatura de inspiración transnacionalista, que relativizaba el lugar que corresponde a los Estados, la pertinencia de las fronteras, la eficacia de los ejércitos.
Globalización, violencia y unipolaridad
Todas esas evoluciones exigen, sin embargo, una explicación más amplia. Esta crisis que afecta a la potencia se inscribe como un proceso social que todavía hay que interpretar. Para estos fines pueden ser construidas cuatro variables que ilustran otros tanto los desfases que nos separan del modelo hobbesiano tal como aparece en el Leviatán: la construcción de la globalización que se distingue del marco nacional tradicional; el fracaso internacional del Estado-nación, que rompe con sus realizaciones westfalianas; las nuevas formas de violencia internacional que difieren de su factura clásica, política y estatal; los modos contemporáneos de configuración del sistema internacional, que exhiben una unipolaridad engañosa, incapaz de honrar las promesas de potencia propias a la bipolaridad de otros tiempos.
El primer error ha sido el de confundir globalización y perfeccionamiento de la hegemonía. El “alterglobalismo” muestra tanto el nuevo papel de los actores sociales y su capacidad crítica, como el juego de las potencias que denuncia, sin poder evitar siempre el propio desgaste. De manera más precisa, la sociología de la globalización deja entrever tres rupturas en la concepción clásica de la política del poder. Primero insinúa el surgimiento de la interdependencia que afecta la soberanía; cuestiona la lectura estrictamente nacional de la seguridad, diluye la acción gubernamental. Con mayor frecuencia somete al fuerte al control y presión del débil. Al mismo tiempo, la globalización debilita la capacidad de las fronteras, disminuye la eficacia de lo político frente a lo económico y así contribuye a una descentralización de la acción internacional. Finalmente, la globalización se acerca al individuo, fortaleciendo sus facultades de comunicación y de intercambios directos, mientras que el Estado pierde su aptitud de poderlos controlar. La regresión de las estructuras estatales-nacionales contribuye evidentemente a este desplome de la potencia. La concepción dominante de las relaciones internacionales se ha construido alrededor de un lazo íntimo que había sido establecido, en el ambiente westfaliano, entre la autoridad del Estado y el uso de la potencia. Ese postulado original ha sido sacudido tres veces. Primero con el fracaso del Estado importado. Fundado a partir de una pretensión universalista, el modelo estatizado occidental no ha podido, sin embargo, superar los efectos de la descolonización y de su brutal extensión a las sociedades y culturas no europeas.
Apenas se había constituido –en el ambiente de los años cincuenta y sesenta–, sufrió el asalto de la militarización, del desenfreno autoritario y de la personalización del poder. Este empobrecimiento institucional a menudo no hizo más que preceder procesos de desplome que se tradujeron en una descomposición del contrato social y de guerras civiles particularmente sangrientas. Esta desviación no solamente deshizo a la potencia donde intentaba constituirse, sino que también degeneró en formas de conflicto sobre los cuales la potencia clásica no tenía control alguno. La impotencia de Estados Unidos frente a las guerras civiles somalí o liberiana y la similar de toda la comunidad internacional durante el genocidio que devastó al África de los Grandes Lagos son algunos de los numerosos ejemplos de esta creciente inadecuación entre recursos y capacidades. El auge de los “leviatanes cojos” ha atenuado la fuerza de la potencia, permitiendo el juego de toda una serie de actores religiosos, tribales, a veces mafiosos, que se aprovechan de las flaquezas o incluso de la descomposición de los Estados en África o en el Medio Oriente, recuperando algunas de las funciones y confiscando, para su beneficio, lealtades ciudadanas en desaparición. Al mismo tiempo, esos nuevos actores mezclaban autoridad e influencia sin realmente devenir potencia, mientras que esta, a su vez, se desgastaba tratando de frenarles o neutralizarles.
Regionalización Los procesos de regionalización tienen los mismos síntomas y, probablemente, efectos comparables. La invención de la Unión Europea está en buena parte vinculada al fracaso de la potencia: se le atribuye al descubrimiento de los desastres surgidos de la competencia político-militar que, durante siglos, oponía entre ellos a los Estados del Viejo Continente y que tuvo su paroxismo con la Segunda Guerra Mundial. También debe ser interpretado como una admisión de impotencia, aceptada por los países fundadores. Estos fueron precisamente los que más sufrieron la política de potencia.
Al mismo tiempo, el proceso de regionalización trastorna el hecho institucional surgido de la teoría “hobbesiana”. Multiplicando los niveles de toma de decisión, integrando nuevos actores, modificando la idea misma de política pública y su espacio de aplicación, tiende a sustituir la idea de gobernanza a la de autoridad gubernamental, inventado de esa manera una práctica política que margina a la potencia. La propia acción exterior de Europa descubre una nueva orientación que rompe con su pasado napoleónico o bismarckiano… Así, el regionalismo se impone como un modelo político nuevo, que se dispersa proyectando la misma lógica hacia América Latina, África austral e incluso el Asia oriental. Al hacerse interregionalista, el sistema internacional se aleja de la gramática clásica de la relación de fuerza.
Finalmente, el Estado sufre una crisis de identificación que, más o menos por todas partes, afecta la lealtad ciudadana. Al norte, a través de la crisis del estado providencial; al sur, a través de los efectos de la descomposición institucional. En ambos casos, por un lado, el individuo abandona cada vez más los senderos prioritarios de la lealtad, se orienta hacia formas de pluralidad y de volatilidad en la identidad; por el otro lado, se inclina hacia la reinversión comunitaria, para gran satisfacción de organizadores religiosos, tribales o étnicos. Esa desinversión ciudadana contradice las lógicas soberanas, o sea, las que sirven de fundamento a la potencia. Además, favorece la aparición de redes complejas en la escena internacional, pero también de micropoderes que conducen a otras prácticas… de esto se desprende un mundo en el que la fuerza del eslabón débil se impone a la relación institucional.
Otra violencia
Los conflictos y choques que ocupan la escena internacional han sido profundamente modificados. Estos no solamente se originan en conflictos intraestatales, con la participación de actores débilmente institucionalizados, muy alejados de las prácticas habituales de la potencia, sino que dan pie a una forma inédita de violencia que tiende a internacionalizarse. En los esquemas clásicos, de Hobbes a Clausewitz y a Weber, la violencia internacional era claramente estatal y política. Al ser producida por los Estados, tenía como vocación la de protegerles de otros Estados y contener las amenazas suscitadas por sus similares. Al principio defensiva, se convertía en ofensiva si el desequilibrio de potencia daba lugar a la esperanza de obtener una ventaja unilateral. En un esquema así, ese tipo de violencia era al mismo tiempo legítima, institucional y capaz de desembocar en ecuaciones, por supuesto que inestables, pero muy estructuradas, de equilibrio de potencia. La globalización, la crisis de los Estados llamados periféricos, las carencias cada vez más visibles de la integración social internacional, suscitan hoy una nueva forma de violencia internacional, más social que política. Esta forma de violencia, fragmentada, diseminada, desinstitucionalizada, no es controlada ni controlable por los Estados. Sale directamente de la sociedad y responde a un proceso cada vez más común de internacionalización de las frustraciones o de descontentos sociales. Sobre esa base, esa violencia pone directamente en escena a los actores sociales o los activistas especializados en manejar las demandas de violencia. Estos pueden ser definidos como actores extraestatales, quienes se especializan en la producción de una oferta de violencia que responde a frustraciones o a fracasos vinculados a la carencia de integración social. Esos activistas tienden entonces a producir un juego competitivo que trivializa y generaliza la violencia privada que ellos tratan de relegitimar, cuestionando la hipótesis weberiana de una violencia política, que sería la única que puede pretender ser legítima. Frente a una lógica similar, los Estados no tienen control y la potencia pierde operatividad: el fracaso de la potencia norteamericana frente a las “redes terroristas”, frente a las violencias endémicas, que estropean todos los procesos del “Estado colapsado”, frente incluso a los simples movimientos de opinión, muestra el desfase que se produce entre nuevos retos y las recetas de antaño. También revela la impotencia de la potencia.
Hegemonía
La ilusión unipolar es el último factor de ese nuevo juego, sorprendente e inesperado. En 1989, la nueva configuración del sistema internacional estaba marcada con el sello de la victoria, la de la potencia norteamericana triunfando sobre su rival soviético. Pero como la derrota del enemigo tenía el mismo peso, esto tuvo efectos devastadores sobre la lógica de la potencia. El sistema bipolar la seducía, pues la amenaza que venía del campo adverso obligaba a los medianos o pequeños a agruparse alrededor del más poderoso, mientras que este dotaba su identidad en una confrontación constante que alimentaba su pretensión. Desde que la amenaza ya no existe, la lealtad al más fuerte pierde su razón de ser. Ahora, al contrario, el primer objetivo es contener una hegemonía que se percibe como preocupante y abusiva. La bipolaridad es centrípeta, mientras que la ilusión unipolar es centrífuga y por eso tiende a la aporía. La primera alimenta la potencia, la segunda alimenta la protesta. Así, el antiamericanismo es la expresión más común de esa protesta.
Frente a la búsqueda schmittiana del enemigo que no aparece, la potencia norteamericana esgrime la denuncia del Estado truhán, el rival fuera de la ley que desafía a la potencia pero sin esperanzas de vencerla. El juego asimétrico que se desprende es tan inédito como peligroso: consiste más en desafiar que en ganar, buscando hacer daño pero no ganar. Así, se abandona el juego tradicional, mediante el cual las pérdidas de uno son las ganancias de otro. En ese nuevo juego, los dos protagonistas pueden perder al mismo tiempo o, al menos, las pérdidas de una superpotencia afectada por una violencia de tipo terrorista implican una debilidad que no confiere mayor potencia a quienes han perpetrado los actos. Esta configuración es doblemente peligrosa. Primero porque convierte al desorden –ya no a la victoria– en objetivo a alcanzar por los protagonistas más débiles, quienes saben que no pueden hacerse mayores esperanzas.
El desorden y la entropía se imponen sobre la dominación, que pierde su virtud estabilizadora de otros tiempos. Pero el peligro se deriva también de la débil parte de iniciativa que se le deja a potencia. En un juego como este, la potencia difícilmente puede controlar las agendas, mientras se desgasta exhibiendo un unilateralismo tan estéril como contraproductivo. Mientras más se exhibe la potencia, más alimenta las lógicas contestatarias, que se regodean con sus fracasos. De esa manera, el costo del unilateralismo aumenta sin cesar. Esta tendencia puede, a corto plazo, resultar suficientemente convincente como para que se una a ella el actor egoísta, quien entonces tomará conciencia de su carácter rentable y protector. La superpotencia podría así verse conducida a practicar un juego multilateral en fin de cuentas menos costoso.
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