El Caribe colombiano es Barranquilla, Cartagena, Santa Marta, Valledupar, entre otras regiones de esa gran nación. Esta crónica de un escritor barranquillero nos sumerge en la gracia, la empatía y la gozadera, en el reírnos de nosotros mismos cuando las situaciones apremian y hasta cuando los virus amenazan, nos encierran y colocan mascarillas. El mar Caribe que baña gran parte de la puerta de oro de Colombia, el espacio geográfico de esos curramberos gozones, donde se encuentra la salvación del cuerpo y también del alma, es una parte del Caribe que abrazamos todos por estas Antillas, mayores y menores, y por donde siempre se cuela un café inflamado de fortaleza, un carnaval liberador y una cumbiambera de fuego. El Caribe colombiano es de un rostro similar y distinto, a la vez, del Caribe insular.
Si en diciembre de 2019 alguien me hubiera mostrado a través de un portal o algo por el estilo cómo se vería el mundo al cabo de unos meses, me habría asustado mucho: las calles desiertas, los comercios cerrados y la poca gente en las calles cubierta con tapabocas. Cualquiera habría dicho que una guerra biológica se había desatado, que había llegado el fin del mundo, hasta aquí llegamos.
Pero me estoy adelantando. En aquel momento vivíamos en la época prepandémica. Éramos felices e irresponsables, y no lo sabíamos. Sufríamos una gripa cada seis meses, a veces dos en medio año; era el precio que debíamos pagar por darnos las manos, besarnos las mejillas y revolcarnos en el mismo carnaval.
Tengo un cuadro en mi estudio que muestra a varias parejas de cumbiamberos danzando y cantando a cuatro vientos en plena Batalla de Flores, unos enfrente de otros, con los mentones levantados como para apuntar mejor las goticas de saliva. Luego, en la pandemia, hablábamos casi sin mirarnos, con el mentón en el pecho como quien lame solo sus heridas. Los tapabocas parecían bozales para perros rabiosos: en eso nos convertimos durante ese tiempo aciago, en amenazas ambulantes. De hecho, uno de esos días estaba en una tienda y me sentía seguro mientras no había otro cliente en el establecimiento. De pronto me encontré con uno en el pasillo y nos miramos con recelo. Me sentía en una película del Oeste. Las mascarillas reforzaban nuestra apariencia de forajidos. Volví a casa derrotado.
Esa aprensión, esa distancia social, en una ciudad como Barranquilla en pleno Caribe colombiano era traumática, despectiva, antinatural. Me viene a la mente una frase que escuchaba mucho en España: «La confianza da asco». En el Caribe siempre ha pasado lo contrario. La distancia es lo que nos repulsa. Al igual que los aguacates, nos conservamos juntos y, mejor, revueltos; separados nos pudrimos fácilmente. Crecemos tratando como familiares a todo el mundo; nos llamamos primo, hermano, compadre, y no es extraño que en verdad seamos familiares en algún grado de consanguineidad. Tenemos la facilidad de romper el hielo desde el primer saludo y la tendencia a tomar las cosas con calma y no muy en serio.
García Márquez decía en una entrevista que en Barranquilla «va el presidente y lo atienden el primer día pero al tercero ya ni le fían» y Antonio Benítez Rojo en La isla que se repite sostiene que en el Caribe nunca ocurriría el Apocalipsis, «por la sencilla razón de que el Caribe no es un mundo apocalíptico». Si en el mercado de Barranquilla o en el Paseo Bolívar llegara a aparecer alguna vez el arcángel Gabriel para anunciar el Fin del Mundo, muy seguramente alguien le quitaría la trompeta para tocar el merengue de moda.
Pero no es que nunca vaya a suceder el Apocalipsis en el Caribe (en Cien años de soledad, nuestra biblia caribeña, está muy bien narrado); no es que seamos inmunes a las tragedias o a las desgracias. No, lo que pasa es que, como dice el argentino César Aira, que en el fondo es caribeño, el Fin del Mundo ocurre a diario, «nos acompaña todos los días, está sucediendo imperceptiblemente en cada pequeño hecho que pasa, en el azar de los hechos y los pensamientos». La muerte no nos asusta, o quizá sí, pero no salimos corriendo. O si corremos, no tardamos en reírnos de nosotros mismos.
Una tarde, al comienzo de la cuarentena, estaba haciendo cola en la puerta de una farmacia con la intención de pedir unos medicamentos para mi esposa. Había mucha gente en la fila con mascarillas empapadas en sudor y la paranoia de estar cerca de algún contagiado, cuando pasó el típico abuelo caribeño con guayabera, pantalón de lino y zapatos de cuero sin medias. Hablaba por celular sin mascarilla con ese galillo de flauta de millo y la desenvoltura de guacamayo gozón que tienen todos nuestros abuelos, y justo cuando pasaba por la aglomeración, subió la voz y dijo: «Imagínate, no me querían soltar en el aeropuerto, después de 15 horas de viaje desde Milán». Era la época en que Italia parecía el epicentro del virus. La gente se apartó como si estuviera pasando el diablo en persona, dos hombres se arrojaron al sardinel como si fuera una trinchera, pero enseguida comprendieron que era una broma y la carcajada fue general. Solo faltó que nos abrazáramos.
Cuando murió mi madre, que ha sido para mí lo más cercano al fin del mundo, Barranquilla me hizo sentir menos huérfano. Es la ciudad ideal para quien lo ha perdido todo, para quien ha sufrido su propio apocalipsis (¿qué apocalipsis no es personal y qué muerte no es individual?). En Barranquilla te quedan al menos los robles amarillos, el vendedor de frutas, el portero del edificio, la vecina chismosa. En cualquier esquina se siente uno en la casa de la abuela, rodeado de tías y primos. Es también una ciudad que le ha permitido a mucha gente volver a empezar. Desde el desplazado de los Santanderes, hasta el judío que llegó huyendo de la guerra o el árabe que lo hizo de la pobreza. Pero aquí no solo encontraron la salvación de la carne, sino también del alma.
«¿Qué es una sociedad que no tiene otro valor que la supervivencia? », reflexiona el filósofo italiano Giorgio Agamben a propósito de la pandemia. El barranquillero, y el caribeño en general, lo entiende como una exclamación, como un golpe de gaita en mitad de la noche y se identifica con ella. En Barranquilla se vive no solo para sobrevivir sino también para el gozo. El carnaval es precisamente un homenaje a esa consigna, y más específicamente su danza principal, con el Garabato desafiando y derrotando a la muerte a punta de baile.
Recuerdo una noche en que cumplía 90 años la abuela de un amigo. No dejó de bailar toda la noche. Le daban aguardiente, se llevaba el buche a la boca, se enjuagaba la garganta y lo botaba después sin tragárselo. «El médico me prohibió beber, pero no saborearlo», nos explicaba con gravedad provocando la risa de todos. A medianoche llegó un anciano con sombrero de paja, guayabera y sandalias trespuntás. Era su hermano menor y venía de su pueblo natal. La abuela de mi amigo lo llevó a una habitación y cerró la puerta. Mi amigo bajó el sonido de los parlantes, porque sospechó que eran malas noticias. Al cabo de unos minutos, la abuela salió del cuarto, despachó al hermano como si fuera un vendedor ambulante o un testigo de Jehová, y exclamó: «Ajá, ¿y quién se murió aquí? ¡Que siga la fiesta, no joda!», y agarró al primero que encontró para seguir bailando. Al día siguiente nos enteramos de la noticia que le había traído el hermano: había muerto el hermano mayor, pero ella no había querido dañar la fiesta. «¿Para qué? ―dijo frunciendo las cejas―. ¡Si el que se murió fue él, no yo!».
Y no es que no seamos solidarios y no es que no tengamos empatía, al contrario: hacemos lo que harían los muertos en nuestra misma situación si los vivos fueran ellos. Ver las cosas al revés tiene su gracia. Con la pandemia se redujo un 35 por ciento la emisión de gases de efecto invernadero y, por lo tanto, se retrasó un poco el otro apocalipsis que se viene anunciando desde hace más tiempo. Un microorganismo logró lo que no han hecho todas las potencias del mundo: frenar un poco el calentamiento global y la catástrofe correspondiente. El planeta podía respirar un poco mejor y nosotros nos habríamos sentido aliviados, de no ser porque otra bestia apocalíptica nos respiraba en la oreja, con muchas cabezas y coronas tal como la describe la Biblia. Mi mamá hubiese exclamado: No te afanes, al fin y al cabo si no es una vaina es otra. Cuando yo le recomendaba que tomara menos café, ingiriera menos azúcar y comiera menos grasa, ella arrugaba la cara y me soltaba impertérrita: «De alguna cosa se tiene que morir uno, ¿no?».
En un artículo, la escritora india Arundhati Roy comparaba la pandemia con un portal, una puerta entre un mundo y el siguiente, y no en el sentido de que muchos contagiados la atravesaron directo a la muerte, sino porque para ella, históricamente, las pandemias han llevado a los seres humanos a pasar la página y alejarse de un mundo caduco, insostenible, hacia uno necesariamente nuevo: «Podemos optar por cruzarlo arrastrando tras nosotros las carcasas de nuestro prejuicio y odio, nuestra avaricia, nuestros bancos de datos e ideas muertas, nuestros ríos muertos y cielos llenos de humo. O podemos atravesarlo caminando ligeros, con escaso equipaje, listos para imaginar otro mundo. Y listos para luchar por él».
De alguna forma es lo que hace el barranquillero cada año con el carnaval: se libera de cargas innecesarias (las cumbiamberas llevan apenas el fuego de la vela y las ingrávidas polleras) e instaura un portal, un boquete en la realidad; le inserta bisagras a la inercia, agrieta y sabotea sus estructuras encallecidas, les da plasticidad y soluciones de continuidad. A eso se refieren los barranquilleros cuando hablan de romper las caderas y por eso la Marimonda es capaz de articular su cuerpo en más huesos de los que tiene. Solo así pueden encontrar nuevos movimientos y caminos, nuevos ritmos y horizontes. «El tiempo es creación o es nada en absoluto», decía con alma caribeña el científico ruso Ilya Prigogine; por algo el cubano Antonio Benítez Rojo se inspira en él para describir el Caribe en La isla que se repite. El tiempo es reinvención o apenas pura repetición que se contagia a sí misma, como el virus.
No hay que ser experto en etimología para darse cuenta de lo que pandemia significa: el demonio se ha instalado en todas partes. Pero el carnaval no lo excluye de la fiesta, lo invita a bailar, le restriega maicena en el rostro, le agarra las nalgas. Y lo mismo hace con la Muerte: le pierde el respeto, lo desafía bailando y lo levanta a garabato limpio, pero ya derrotada la invita a beber aguardiente hasta que amanezca o hasta que el cuerpo aguante.