Los dos argumentos centrales sobre los que se fundamenta la propuesta de dolarización en países en desarrollo, y en especial en América Latina y el Caribe, han sido los siguientes. Primero, que en muchos de estos países ha existido una demostrada incapacidad para manejar racionalmente los agregados monetarios como el medio circulante y la oferta monetaria, lo que generalmente se traduce en alta y sostenida inflación, recurrente devaluación, pérdida del poder de compra, incertidumbre y frenos a la inversión. Cuando se percibe una sostenida incapacidad de las instituciones públicas de garantizar cierta estabilidad y un manejo sobrio de la moneda –y el caso del Ecuador es probablemente paradigmático–, una parte de la opinión pública se hace receptiva a la opción de reemplazar la moneda nacional por una moneda “dura”.
Frente a un escenario de persistente inestabilidad, la opinión pública renuncia a la posibilidad de construir instituciones sólidas que den soporte a políticas monetarias racionales.
Segundo, que los costos y los riesgos de tener una moneda propia son mayores que los beneficios. Esta razón tiende a tener más peso en economías pequeñas y muy vulnerables. Por una parte, la pequeñez implica costos relativamente más elevados de sostener sistemas monetarios propios. Por otra, ante una ausencia de mecanismos de protección efectivos, los shocks internos y externos podrían tener severas consecuencias monetarias.
La propuesta de Víctor Canto (Global N° 6, julioseptiembre 2005, pág. 22) se basa principalmente en el primer argumento. Según Canto, la historia monetaria dominicana desde 1844 se ha basado en una permanente experimentación e indica que una lectura adecuada de esa historia sugiere que la dolarización es una opción adecuada para enfrentar lo que él caracteriza, no sin razón, como irresponsabilidad fiscal de los diversos regímenes y ausencia de regulaciones institucionales. Ciertamente, analizar esta historia monetaria dominicana es un ejercicio, además de interesante, imprescindible para evaluar opciones de regímenes monetarios y cambiarios para la República Dominicana. Sin embargo, ir tan lejos como al año 1844 tiene un limitado valor a la hora de aprender lecciones que nos ayuden a orientar la política monetaria hoy. Más prometedor es el análisis de la historia reciente, en particular la que se inicia con la creación del Banco Central de la República Dominicana en 1947 y con la creación del peso dominicano. Al menos dos razones avalan este argumento. Primero, es a partir de la Posguerra cuando se inicia la consolidación de la estructura moderna del Estado Dominicano, incluyendo las instituciones fiscales y monetarias. Antes del fin de la posguerra, y específicamente antes del trujillato, las instituciones económicas estatales nacionales eran prácticamente inexistentes. Las aduanas y los impuestos internos estaban en manos de un gobierno extranjero; no existía una moneda nacional, por lo que no había autoridad monetaria; el manejo de las finanzas públicas era restringido; no existían las funciones de planificación; y el alcance de las políticas industriales y comerciales era muy limitado. Todo eso cambió especialmente a partir de la segunda mitad del gobierno de Trujillo y continuó durante los sesenta y setenta, período en el cual se consolidó la soberanía monetaria y fiscal, y se desarrollaron los mecanismos actuales de control, supervisión y decisión en materia de política económica. Además del Banco Central, se crearon las instituciones nacionales de recolección de impuestos internos y externos, se asignaron funciones fiscales a la Secretaría de Estado de Finanzas, se creó la Secretaría de Estado de Industria y Comercio, y se iniciaron los procesos de planificación de la inversión pública. En pocas palabras, se crearon las instituciones modernas de la política económica en la República Dominicana. Muchas de estas instituciones se mantienen vigentes en la actualidad, aunque en algunos casos se han venido modificando (a empujones y muchas veces con escaso éxito) a partir de los noventa en el marco del proceso de globalización, de apertura y de transformación de las relaciones económicas internacionales.
Por ello, una evaluación del marco institucional de las políticas monetarias merece ser hecha atendiendo al marco institucional actual y a raíz de un análisis de los resultados de las políticas y los shocks dentro de ese marco, y no dentro de otro. Antes de estos cambios, las iniciativas de política monetaria fueron efímeras, especialmente debido a que no estaban sustentadas en instituciones públicas (incluyendo fiscales) más o menos estables. Segundo, el contexto económico internacional se modificó radicalmente a partir de la posguerra. La mayoría de los países en desarrollo adoptaron regímenes de tipo de cambio fijo o fuertemente regulado; el tipo de cambio se fijaba con respecto al dólar (patrón dólar), especialmente en los países del hemisferio occidental, con base a holgadas reservas internacionales; y en el marco de una crecientes exportaciones, los países desarrollados empezaron a adoptar regímenes comerciales unilaterales favorables a las exportaciones de productos primarios de los países en desarrollo y se crearon las llamadas instituciones de Bretton Woods, una de las cuales, el Fondo Monetario Internacional (FMI), estaba llamada a apoyar los esfuerzos de estabilización macroeconómica en los países en desarrollo cuando éstos enfrentasen shocks externos, especialmente los asociados a una caída de sus ingresos por exportaciones.
Contrario a lo vivido antes de la Segunda Guerra Mundial, ese nuevo marco internacional era favorable a la estabilidad monetaria y cambiaria, y procuraba evitar repetir la experiencia de la crisis de 1929-1933, surgida en el marco de un régimen comercial global de libre comercio y de libre flotación monetaria. Habiendo argumentado lo anterior, procede preguntarse cuáles han sido el desempeño y los resultados de las políticas monetarias y fiscales en la República Dominicana en ese marco institucional originado a mediados del siglo XX. La respuesta es que desde la posguerra hasta 2005, la República Dominicana experimentó tres crisis monetarias y cambiarias, apenas tres a lo largo de un período de 60 años: la de 1982-1984, que culminó con un programa de estabilización con el FMI; la de finales de los ochenta, protagonizada por el Presidente Balaguer, cuya política desquició la economía; y la reciente de 2003-2004, vinculada a un crisis bancaria sin precedentes. Si bien es cierto que estas tres crisis fueron violentas y se tradujeron en agudas reducciones del poder de compra de la población y ulteriormente en severos ajustes fiscales que restaron poder de compra al gobierno y limitaron su capacidad de ofrecer servicios sociales básicos, no es menos cierto que el hecho de que hayan sido sólo tres incidentes indica que los problemas monetarios y cambiarios no han sido sistemáticos sino episódicos. En otras palabras, no estamos hablando de un caso como el de Ecuador previo a la dolarización, ni como el de Nicaragua durante los ochenta. En la República Dominicana el desastre monetario no ha sido la regla sino la excepción. Esto no significa que las políticas monetarias durante los períodos de estabilidad, los cuales han sido ampliamente dominantes en la historia económica reciente, estén libre de críticas; más bien sugiere que los episodios de crisis han sido eso, episodios, que no se trata un sistemáticamente desastroso manejo monetario y/o fiscal. Por ello, atacar las causas de esas crisis episódicas no tiene por qué pasar por un cambio tan radical en el marco institucional como la eliminación del peso y la dolarización. Más aún, una detenida evaluación de estos tres episodios muestra que si bien inadecuadas políticas fiscales y monetarias jugaron roles centrales en los procesos devaluatorios e inflacionarios que se experimentaron, también indica que otros factores como un adverso escenario internacional y profundos problemas institucionales que se expresaron en desastres regulatorios, contribuyeron a exacerbar e incluso a generar los desbalances monetarios y fiscales.
En efecto, la crisis de 1982-1984 se desató por una combinación de políticas fiscales y monetarias expansivas en el marco de un escenario internacional muy desfavorable: caída de los ingresos por exportaciones, muy elevados precios del petróleo y elevados tipos de interés para el servicio de la deuda externa. Como era usual en muchos países, el déficit público (de nuevo, no está demás insistir: en parte un resultado de políticas y en parte un resultado del creciente peso de la deuda externa asociado al incremento de los tipos de interés internacionales) se monetizó atizando la inflación, ahuyentando los capitales y generando más devaluación e inflación. Por su parte, la crisis de 1988-1990 fue una cosecha estrictamente gubernamental. En el marco de una situación externa favorable, una política fiscal muy expansiva se acompañó de una política monetaria acomodaticia a la política fiscal (especialmente por la vía del incremento del crédito a las empresas públicas y la monetización de los pagos de deuda externa) que terminó haciendo estallar los agregados monetarios, el tipo de cambio y los precios internos.
En contraste, la crisis de 2003-2004, aunque se activó en el marco de una política fiscal expansiva y de excesivo endeudamiento público, fue fundamentalmente financiera. El rol de las variables exógenas como las exportaciones y los precios del petróleo fue marginal. En 2002 el gasto y el déficit públicos se expandieron a niveles manejables en el corto plazo pero insostenibles en el mediano plazo. Estos niveles de déficit, sumados al incremento del endeudamiento público, contribuyeron a generar incipientes presiones inflacionarias y devaluatorias. Expectativas crecientemente negativas también contribuyeron a incentivar la fuga de capitales y a aumentar las presiones sobre el mercado cambiario.
En un escenario “normal”, esos conatos de inestabilidad no hubiesen pasado de eso, de amagos y amenazas con moderados efectos devaluatorios e inflacionarios. Sin embargo, las presiones cambiarias iniciales se convirtieron en una de las peores crisis económicas debido a que éstas hicieron colapsar el que terminó siendo el banco comercial más grande del país. El colapso se produjo por retiros significativos que hicieron emerger un inmenso fraude bancario, desconocido para la nación por lo menos en su dimensión. Frente a este evento, la autoridad monetaria respondió respaldando todos los depósitos. El resultado fue una inédita expansión de los medios de pago (un crecimiento de casi 100% en 12 meses) y una fuerte salida de capitales que quintuplicó la tasa de inflación anual a diciembre de 2003 y más que duplicó el nivel del tipo de cambio en un período de 14 meses. A estas alturas la sociedad está convencida de que se trató de un fraude que burló fácilmente a las regulaciones y que reveló una pasmosa pobreza del aparato regulatorio del sistema bancario y sus instituciones.
En síntesis, de los tres episodios de crisis macroeconómica, en dos de ellos factores ajenos a las políticas macroeconómicas jugaron roles importantísimos en la generación o el agravamiento de la crisis. Ciertamente que frente a un shock externo (caso de la crisis 1982-1984) o a uno interno (fraudes y colapsos bancarios) la responsabilidad de la política macroeconómica es responder de manera adecuada y se puede argumentar que en esos casos no fue así. Sin embargo, acá lo que estamos discutiendo es sobre las causas mismas de las crisis, no sobre las respuestas, y lo que debe quedar claro es que en dos de las crisis no toda la responsabilidad recae sobre el manejo de las finanzas públicas o por la laxitud de las políticas monetarias frente a la expansión del gasto público.
Reglas fiscales o de manejo de shocks
Pasemos ahora directamente al tema de la dolarización. Ciertamente, todas las crisis han estado acompañadas de expansiones monetarias, independientemente de su causa primaria (shock externo o interno, o políticas expansivas); sin ellas, las presiones inflacionarias y devaluatorias no se traducen en inestabilidad generalizada. Por ello, algún tipo de regla que limite estas expansiones contribuye decididamente a evitarlas. Sin embargo, las reglas monetarias no son la única forma de atacar el problema. También se puede implementar reglas fiscales o de manejo de shocks. La discusión está en cuales deben ser esas reglas, incluyendo las monetarias.
Los proponentes de la dolarización sugieren la más radical de todas: cortarle las manos monetarias al Estado y despojarlo de su capacidad de emisión de dinero. La idea es simple: eliminar la fuente de financiamiento inflacionario del déficit fiscal. Esto no elimina el déficit mismo, sino que obliga a una fuente más sana de financiamiento. Países dolarizados como Panamá han vivido con una inflación controlada pero no han logrado controlar de manera sostenida el déficit público. Adicionalmente, la dolarización reduce los llamados “costos de transacción” en la economía, específicamente los costos de cambiar de moneda para las transacciones internacionales; en otras palabras, elimina la tajada de los agentes cambiarios. Aunque los costos de transacción no deben ser subestimados, en especial en una economía pequeña y abierta como la dominicana en donde el intercambio comercial y financiero con el exterior tiene un alto peso, con frecuencia los proponentes de la dolarización los exageran. Sin embargo, la dolarización es una solución muy costosa, en particular porque elimina totalmente la política monetaria y por lo tanto quita la posibilidad de incidir en el ritmo de crecimiento de la economía a través de reducir o expandir los agregados monetarios y la tasa de interés; esta última es un importante determinante del nivel de inversión y del crecimiento. En un escenario de dolarización, el cambio en las tasas de interés se determinaría principalmente en el exterior y no habría posibilidad de incidir sobre ella y a través de ella sobre el ritmo de crecimiento económico. Cabe recordar que aunque a la laxitud de la política monetaria se le puede atribuir episodios de crisis severa, también hay que atribuirle el hecho de haber contribuido a recuperaciones económicas o a haber sostenido ritmos de crecimiento más elevados que determinados por la política fiscal, el comportamiento del consumo o el del sector externo.
Otra solución menos radical y comprometedora es un tipo de cambio fijo. En cierto sentido, esta solución no está muy alejada de la dolarización en la medida en que contribuye de manera importante a la estabilidad de precios y, si el régimen es de libre convertibilidad, tiende a que los agentes económicos sean indiferentes entre la tenencia de pesos y de dólares. Sin embargo, sostener un tipo de cambio fijo puede implicar subordinar una significativa parte de la política económica a ese objetivo. En ese escenario, la única misión del Banco Central es garantizar que los niveles de las tasas de interés y de la oferta monetaria aseguren ese objetivo, sin importar las consecuencias sobre otras variables como el crecimiento económico y el empleo. En sentido estricto, el país no se queda sin política monetaria, pero el sentido fundamental de ella pasa a ser la defensa de la tasa de cambio. Incluso la política fiscal podría verse condicionada a la política cambiaria. Adicionalmente, hay que sumar el costo en reservas que podría tener un tipo de cambio fijo.
Finalmente, si el tipo de cambio fijo no logra alinear plenamente la inflación doméstica con la internacional, o dicho de manera más simple, si como es esperable, la inflación en el país continúa siendo mayor que la de los Estados Unidos, la tasa de cambio se sobrevaluaría gradualmente, afectando el desempeño exportador, y en algún momento el régimen terminaría colapsando.
Mecanismo de autodestrucción
En resumen, un tipo de cambio fijo es también muy costoso en la medida en que el resto de los objetivos de política (incluyendo el crecimiento y el empleo) tienden a quedar subordinados a mantener la tasa de cambio. Además, como el propio Canto plantea aunque de forma más general, en el contexto de un país como la República Dominicana, un sistema de tipo de cambio fijo contiene un mecanismo de autodestrucción debido a la eventual sobrevaluación del peso.
En una economía pequeña y abierta como la dominicana, la estabilidad (no la inamovilidad) del tipo de cambio es deseable debido al fuerte impacto que tiene una devaluación sobre el nivel de precios. La pregunta es cómo lograrla sin pagar los altos costos de imponer una rígida camisa de fuerza a la política monetaria como implicaría la dolarización o un régimen de tipo de cambio fijo.
Las opciones son diversas, pero lo que tiene que quedar claro es que todas pasan por la construcción de instituciones monetarias y fiscales sólidas, no por la renuncia a ellas. Después de todo, renunciar a la construcción de instituciones económicas sólidas no está muy lejos de renunciar a la construcción de un efectivo sistema de justicia, de instituciones de protección del medioambiente o del ejercicio mismo de la soberanía. Todas las opciones pasan por un fortalecimiento de las instituciones fiscales que evite la generación de déficit insostenibles; todas pasan por el diseño y puesta en marcha de mecanismos de amortiguamiento de los shocks que funcionen, y todas pasan por el desarrollo de efectivos mecanismos de articulación entre las diferentes áreas de la política económica, incluyendo pesos y contrapesos que le brinden integralidad a la política económica. Esto incluye reducir las vulnerabilidades de la política monetaria a los objetivos fiscales pues esto tiende a monetizar el déficit; pero también incluye evitar la subordinación de la política fiscal a los objetivos monetarios. No se trata de impermeabilizar la política monetaria del resto de las políticas como lo pretende la ortodoxia monetaria (de allí su obsesión con la total autonomía del Banco Central y/o con la dolarización), porque lo que eso implica, como se dijo antes, es matar otros objetivos. Se trata de armonizar los objetivos de política y los instrumentos, incluyendo las metas de inflación, tipo de cambio, crecimiento, empleo y distribución.
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