Conocí a Darío Jaramillo Agudelo hace unos años gracias a una traducción que hice de un poema de Philip Larkin. Me había enviado un correo electrónico preguntando si podía citar la traducción en un ensayo que estaba escribiendo. De inmediato le respondí emocionado y poniendo a disposición ese poema y todos los que deseara. Se daba el caso de que conocía su poesía y hasta había leído su novela Memorias de un hombre feliz. Dicho correo fue el primero de muchos y el inicio de una amistad que ha crecido con los años.
Si digo que Darío Jaramillo Agudelo es uno de los grandes poetas vivos, se puede pensar que lo hago por nuestra amistad o para congraciarme con él, pero no soy el único que lo dice. Lo mismo ha sido planteado por Sergio Pitol, por José Emilio Pacheco y por una serie de escritores y sobre todo de lectores a los que ha conquistado con su narrativa y su poesía. Ilustro lo anterior con un ejemplo. Conozco un poeta que daba talleres de poesía en un resguardo indígena colombiano y que en una sección mostró los poemas de Darío Jaramillo Agudelo. Fue tanta la impresión que dejaron, que los hombres se la pasaban susurrándole al oído a las mujeres que les pasaban por el lado «yo huelo a ti», que es uno de los famosos versos del volumen Poemas de amor. Nacido en Santa Rosa de Osos en 1947, ha publicado siete poemarios, seis novelas, un texto autobiográfico, un libro ensayístico sobre la poesía en el bolero latinoamericano, un libro para niños y dos libros de géneros inclasificables. Si partimos de la metáfora aquella que plantea que cada libro es una casa, en el caso del poeta colombiano se podría decir que ha levantado todo un residencial.
A pesar de la diversidad de géneros, podríamos decir, continuando con la metáfora urbanista, que dentro de las tuberías que conectan cada uno de sus libros se filtra la poesía. Sus novelas reflexionan sobre el oficio de escribir versos y algunos de sus personajes son poetas, entre los que cabe mencionar a Sebastián Uribe Riley, que en La voz interior se inventa varios heterónimos a la manera de Pessoa, y a Luis Jaramillo, que en Cartas cruzadas abandona la literatura por el narcotráfico. La poesía también se encuentra en sus reseñas, en sus prólogos y en sus ensayos. Estoy consciente de que todo esto puede llevar a dos equivocaciones. Primero, a pensar que Darío habla exclusivamente de poesía cuando la realidad es que puede hablar de todos los temas habidos y por haber. Segundo, a creer que Darío es solemne y megalómano, lo que supondría un error catastrófico, ya que el poeta colombiano es una de las personas más divertidas y humildes que he conocido.
La siguiente entrevista usa la poesía como pretexto para un acercamiento a la vida y obra de Darío Jaramillo Agudelo. Fue realizada en el apartamento del autor en Bogotá, frente a un ventanal que da a los cerros, al Parque Nacional y a varios edificios de ladrillo rojo. Mientras conversábamos, de vez en cuando yo miraba hacia afuera, donde anochecía. De pronto presencié un rayo de luz que daba a las fachadas de los edificios y que poco a poco se iba extinguiendo. Imaginé que se había desprendido del crepúsculo y estaba extraviado en esa zona de la ciudad. Y entonces pensé en que la presencia de Darío Jaramillo Agudelo y de otros poetas que adoro es igual a la de ese rayo de luz y que consiste en iluminar por unos segundos nuestras noches, sabiendo que al final la oscuridad los borrará.
Te has referido en varias ocasiones a tu condición de hijo único. Incluso has escrito varios poemas donde hablas de una serie de hermanos imaginarios. A mí me parece que muchos de esos hermanos imaginarios han crecido y se han convertido en tus personajes. ¿Hasta qué punto crees que ser hijo único te marcó como escritor?
No tener hermanos significa no tener a nadie más que a uno mismo, ajeno al mundo de los adultos. Ese universo, infantil primero, adolescente después, tiene un territorio dentro de la casa cuyo único habitante eres tú. Los parientes, los amigos, los vecinos de la misma edad, están también fuera de ese ámbito que solo uno ocupa. Los juguetes tienen sus momentos; en la casa llegó muy tarde la televisión –siempre estuve excluido de las conversaciones sobre televisión que ocurrían en el colegio–, pero había libros. Y también había silencio, pues el único habitante que podría producir ruidos era yo, un tipo más bien silencioso. Los libros fueron determinantes: durante mucho tiempo pensé que los individuos que los habían escrito eran seres superiores, poseedores de un conocimiento iniciático; después, ya adolescente, comencé a escribir versos. Hubo, pues, un conjunto de circunstancias propiciatorias (los libros cerca, la falta de compañía, el silencio) para que me atreviera a escribir –las tareas del colegio eran otra cosa, otra cosa que también les da nombre, eran «deberes»–. A lo mejor, con hermanos no habrían ocurrido esos silencios, esas ausencias, no me habría acompañado con la lectura y, por lo tanto, no hubiera «cometido» versos. A lo mejor.
En Historia de una pasión cuentas que empezaste a interesarte por la poesía al darte cuenta de que no serías puntero derecho titular del Deportivo Independiente Medellín.
Si estuviera en mis manos o, mejor, en mis pies, hoy sería exfutbolista. Pero mi habilidad y mi resistencia, en suma, mi talento para la redonda, eran limitados. Alcanzaba para el equipo de la clase. Cuando tenía trece, catorce y más años, iba al estadio a ver al Poderoso. Siempre lo he seguido con devoción religiosa. Creo que mi adicción al dim me ha ayudado mucho. Como durante muchos años, cuarenta y dos, el dim no pudo ser campeón, ser del Poderoso ha sido motivo para que mis amigos se burlen de mí. (Cuando me amputaron la pierna, un amigo me dijo: «Cómo será de malo el Medellín, que hasta los hinchas son mochos». Estas críticas me han ayudado, digo, porque sirven para ocultar mis defectos distrayendo a mis denigrantes con las burlas que me hacen por esta grave equivocación deportiva. Por otro lado, tomando las cosas con humor utilitario, mi fanatismo por el rojo me ha servido para entender los mecanismos internos del siempre peligroso fanatismo; el fanático es un cándido peligroso capaz de deformar la realidad para satisfacer su dogma. Si no, díganme por qué demonios el dim no es campeón mundial de clubes. Con razón el mundo va tan mal.
Uno de los consejos más valiosos para un escritor joven te lo dio tu padre: «En Colombia, el que escribe para comer ni come ni escribe». Mientras en Tratado de retórica le dedicas un poema que supongo es una respuesta a esa frase, en Historia de una pasión relatas que fue tu padre quien te legó la pasión por la poesía. ¿Puedes hablar de cómo influyó tu padre en tu formación como escritor? El que escribe para comer ni come ni escribe: a la vuelta de los años he venido a saber que la frase era de Quevedo. No me extraña. Alfonso Jaramillo era un buen lector de clásicos. Pero no me mencionó a Quevedo sino cuando me leía, para mi deleite, lo de «érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa». Me leía historias y versos y me anunciaba que cuando pudiera leer por mí mismo tendría esas y muchas otras cosas maravillosas para leer.
Encontrar maneras de ganarme la vida lejos de la literatura me ayudó mucho a interiorizar la idea de que soy un escritor amateur y, por lo tanto, un eterno aprendiz. También me ayudó a no hacer compromisos profesionales como escritor, sino a llevar ese oficio como una pasión, como el producto derivado de una necesidad, la necesidad de escribir.
En los sesenta te acusaron de nadaísta. ¿Qué te parecen los nadaístas? 1963, 64, 65. Yo compraba libros en la librería Aguirre y allí iban los nadaístas de Medellín, principalmente Gonzalo Arango y Eduardo Escobar. La imagen pública del nadaísmo era la de unos irreverentes. Personalmente eran unos tímidos encantadores e inofensivos. Pero tenían, incluso, la aureola de haber pisado la cárcel y haber sido excomulgados. Estos inris no eran ninguna carta de recomendación para un alumno de un colegio de jesuitas. Algún estudiante me acusó de esas malas compañías y esto llevó a una reunión de mis padres con el padre rector del colegio, preocupadísimos con que me contaminara de nadaísmo. No ocurrió. Ahora, cincuenta años después, lo que más le agradezco al nadaísmo es la poesía de Jaime Jaramillo Escobar, X-504 fue su seudónimo nadaísta. Yo creo que Jaime, que no es pariente mío, es uno de los grandes poetas colombianos. Y un libro suyo de aquella época, Los poemas de la ofensa, uno de los culpables de que yo descubriera que necesitaba escribir poesía. Tu primer libro de poesía, Historias, se lo comió un perro. Fue en 1974. Con Juan Gustavo Cobo inventamos un sello editorial –La Soga al Cuello– para autoeditarnos. Un día lo invité a almorzar en el Hotel Continental. Me interrumpo para recordar la sopa de pescado de ese desaparecido lugar. Sigo: al terminar me dijo algo así como que él pagaba el almuerzo porque yo tenía que pagar en la imprenta ABC la edición de Historias que él les había llevado para saltarse mis dudas de si editar ese libro o no. Mientras se hacía el libro me invitaron al International Writing Program, en la Universidad de Iowa, que en esa época duraba un año. De modo que, en pocas semanas, tenía que salirme del trabajo, hacer un libro, entregar mi casa, en fin, arreglar el viaje para Iowa City. El libro salió, repartí algunos y dejé los ejemplares que me quedaban en la casa de una amiga mía, Sonia Jaramillo, donde había cuatro niñas menores de diez años y un traviesísimo cachorro de cocker spaniel. Me fui a Iowa. Sonia me acompañó a instalarme y al volver me escribió o me dijo por teléfono –no sé, no lo recuerdo bien– que el bendito animal había aprendido a mascar, con y sin colmillos, ejercitándose en los libros que estaban apilados en algún lugar accesible para él. La mayor parte quedaron inservibles.
En gran parte de Hispanoamérica se te conoce por tu poesía amorosa. Son pocos los poetas que logran salir airosos al escribir sobre el amor. ¿Te resultó arduo dar con el tono de esos poemas? Mientras estuve enamorado escribí un montón de versos. Un montón es un montononón. Mucha emoción pero nada más. Cuando uno está enamorado está enfermo, enfermo de amor. Entre los efectos de esta patología están: se anula la percepción, desaparece la poca o mucha objetividad, vemos el mundo a través del ser amado y retrocedemos a un estado preverbal en el que las palabras se reemplazan por caricias y ronroneos. A la vez nada de eso importa, ni siquiera se admite, todo porque –digan lo que digan– estamos en el cielo. Vivimos un encantamiento, una ataraxia, un embeleso, que paralizarían el intento de tomar la distancia necesaria para montar el trabajo de taller del poema, la carpintería que una visión poética requiere para volverse poema.
Fue después de desenamorarme cuando retomé esos apuntes y los pasé por la retorta y los tubos de ensayo y escribí los poemas. En ese momento ya tenía clara mi búsqueda. Sabía que –después de Garcilaso, de Lope, de Quevedo, de Bécquer, de Neruda, de Salinas, de etcétera– era un atrevimiento intentar escribir poemas de amor. Al parecer todas las imágenes estaban establecidas, todas las metáforas dichas. Mi intento, entonces, fue buscar la sencillez absoluta, el lenguaje más directo posible, el tono deliberadamente susurrante, conversacional, íntimo, hacer poemas con cosas que podrían ser dichas, no declamadas. Una retórica antirretórica. Fue muy difícil. Y también demasiado ambicioso porque lo que sonaba como muy elaborado en la poesía amorosa que se ha escrito, en el momento de su composición –pienso en Garcilaso, pienso en Bécquer– se escribió buscando también ese mismo tono que yo traté de reinventar.
Una pregunta impertinente, ¿Poemas de amor surge directamente de una relación que tuviste o es un recuento de varias experiencias? Hay una principal, pero con el tiempo se acumularon más amores. Siguiendo con la lectura del amor como enfermedad, de lo que acabo de decir se sigue que, al contrario de las enfermedades que dan una sola vez y luego uno queda inmunizado, el amor corre el peligro de repetir. En Historia de una pasión relatas el atentado donde perdiste el pie derecho. Has escrito poemas donde refieres esa ausencia y es la pérdida de ese pie la que activa la trama de la novela El juego del alfiler. ¿Podrías relatar un poco cómo fue? Último domingo de enero de 1989. Fui a un almuerzo en la casa campestre de Fernando Martínez Sanabria. Fernando es, era, uno de los más notables arquitectos colombianos del siglo xx, pero, aunque enseñaba arquitectura en la Universidad Nacional, no creía que esa fuera su profesión. Fernando era lector, oidor de música y criador de caballos de carreras. Allá en Las Mercedes, en Sopó, a 30 o 40 kilómetros de Bogotá, fue ese almuerzo. Estaban unos músicos franceses, había amigos colombianos.
Como a las seis de la tarde todos nos embarcamos en una camioneta de Fernando, yo de copiloto, para regresar a Bogotá. Hora pico. Al llegar a la portada del criadero era necesario abrir una gran puerta metálica. Fernando me entregó un llavero para que abriera el candado. Fui. Cuando puse la llave sobre la cerradura, una carga de pólvora y metralla estalló debajo de mi pie derecho. Mientras sonaba el estallido, volé a diez metros y quedé en el piso, muy consciente. Fernando quedó inmóvil en su posición de chofer. Los demás, también, inmóviles, desconcertados o, mejor, aterrados. Le pedí a Juan Camilo Sierra, que vino a ver qué me había pasado, que buscara la llave para abrir el candado y salir para alguna clínica bogotana. Al fin la encontró. Hasta aquí no habían pasado dos minutos después del estallido.
Tomamos la autopista de regreso. Estaba muy congestionada y yo perdía sangre pero me daba cuenta de todo. Metí la mano en un bolsillo y tenía allá un casete con las polonesas de Chopin. Pedí que lo pusieran. Cuarenta minutos, una hora después, no preciso cuánto, llegamos a la clínica Santa Fe. Cuando supe que me recibían con el carnet del banco donde trabajaba, me desmayé. Desperté cuatro días después en una unidad de cuidados intensivos. Un mes después me cortaron lo que quedaba del pie. Entré seis veces a cirugía. Salí de la clínica después de catorce semanas. Al principio pensaban que me moriría pero salí dejando solo un pie en la tumba. Lo que se supo después era que se trataba de un atentado contra Fernando, que siempre abría la portada de su finca, solo que esta vez fui yo quien abrió el candado que activaba la bomba.
Al poco tiempo de tu accidente te premiaron por ser el autor del poema de amor más trascendental que se ha escrito en Colombia. Cuentas que subiste al escenario disfrazado de pirata y que desde ese momento comprendiste que odias ser el foco de atención. ¿Cómo ves todo eso hoy? ¿Cómo lidias con tu fama de escritor?
Fue en mayo del 89. Acababa de salir de la clínica. Fui a Medellín a ver a mis padres. Era mi primer viaje como «monópodo». Por esos días había un evento en el centro de convenciones de Medellín organizado por la Casa Silva, donde se daría a conocer el resultado de un concurso por votación pública sobre el mejor verso de amor de la poesía colombiana. Los organizadores me insistían y me insistían que fuera, a pesar de que iba con muletas, todavía sin prótesis. Yo no me explicaba tanta insistencia pero acabé yendo. Allá, delante de diez mil personas, me enteré de la razón. Había ganado con veinte mil votos. De segundo quedó un poema de José Asunción Silva, de lo que se concluye que la democracia no es un método adecuado para escoger versos.
El reconocimiento de un individuo como poeta es muy opaco. La gente conoce los versos, bueno, cierta gente, en todo caso una minoría, pero uno puede ir tranquilamente de incógnito por la calle y no ocurre con demasiada frecuencia que alguien desconocido se te acerque. No es la fama del actor de televisión o del rockero, o del cantante. Además, uno se va armando de recursos. Los míos son desviar la atención, poner el reflector sobre otro, salirme del haz de luz, aparecer en público lo mínimo necesario para que no me den por muerto. Estoy convencido de que soy un aprendiz de poeta, que persigo palabras, climas, ritmos que vayan mucho más allá del significado. Sé que tiene que salir obligatoriamente en la foto: Parra, Villaurrutia, Montejo, Cadenas, Borges, Watanabe, Eliseo Diego, Lihn, Aurelio Arturo, Jaime Jaramillo Escobar, José Emilio Pacheco, Blanca Varela, etcétera. La lista está incompleta, la mía, porque cada uno tiene su propia lista del parnaso hispanoamericano…
¿Te aburre mirar atrás y ver tu obra como conjunto? Sí.
Uno de los aspectos más interesantes de tu poética es que no solo escribes poesía sino que también los personajes de tus libros escriben poemas. Sin embargo, esos poemas no son directamente tuyos, es decir, se relacionan más bien con el accionar de estos personajes y sus experiencias en las novelas. Cuando publicas la recopilación Libros de poemas, incluyes los «Poemas de Esteban», escritos por el protagonista de Cartas cruzadas, Juan Esteban, y una nota donde explicas que esos poemas no te pertenecen y que tan solo los transcribiste. Lo mismo ocurre en el caso de La voz interior, donde no solo hay poemas sino varios poemarios y libros de otros géneros. ¿Puedes referirte un poco a esto? ¿No te pertenecen, como por ejemplo no le pertenecen a Lope de Vega los diálogos poéticos de sus personajes? ¿O no te pertenecen a la manera de los heterónimos de Pessoa?
Yo soy Madame Bovary y, por lo tanto, me pertenecen. Lo que pasa es que soy muchos, algunos con nombre, como Darío, como los poetas inventados por Sebastián Uribe, como el mismo Sebastián. Cada uno con su vida, con sus valores, con su propia forma de moverse (es decir, con sus propios ritmos mentales y físicos). Todos convivimos en este pellejo, pero es muy posible que algunos ni se conozcan entre sí. Hasta aquí la Babel de identidades tal y como la vivo dentro del pellejo, porque hacia afuera… Hacia afuera tampoco es unívoca la relación entre mi cuerpo y su nombre. Si vas al directorio telefónico de Medellín, allí figuran como 20 daríos jaramillos. Y hay más. Cuando empecé a dirigir el Boletín cultural y bibliográfico del Banco de la República se publicaban reseñas de Edgar O’Hara, el poeta peruano a quien pocos conocían.
Se extendió el embuste de que O’Hara era un seudónimo mío. Un viaje a Colombia del mismísimo Edgar contribuyó a desmentir el chisme. Veinte años después, Pre-Textos, que edita mis libros, publicó una novela de un joven escritor colombiano, Pedro Juan Valencia. Por lo que sé, Valencia no puede aparecer en público porque, como muchos colombianos víctimas de las varias guerras simultáneas que vivimos, es un perseguido que anda exiliado –y escondido– no sé dónde. Como no ha aparecido nunca, adivina qué: pues circula el rumor de que yo soy Pedro Juan Valencia.
Además de que se ha dicho que soy otros, para colmo existe una evidencia de que yo no soy Darío Jaramillo Agudelo: hay una página de Facebook atendida por un Darío Jaramillo Agudelo que además –según la foto– es idéntico a mí. Y resulta que yo –el más posible Darío Jaramillo Agudelo que conozco– nunca he abierto una cuenta en Facebook. De modo que, en el caso de que yo sea el único Darío Jaramillo Agudelo a quien le han tomado una foto donde salgo idéntico a mí, el que usa mi nombre y mi foto en Facebook es un impostor. (Si no lo es, con seguridad yo sí soy Pedro Juan Valencia o Edgar O’Hara o todos los anteriores).
Tomando eso en cuenta, ¿es posible decir que tu poesía es autobiográfica? Hay un personaje de La voz interior que escribe un libro de poemas sobre la adicción a las drogas y sobre un tratamiento para esas adicciones en una clínica. Darío Jaramillo Agudelo no ha tenido esa experiencia, se trata de la autobiografía de ese individuo que inventé o que me pertenece. Lo que quiero decir es que, aun tratando en algunos poemas experiencias no vividas por mí, mis poemas –de un modo o de otro– sí son autobiográficos.
Leyendo tus poemas y también tus novelas, siento que se han construido a partir de estructuras que recuerdan los movimientos de las sinfonías. Incluso tienes un libro titulado Cuadernos de música. ¿Qué papel juega la música en tu poesía?
La mayor parte del tiempo la paso en silencio. Si pongo música, la música me absorbe y lo único que puedo hacer es oírla. No soporto la música ambiental que Satie bautizó tan acertadamente como «música de amueblamiento». Sí puedo quedarme dormido oyendo música: casi todas las noches lo hago. La música es mi líquido amniótico y nunca olvido que la primera manifestación de la poesía fue y es oral. La poesía es sonido y ese sonido tiene que tener música.
¿Qué piensas de la inspiración, de las musas, del aspecto sagrado de la escritura? ¿Crees que en esta época escribir es lo más cercano a una plegaria? Creo en la inspiración. Creo que la inspiración es necesaria para escribir poesía. Necesaria, pero no suficiente como para garantizar que baste la inspiración para que un poema sea bueno. No sé cómo invocar la inspiración. No sé definirla (¿es un estado, un proceso, un ser externo que podríamos llamar musa?). Lo que sí sé es que está ahí y a veces se apodera de uno, y uno ve y siente que el mundo es más que lo mensurable, más que lo visible. Puede ser una alucinación, puede ser una forma de locura, pero entonces bendita alucinación y bendita locura.
¿Cuánto te toma redactar un poema? ¿Revisas y editas mucho? Años. Creo que el intervalo entre escribir un poema y publicarlo nunca es menor de uno, de dos años. El poema aparece en cualquier momento, aun en el más inoportuno y el más inesperado. En ese momento es absolutamente necesario tener cerca el papel y el lápiz, pues si no, se pierde. De ese primer envión queda un borrador que no toco en meses. Al mucho tiempo lo suelo trascribir a un archivo doble, una libretas manuscritas por un lado, una carpeta de computador por el otro. Durante esas trascripciones lo corrijo, lo reescribo, le añado cosas y le quito mucho más que lo que añado. Los poemas entran entonces en catalepsia. Muchos, la mayoría, se quedan en ese estado. Otros se refunden con los próximos, forman conjuntos, se dejan corregir y ahí quedan. En muchas ocasiones, cada vez más, escribo poesía por rachas; de pronto una época, hasta uno o dos años, aparecen, por ejemplo, poemas sobre gatos y luego largos períodos en que la poesía se me oculta.
¿Quién es tu primer lector? ¿Escribes pensando en un lector? Solo pienso en los lectores cuando hago trabajos por encargo: una reseña, una conferencia. Entonces me preocupo por la utilidad de la reseña para quien la lea, por la claridad de la exposición para quien me escuche. Pero con la poesía no. Ni con la novela. Ahí voy a mi aire. Puede, incluso, que yo no entienda algún verso pero que perciba intuitivamente que debe quedar aunque no se entienda. Y atiendo a la intuición. Con la novela, me interesa contar historias. Tengo un amigo que cuando sea grande quiere ser andaluz. Por mi parte, cuando sea grande, quiero ser novelista del siglo diecinueve. Me seduce una historia bien contada. Y me parece más difícil escribir una historia bien contada que cualquier experimentación con el lenguaje, cualquier exhibicionismo del estilo del narrador, cualquier monólogo interior. Cuando doy por terminada una novela, se la entrego al director de mi editorial, Manuel Borrás. A veces consigo lectores según la novela; por ejemplo, necesitaba que un médico me dijera si el envenenamiento que ocurre en Memorias de un hombre feliz es correcto desde el punto de vista de la patología: entonces esa novela tuvo un primer lector, Alfredo de los Ríos, un amigo mío médico.
¿Crees, como Kafka, que la mejor manera de escribir es en una bóveda cerrada o puedes escribir en cualquier lugar? Como en casi todo, estoy de acuerdo con Kafka. Solo escribo en mi casa, en Bogotá. Cuando viajo no escribo. Me encierro en mi casa, en lo posible no contesto llamadas, no oigo música, me rodeo de silencio. Tengo mi propia bóveda. Allí tengo las libretas que uso y una caja con estilógrafos de pluma fuente. Ese es el territorio de mis novelas y de los ensayos que escribo y de la carpintería de mis versos.
Cuando reseñas poesía o presentas un libro, ¿qué elementos te gusta destacar?
Lo esencial es que el libro me guste. Muy joven, escribía yo en una revista para libreros y sentía que era mi deber decir la verdad de los libros que aparecían y desnudar falsos prestigios. Era Atila. Menos joven, cuando hacía una reseña semanal para la revista Cambio, ya no me sentía en el deber de señalar los falsos prestigios y de criticar el embrollamiento como sustituto de la profundidad, ni el engolamiento como reemplazo de la elegancia, ni la chabacanería disfrazada de humos. En Cambio me ocupaba de recetar libros y lo más difícil era encontrar semanalmente un libro que me gustara y que pudiera recomendar. En las reseñas me gusta contar quién es el autor y de qué trata el libro. También me gusta citar lo que me llama la atención.
Del ojo a la lengua surgió como un libro de colaboración. ¿Crees que este es un signo de los tiempos modernos o es algo que siempre ha ocurrido en el arte? Esto fue un juego. Roda, que era un excelente artista y un hombre muy culto, había ilustrado Poemas de amor y me reclamaba que por qué siempre los plásticos ilustraban los textos pero pocas veces los textos son ilustraciones de la obra de arte. Lo animé a que lo hiciéramos y unos meses después me mostró los diez grabados abstractos que él me pedía que le ilustrara. No me metí en los grabados. Me los entregó ya terminados. No hubo colaboración mía en su trabajo. Y tardé como un año haciendo seis versiones de cada grabado. Sí, seis series, seis lecturas distintas. Roda no se metió con mis textos. Tampoco hubo colaboración suya en mi trabajo. Al final los dos ganamos porque ni los textos son necesarios para quien mire los grabados, ni los grabados son necesarios para quien lea los poemas. Más concretamente, puedo decir que me sumergí en los grabados, los miré y los miré, literalmente vivía con ellos, de modo que el punto de partida de los textos es la serie de grabados, pero ambos universos, grabados y textos, son autónomos.
Estuviste en Santo Domingo hace unos años invitado para un festival de poesía, ¿cuál fue tu experiencia más memorable?
San Cristóbal. Primero, durante media hora, leímos tres invitados extranjeros ante un público compuesto por gente de todas las edades, donde los niños, especialmente las mujeres, estaban elegantísimos. Al terminar entendí porque venían con sus mejores vestidos, con sus peinados más hermosos: leyeron chicos y chicas de los talleres de poesía de la Fundación Literaria Aníbal Montaño, que dirige el poeta Jesús Cordero. Y ahí empezó la experiencia memorable: escuchar a aquellos niños jugando con las palabras como juegan los niños con las palabras, con espontaneidad, con gusto, con magia. Usando las palabras para decir sus amores con sencillez, sin ganas de ser Rimbaud o de ser literatos, solo con ganas de ser ellos mismos. Fue, tú lo has dicho, memorable.
Creo que ya eres bien mayor y puedes dar consejos ¿Qué consejo le darías a alguien que está empezando a escribir o a leer poesía?
Al que lee, que no pare de leer. Al que escribe, que no escriba si no tiene la absoluta necesidad de hacerlo.
2 comentarios
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