Revista GLOBAL

Después del huracán María

by Ana Teresa Toro
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El primer acto verdaderamente rebelde de mi vida fue tatuarme una espiral violeta en el pecho. Ahí, entre los dos senos, aguanté un poco de dolor –que dejé de sentir muy pronto, por el entusiasmo– y me marqué con ese símbolo antiguo y poderoso que me hablaba de ciclos, de inicios y finales. Lo del color violeta fue puro capricho, siempre he confiado más en las mujeres que prefieren ese color por encima del resto, sobre todo del rosado. A los 19 años desconocía el peso simbólico de ese color, pero sabía desde muy niña que era mi favorito, que la mirada se me perdía siempre entre cualquiera de sus tonos y que una parte de mi piel merecía ser de ese color. Es mejor elegir las marcas sin saber demasiado.

Ese tatuaje se convirtió en mi secreto. Nunca he sido de grandes escotes, así que lo llevaba siempre ahí, oculto. Aunque desde niña supe tener secretos, aprender a tenerlos en el cuerpo se convertiría pronto en sinónimo de crecer. Quería hacerme mujer escogiendo bien las marcas y los golpes. Hace muchos años de esa marca y hoy miro con ternura a esa muchacha que creyó poder tener control de algo. Recuerdo que unos cuantos años después, cuando ya el cuerpo y sus habitantes habían agarrado unos cuantos golpes inesperados, de esos que se te notan en ojeras y gestos, una mujer que acababa de conocer me dijo: «Y tú, ¿qué vas a hacer con ese huracán que tienes en el pecho?».

Tendría yo quizá unos 23 años y, sorprendida por su pregunta, le mostré mi marca. Me tocó la mejilla con ternura, o quizá fue lástima.

Desde el 20 de septiembre de 2017 en la isla de Puerto Rico no se habla, no se siente, no se padece otra cosa que el huracán. Pronto se cumplirá un año y a veces pareciera que sus vientos siguen ahí, encima de nosotros, retumbando en nuestros oídos, recordándonos que no podemos contra su fuerza, que somos un maldito grano de arena que el huracán va a soplar a gusto. Y así fue, pero no contábamos con el otro huracán, el que se estaciona, el que no se ha ido, el que nos cambió. Olvidamos también que la arena es vasta y fuerte, y que su fuerza proviene de cada grano salvaje que se rebela, de la inmensidad contenida en esa pequeñez. Por miedo a parecer demasiados sensibles no hablamos del huracán, pero está ahí, en todos los pechos de esta isla. Desde que pasó María, todos tenemos ahí dentro el huracán interior: una fuerza aguda que nos aprieta el pecho y nos ha convertido en otra cosa que no acabamos de entender bien qué es. Me disculpo por tanta abstracción, pero entrarle al asunto lleva su tiempo. No conozco una familia o una persona cuya vida interior no se haya visto transformada de alguna manera por el paso del huracán. Así como los vientos se llevaron los árboles que tapaban cómodamente la pobreza, también desvelaron rostros, sentimientos bien guardados, lo sacaron todo afuera. Y ahora tenemos que bregar. El problema es que no estamos acostumbrados a bregar con el huracán literal, al mismo tiempo en que tratamos de controlar el maldito huracán simbólico que sigue soplando. Cuando lo literal se torna simbólico, o cuando lo simbólico es de una literalidad pasmosa, es muy difícil saber qué hacer. Los isleños lo tenemos un poco más claro. Es la isla, la metáfora perfecta. En el archipiélago humano que somos, cada cuerpo es una isla y cada espíritu, un naufragio. Entre islas ocurre Las mil y una noches, sin islas no hay Odisea, ni siglos después habrá un nuevo Ulises, ni tendrá Gulliver a donde ir a aventurarse, ni mucho menos Robinson Crusoe. Sin islas no existirán las imaginadas islas del tesoro, ni el rey Arturo tendrá su Avalon. Incluso en el presente, no habría hombres solitarios que hablen con bolas de volibol para no volverse locos en el laberinto de su propia mente, que no es otra cosa que la isla que habita, ni habrían fracasados intentos de utopías en la isla de la serie Lost. Sin la poderosa fuerza simbólica de un pedazo de tierra rodeado de agua –grande o pequeño, da igual– no habitaríamos la ínsula de Barataria, ni habríamos experimentado tantos proyectos políticos fracasados, liderados por copias tristes de Sancho Panza, pero sin la ternura y la fe en la ficción que tenía ese personaje que, desde su naturaleza imaginaria, llenaba de verdad la novela que habitaba. La metáfora de la isla siempre ha servido a la literatura y remite a la tradición de la novela de aventuras y de viajes, pero lo hace sobre todo porque ahí los personajes se adentran en su universo interior. Recorrer el cuerpo de tierra siempre será recorrer la piel de arena que nos separa del resto. La ansiedad que provoca la soledad del náufrago en las islas es la misma soledad que conocen bien los cuerpos. El problema es que metafóricamente todo esto es de una claridad –e incluso utilidad– impresionante, pero vivir la soledad de las islas desde la mismísima piel, cuanto menos, es cruel. Y aquí hemos conocido un nuevo rostro de la crueldad, la moderna, el documentado minuto a minuto, la crueldad que celebra nuestro literal simbolismo.

La imagen del isleño, en la hamaca, tomando rones y piñas coladas, durmiendo siestas y pasando las horas de un eterno verano, siempre hace que me hierva la sangre. La siento tan lejana, tan llena de clichés, tan distante del calor de caña y melao que se sudó en las Antillas. Pero luego recuerdo las historias de mi abuelo Isidro, el mismo que con tal de no esforzarse mucho para mecerse en la hamaca, amarró un cordón a una de las orillas, que halaba con sus manos, de modo que el descanso del cuerpo fuese total. Isidro Toro era taxista y jamás salió del pueblo antes de las diez de la mañana, solía decir que «esa madrugada» de las ocho, él no la hacía. Si había goteras en el techo y caían sobre su cama, con moverse un poco hacia el lado era suficiente. No lo conocí. Murió apenas unos días después de haber nacido yo, pero entre sus historias están esas, las de un hombre que vivió a ese ritmo distinto y lento, de calor vaporoso y verano infinito que se les atribuye a las islas del Caribe.

Lo que sucede es que aquí sí pasa el tiempo, y explotan aguaceros que inundan a la más mínima provocación o avanza una sequía y en pocos días estamos más pendientes de los niveles de los embalses que de las bolsas de valores. El agua y el viento marcan nuestro calendario, pero este huracán empezó mucho antes que la lluvia. La recesión en Puerto Rico se experimentó antes de que explotara la burbuja hipotecaria de los Estados Unidos. En mayo de 2006 se concretó con un cierre de Gobierno por falta de fondos para su operación, suceso que marcaría los años venideros. La agonía de nuestra economía sería violenta y vertiginosa, y generaría un aumento importante de la migración puertorriqueña a los Estados Unidos. A su vez, el proyecto político que definió al país desde 1952 –el estado libre asociado, ELA– comenzaría a desvelarnos su verdadero rostro colonial (que nunca estuvo oculto para muchos, pero el eufemismo, hay que reconocerlo, duró bastante). La condición colonial que había probado tener repercusiones directas en la supuesta democracia puertorriqueña (las elecciones de 2004 se decidieron en la Corte de Apelaciones en el caso del primer circuito de Boston, entre otros ejemplos) ahora sería insostenible. A finales de 2015, la Corte Suprema de Estados Unidos le recordaría a Puerto Rico, por medio de su decisión en el caso El pueblo versus Sánchez Valle, que los puertorriqueños no tienen ninguna voz en la determinación de su propio destino, como quedó establecido por el gobierno militar en la ocupación de 1898. Más de un siglo después, con esta decisión quedó ratificado que el ELA de Puerto Rico no tiene soberanía propia para fines de la cláusula constitucional federal contra la doble exposición o juicio por la misma causa en casos criminales. Lo que significa que como no son soberanos independientes, nuestro Gobierno y el de los Estados Unidos no pueden procesar a alguien en dos casos distintos por el mismo delito.

Quienes aún creían en el ELA recibieron un golpe contundente. Faltarían muchos más. Como era de esperarse, la bancarrota llegó en ese mismo periodo, pero el Congreso de Estados Unidos le negó a la isla la posibilidad de seguir adelante con un proyecto local de quiebra. En su lugar, determinó la imposición de una Junta de Control Fiscal bajo el marco que proveyó la aprobación en junio de 2016 de la ley denominada Puerto Rico Oversight, Management, and Economic Stability Act (por sus siglas PROMESA, vaya junte de letras). Con este paso, la noción de soberanía y democracia quedó disuelta y todos vimos al descubierto el rostro de la condición colonial. O eso creíamos. En este contexto de incertidumbre y precariedad, de la búsqueda de imposición de fracasadas políticas de austeridad y de la desarticulación final de un proyecto político que dejó de responder a las necesidades del país, pasó el huracán María por nuestra isla, precedido por el huracán Irma unas semanas antes, que también causó sus estragos. La devastación se vio en todo el mundo, incluso mucho antes de que pudiéramos apreciarla en su totalidad quienes estábamos aquí. Los sistemas telefónico y eléctrico enteros colapsaron y la respuesta tanto del Gobierno local como del federal fue –sin exagerar– desastrosa. No se logró priorizar en hospitales y refugios, y la gente seguía muriendo por falta de energía eléctrica o diésel para operar una planta. Pasaban los días y sentíamos que el país se estaba deshaciendo y no había manera de agarrarlo. Sospechábamos que todo andaba mal, pero no había suficiente comunicación para entenderlo. Al perder todo el verdor, descubrimos el país pobre que teníamos de frente y que nos habíamos negado a ver. Con cada casa sin techo, frente a una urbanización de lujo, antes bien oculta por el follaje, entendimos que nunca habíamos pertenecido al primer mundo. A todos se nos cayeron las máscaras.

Fuimos balón político de la guerra abierta entre liberales y conservadores en los Estados Unidos y como dádiva recibimos humillantes piñatas de papel secante. Otra vez nos matan los símbolos. La respuesta comunitaria fue la única genuinamente efectiva, pero con tan pocos recursos no hubo mucho que hacer. Entonces empezó el luto colectivo que encontró salida por fin cuando vino un estudio de la Universidad de Harvard a decirnos –lo mismo que periodistas locales llevaban meses gritando– que, a diferencia del número oficial del Gobierno que continúa en 64 muertes, como resultado directo e indirecto del paso del huracán, la cifra de muertos puede estimarse en 4,645. Entonces entendimos que lo que teníamos en el pecho era un luto vivo, un huracán de pena porque lo que el viento sacude nos cae a todos encima. De esto no hay manera de salvarse. Días después del anuncio, cientos de personas –convocados por unos poetas– llegaron hasta el Capitolio a llevar pares de zapatos y a llorar a sus muertos. En cada par de zapatos había una historia, una vida. Hubo velas, oraciones y funerales tardíos. Se llevaron hasta allí 2,888 pares de zapatos, cada uno, un recordatorio incómodo y amargo de que allí antes hubo un cuerpo que los calzó y que ya no está. Hasta el gobernador tuvo que llegar –naturalmente con sus cámaras– al improvisado monumento. Era imposible negar la densidad de la marca de un par de pies. Comenzaba el verano en la isla, ese culto a la luz, y allí lo que se sentía era una noche inacabable. En el Caribe, no lo dude nadie, también llega el invierno.

Me gustan los boleros y venero el triángulo Cuba-México-Puerto Rico bajo el cual se forjaron los mejores de la historia. No me gustan por nostalgia súbita, ni por apego al pasado. Me gustan por la resignación y la naturalidad con la que narran cualquier tragedia presente, llenando de belleza cualquier sombra. Mi favorito siempre ha sido Olas y arenas, de Sylvia Rexach. Ni siquiera sé si es un bolero en propiedad, pero así lo siento y lo he escuchado toda la vida. La última vez que lo escuché en vivo fue en voz de Ivania, una cantautora puertorriqueña que tenía los ojos más grandes del mundo y la melena más parecida a una marejada feliz. La mataron cruzando una calle. Era de noche y un carro que iba con exceso de velocidad la arrolló y se dio a la fuga. En lugar de indignación, el país se preguntaba qué hacía una mujer andando por la calle sola. El problema con las islas es que no estamos solos. La letra de la canción dice así: «Soy la arena que en la playa está tendida, envidiando a otras arenas que le quedan cerca al mar, eres tú la inmensa ola que al venir casi me tocas, pero luego te devuelves hacia el mar.» La lectura amorosa es mucho más provocativa, pero en estos meses de tanta derrota no puedo más que sentirla por primera vez tan política, tan certera, tan elocuente, a la hora de hablar de todos nuestros intentos fallidos de ser algo concreto como país. No pongo en duda la victoria máxima, somos puertorriqueños y la puertorriqueñidad ha prevalecido por encima de todo intento de suprimirla. Sin embargo, llevamos más de un siglo como ese grano de arena, envidiando a los otros que logran llegar al mar de su libertad. Incluso si esa libertad se traduce en la entrega total de su destino a otro país. El viento nos convirtió a todos en arena proscrita.

Miento si digo que todo está bien, que no hay trauma, que no hay miedo. Cae una gota de agua del cielo y se le paraliza a una el corazón, se va la luz por tercera vez en la semana y rápido renunciamos a la modernidad. Sopla el viento y toda conversación se interrumpe. Segundos después retomamos la conversación con el corazón acelerado. Más de 4,600 muertos, dice aquel estudio de Harvard. «Atiendo un promedio de cinco intentos de suicidios al día», me dice un psiquiatra conocido. «Ya nada es como era», me dice cualquier persona que entrevisto. Lo primero fue la reubicación. Con tanta casa destrozada, los acomodos familiares se han modificado. Las casas cambiaron de forma para acoger nuevos residentes y conformar nuevas estructuras familiares. Lo próximo ha sido el vacío, cada uno de los que se ha ido ha dejado un hueco y no quedamos suficientes para rellenar esa energía. A nueve meses del huracán todavía más de cinco mil personas no tienen electricidad. Parece un número más, si no fuera por lo que es: un síntoma más de lo que ha desvelado el huracán. Creíamos que éramos una isla rica, y probamos las «ventajas» de esa vida, del progreso, de las neveras y los supermercados repletos de novedades, del centro comercial y del trabajo bien remunerado. Antes del huracán comenzó el desengaño, cuando nos convertimos en un país en quiebra que no puede quebrar porque no tiene derecho a ser dueño de su propio fracaso –o al menos de la parte que nos toca de esa deuda colonial–, y después del huracán terminamos de caer de bruces. La modernidad es tan efímera como el retraso de un par de barcos. Sin tierra firme todo es líquido, todo se va entre los dedos, como el agua que nos vigila.

Yo quería que esto fuera un ensayo duro, o académico, cuanto menos. Que analizara la situación colonial puertorriqueña en su punto más bajo después del huracán o, quizá, que elaborara una reflexión en torno al viento como tema en la literatura caribeña, el huracán como esa gran metáfora del Caribe, pero soy incapaz porque el huracán aún no se ha ido y sigue dando volteretas en espiral en el centro del pecho. Me consuela saber que no soy la única. Aunque luego, el consuelo hace más robusta la tristeza. Hay un luto colectivo, hay una soledad compartida y también, para qué negarlo, un miedo a desaparecer, una sensación en el aire de que ya no quedará Puerto Rico para los puertorriqueños. Todo eso es palpable en la calle y con todo ello estamos bregando. Pero lo que aún no logramos agarrar entre las manos es el maldito huracán interior. El mío comenzó con mi padre. Corté relación con él: el huracán desveló demasiadas verdades y reacomodó el modo en que leía a mi familia. Hemos vuelto a hablar, sí, pero ya nada es igual. Lo que el viento trastoca nunca vuelve al mismo sitio. Sé de otros huracanes que se han desatado en otros pechos por ausencias, lutos, pérdidas de amigos, empleos, amantes y vidas. Estamos deprimidos y no nos hemos dado suficiente permiso para llorar, para engañar a esta piel de arena con un par de lágrimas saladas, impostoras aguas de mar. Pero qué liberadora es la impostura cuando decidimos creer en las ficciones que nos salvan.

Cuando terminó el azote de los vientos, y no había comunicación posible con nadie, poco a poco fuimos saliendo de las casas a cortar árboles y abrir caminos, a ayudar a vecinos y a ver qué ha pasado. No teníamos idea de la dimensión del desastre, pero en cada mirada compartíamos la empatía del terror vivido hacía unas horas. Nadie quiere acordarse de esos días, pero esos días nos persiguen y no hay remedio. Es posible vivir con eso. Lo que ocurre es que en el centro del pecho aún se nos están cayendo los árboles de la memoria, no han cesado los vientos y no sabemos ya qué hacer con tanto huracán. Debería aprovechar estas líneas para hacer un llamado a la fuerza, para celebrar lo que hemos resistido y para abonar ánimos en vista de la gran reconstrucción que tenemos por delante. Pero cuando uno se siente como un grano de arena que envidia a otro que llega al mar, no hay más remedio que caminar al centro de la isla, meterse un rato en la cueva y guarecerse del golpe del viento que cesará cuando él quiera, dejando marcas que nadie podrá ocultar. Ahí estoy. Y no por dar pena, más bien se trata de compartir un absurdo y una vergüenza. Qué cliché tan malo, amar un bolero y acabar como él.


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