Guaracha, son, son montuno, rumba, guaguancó, guaracha soneada, guaracha hibridada, rumba columbia, yambú… La música cubana es receptáculo y vivencia plena de toda la música, no solo antillana sino de la también llamada música latina. Esa que, con otros ritmos, percusiones y polisemias, vuela alto desde hace décadas en las partituras que identifican la música nacional en nuestros pueblos. Con estilo académico, de musicóloga profesional, la autora hace un repaso a la historia de la música de su patria y concede a los lectores de Global la oportunidad de conocer nuevas aristas y viejas experiencias de las señas musicales de la identidad cubana, su procedencia, sus viajes por el mundo y su fortaleza, que permanece a pesar de los cambios de los tiempos y la transformación que experimenta hoy el pentagrama musical latinoamericano. Dos grandes textos en uno, para que no se destrabe lo guarachoso de esta historia y nos vayamos de rumba con el canto y con el tiempo, hasta el amanecer.
La guaracha se define como un género musical tanto vocal como de danza que se origina en forma de canciones compuestas por cuartetas diversas. Durante el siglo XIX, este estilo se asoció estrechamente con el teatro bufo, antes de trasladarse a los salones de baile. En 1882 se publicó el primer compendio que recopilaba más de noventa guarachas, algunas de las cuales fueron objeto de censura por parte de la prensa debido a la audacia de sus letras.
Se postula que la guaracha tiene sus raíces en las «jácaras», que eran interpretadas en las tonadillas y sainetes del teatro español que se disfrutaba en La Habana colonial. Este género emergió como un elemento musical significativo en los primeros años del siglo XIX, manifestándose como una canción popular que se integró al teatro cubano, donde alcanzó un notable desarrollo y consolidación. Además, sus letras, que reflejan situaciones de la vida cotidiana, especialmente en contextos urbanos, jugaron un papel crucial en la representación criolla de los personajes y las circunstancias escénicas, reforzando así el carácter nacional del teatro vernáculo. Al respecto, María Teresa Linares plantea: «Parece ser que la época de mayor auge de la guaracha es la que señala Rine Leal, a partir de los bufos, pasada la primera mitad del siglo XIX. El uso de la parodia de obras clásicas, el arraigo de los personajes y temas del teatro cubano, hizo que la guaracha tomara parte integral de las obras, y en ellas se reflejaran usos y costumbres de la vida cubana».
En el ámbito teatral, destacados compositores como Enrique Guerrero y José Manuel Lico Jiménez contribuyeron significativamente al repertorio de la guaracha, tanto a través de la creación de obras originales como mediante la realización de arreglos de composiciones de otros autores. Aunque el teatro desempeñó un papel fundamental en la gestación y consolidación de la guaracha como género musical, también propició su continuidad y su interrelación con otros géneros y estilos musicales. Esta interacción dio lugar a una fusión que, desde la perspectiva teórico musicológica, generó nuevos modelos o estereotipos musicales. Por esta razón, la guaracha se sitúa en un plano evolutivo distinto, conocido como guaracha-son, que refleja su desarrollo y transformación dentro del panorama musical cubano. «Al introducirse el son en La Habana, los septetos y conjuntos incrementaron sus repertorios incluyendo guarachas tradicionales con la adición de un montuno, a lo que llamaron guaracha-son, y de esta manera se fue transformando aquel ritmo muy segmentado, pero fundamentalmente cantable, en forma de son de tempo más acelerado» (Linares, 2006: 9).
Es esta interacción o hibridación entre la guaracha y el son la que quizás provocara que algunos especialistas la consideraran como una especie o variante sonera: «Provisionalmente incluimos la guaracha dentro de este complejo (complejo del son), debido al proceso de aproximación e interacciones que se producen entre esta y el son, en particular en el presente siglo (s. XX), notándose algunos elementos de semejanza estructural, comportamiento musical y contenido literario» (Eli-Gómez, 2003: 89). Aunque las propias autoras citadas más adelante reflejarán que la guaracha «[…] no puede negar su condición cantable y estudios más abarcadores podrían demostrar que se trata de una especie que refleja interacciones de elementos genéricos de los complejos […]» (se refieren al son y la canción).
En términos cronológicos, tanto el son, asociado al contexto rural, como la guaracha, de carácter urbano, emergen en sus primeras manifestaciones durante el siglo XIX y se desarrollan de manera paralela a lo largo de un período considerable.
Hacia finales del siglo XIX y principios del XX, los movimientos sociales, derivados de la estructura económica y la situación político social de la época, generaron un constante flujo migratorio en la isla. Este fenómeno facilitó la interacción entre ambos géneros, así como con otras formas musicales contemporáneas, propiciando una asimilación recíproca de elementos que enriquecieron y ampliaron los horizontes interpretativos de estas manifestaciones artísticas. En este sentido, se argumenta que la hibridación entre la guaracha y el son se traduce en la incorporación del montuno a la primera.
A primera vista, podría afirmarse que la guaracha surge como una canción popular de carácter teatral que, al interactuar con un género bailable, se transforma en una de sus variantes. No obstante, las fuentes consultadas sobre su coreografía, así como las entrevistas realizadas a especialistas en la materia, indican que esta interacción es más compleja y multifacética de lo que inicialmente podría parecer: «no posee figura coreográfica ni vestuario específico, se baila como son o como casino, pero más apurado. Cuando se baila guaracha se puede representar una historia igual o diferente a la que narra el texto o sencillamente el cuerpo de baile ejecuta el son o el casino a tiempo rápido».
No obstante, al examinar la contemporaneidad de la guaracha, se observa que su práctica de baile ha disminuido considerablemente y su desarrollo ha tomado tres caminos o vertientes distintas. Existen fuentes que consideran el género como perdido o poco arraigado en nuestra cultura actual, mientras que otras sostienen que no ha dejado huellas significativas. Se argumenta que la hibridación de la guaracha, que tuvo lugar en la década de 1920, condujo a su disolución en otros géneros o estilos de mayor permanencia en el ámbito musical, lo que ha llevado a calificarla como una especie genérica de escasa durabilidad.
Es importante señalar que, en el contexto de la música cubana, ha habido un debate prolongado en torno a los conceptos de género, especies y complejos genéricos. No es nuestra intención abordar la resolución de estas controversias, ni mucho menos entrar en contradicciones teóricas. Sin embargo, la solución a este tipo de paradojas y su explicación en el ámbito científico se vuelve más clara cuando se utiliza el análisis musical como herramienta para estudiar el objeto en cuestión. Así, el enfoque principal de esta discusión se centrará en la guaracha, explorando su esencia musical y lo que esta nos revela sobre su naturaleza y evolución.
La guaracha
Como hemos observado, la evolución de la guaracha abarca un amplio espectro en términos de entonación, temática, género y organología. Las diferencias sonoras entre las guarachas a lo largo del tiempo son marcadas, y a través de diversos análisis se ha intentado rastrear aquellos elementos que se mantienen de manera dinámica en su evolución. Estos elementos son fundamentales para acercarnos a la esencia de esta forma de comunicación tan cubana, que trasciende el mero fenómeno musical y se erige como una expresión cultural distintiva. Además, la guaracha ha influido en otros géneros y ha asimilado las fórmulas de las expresiones más auténticas, lo que ha llevado a su diversificación y a su riqueza, siendo fuente de inspiración para destacados trovadores, soneros, humoristas y otros creadores de manifestaciones artísticas diversas.
De acuerdo con la información recopilada, he identificado tres momentos históricos en el desarrollo de la guaracha. En primer lugar, encontramos una etapa inicial que se relaciona con las obras documentadas por Argeliers León y María Teresa Linares en diversas publicaciones, que datan del siglo XIX y las primeras décadas del XX. Esta etapa está estrechamente vinculada al teatro vernáculo, donde el halo entonativo, las formas de interpretación y el acompañamiento pianístico recrean el ambiente urbano y sonoro de la cancionística de la época. Este aspecto es fácilmente reconocible tanto en las audiciones como en las partituras analizadas.
En segundo lugar, se define una etapa marcada por la interacción con el son, en la que emergen ejemplos emblemáticos del género, como los trabajos de Antonio Fernández (Ñico Saquito) y Faustino Oramas, el Guayabero, entre otros. En esta fase, los textos adquieren un carácter más rural, y la guaracha presenta nuevas características en su estructura y contenido. Además, se establece como un género en el que los propios intérpretes son también sus autores, lo que añade una dimensión personal y auténtica a su desarrollo.
Con el surgimiento del movimiento trovadoresco en las décadas de 1960 y 1970, conocido como Nueva Trova, y la revitalización del teatro vernáculo a través del Teatro Musical de La Habana, la guaracha entra en una nueva fase de su evolución. En este tercer momento, se manifiesta una pluralidad estética notable donde la interacción con géneros foráneos se vuelve evidente. Esta fusión enriquece el género, permitiendo que se incorporen diversas influencias y estilos.
Durante esta etapa, destacan las contribuciones de artistas como Pedro Luis Ferrer, David Álvarez y José Ordaz, quienes aportan nuevas perspectivas y sonoridades a la guaracha. Su trabajo no solo refleja la esencia de la tradición, sino que también la reinterpreta y la adapta a los contextos contemporáneos, creando un diálogo entre lo clásico y lo moderno. Esta evolución demuestra la capacidad de la guaracha para adaptarse y reinventarse, manteniendo su relevancia en el panorama musical cubano.
En esta segunda etapa de la guaracha, se establecen modelos que convergen en diferentes momentos, tales como la guaracha tipo canción, la guaracha soneada y la guaracha hibridada con otros géneros musicales como el mambo, la rumba de salón y el chachachá, todas ellas fusionadas con el son. Estas variaciones dan lugar a lo que se conoce como «tandas de guaracheros», donde se exploran diferentes estilos y ritmos.
Un aspecto que ha permanecido prácticamente inalterado a lo largo del tiempo es el plano temático. Desde sus inicios, la guaracha ha recreado temas de carácter popular, reflejando costumbres y personajes de la sociedad cubana a lo largo de su historia. En su primera etapa, se centró en figuras como las mulatas vehementes y el negro bravucón o desempleado, así como en comidas criollas y situaciones cotidianas que abordaban asuntos políticos y de relevancia pública, así como catástrofes naturales o sociales. Todo esto, por supuesto, se matizaba con el característico sentido del «choteo» y el «relajo» criollos, que aportaban un toque de humor y crítica social a las letras. «Esta capacidad de la guaracha para reflejar la realidad cubana, con su mezcla de seriedad y desenfado, es parte de su esencia y atractivo perdurable. […] centrado en mulatas de fuego y azúcar, desafiantes negros, dichosos guajiros, chinos de Cantón, rumbas del manglar, ñáñigos en su fambá, frutas y comidas criollas, vividores y beatas, ninfas trigueñas y niñas encantadoras, todo visto y comentado con excelente humor, picardía y sabrosura» (Leal, La selva oscura, p. 20).
¿Y qué entendemos por «choteo»? Más allá del significado etimológico de la palabra, esta ha adquirido connotaciones muy propias del pueblo cubano. El choteo es un modo de ridiculizar aquello cuya apariencia está por encima de su contenido real. La burla del choteo implica un peculiar respeto por la virtud, porque su misión es poner aún más de relieve la diferencia entre el fondo y la forma, resaltar la insuficiencia de lo que se viste con lo que no le corresponde. Con este sentido y la gracia y picardías propias del cubano, muchas de las frases populares que se transmitieron por tradición oral hasta perder su significado o adquirir otros hoy día no hubieran sido conocidas sin la presencia de aquellas crónicas del acontecer social cubano que constituyeron las guarachas.
Un ejemplo recurrente es la satirización de la muerte como hecho natural de la vida, y que en el caso particular cubano desata situaciones y personajes que históricamente han sido tratados primero desde el teatro, tal es el caso del «Velorio de Papá Montero», y luego pasan a la guaracha como forma de crítica o simplemente de mirada positiva al hecho inevitable. «El velorio», «El son de Pepe Antonio», «El son de la muerte» son claros ejemplos de ello. Desde esta óptica y prácticamente con los mismos recursos literarios, en su relación con el son, la guaracha incorpora nuevos temas a sus textos, ampliando las temáticas a a vez que el concepto desacralizador sale de los marcos citadinos para abarcar otros territorios de la isla. Al incorporar protagonistas animales y situar las historias en ambientes rurales, como las guardarrayas, se enriquece la narrativa y se le da un giro fresco a la tradición. Personajes como Rufina y Casimiro no solo aportan un toque local, sino que también reflejan la diversidad cultural de la isla. (Como referencia a este aspecto puede escucharse «La yuca de Casimiro», «Cuidaíto Compay Gallo», entre otros claros ejemplos de temática rural).
En un tercer momento de este género, la utilización del equívoco y la jitanjáfora, conviviendo en una rima limpia y una poética elevada e inteligente, convierten a las guarachas contemporáneas en dignos resultados de lo que podemos llamar una evolución en toda la dimensión del término. Es fascinante cómo la evolución de los personajes y tipos sociales en la guaracha contemporánea refleja cambios en nuestra percepción y valores. Lo que antes se consideraba motivo de burla o desprecio, ahora puede ser visto como una reivindicación de la diversidad y la autenticidad. Este cambio no solo desafía los prejuicios, sino que también enriquece nuestras narrativas culturales al dar voz a aquellos que han sido marginados. Es un recordatorio de que la sociedad está en constante transformación y que lo que una vez fue estigmatizado puede convertirse en un símbolo de orgullo y aceptación. Tales son los casos de los «luchadores»: el guajiro que quiere vivir en La Habana, el músico «sopero» de La Habana Vieja, Guillermina Camarioca, Mario Agüé, Marucha la Jinetera, Puchita Pelitón, la Embajadora del Sexo, el Pregonero, entre otros.
Este tratamiento es un tópico social muy bien colocado ya que, sin sacralizar una tendencia o la otra, presenta la pluralidad de estos personajes desde una posición humana y realista. Ejemplo de ello es el personaje del homosexual, protagonista de una de las guarachas más controversiales de Pedro Luis Ferrer, que no se trata de una esencia festiva y humorística estática y absoluta desde la posición burlesca, sino desde lo reflexivo, lo dialéctico y lo relativo, con una coherencia perfecta:
Delirio de amar varones
Estribillo
Tiene delirio de amar varones
le gustan hombres fuertes y sanos
que lo castiguen de día y noche
él es un tipo de ser humano.Coplas
Lo discriminan por ser así
y no se fijan en lo demás
cuando lo llaman para el fusil
trabajo extra u hora puntual
[…]
Y lo critican por ser así
y no se fijan en los machistas
que comúnmente suelen tratar
a sus mujeres como esclavistas.
En este mismo tono de crítica social, pero con la mirilla dirigida hacia otros aspectos, encontramos un «Carapacho pa´la jicotea», de Pedro Luis Ferrer, cuyo estribillo, digamos, es como una sentencia polisémica en tono filosófico: «pa´quien camina tan despacito, Naturaleza tuvo esa buena idea»; y en sus cuartetas denuncia la corrupción de algunos dirigentes que en determinadas etapas se han manifestado en contra de los enunciados fundamentales de la igualdad de clases en la sociedad propuesta por el régimen cubano.
Yo conozco a Mazantín
no a Mazantín el Torero
sino al que coge la masa
Y el «tin» se lo da al obrero.
Yo conozco a Calderón
no a Calderón de la Barca
sino al que cocina pollo
que comen «hijos de casa».
Este tipo de tema contestatario y de crítica social con un soporte musical alegre y desenfadado provisto del choteo y de todas las características de lo que por el momento he decidido llamar «lo guarachoso» actualizan y reaniman aquellas guarachas vernáculas que atacaban satíricamente los acontecimientos políticos de finales del siglo XIX y la primera mitad del XX. Tal es el caso también de «Vigilante nocturno», de Frank Delgado.
Vigilante nocturno
que cada noche te pasmas
porque piensas que tu barrio
está lleno de fantasmas.
Con estetoscopio mágico,
auscultas al vecindario
y siempre sabes si falto
al trabajo voluntario
cuál es mi modus vivendi,
acorde con mi salario.
Entre las guarachas que tienen un contenido social también aparece la que se vuelca en contra de una tendencia negativa tanto desde el punto de vista ético como estético, para lo cual presenta un personaje que actúa de manera errática o ridícula. Tal es el caso del «chabacano» que gusta de «hablal español», donde denuncia jocosamente hábitos incorrectos en la utilización de nuestra lengua. Y, por supuesto, no puede faltar, dentro del propio plano temático, la utilización del doble sentido, muy frecuente e hilo conductor en el desarrollo del género. Desde «La Guabina», de M. Melladó con arreglo de E. Guerrero («entra, entra guabina, por la puerta de la cocina»), pasando por «La yuca de Casimiro», de Faustino Oramas, «el Guayabero», hasta las más actuales como «El gago», de Pedro Luis Ferrer, y «La choza de Chacho y Chicha», de Tony Ávila.
Ya en el plano propiamente musical se ponen de relieve algunos aspectos que son característicos de la forma musical de la guaracha. Uno de ellos es el funcionamiento de las partes dentro de la estructura musical; en las de la primera etapa se destaca la función de la introducción, pues se convierte en una sección estable dentro del género. Como regularidad, presentan un carácter inconcluso o abierto como preámbulo de la acción y es lógico interpretar el carácter suspendido o inconcluso de las mismas como un rasgo dramatúrgico que aporta a su música cierta teatralidad a modo de obertura.
En «El canto y el tiempo», de Argeliers León, aparecen las partituras de tres guarachas correspondientes a esta primera etapa: «La Guabina», «La mulata Rosa» y «Qué buena hembra», y se puede apreciar, comparando sus introducciones, que son pequeños episodios instrumentales con características temáticas que tienen relación con el o los materiales de la parte cantada e incluso poseen material temático propio. Desde el punto de vista estructural, adoptan diferentes formas, desde una frase hasta un período, y en común tienen finales truncos. Este carácter inconcluso es un rasgo que se mantiene en la evolución de las guarachas, porque en las que hemos situado en una segunda etapa o modelo se traslada a otras secciones, por ejemplo: en las secciones expositivas de las guarachas «María Cristina» y «Adiós compay Gato» se utiliza un discurso narrativo muy reiterativo desde el punto de vista musical y métrico de manera que se preste atención a las palabras; estas secciones se interrumpen por la intervención hablada o semihablada del coro, de manera que quedan inconclusas preparando la progresión hacia la sentencia en alternancia solo-coro, que es también un rasgo que pervive en toda la evolución de la guaracha.
Solista:
El gato caza al ratón
El ratón se come el queso
El queso lo da la leche
La leche la da la vaca
La vaca tiene 2 cuernos…
Comentario del coro:
¿¡Tú ve´!?
Solistas (dialogando uno como María Cristina y
otro como el cantor)
– Que vamos a la playa
– Allá voy
– Que móntate en la guagua
– Y me monto […]
– Que quítate la ropa
– Y me la quito
– Que métete en el agua…
Comentario del coro:
¿¡En el agua!?…
Obsérvese que el diálogo es explícito, con la presencia del coro y ambos personajes en acción, y esto puede tener su origen en la interpretación teatral, que es otro de los rasgos que la guaracha mantiene a través de toda su evolución.
En una tercera etapa, el carácter inconcluso puede aparecer frecuentemente a nivel del acompañamiento musical y a través de la intertextualidad (fragmentos incompletos de otras guarachas o piezas antológicas). Aunque este elemento pierde su presencia absoluta porque, precisamente, lo que caracteriza este tercer momento es la actualización y enriquecimiento de todos los recursos composicionales, ofreciendo una gran variedad de momentos o partes de la obra donde podemos encontrarlo, tanto en el final como en la eliminación de la sección introductoria.
En cuanto a la forma o estructura de este género se destaca el principio binario a lo largo de las tres etapas. La estructura en dos partes es común desde las primeras piezas encontradas en el álbum publicado en 1882 hasta las más contemporáneas, aunque en estas últimas de una manera más elaborada. Solo cabe notar que en el caso de las escritas por Faustino Oramas, el Guayabero, lo binario se pone de manifiesto en la alternancia copla-estribillo con tantas repeticiones como coplas se improvisen. La utilización de un acompañamiento sencillo permite lograr una estabilidad entre música y texto que hace que se centre toda la atención posible en la letra. El factor que da unidad es el doble sentido en ocasiones apoyado por un juego de la rima donde cabe una mala palabra que se sustituye «inocentemente» por cualquier otra. Al final de cada verso el coro hace una intervención o comentario como cadencia, ¡Ay Dio’!, que siempre es el mismo y compulsa el fenómeno participativo (en el caso de esta pieza, el público en lugar de bailar rodea al Guayabero, acompaña con palmas, canta el estribillo y hace los comentarios entre versos):
Coro: A mí me gusta que baile Marieta
Solista: Ella baila y me enseña las letras
Coro: A mí me gusta que baile Marieta
Solista: Todo el mundo conoce a esa prieta
En «María Cristina», de Antonio Fernández (Ñico Saquito), se empieza a constatar la evolución de la estructura, pero sin perder el principio binario de la misma. En el texto concurren elementos urbanos como la playa, la guagua o el carro, el puente, etc.; sin embargo, las entonaciones de la introducción recuerdan las primeras guarachas y el género al que se adscribe es el son montuno, alcanzando madurez en su desarrollo evolutivo, ya que se establece contrapunto entre las imágenes que se transmiten en el plano temático con el tratamiento de las esferas entonativas. Es el desdibujamiento entre las fronteras canción-son, urbano-rural, el propio concepto de criollez, mezcla, mestizaje de géneros que identifican en sentido general a la música popular cubana. Y este es el momento en que, aparentemente y de manera errónea, se tiende a pensar que el género se diluye en otros más consagrados, y es todo lo contrario, se solidifica y se universaliza.
Como se ha dicho con anterioridad, los autores de las guarachas son generalmente sus intérpretes; y, en el caso de los contemporáneos, nos encontramos con que son poseedores de una sólida formación musical, como Pedro Luis Ferrer, Frank Delgado y David Álvarez, entre otros. Por lo tanto, la hechura de sus guarachas va un poco más allá de la concepción de una melodía con texto, para poner a «guarachar» las más interesantes sutilezas en cuanto a la relación entre el contenido y formas de elaboración en el plano del acompañamiento.
Precisamente, producto de este alto nivel de elaboración, se hace necesario ampliar el universo analítico hacia algunas particularidades en la factura de los arreglos instrumentales que sirven de soporte al texto musical. Por ejemplo, en «hablal español», Pedro Luis establece un juego de palabras para lo cual utiliza un principio de conformación temático que melódicamente realiza a partir de una correlación de motivos por suma, tal como aparece reflejado en el ejemplo:
que zanga tan dongo,
que dongo tan zanga
que zangandongo más burundanga
Como puede apreciarse, esa correlación está dada entre música y texto, pero si no bastara, en el acompañamiento se produce también este tipo de correlación a partir de la respuesta de la flauta, que tiene un comportamiento idéntico para un resultado artístico loable.
Una de las piezas más representativas de la tercera etapa de desarrollo de la guaracha cubana es precisamente de Pedro Luis Ferrer, la conocida como «El gago», que amerita resaltar aspectos de gran interés. En cuanto a estructura, esta obra alcanza un alto nivel de elaboración porque, sin alterar el principio de binariedad, las formas simples que conforman las dos grandes secciones son más extensas y complejas y desde el punto de vista tonal (como también se aprecia en «hablal español») visita un espectro armónico más amplio). Además, trae consigo todos los elementos que particularizan el género: «El gago» simboliza la presencia del personaje, que en este caso es quien habla, y la acción viene precisamente por la manera en que habla; aunque no asume el diálogo explícito, está la interlocutora. El doble sentido aparece apoyado por el equívoco y el contrapunto texto-texto porque se supone que es un tema amoroso donde se piden perdones y se alaban los encantos femeninos, la presencia de la comida: la papa y el dulce de coco. También utiliza los comentarios semihablados como «Ay Dios» y «Coman papa» en diferentes momentos de la pieza. Aunque presenta una forma estrófica con estribillo en alternancia solo-coro en ambas secciones, se sustenta el principio de fragmentación de la segunda sección, verso contra verso.
Coro: ¡Si me tra trabo, mamita, destrábame!
Guía: La papa ayuda, señores, la papa contribuye
a comer
La temática musical presenta una amplia diversidad melódica con material propio en las partes instrumentales y más de un tema en cada sección. En cuanto a la estructura, sin necesidad de alterar la forma binaria compuesta, presenta microformas en segundo plano como una binaria simple dentro de la ternaria simple sin reexposición. De ahí que, en su fértil evolución, el estado actual de la guaracha de Ferrer esté muy apegado al concepto original de la misma, quizás marcado por esa intensa búsqueda por parte del propio autor de aquellos géneros que han quedado relegados a lo que podríamos llamar plano semiolvido u olvidado dentro de la música popular, como los coros de clave, por qué no, el changüí, y la propia guaracha, como parte de su proyección nacionalista, de una genuina cubanía donde no faltan la reflexión, la crítica honesta y su certeza en la validez de opinar, la fe en un arte de opinión; a fin de cuentas, el artista es un ser social, ¿o no?
A manera de conclusión
Más allá de su dúctil transformación estructural, su visita a toda suerte de géneros, en la guaracha hay una esencia con vida propia que late profundamente en casi todas las expresiones de la música cantada (no necesariamente bailada). A esa esencia la llamamos en esta ocasión lo guarachero o guarachoso.6 Esto puede verse también como binaria intermedia, pero por la incidencia de las repeticiones y las funciones de las partes preferimos verla de esta manera.
De ahí que, en su fértil evolución, el estado actual de la guaracha o lo guarachero no deba ser identificado con ningún género o patrón rítmico o melódico específico, aunque efectivamente los rasgos que la tipifican han hablado fuerte y claro desde el análisis musical. Sin afirmar que sean todos, podemos mencionar que la esencia de la guaracha se encuentra en las siguientes características:
– Su carácter representativo: la narración de la acción, donde intervienen personajes con diálogos
implícitos.
– Utilización de un lenguaje lleno de sátira, juegos de palabras, equívocos, crítica, doble sentido y el choteo en todas sus manifestaciones.
– La binariedad de estructura y la utilización de una forma continua estrófica con estribillo.
– Su flexibilidad metrorrítmica, puesta de manifiesto en las hibridaciones y fusiones con otros géneros.
– Su proyección desde y para el lenguaje.
– Su comportamiento popular.
– La ambigüedad coreográfica.
– Tiene función cantable más que bailable, o sufrió una transformación de su función bailable a cantable.
– Se puede apreciar una evolución ascendente en la estructura, formas de elaboración, espectro armónico, melódico.
Todo ello es guaracha, y cuando, al menos, hay utilización de algunos de estos aspectos pudiéramos afirmar que es su impronta dentro de la música contemporánea nacional, es decir lo guarachoso del cubano, el choteo típico, la burla desde el diálogo cantado. No quisiera terminar la idea sin ejemplificar con obras como «Yo quisiera parar de fumar», de Gema y Pavel, que contiene la esencia de lo guarachero porque toma la frase que se acuña como estribillo mientras narra a la vez una historia costumbrista, reflexiona a lo trovero y presenta personajes ilustres y conocidos y también desacralizados en la «chota» cubana como «la Monse» refiriéndose a Montserrat Caballé, la famosa soprano española. También «¿Quién me quiere a mí?», del carismático David Torrens, está plagada del espíritu de lo guarachero, pues tiene la expresión cándida e infantil que nos enseñan cuando apenas podemos pronunciar monosílabos: ¿Quién me quiere a mí? Y el YO de la respuesta, poniendo de manifiesto su carácter dialogado. Utiliza el encriptamiento local cubanísimo: «Ahora soy el doble 9 en tu dominó». No falta la cita del viejo refranero popular: «Como Matías Pérez, tu amor voló», y el elemento intertextual que trae a colación a Juan Formell en uno de sus éxitos con Van Van: «Chirrín chirrán que ya se acabó». Una de estas peculiaridades es precisamente su carácter interactivo con nuestro quehacer, donde el humor y la teatralidad juegan un importante papel identitario. Los gallos que defienden su moralidad, los negritos curros, las yucas de más de mil metros de largo, la constante exageración, el contrapunto de la imagen y el contenido, la alegría que hace que el cubano no encuentre nada gracioso, sino… que se muera de la risa. Esta existencia imaginaria de los personajes de las guarachas que al final terminan o comienzan siendo verdaderos son también responsables de dos grandes enunciados de Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez, que al respecto denominaron todo nuestro ecléctico conjunto de ser y hacer como lo real maravilloso y el realismo mágico. Y como si fuera poco, la cubanísima guaracha, transgresora, invasiva, como la de «La gatica de María Ramos», ha penetrado subrepticiamente, con todos sus pícaros encantos, el abanico genérico nacional, incluyendo la música coral académica, y otros aires foráneos a partir de una esencia tangible que podemos llamar lo guarachero.
«Y ahora… vámonos de rumba»
La rumba es un género musical y un baile originario de Cuba que surgió en el siglo XIX como resultado de la hibridación cultural entre las tradiciones africanas y los elementos hispánicos. Se caracteriza por un ritmo sincopado y polirrítmico donde los instrumentos de percusión juegan un papel fundamental en la estructura musical. El canto, a menudo improvisado, refleja temas cotidianos, de lucha, alegría o desafío.
En cuanto al baile, la rumba expresa sensualidad y vitalidad a través de movimientos corporales que siguen el diálogo entre los tambores y los pasos. Existen tres variantes principales: el yambú, el guaguancó y la columbia, cada una con su propio carácter y ritmo.
Es un género que, además de expresión artística, ha sido históricamente un vehículo de resistencia y afirmación cultural de las comunidades afrodescendientes cubanas, y su influencia se ha expandido a otras especies genéricas como el son, la salsa y el jazz latino.
Un poco de historia
Sus orígenes se remontan al siglo XIX, se gesta en los barrios marginales de ciudades como La Habana y Matanzas, así como en zonas rurales habitadas por comunidades de esclavos africanos y sus descendientes criollos. Estos entornos marcados por la pobreza y la exclusión social se convirtieron en espacios de resistencia cultural donde la música y el baile se entrelazaron para dar forma a una nueva expresión artística. La rumba fue el medio a través del cual estas comunidades expresaron su alegría, identidad y resiliencia ante la adversidad mientras enfrentaban las duras condiciones de la marginalización; además, se convirtió en una herramienta para mantener viva la memoria de sus ancestros y para transmitir sus valores a las nuevas generaciones. A través de la música y el baile, la rumba se convirtió en un vehículo para preservar la cultura africana en un nuevo contexto demográfico y social.
El origen del vocablo rumba sigue siendo en gran medida indeterminado. Para algunos, el término podría ser un fonema o una onomatopeya. No obstante, es generalmente reconocido como referencia a una fiesta popular y abierta en diferentes contextos geográficos y sociales. En sus formas más tempranas, la variante columbia se desarrolló en áreas rurales; el yambú, en entornos suburbanos; y el guaguancó, en zonas urbanas, especialmente en los barrios cercanos a las bahías de La Habana y Matanzas. Durante años, frases como «me voy de rumba» o «irse de rumba» se han utilizado para describir la acción de irse de fiesta o participar en una celebración desinhibida. Sin embargo, el significado de este vocablo no se limita a una simple fiesta. En su dimensión más amplia, es una expresión lírico-danzaria que refleja no solo un estilo musical, sino también un comportamiento social. Este género abarca elementos musicales complejos, como patrones melódicos y polirrítmicos, y diseños politímbricos específicos, todo ello acompañado por coreografías que forman un espectro de representatividad de las expresiones más genuinas de la música folclórica criolla cubana.
Los instrumentos
Originalmente, se utilizaban cajas de transporte, latas de aceite o guacales percutidos con herramientas improvisadas, como botellas o cucharas, antes de que se perfeccionaran los instrumentos y se adaptaran a las exigencias del género. Con el tiempo, se desarrollaron tambores, cajones y claves específicos, lo que permitió una mayor sofisticación en su interpretación.
La instrumentación básica de la rumba cubana incluye tres tumbadoras o congas. Estos tambores, diseñados y construidos en Cuba, presentan una característica distintiva: el uso de llaves metálicas para su afinación, lo que permite un mayor control de la tensión del parche, en contraste con las percusiones africanas tradicionales, donde las cuerdas suelen ajustarse manualmente. Las congas se han vuelto fundamentales no solo en la rumba, sino también en otros géneros de música afrolatina, como la salsa y el merengue.
Musicalmente, dos de los tambores, generalmente el salidor y el tres dos, establecen el patrón rítmico básico, mientras que el tercer tambor, conocido como quinto, está afinado más alto y se encarga de la improvisación rítmica. El quinto sigue una estructura de llamada y respuesta con los demás instrumentos y el baile, generando un diálogo entre el percusionista y los bailarines que responde a la dinámica de la improvisación y el ritmo. Además, en algunas variantes de la rumba, como la columbia, se incorporan cajones, que son cajas de madera con distintas resonancias, alternando entre sonidos más agudos o graves, según el tamaño del cajón y la técnica de percusión aplicada. Estos instrumentos añaden una textura sonora que enriquece la polirritmia característica del género. Por último, pero no menos importante, el cantante o cantador generalmente es quien utiliza las claves, un par de palos de madera que establecen el ritmo clave (3:2 o 2:3), un patrón rítmico fundamental para la cohesión de todos los elementos musicales. El coro, mientras tanto, ejecuta el lalaleo o la diana, que son frases melódicas improvisadas, casi siempre no textuales, que crean un ambiente de participación colectiva y refuerzan el carácter espontáneo del género.
Las especies o tipos de rumba
Las tres especies genéricas de la rumba cubana se distinguen por las diferencias en los estilos de baile, las relaciones gestuales entre los bailarines y las variaciones rítmicas que los instrumentos generan para adaptarse a estos estilos. Estos factores no solo determinan las características coreográficas, sino también las estructuras rítmicas y melódicas que definen cada tipo.
La columbia es uno de los estilos rumberos más antiguos y primitivos, de carácter rural, asociado principalmente a la región sur de Matanzas, particularmente entre Sabanilla del Comendador y Unión de Reyes. Se cree que el nombre puede derivar de un apeadero ferroviario llamado Columbia. Esta rumba se caracteriza por su expresividad polirrítmica y su conexión directa con patrones de origen africano, principalmente del grupo etnolingüístico bantú. Es considerada cronológicamente como la segunda variante más antigua de la rumba, posterior al yambú, cuya presencia en Matanzas se documenta desde la década de 1870.
La columbia aparece entre 1886 y 1890, coincidiendo con la abolición de la esclavitud en Cuba, lo que permitió a los exesclavos establecer comunidades libres en las zonas rurales de Matanzas. Estos núcleos de libertos generaron expresiones transculturales que contribuyeron a la configuración del perfil folclórico matancero y, por ende, a la conformación identitaria cultural de la isla. A inicios del siglo XX, esta variante comenzó a extenderse a La Habana y otras zonas rurales, como Ciego de Ávila y Camagüey, gracias a los movimientos migratorios laborales de la época.
Desde el punto de vista rítmico, la columbia exhibe una estructura más compleja y menos melódica que otras variantes rumberas. Los ritmos que la sustentan muestran claras influencias de toques africanos tradicionales, como el makuta, adaptado a un contexto criollo a través de un proceso de transculturación. Este proceso incluyó la interacción con elementos musicales hispánicos, aunque siempre con un predominio de la tradición africana en la estructura rítmica y el uso de los tambores.
En cuanto a la interpretación, la columbia ha sido tradicionalmente vista como un baile masculino, con un fuerte componente de improvisación y destreza física. Sin embargo, el investigador Jesús Blanco ha revelado la participación de mujeres en el baile de la columbia, especialmente en su variante resedá, donde las féminas incorporaban movimientos rituales de danzas vinculadas a deidades del panteón yoruba como Oyá, Oshun y Yemayá. Estas aportaciones enriquecieron la diversidad estilística de la especie, integrando figuras coreográficas de carácter religioso en el baile profano.
Desde el punto de vista instrumental, la columbia destaca por su estructura polirrítmica, en la que el tambor quinto juega un papel solista, proporcionando la base para la improvisación del bailarín. La percusión utilizada incluye tambores de origen cubano, como la tumbadora y el quinto, cuya morfología está directamente relacionada con los tambores makuta de origen bantú. Además, en las primeras interpretaciones rumberas, los músicos utilizaban a menudo pequeñas maracas de güira, que, a modo de los n’kembis (sonajeros metálicos bantúes), se colocaban en las muñecas de los percusionistas para añadir complejidad a la polirritmia que se establecía entre todo el conjunto instrumental.
Son especialmente notables en la coreografía de esta especie los movimientos vigorosos y acrobáticos, a menudo realizados con machetes y cuchillos en las interpretaciones más arriesgadas, una práctica que parece haber disuadido a las mujeres de participar en el baile en ciertos momentos históricos.
Por su parte, el yambú puede considerarse como el heredero de las células rítmicas derivadas de la música lucumí. Esta especie se caracteriza por su tempo lento y por un estilo de baile que no enfatiza la posesión sexual del hombre hacia la mujer, diferenciándose notablemente del guaguancó en este aspecto. En el yambú, la interacción coreográfica entre los bailarines suele evocar una relación más ceremoniosa y menos agresiva, donde el hombre puede rodear a la mujer por la cintura o colocarle una mano en el hombro, replicando movimientos que podrían tener sus raíces en antiguas danzas africanas de ritmo moderado y gestualidades menos sexualizadas.
Los informantes más antiguos señalan que «en el yambú no se vacuna», refiriéndose a la ausencia de la característica «vacunao» del guaguancó, un gesto simbólico que representa el intento de posesión sexual del hombre hacia la mujer. Esto refuerza la idea de que el yambú tiene un carácter menos agresivo y más formal, preservando elementos de respeto y distancia dentro de la interacción coreográfica.
El yambú ya estaba establecido tanto en La Habana como en Matanzas hacia finales de la década de 1870, aunque el término parece haber sido utilizado en la capital de la isla desde al menos la década de 1850, como señala el investigador matancero Israel Moliner. Esta temprana referencia sugiere una presencia más antigua del yambú como variante rumbera, posiblemente ligada a la consolidación de comunidades urbanas de negros y mulatos libres que, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, comenzaron a formar núcleos socioculturales con gran influencia en la música y danza populares. El fortalecimiento de estas comunidades urbanas, en parte debido a los cambios sociales que trajo consigo la abolición gradual de la esclavitud, permitió la supervivencia y desarrollo de formas musicales como esta especie genérica, que ya reflejaban un proceso de transculturación. Este proceso, visible tanto en el aspecto rítmico como en el coreográfico, implicaba la integración de elementos afrocubanos con patrones rítmicos y formas de danza locales, generando así una expresión nacional única. Se distingue rítmicamente por la utilización de patrones que se asocian a los toques rituales de la santería, aunque en este caso desprovistos de un carácter religioso explícito. Su instrumentación tradicional incluye los mismos tambores abarrilados que sus especies hermanas (quinto, tumbadora y salidor), aunque a un tempo más pausado, lo que permite una mayor elaboración en las improvisaciones melódicas y rítmicas.
Desde el punto de vista polirrítmico, la variante primogénita de la rumba puede considerarse más relajada y menos densa; esto no implica una menor complejidad, sino que su naturaleza más reposada permite la exploración de dinámicas rítmicas más sutiles y gestos más controlados en la interacción entre bailarines y percusionistas.
La influencia de la cultura ñáñigo o Abakuá, procedente de los pueblos carabalíes de África, ha sido fundamental en la configuración del guaguancó, la especie rumbera que quizás sea la más conocida, divulgada y aclamada no solo en la isla, sino en el terreno cultural internacional. Practicado en sus orígenes por hombres de las zonas portuarias de La Habana y Matanzas, asimiló una serie de patrones rítmicos y gestuales provenientes de los ritos Abakuá, particularmente el uso del tambor y las interacciones de los bailarines, hasta consolidarse como una variante urbana de la rumba.
A pesar de la preponderante influencia ancestral africana, la música española también dejó una huella significativa en el guaguancó. El canto cadencial andaluz, evidente en la diana o lalaleo, que abre muchas rumbas, sirve como un «llamado» o señal para iniciar la celebración, similar a la función de los enkames en las ceremonias Abakuá. Además, se puede observar en el toque del quinto una resonancia que parece imitar el rasgueo de la guitarra andaluza; todo ello fusionado hace que se distinga de las otras variantes rumberas.
Algunos investigadores coinciden en que el guaguancó es una evolución directa del yambú, diferenciándose por la incorporación de gestos más explícitos en la coreografía. En este sentido, el primero adopta una dimensión más energética y provocativa, en comparación con la naturaleza más ceremonial del segundo. El proceso de expansión del guaguancó a lo largo de Cuba, especialmente en La Habana y Matanzas, se ve reflejado en la conformación de agrupaciones como los coros de clave y las sociedades Abakuá. En este contexto, la influencia de las contribuciones de músicos destacados como Esteban Chachá Vega, Miguel Arsina, Ángel Pelladito, Fantomas (padre e hijo) y el capitán mambí Felipe Espínola, todos en conjunto magistrales cantadores de diversas expresiones religiosas, tocadores del quinto rumbero y de los polirrítmicos tambores batá y enkomos abakuá, fueron esenciales para el desarrollo de esta especie a lo largo de la isla.
La impronta hacia la modernidad
A partir de la década del 50 del pasado siglo, y luego de un largo período de vicisitudes y prohibiciones del género y sus especies en la palestra artística de la sociedad cubana, parece ocurrir un redescubrimiento de la rumba por parte de los medios masivos de difusión de aquel entonces. Las ondas radiales impulsaron a grupos como el Conjunto Afrocubano de Alberto Zayas, con el guaguancó «El vivebien», interpretado por Roberto Maza. Poco después, el grupo Guaguancó Matancero irrumpió con fuerza en la escena musical con su rumba «Los Muñequitos», lo que llevó al público a rebautizarlo como Los Muñequitos de Matanzas, un nombre que se mantiene hoy día como referencia en la tradición rumbera.
Simultáneamente, la popularidad de Papín ysus Rumberos, así como la producción del maestro Odilio Urfé para el sello Hudson Riverside con el elepé Cuban Carnaval, marcaron un momento decisivo para el renacimiento del guaguancó. El disco, que incluía rumbas y congas auténticas, ayudó a revitalizar el género, reintroduciéndolo a una nueva generación de oyentes y asegurando su permanencia en la cultura cubana. De esta manera, el guaguancó, que ya había sido un componente esencial de la música popular cubana, recobró su preeminencia y ocupó el lugar que le correspondía en la historia musical de la isla. En 2016, la Unesco declaró a la rumba como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, reconociendo su relevancia en la consolidación de la cultura cubana y su papel en la reivindicación de los sectores más marginados de la sociedad. Este reconocimiento no solo destacó la riqueza histórica y cultural del género, sino que también catapultó su repercusión a nivel internacional. Hoy, la rumba es vista como una de las bases fundamentales de muchos ritmos latinos como la salsa, el latin jazz, la timba, el reguetón, entre otros, y su música ha logrado resonar en diversas partes del mundo, llegando a audiencias globales y consolidándose como un símbolo de identidad y resistencia cultural.
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