La unesco me honra al permitir presentar mi testimonio en este sexagésimo aniversario de su fundación. Señor director general, se lo agradezco sin negar que deba este favor al triste privilegio de la edad, ya que cada vez son más escasos los que estuvieron directa o indirectamente asociados a la actividad de la unesco durante sus 10 ó 15 primeros años de existencia. Resulta que yo fui uno de ellos, y en ocasiones tan diversas que a veces me cuesta trabajo recordarlas. Éstas van desde la Primera Declaración sobre las razas a la organización de un seminario sobre el papel de las matemáticas en las ciencias humanas (en el cual participaron Jean Piaget, Jacques Lacan, Benoît Mandelbrot, futuro inventor de los fractales), pasando por varios informes, un trabajo de campo sobre las ciencias sociales en Pakistán y en el actual Bangladesh, y finalmente el Consejo Internacional de Ciencias Sociales del cual fui el primer secretario general durante varios años.
Esta confianza que me dio la unesco en sus inicios se la debo a dos hombres que animaron el Departamento de Ciencias Sociales y a cuya memoria quiero rendir homenaje. Otto Klineberg, con quien me relacioné en Nueva York durante la guerra cuando él era profesor en la Universidad de Columbia, y el gran etnólogo Alfred Métraux, a quien me unía una amistad fraterna y que el Instituto Smithsonian está por homenajear en una exposición dedicada a su persona y su obra. Klineberg concibió y lanzó el programa internacional de investigaciones realizadas bajo un espíritu etnológico, pero realizadas en pueblos o pequeñas ciudades de los países llamados desarrollados, lo que ponía sobre un plano de igualdad a las sociedades de tipo occidental y a las de los pueblos autóctonos. Recibí la responsabilidad de conducir la parte francesa, de la cual resultó una obra principalmente realizada por el desaparecido Lucien Bernot (entonces mi alumno y más tarde mi colega en el Colegio de Francia): Nouville, un pueblo francés, ahora convertido en un libro clásico y recientemente reeditado.
Los doctores Edgar Krebs y Harald Prins, directores de esta exposición, ya evocaron más ampliamente en el curso de este coloquio la figura de Alfred Métraux y su trabajo en la unesco. Yo me limitaré a subrayar su papel en la lucha contra el racismo y como inspirador de la colección de publicaciones intitulada “La cuestión racial frente a la ciencia moderna”. Él me confió una de ellas que la unesco acaba de reeditar junto con mi conferencia “Raza y cultura”, de 1971, la última contribución que realicé para ella. El coloquio de hoy me ofrece la oportunidad de preguntarme sobre las razones profundas por las cuales un etnólogo podía sentirse, en campos en apariencia tan diversos, en comunión con las misiones impartidas en la unesco por la Organización de las Naciones Unidas. Varias de estas misiones escapaban a su competencia, pero él vislumbró con precisión una que tomaría con el curso de los años un lugar de primera importancia. Esta misión es la misma que, desde su formación como disciplina autónoma a finales del siglo XVIII, la etnología debía considerar como esencialmente suya. Para poner de relieve este papel central, haré un breve regreso al pasado. La etnología –o la antropología, como se llama actualmente– se asigna como objeto de estudio al ser humano, pero difiere de otras ciencias humanas en que aspira a encontrar su objeto en sus manifestaciones más diversas. Es por ello que la noción de condición humana queda marcada para ella de cierta ambigüedad: por su generalidad, el término parece reducir las diferencias que el etnólogo tiene por objetivo esencial identificar y aislar, no sin postular un criterio implícito –el de la condición humana– que es el único que puede permitirle circunscribir los límites externos de su objeto.
Trino de pájaros
Todas las tradiciones intelectuales, incluida la nuestra, se enfrentaron a esta realidad. A veces, los pueblos que estudian los etnólogos sólo le reconocen la dignidad verdaderamente humana a sus propios miembros. Esta costumbre se encuentra no sólo entre los pueblos llamados autóctonos, sino también en la antigua Grecia y en la China y el Japón de antaño, donde por un acercamiento singular las lenguas de los pueblos calificados de bárbaros eran asimiladas al trino de los pájaros.
Incluso en sus primeros tiempos, la etnología no dudaba en clasificar a los pueblos que estudiaba en categorías separadas de la nuestra para situarlas cerca de la naturaleza, como lo implica la etimología del término “bárbaro”, y de manera más explícita, la expresión alemana Naturvdlkern o bien fuera de la historia, cuando los denominaba “primitivos” o “arcaicos”, como otra manera de negarles un atributo constitutivo de la condición humana. Desde sus inicios hasta la primera mitad del siglo XX, la reflexión etnológica se dedicó afanosamente a descubrir cómo conciliar la unidad postulada de su objeto de estudio con la diversidad y, con frecuencia, con la incomparabilidad de sus manifestaciones particulares. Para ello fue necesario que la noción de civilización, que connota un conjunto de aptitudes generales, universales y transmisibles, incluyera a la cultura, tomada en su nueva acepción, ya que ella denota tantos estilos de vida particulares, no transmisibles, abordables bajo formas de producción concretas –técnicas, costumbres, instituciones, creencias–, más que capacidades virtuales, y que corresponden a valores observables en lugar de verdades o supuestas verdades.
Ahora bien, la noción de cultura plantea inmediatamente problemas que son, si me atrevo a decirlo, los de su empleo en singular y en plural. Si la cultura –en singular e incluso con una mayúscula– es el atributo distintivo de la condición humana, ¿qué características universales incluye y cómo definir su naturaleza? Pero si la cultura se manifiesta solamente bajo formas prodigiosamente diversas que ilustran, cada una a su manera, los millares de sociedades que existen o han existido sobre la tierra, ¿son todas estas formas equivalentes o bien son pasibles de juicios de valor que cuestionarían inevitablemente el sentido de la noción misma de cultura?
La antropología se asigna el objetivo central de superar la antinomia aparente entre la unicidad de la condición humana y la pluralidad inagotable de las formas bajo las cuales la aprehendemos. Presente desde el origen en las preocupaciones de la unesco, la antropología ha adquirido una importancia creciente.
Después de la Segunda Guerra Mundial, bajo el golpe del horror que inspiraban las doctrinas racistas y su puesta en práctica en la masacre de poblaciones enteras y los campos de exterminación, era normal que la unesco considerara como su tarea más urgente la crítica científica y la condena moral de la noción de raza. De ahí las declaraciones sucesivas sobre las razas, en 1951 y 1952, respectivamente. ¿Por qué dos? Porque a los ojos de los biólogos, la primera, de inspiración sociológica, aparecía muy simplista. Pareciera que después de la segunda declaración, la unesco podía considerar el problema como definitivamente resuelto.
Complejidad humana
Alrededor de 1950 la genética de las poblaciones no había alcanzado su pleno auge. Ella incita hoy a reconocer una mayor complejidad en la unidad humana, que ya no cuestiona. Detrás de esta unidad, discierne lo que llama conjuntos fluidos de variantes genéticas que se cruzan y entrecruzan, se aíslan, se dispersan, se confunden en el curso del tiempo y cuya identificación ofrece a la medicina una unidad real. Al mismo tiempo que reclama la unidad humana, debemos estar alertas a las corrientes de investigación científica y operar, si es necesario, reajustes, lo que hizo la unesco en dos declaraciones subsecuentes en 1964 y 1967. Tarea tanto más necesaria cuanto por la inquietud que generan algunas publicaciones recientes de biólogos que intentan volver a dar un estatuto a la noción de raza, aunque sea en las acepciones diferentes de aquellas que pudo tener en el pasado, pero que son, sin embargo, delicadas de abordar.
El reconocimiento de la diversidad cultural y la protección de las identidades culturales amenazadas forman el segundo rubro de la misión de la unesco en la que la antropología también se reconoce. La unesco la concibió primero bajo el ángulo del patrimonio mundial, donde esta diversidad se manifiesta de alguna manera desplazada en el tiempo. Más recientemente, también la concibió en el espacio, incluyendo todas sus modalidades existentes en el mundo y que, por su inmaterialidad, privadas de realidad tangible, corrían el riesgo de desaparecer sin que subsistieran sus trazas. Se trata de las tradiciones orales, conocimientos relativos a la naturaleza y al mundo, sabidurías tradicionales de diferentes oficios y, en primer lugar, las lenguas que son su medio común de expresión, ya que bajo forma inmaterial, cada lengua constituye por su organización interna un monumento tan precioso como las obras maestras de la arquitectura inscritas en la unesco dentro del patrimonio mundial. Cada lengua percibe y delinea el mundo de una manera que le es propia por su estructura y abre una vía de acceso original al conocimiento de éste.
Lenguas amenazadas
La unesco está tan atenta a este papel central del lenguaje, está tan dedicada a movilizar a los lingüistas del mundo entero para el estudio y el mantenimiento de las lenguas amenazadas de extinción –hechos expuestos en su estrategia de medio plazo para el periodo 2002 a 2007– que yo sólo me detendré sobre este punto para relatar una anécdota que merece ser registrada en el expediente. Hace una treintena de años, en Canadá, yo esperaba en una costa de la Columbia Británica el ferry que debía conducirme a la pequeña isla de Alert Bay, una reserva de indios llamada Kwakiutl en la literatura etnológica y que se denominan a sí mismos Kakwaka’wakw. Establecí una conversación con un joven pasajero vestido con un traje deportivo de color muy vistoso. Era un indio Kwakiutl, pero criado fuera de la reserva desde su primera infancia y había decidido regresar para aprender la escultura tradicional. Él me explicaba que era un oficio que permitía escapar de pagar impuestos. “Pero la dificultad –agregaba él–, es que debería comenzar por aprender la lengua.”
Me sorprendió este comentario. Así pues, para este muchacho gravemente aculturizado era evidente que el arte tradicional, los mitos y leyendas que ilustra y la lengua formaban un todo. Se sabe que los Kwakiutl y sus vecinos de la Columbia Británica y de Alaska son creadores de obras gráficas y plásticas de una originalidad poderosa. Acallados durante varias décadas por la persecución de los poderes públicos desde mediados del siglo pasado, estas artes, cuya suerte está indisolublemente unida a la de la lengua, encontraban su vitalidad.
Resulta que el año pasado recibí una solicitud de ayuda del último jefe de las naciones Kakwaka’wakw. Su lengua, el kwakwala –me escribía– ya sólo era hablada por apenas 200 personas. A través de otros ejemplos, desafortunadamente numerosos, la unesco pudo convencerse de que las lenguas son un tesoro, en principio en ellas mismas y porque su desaparición conlleva la desaparición de las creencias, saberes, usos, artes y tradiciones que son piezas irremplazables del patrimonio de la humanidad.
La unesco subraya en todos sus textos –y sus temores son desafortunadamente bien justificados– el empobrecimiento acelerado de las diversidades culturales debido a la temible conjunción de fenómenos llamados globalización. Evento sin precedentes en la historia de la humanidad, esta globalización resulta en buena parte de la explosión demográfica que en menos de un siglo ha cuadriplicado el efectivo de nuestra especie y donde debiéramos ver la verdadera catástrofe. Sin embargo, tal vez conviene ver más de cerca la historia para buscar las coyunturas que, a una escala reducida, podrían establecer sus precedentes.
En este informe existe un parecido lejano entre la forma en que, en el momento actual, la globalización tiende a uniformizar las culturas y el estado de cosas que ha recibido de los historiadores del arte el nombre significativo de gótico internacional. Durante varias décadas que van del último cuarto del siglo XIV hasta la primera mitad del siglo XV, la multiplicación de los intercambios, el celo de los coleccionistas y mercaderes hicieron que los lugares de origen de las obras pictóricas fueran prácticamente imposibles de identificar. Difundido en toda Europa y como resultado de influencias recíprocas, este estilo internacional se dedicaba a deformar el aspecto del cuerpo humano haciendo falsas ciertas proporciones o por el porte de vestidos extravagantes y una superabundancia de decoraciones y arreglos. Al mismo tiempo, se mostraba obsesionado por la muerte y sus aspectos aterrorizantes.
¿No hay ahí un parecido no sólo formal sino de fondo con algunas de nuestras tendencias del arte contemporáneo? Observamos en los dos casos un celo por desnaturalizar el cuerpo humano, ya sea en la apariencia –vestido o representación figurada– o por el tratamiento del cuerpo en sí mismo como un objeto; y, por otra parte, la voluntad de incluir en el campo del arte hasta las partes más detestables de la condición humana. El paralelo es tan impresionante que estaríamos tentados, sobre la base de sólo estos ejemplos, de formular una ley de las consecuencias culturales de la globalización. Yo no correré ese riesgo. Si evoqué el caso del gótico internacional, es para subrayar que este estado de indistinción, lejos de apagarse, fue el medio del cual surgieron, divergieron y establecieron contactos, las escuelas de pintura flamenca e italiana: es decir, las formas más elaboradas de la diversidad que haya conocido el arte occidental.
En gestación
El tiempo no siempre marcha en el mismo sentido. Al reino invasor de la uniformidad pueden suceder vueltas imprevistas. Ello se produjo en el pasado y se puede esperar que en el seno mismo de la globalización en curso se encuentren en gestación nuevas diversidades cuya naturaleza desconocemos. En todo caso, después de rechazar las evoluciones unilineales para escapar del pesimismo que presenta el estado actual del mundo, las ideas de Giambattista Vico, fundador en el siglo XVIII de una nueva concepción de la historia, pueden ofrecer algo de esperanza. Su teoría de corsi e ricorsi invita a ver que en cada periodo de la historia se encuentra la proyección sobre otro plan de un modelo ya presente en un ciclo previo, de manera que la historia se desarrolla en espiral. Si hacemos lugar en los análisis históricos a una cierta periodicidad, encontramos razones de ser moderadamente optimistas. Se pueden así reconciliar las diferentes concepciones que tuvieron acerca del tiempo los antiguos filósofos, los pensadores del Oriente y del Extremo Oriente y los pueblos autóctonos. Por fin se le da su lugar a la historia humana entre las otras manifestaciones de la vida pública, ya que, en esta perspectiva, algunas características que se creían específicamente humanas aparecen como el resurgimiento, en el orden del pensamiento, de propiedades inherentes a la vida misma, así como lo sugiere la analogía de estructura entre el código genético y el lenguaje articulado, bien ilustrada por el gran lingüista Roman Jakobson en un informe escrito para la unesco publicado en 1970.
Por su parte, la unesco siempre reconoció que existe una correspondencia entre la diversidad cultural y la biodiversidad. Ya la Convención sobre la protección del patrimonio mundial, cultural y natural de 1972 acercaba los dos aspectos, asociando al patrimonio cultural los “habitantes de especies animales y vegetales amenazadas”; de hecho, la unesco constituyó alrededor del mundo unas 500 reservas de la biosfera para preservar casos notables de biodiversidad.
A lo largo de los años también dio a este lazo cada vez mayor importancia, tratando de comprender las razones. Así, en sus Propuestas para el 2006-2007, el director general subraya la existencia de “lazos conceptuales entre diversidad cultural y diversidad biológica”. Me parece que para desarrollar estas diferencias, para que los umbrales que permiten distinguir una cultura de sus vecinas estén suficientemente definidos, las condiciones son, a grosso modo, las mismas que aquellas que favorecen la diferenciación biológica: aislamiento relativo durante un periodo prolongado, intercambios limitados, ya sean de orden cultural o genético. Con muy pocas diferencias, las barreras culturales son de la misma naturaleza que las barreras biológicas y éstas las prefiguran de una forma tanto más verídica que todas las culturas imprimen su huella en el cuerpo por estilos de vestimenta, de peinado o de adornos, por mutilaciones corporales y por comportamientos gestuales, reproduciendo diferencias comparables a aquellas presentadas por las variedades en el seno de una misma especie.
El hombre y otras especies
Diversidad cultural y diversidad biológica no son sólo fenómenos del mismo tipo. Están orgánicamente ligadas y percibimos cada día más que a escala humana, el problema de la diversidad cultural refleja un problema mucho más vasto y cuya solución es más urgente: el de las relaciones entre el hombre y las otras especies vivas, y que de nada serviría pretender resolverlo desde un solo ángulo si no se ataca también su influencia sobre el otro, con mayor razón que el respeto que deseamos obtener de cada hombre hacia las culturas diferentes de la suya es sólo un caso particular de respeto que él debería sentir por todas las formas de vida. Aislando al hombre del resto de la creación, definiendo demasiado estrechamente los límites que los separan, el humanismo occidental heredado de la Antigüedad y del Renacimiento permitió que fueran rechazadas, fuera de las fronteras arbitrariamente trazadas, fracciones cada vez más cercanas de una humanidad a la cual se podría negar la misma dignidad que a las demás, que se había olvidado que, si el hombre es respetable, lo es primero como ser vivo que como señor y dueño de la creación, primer reconocimiento que lo llevara a demostrar el respeto a todos los seres vivos. Estas verdades son evidentes para los pueblos que estudian los etnólogos. Hay que felicitarse entonces de que los organismos internacionales, y en primer lugar la unesco, presten atención a sus intereses vitales y a su pensamiento filosófico.
Por sabias costumbres que erraríamos en calificar de supersticiones, estos pueblos limitan el consumo humano de otras especies vivas e imponen el respeto moral asociado a reglas que aseguran su conservación. Estas son las lecciones que los etnólogos aprendieron cerca de ellos, deseando que cuando la unesco ayude estos pueblos a integrarse al concierto de las naciones, les asista también en su voluntad de conservar estos principios intactos y motive a otros para inspirarse en ellos.
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