Le llamaban Matilde, a secas, o simple- le hubiera tocado en caso de aceptarle los requiemente Mati. Pero en 1970, cuando se convirtió en musa de una célebre canción vallenata, todo el mundo empezó a distin- guirla como Matilde Lina. Al cabo de cuarenta y un años ella también ha optado por nombrarse de la manera en que lo hizo el compositor Leandro Díaz. Es lo que hace ahora mientras pasa las páginas de un viejo álbum familiar: señala cada foto con el dedo índice y se menciona en tercera persona, como si hablara de una Fulana distinta a ella.
–Esta es Matilde Lina cuando trabajaba en Telecom –dice, y muestra a una cuarentona rolliza que habla por teléfono.
Luego frunce el ceño, entrecierra los ojos. Se nota que mira con dificultad debido a la falta de sus lentes. En la página del álbum que tiene abierta en este instante aparece una quinceañera delgada y sonriente, sentada en el pasto al lado de un hombre que la mira embelesado.
–Esa es Matilde Lina con un enamorado que tenía allá en El Plan.
Entonces cierra el álbum y señala la foto grande que está colgada en la pared de la sala. En ella aparece la misma mujer, esta vez de perfil, luciendo una cabellera encrespada que le llega hasta la cintura.
–Así era Matilde Lina cuando Leandro la conoció.
En aquel tiempo acababa de cumplir veintinueve años, agrega. Después advierte que aunque Leandro la pretendió desde el primer momento, el amor de los dos estaba predestinado a ser imposible. En parte porque ella era una mujer casada. En parte porque Leandro, el muy descarado, tenía entonces dos mujeres de planta y una provisional. ¡Y eso que es ciego de nacimiento!, exclama, mordisqueándose el labio inferior. ¿Qué tal que hubiera visto? Así que lo mejor, como aconsejaban los ancianos de su tierra, era dejar el machete en su vaina. Porque lo cierto es que Matilde Lina nunca ha sido plato de segunda mesa, como le hubiera tocado en caso de aceptarle los requiebros a Leandro.
–¿Y si Leandro no hubiera tenido esas tres mujeres ni usted hubiera estado casada?
–Tampoco, tampoco. Matilde Lina siempre lo ha querido como amigo, y él lo sabe.
La mujer continúa un rato más hablando en la misma tónica: Matilde Lina para allá y Matilde Lina para acá. Matilde Lina aquello y Ma- tilde Lina lo otro. Ciertamente –observa ahora–, los dos nombres suyos fueron escogidos por sus padres, pero nadie le decía el segundo. Cuando Leandro Díaz rescató ese «Lina» en el cuarto de San Alejo, fue como si la hubiera rebautizado. En las calles de El Plan –el caserío de La Guajira en el que nació– algunos la llamaban con los estribillos de la canción.
–Adiós, «hembra muy popular».
Otros le arrojaban al pasar un calificativo malicioso.
–¿Para dónde vas, Tormento de Leandro?
Claro que, de todos los nombres que le trajo el renombre, el más curioso fue el que le puso Luis Alberto Zequeira, su exmarido. Cuando Alfredo Gutiérrez grabó «Matilde Lina», ella, que apenas tenía treinta y cinco años, era ya una mujer separada con cuatro hijos menores a su cargo. Zequeira la había abandonado debido a que se enamoró de otra muchacha. Sin embargo, cuando se emborrachaba en las cantinas le entraba la nostal- gia por ella y ordenaba que repitieran, una y otra vez, la canción que la nombraba. No la solicitaba con su título original sino con uno inventado por él: «La viuda».
–¡Pónganme «La viuda» de nuevo!
Así que entre muchos cantineros de la región el título alternativo circulaba más que el oficial. Y muy pronto empezó a ser utilizado también como apelativo para la mujer que inspiró la canción.
–Buenas tardes, Viuda Bonita.
La Viuda Bonita sonríe, se reacomoda en su mecedora. Es evidente que disfruta explayándose en el tema. Es evidente que todavía hoy, a sus setenta y seis años, se siente a gusto como personaje del cancio-
nero popular latinoamericano. Ella sabe –y lo dice engreída– que hay grabadas más de cuarenta versiones
de la canción, y que entre quienes la han interpretado figuran el GranCombo de Puerto Rico, Diomedes
Díaz, la Charanga América y Carlos Vives. Por eso a estas alturas –advierte, orgullosa– está acostumbrada al asedio de la prensa. Para no ir muy lejos, ayer se pasó todo el día con un grupo de reporteros de Caracol Televisión. En este punto, ya entrada en gastos, recita de memoria la lista de periodistas importantes que la han entrevistado.
–¿Usted cree que si Leandro no fuera ciego hubiera dicho en la canción que «cuando Matilde camina, hasta sonríe la sabana»?
En vez de responder, súbitamente empieza a entonar el pasaje aludido:
Si ven que un hombre llega a la Jagua coge el camino y se va pa’ El Plan está pendiente que en la sabana vive una hembra muy popular. Es elegante, todos la admiran y en su tierra tiene fama cuando Matilde camina hasta sonríe la sabana
La voz lozana de Matilde Lina contrasta con su apariencia de abuela. Cualquiera que oiga la grabación de este fragmento podría pensar que quien canta es una joven. Lo cierto, en todo caso, es que ella sí representa mucha menos edad de la que tiene. A lo sumo unos sesenta y cinco años. Se ve airosa, cuidada. Y eso que es una mujer de las de antes, advierte. Es decir, de las que se le medían a cualquier oficio casero sin detenerse a pensar que se le podían ajar las manos o estropear las uñas. Si Leandro hubiera podido verla –tan menuda, tan acompasada en el andar–, ¿habría dicho que cuando ella camina sonríe la sabana?
–Si Leandro lo dijo fue porque alguien se lo contó. ¿Usted cree que él no averigua? Él es chismosísimo.
En este punto vuelve a hablar de sí misma en tercera persona: Matilde Lina es conocida en el mundo gracias al paseo vallenato que le compuso Leandro Díaz. Eso la halaga, sin duda. Pero el compositor también debería vivir agradecido de ella, que le inspiró esa canción tan bonita.
A sus ochenta y cuatro años Leandro Díaz luce ausente, ajeno a todo cuanto sucede a su alrededor. Ninguna conversación se roba su interés, ningún ruido lo inmuta. La causa de tal aislamiento es una sordera progresiva que se ha apoderado de él en los últimos seis años. Una sordera que, aparte de conferirle ese aire de desorientado, lo muestra como lo que nunca fue: un hombre abatido. Salvo durante su primera infancia allá en la finca Lagunita de la Sierra, cuando apenas estaba familiarizándose con los elementos de su noche perpetua, la ceguera congénita jamás lo doblegó. El silencio, en cambio, sí lo desmoraliza. Después de todo, a lo largo de casi ocho décadas el oído fue su principal punto de apoyo en medio de las tinieblas, lo que le permitió descubrir el entorno. Gracias al oído aprendió a versificar y a hacer melodías, las dos destrezas que le sirvieron para nombrar el mundo. Sin esos primores, ¿cómo hubiera podido sobreponerse a la fatalidad?
–Él solo oye si uno le pega la boca en la oreja y le habla durísimo –aclara su hijo Ivo.
Están sentados sobre un cómodo sofá, en la casa que Ivo tiene en el barrio Los Ángeles de Valledupar. De repente, el hijo se pone las manos en forma de bocina alrededor de la boca y le habla a su padre en el oído.
–Viejo, ¿usted hubiera podido componer si hubiera sido sordo de nacimiento?
Leandro se queda absorto. Por un momento da la impresión de que no hubiera escuchado la pregunta y siguiera naufragando en el silencio. Se tienta la oreja derecha con la punta de los de- dos, levanta los ojos baldíos. Y empieza a mover la mandíbula sin ton ni son, un hábito de anciano que también adquirió durante los últimos años. De pronto, justo cuando parece más ido de la conversación, suelta una respuesta escueta:
–No, hijo, en ese caso no hubiera podido componer.
Si su padre hubiera sido sordo de nacimiento –razona Ivo a continuación–, no hubiese podido crear consonancias. Al no oír ni el acordeón de Colacho Mendoza, ni el canto de Armando Zabaleta, ni los versos de Tobías Enrique Pumarejo, ni la guitarra de Toño Brahim, ni las anécdotas del viejo Emiliano Zuleta, ni los lamentos de Lorenzo Morales, ni la bullaranga de una parranda matinal, ni las voces cantarinas de ciertas mujeres, no habría forjado su obra musi- cal. Es cierto que a pesar de ser ciego describió hermosamente los paisajes de su región, pero tal prodigio solo fue posible porque podía aguzar el oído para dialogar con la naturaleza y conocer la opinión de los mayores. Si hubiese sido sordo, no habría percibido jamás la caída de las hojas secas y, en consecuencia, no existiría «El verano», esa bella canción dedicada a los árboles que lloran «viendo rodar su vestido». Tampoco habría notado cómo giran «las nubes del viento» a las que se refiere en «Yo comprendo», su merengue magistral; ni reconocido la altivez de Josefa Guerra, que lo motivó a crear el paseo «La diosa coronada». De esta pieza suya –dicho sea de paso– extrajo Gabriel García Márquez el epígrafe para la novela «El amor en los tiempos del cólera»: «En adelanto van estos lugares: ya tienen su diosa coronada».
Si hubiese sido sordo, «las aguas claras del río Tocaimo» no habrían podido darle «fuerzas para cantar», ni habría llegado a su pensamiento esa «bella melodíaaaaaaa». En suma, no existiría Matilde Lina en su vida, ni como canción ni como recuerdo.
Desprovisto de su repertorio no lo aclamarían los folcloristas, ni lo rodearían las admiradoras, ni lo condecorarían los jerarcas de la cultura. Ningún ensayista lo compararía con Homero, ningún cantante le llamaría «el trovador que ve con los ojos del alma».
–Si mi papá hubiera sido sordo de nacimiento, yo no estaría aquí echando el cuento.
Sin vista y sin oído –se pregunta Ivo después–, ¿cómo hubiera podido su padre enamorar a su madre, la difunta Helena Clementina Ramos, o a Nelly Soto, la otra señora con la que convivió? Tampoco habría podido entenderse con Iselina Aragón, la mujer de Papayal a la que le engendró un hijo.
–Bandido que fue el viejo, ¿oyó?
En este punto se cierra el círculo: sin oído no hay música, sin música se alejan las mujeres y sin mujeres faltan los motivos para la música.
–La música salvó a papá.
Durante su infancia en la finca Lagunita de la Sierra, Leandro siempre fue el débil. El patito desplumado, el perrito rengo. Habitar en un hato ganadero caluroso, a merced de las bestias y las sabandijas, era lo peor que podía sucederle a aquel niño ciego. Allí los adultos –incluidos Abel Duarte y María Ignacia Díaz, sus padres– andaban siempre apremiados por sus labores arduas. Él, entre tanto, se sentía extraviado sin un lazarillo que le descifrara los caminos. Se resbalaba en los barrancos, se descalabraba contra los horcones. En sus canciones, por cierto, abundan las referencias al sufrimiento de aquella época.
Eso sí: el muchacho descubrió muy pronto una estrategia para defenderse: mientras exhibiera alguna gracia que suscitara interés, contaría con la consideración de los adultos. De ese modo le sobrarían los cuidados que le faltaban cuando simplemente era percibido como un chico postrado por la ceguera. En principio, lo que llamaba la atención era su capacidad de predecir ciertos fenómenos naturales.
–Él decía: «Hoy va a llover». Entonces los mayores se le burlaban en la cara: «Veeee, y este pelao como que además de ciego está loco. ¡Cipote sol y viene a decir que hoy llueve!» Al ratico caía el chaparrón.
–¿Cómo hacía para adivinar?
–Él me contó que aprendió a distinguir la dirección de la brisa. Por eso sabía que cuando el viento soplaba hacia un lado específico de la finca era porque iba a llover.
En todo caso, fue al mostrar su talento para el canto y la rima cuando Leandro dejó en claro que no era un ser digno de lástima sino de respeto. La música le fortaleció el carácter y, además, le brindó la oportunidad de comprar maíz suficiente para amasar sus propias arepas. Porque apenas estuvo en edad de responder por sí mismo fundó un conjunto vallenato. Se presentaba en celebraciones públicas, actuaba en fiestas particulares. En una comarca festiva por excelencia nunca faltará un lugar especial para quienes saben atizar el gozo. Leandro, siempre perspicaz, entendió eso muy pronto. Y también entendió que los hacendados de esta región feudal tratan
mejor a quienes les animan sus parrandas que a quienes les ordeñan sus vacas.
Por eso Ivo no quiere seguir imaginándose lo que habría ocurrido si «el maestro Leandro» –así le llama a veces– hubiese sido sordo de nacimiento.
–Dejemos ese tema quieto, muchacho.
–Listo, lo dejamos quieto. Pero antes déjame preguntarle a tu papá qué habría pasado si él nunca hubiera oído la voz de Matilde Lina.
La boca en el oído. La pregunta gritada. El viejo sonríe, mueve la cabeza en sentido afirmativo.
–La hubiera olido. A mí siempre me ha gustado el olor de Matilde.
–¿A qué huele?
–A jabón de baño.
–Pero si usted hubiera sido sordo de nacimiento, no hubiera podido componerle la canción que le compuso.
–En ese caso, ella se hubiera quedado con su orgullo y yo sin mi canción.
En la casa de Matilde Lina Negrete, ubicada en el barrio Panamá de Valledupar, el sábado despunta en medio del ajetreo doméstico. Mientras ella macera el maíz en un molino artesanal, su hija Marielsy amasa las arepas. Ambas son guajiras tradicionales, de esas que se inmolan en la cocina con tal de honrar a sus hombres: esposos, hermanos, sobrinos, hijos. Invierten tanto tiempo y esfuerzo en la preparación de los alimentos que a veces no parece que se los fueran a ofrecer a los seres humanos sino a los dioses. El maíz que muele Matilde Lina, por ejemplo, permaneció en remojo toda la noche. De ese modo la masa queda mucho más suave. Y ahora Marielsy le agrega unos cuantos clavitos de olor al café negro, para que adquiera un sabor más agradable.
–El hombre que se muere por un tinto de esos es Leandro Díaz – dice Matilde Lina.
Después, sin dejar aún de moler el maíz, señala que el encuentro entre Matilde Lina y Leandro era inevitable, porque ambos frecuentaban las mismas fiestas. A él lo contrataban para que cantara y a ella para que les cocinara sancocho a los parranderos. Tarde o temprano tenían que tropezarse, insiste, pues además el acordeonero de Leandro, Toño Salas, era el marido de Telesila Negrete, la hermana de ella. Y como si fuera poco, Cecilia, otra hermana de Matilde Lina, fue novia de Emiliano Zuleta Baquero, quien a su vez era hermano medio de Toño Salas y amiguísimo de Leandro Díaz.
–Qué enredo, ¿verdad? – dice como si estuviera disculpándose.
Se conocieron en Manaure de la Montaña un día de 1964. Ambos se encontraban de visita en la casa del compositor Juan Manuel Muegues, quien era primo hermano de ella y amigo de él. Muy pronto, Leandro empezó a cortejarla. Ma- tilde Lina lo aquietó con una advertencia radical: él tenía más chance de achicar el río Marquezote con una totuma que de conquistarla a ella. Primero, porque era una mujer casada. Y segundo, porque él tan solo le despertaba un sentimiento de amistad.
Leandro comprendió el mensaje. Así que durante los siguientes encuentros casuales que tuvieron se mantuvo a una distancia prudente. Pero a finales de 1969, cuando se enteró de que Matilde Lina había sido abandonada por su esposo, volvió a la carga, llevando como señuelo la canción.
Luis Alberto y Milciades, dos de los hijos de Matilde Lina, llegan de repente en busca del de- sayuno. Aunque hayan montado ranchos aparte, siempre encontrarán un plato servido en esta casa, a cualquier hora del día o de la noche. En la región Caribe los hijos, por mucho que crez- can, siguen cabiendo sin tropiezos bajo las faldas de la mamá.
–Leandro es un hombre muy inteligente pero se equivoca cuando dice que yo fui orgullosa. Mi negativa no fue por orgullo sino porque él nunca me gustó.
–¿Por qué?
–Matilde Lina no nació para él.
–Cuando la abandonó su esposo y salió esa canción tan bonita, ¿no hubieran podido intentar algo Leandro y usted?
–En ese momento conocí a un hombre bueno y me volví a casar. Con él tuve al quinto de mis hijos.
–Pero usted enviudó hace años, y Leandro también. ¿No podrían…?
–Y no solo eso, hay más coincidencias: él se quedó sordo y yo sufro ahora del vértigo de Meniere, que ataca los oídos.
–¿Usted lo quiere?
–Lo adoro, pero como amigo.
Después dice que, además, lo admira porque, a pesar de ser la criatura más frágil de la tierra, se convirtió en un hombre fuerte sin usar más coraza que su talento musical. Entonces tararea un fragmento de «El cardón guajiro», otra canción autobiográfica de Leandro que le encanta.
Ayer tuve una reunión con la pena y el olvido después de una discusión la pena perdió conmigo. Yo soy el cardón guajiro que no lo marchita el sol «Matilde Lina», la canción, tiene hoy más años de los que tenía Matilde Lina, la mujer, cuando se la dedicaron. En sus versos el trovador enamoradizo y la musa esquiva permanecerán siempre unidos, como jamás pudieron estarlo en realidad. Si no existiera este paseo, Matilde Lina se habría esfumado en la memoria de Leandro, y Leandro, en la memoria de Matilde Lina. Por eso, en cierta forma, la canción es de todos modos una especie de vínculo matrimonial.
–¿Matrimonial? –refunfuña Matilde Lina. ¡Yo con Leandro no me casaría ni loca!
–¿No dijo que lo adora?
–Solo como amigo. Lo adoro tanto que si él se muere primero que yo, me voy a pie desde mi casa hasta el cementerio.
–Bueno, ahí sí lo mejor es que se vaya caminando, para que sonría la sabana.
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