El proceso de construcción de la identidad que se ha producido desde la fundación del Estado y la nación dominicana ha supuesto una sobrecogedora reducción de una cultura cuya heterogeneidad, desde los orígenes, fue negada por el discurso oficial. De ese modo, la élite gobernante ha moldeado la identidad por descarte: separó “la paja del grano”. Ese “grano” constituía la esencia de la élite, que por la historia misma del proceso colonizador vio en Europa, particularmente España, todas las virtudes y expectativas de gratificación que esperaba para satisfacer su yo ideal. Por supuesto, para constituirse mediante el distanciamiento tuvo que crear un molde y, en consecuencia, deshacerse de las impurezas, de la “paja” era tarea fundamental; y al pasar por el cedazo, del material primigenio fueron desechados fundamentales fragmentos de la identidad.
Lo que salió, después de un vergonzante cocido histórico, fue un producto homogenizado en el que la diversidad perdió la batalla. Ese molde de la identidad imaginada nos hizo blancos, católicos y culturalmente europeos. Obviamente, una construcción con todos los dispositivos de la ritualidad que la legitimaba implantaba en el imaginario colectivo el desprecio e intolerancia hacia lo que no encajaba con el modelo, incluyendo, claro está, a ese “otro” interior de ciudadanía conculcada. En la era de Trujillo toda esa ritualidad se exacerba y el pensamiento oficial funde nación con patria; recrea la historia como sentimiento de desquite; visibiliza al enemigo externo, le asigna un color, una raza, unos orígenes distintos; suspende en el tiempo el peligro que representa para la soberanía y renueva la noción de “espacio vital”, articulándola discursivamente con la inminencia de la invasión pasiva. En esa lógica no basta un Estado fuerte con relación al vecino, se precisa también una nación alerta y dispuesta a movilizarse ante la contaminación de culturas primitivas: ¡creamos nuestros propios bárbaros! Desde la perspectiva de los estudios sobre migración, abordar los fenómenos identitarios y culturales en general ha revelado la obsolescencia de algunas categorías que sobre la identidad nacional hegemonizaron los contenidos de los paradigmas con los que se abordó la problemática.
Una de las nuevas nociones más reveladoras es la denominada transnacionalidad. Con ella, en más de una ocasión hemos afrontado la tarea de develar la existencia de espacios y prácticas transnacionales en la diáspora dominicana asentada en los Estados Unidos, particularmente en las ciudades de Nueva York y Boston. En esta ocasión describiremos algunas de sus características, comparándolas con los asentamientos de dominicanos en España, específicamente en Madrid. Con ello pretendemos, más que encontrar respuestas, abrir otros signos de interrogación sobre la construcción de la identidad dominicana en espacios y circunstancias diferentes.
A Estados Unidos y España
Los flujos migratorios de dominicanos hacia Estados Unidos y España tienen diferencias y similitudes en el orden temporal, espacio geográfico, perfil demográfico, composición social, referentes culturales y en el campo de las expectativas que motivan los desplazamientos. Semejanzas y diferencias que, situadas analítica y contextualmente, nos evitarían homogenizar una realidad compleja y de variadas determinaciones. La multiplicidad de los actores y sus roles se expresa en la pluralidad y la naturaleza de los escenarios de la interacción social. En el caso de la migración dominicana hacia el territorio continental de Estados Unidos y España, la primera diferencia importante es la temporal: mientras la primera alcanza la categoría de “estadísticamente significativa” en la década de los setenta, la segunda deja la fase de goteo a partir de la segunda mitad de la década perdida, la de los ochenta. Y aunque en ambas lo económico es un factor motivacional, se desencadenan por estímulos distintos de sus respectivas sociedades receptoras. En el caso estadounidense, el estímulo se sitúa en el ámbito de lo político: su estrategia de desarrollo y consolidación de un Estado articulado alrededor de sus intereses neocoloniales pasaba por la fractura de una sociedad nacional, que por los efectos de la intervención militar en la República Dominicana en 1965 arrastraba un “preocupante” sentimiento de rechazo, particularmente en las capas medias y en los sectores populares urbanos. De ese modo, la política migratoria se concibió como un componente de una dominación más general, abriendo la frontera para que se conociera el lado amable del imperio. En relativamente poco tiempo, en el imaginario colectivo dominicano, la idea de un Estado interventor fue desplazada por la de la “tierra de las oportunidades”
En el caso español, en septiembre de 1966 el gobierno de entonces suscribió con el dominicano un acuerdo de supresión de visados que evidentemente facilitó el ingreso de ciudadanos dominicanos a su territorio, induciendo la migración, pero focalizado principalmente en estudiantes y profesionales recién graduados, especialmente de odontología, profesión demandada por el Estado español. De ese modo, una misma coyuntura política (posbélica) es el escenario de dos tipos diferenciados de flujos migratorios estimulados por las agendas e intereses nacionales de los países receptores. En ambos casos, explicar las migraciones desde las ópticas de la pobreza y la racionalidad económica de los sujetos resulta insuficiente. A la semejanza de tiempo en que se estimula la migración de dominicanos desde un ámbito de decisión supraindividual, se le anteponen, como diferencias, el perfil sociodemográfico, su número y la localización geográfica interna en el país de origen, signando las especificidades distintivas entre una y otra. En cuanto al número, la diferencia es relevante. Mientras en la actualidad se estima que alrededor de un millón de dominicanos viven en Estados Unidos, en España ese número apenas rebasa los 60,000 (los que residen legalmente) sin que se estime para el futuro una explosión masiva, aunque sí un incremento importante.
La política migratoria del Estado español permite avanzar esa hipótesis –especialmente la imposición del visado en 1993 y la acreditación de recursos económicos para el acceso a su territorio, que data de 1999–. Esto, a pesar de la escalada alcista que se vivió en 1998 y 1999 como resultado de la puesta en vigor dos años antes de un reglamento para la vieja Ley de Extranjería (1985) que flexibilizaba los requisitos de ingreso vía permiso de trabajo y favorecía la reagrupación familiar. Esta estrategia, al tiempo que reducía las posibilidades del ingreso ilegal, favorecía el control y la regulación de los flujos migratorios al margen de lo estipulado por España a partir de sus necesidades de mano de obra claramente tipificadas.
La transnacionalidad
En la era de la globalización, el libre flujo de mercancías y bienes culturales se desterritorializa, borra las fronteras nacionales y las identidades asociadas a ellas, así como también la relación entre política y cultura. El Estado-nación va perdiendo progresivamente su naturaleza político cultural, cediéndole a lo político-institucional, de función administrativa-regulatoria, tanto en el ámbito económico como en el de conflictos entre actores y clases sociales. Sin embargo, la pretensión homogenizante de la creación de una cultura única a escala planetaria choca con procesos de resistencias; pueblos históricamente oprimidos emergen, visibilizan sus identidades en un contexto internacional y hasta se relacionan para resistir los embates “civilizadores” del nuevo orden.
Por supuesto, como lo percibo, ese proceso contestatario, contracultural, es discontinuo, desigual y no combinado, lo que, por demás, no nos puede inducir a olvidar que el propio Estado-nación es un creador y reproductor de alteridades, de diferenciación social, étnica y cultural. Pero no hay dudas de que a pesar de que las fuerzas globalizadoras derriban las fronteras nacionales para el flujo de las mercancías al tiempo que regulan el flujo de la fuerza de trabajo hacia los países del capitalismo central el importante incremento de los flujos migratorios, particularmente en la dirección Sur-Norte, produjo un vaciamiento de las categorías y los paradigmas con que antiguamente se los estudiaba.
En la actualidad, el reconocimiento de la complejidad de los fenómenos migratorios obliga a desdeñar explicaciones monocausales que predominaron en las ciencias sociales en determinadas etapas de su desarrollo, como son los casos de los enfoques centrados en lo económico, el modelo expulsión-atracción, efecto-demostración, etcétera.
De igual manera, la aparición de nuevas prácticas entre los inmigrantes obliga a desbordar la explicación del asimilacionismo, muy en boga en la sociología norteamericana. Este enfoque preconiza –como una especie de destino manifiesto– la necesidad del inmigrante de incorporar los patrones culturales y sociales de la sociedad receptora para poder ser asimilado a la misma.
En contraposición al de asimilación, el concepto de “campo social transnacional” da cuenta de comunidades de inmigrantes que mantienen vínculos con sus países de origen. En 1994, Linda Basch y sus amigas plantearon que los inmigrantes, lejos de asimilarse, mantenían relaciones sociales en ambos lados de la frontera, construyendo un espacio social transnacional, es decir, “[…] el proceso a través del cual los migrantes forjan y sostienen múltiples relaciones sociales que vinculan a sus sociedades de origen con las de llegada. Denominamos a este proceso como transnacional para enfatizar que muchos migrantes construyen campos sociales que cruzan los bordes geográficos, culturales y políticos. A los migrantes que mantienen y desarrollan múltiples relaciones familiares, económicas, sociales, organizacionales, religiosas y políticas, los llamamos ‘transmigrantes’” (Basch, Linda et al.: 1994).
Prácticas transnacionales
En el estudio que hiciéramos sobre la transnacionalidad, encontramos que en la comunidad dominicana en Estado Unidos están presentes prácticas transnacionales económicas muy arraigadas, tanto en el sentido estrecho como en el amplio. Ciertamente, se constata la existencia de un mercado binacional: un número importante de dominicanos tiene empresas en Estados Unidos e invierte en la República Dominicana, particularmente en el área de los servicios, el comercio detallista, la construcción y en “remesadoras” ligadas a casas comerciales. De igual manera, el estudio reveló la existencia de un comercio transnacional informal (viajes personales para abastecerse de mercancía en Estados Unidos y venderlas en la República Dominicana, viajes circulares de personas que compran y venden en ambos países, etc.), lo que nos hace pensar en estrategias familiares de supervivencia vía ingresos complementarios.
Pero también encontramos prácticas transnacionales en el campo político. Por un lado, los partidos políticos dominicanos estrechan relaciones con la diáspora e intensifican el activismo político; por el otro, más dominicanos residentes en Estados Unidos se incorporan a listas de elegibles para cargos congresuales en su país de origen. La posibilidad de votar en el extranjero es un claro indicador de la actividad y el crecimiento de las prácticas políticas transnacionales. Nuestro estudio también constató la existencia de actividades transnacionales en los campos cívico-social y el cultural. En el primero predominan lo que a mi juicio son extensiones, ampliación del territorio, prácticas asistenciales y de ayuda mutua, tan enraizadas en la sociedad de origen. Me refiero a un número importante de asociaciones creadas en determinadas ciudades de Estados Unidos para apoyar a comunidades en la República Dominicana. En sentido inverso, en el país se incrementan las asociaciones integradas por quienes volvieron y que operan como redes de socialización y vínculos con la diáspora.
En lo cultural, las prácticas transnacionales más destacadas las encontramos en los campos de la música, el deporte, la producción literaria en particular y la intelectual en general, cuya vanguardia reflexiona y reinventa inéditas aproximaciones para entender la identidad dominicana en los espacios desterritorializados y la hibridez cultural. Entre los elementos que gravitan en la construcción de la identidad fuera del Estado-nación, parece que la fortaleza de los vínculos con la sociedad de origen opera como resistencia a los procesos de aculturación o asimilación, estimulados por las élites de la sociedad receptora. El estudio de Jorge Duany concluye en que la diáspora dominicana de Nueva York desveló una verdad que tal vez derrumba prejuicios instalados en el imaginario colectivo de quienes residen en la isla: la comunidad dominicana de esa ciudad es un grupo persistentemente ético y no asimilacionista. Más que otros grupos latinos, los dominicanos producen su país imaginado, reproduciendo su vida en la isla en los espacios donde están demográficamente segmentados en la ciudad de Nueva York.
Pero esa construcción constante de identidad no transcurre igual en las diferentes generaciones. En el caso dominicano, la fijación de expectativas respecto a la sociedad de origen, la frecuencia de sus vínculos directos y el deseo del retorno independientemente del nivel de favorabilidad coyuntural suelen ser más acentuados en la primera generación que en las subsiguientes. La segunda generación, por ejemplo, crea su propia versión de la identidad, atenuando el poder simbólico de los valores con que fueron educados en el seno de la unidad familiar e incorporando elementos culturales de la sociedad estadounidense, pero sin perder los principales referentes culturales que los diferencian y singularizan respecto a los demás. Por otro lado, nuestras indagaciones sugieren una propensión de la diáspora dominicana a asimilarse a una identidad panétnica: la hispana, pero sin reemplazar la identidad nacional y reconociendo los conflictos y tensiones de otros grupos con lo que comparten esa denominación asignada por la sociedad y el país receptor.
En España
Debo destacar la ausencia de estudios específicos sobre transnacionalismo en la diáspora dominicana en España. Aún así, y amparados por declaraciones de algunos de sus miembros, hasta el momento el campo transnacional se reduce al envío de remesas, actividad que no requiere movilización transfronteriza frecuente de los sujetos. En el ámbito cultural, particularmente en lo referente a la ciudadanía y la identidad, nuestro trabajo exploratorio arrojó, entre otras cosas, lo siguiente:
1. Los dominicanos de primera generación residentes en la ciudad de Madrid mantienen fuertes vínculos con el país de origen, identificándose con su cultura matriz. Esto es un elemento común a toda migración.
2. Sin embargo, las transformaciones culturales de la diáspora apuntan a un proceso de aculturación parcial. La imagen que tienen sobre la sociedad receptora, los beneficios obtenidos, las nuevas habilidades laborales, hábitos, y hasta el cambio de conducta ante las eventualidades implican una atracción importante por la cultura posmoderna de los madrileños. Esto, a pesar del racismo y la discriminación que reconocen que existe.
3. Aunque la procedencia de familias frágiles o escindidas no favorece el fortalecimiento en el tiempo de lazos identitarios fuertes con la sociedad de origen, la última oleada de reagrupamiento familiar podría revertir el proceso, acentuando la etnización que se inicia en el grupo primario de la familia, paso previo a la identidad étnica.
4. Pero la identidad étnica se adquiere interactuando con otros grupos y, en el caso de la diáspora en España, se debate entre las fuertes relaciones primarias (familia ampliada, prominencia de las relaciones sociales entre amigos dominicanos, etc.) y el entorno multiétnico de la sociedad madrileña.
5. Si a lo anterior le agregamos la ausencia de sólidas instituciones económicas, políticas, sociales y culturales (que como en el caso de la diáspora en parte de los Estados Unidos ha repercutido en la formación de un sentido de pertenencia que las fronteras nacionales no pueden borrar), asimilarse linealmente a la cultura y sociedad española puede ser un escenario que no debemos dejar de considerar.
6. Finalmente, el cuadro anterior sirve para explicar la inexistencia de fuertes redes transnacionales, otro distintivo importante con la diáspora en Estados Unidos.
¿Y de la identidad, qué?
Coincido con García Canclini en el sentido de que toda identidad tiene un relato y, como tal, se necesitan relatores y los medios para difundirlo. En estos últimos años, el relato fundacional conservador de la identidad dominicana tiene nuevos relatores y también nuevos canales para instalarse. La escuela, la familia, las actividades confesionales, fueron gradualmente sustituidas por otros medios de socialización más efectivos. De la radio pasamos a la televisión, y los estertores de la posmodernidad terminaron arropándonos con multimedia, telefonía digital, computadoras, televisión por cable y unos noticieros que nos convencen de que la realidad es lo que se ve. Este rebrote conservador persiste en la negación de reconocer la validez y legitimidad de la pluralidad de los sistemas culturales y la dinámica de las relaciones interétnicas; insistiendo en regatearle ciudadanía a minorías en el propio territorio, alimentando los prejuicios. Es mucho más que eso esta vez; se niega aberrantemente la posibilidad de construir nacionalidad transfronteriza. Este nuevo relato de la identidad insiste también en la lengua y la religión como principales vehículos de la identidad, precisamente en un mundo secular y de lenguas que se conectan, relacionan, resisten y se readecuan.
En el caso de los dominicanos de Estados Unidos y España, el supuesto de que la lengua compartida es un vehículo facilitador de la integración pierde su valor absoluto. Como lo pierde la presunción del catolicismo en el momento mismo del nacimiento. Hace falta más que eso para entender la lógica de funcionamiento en la que coexisten en un mismo grupo diversos códigos culturales, incluso en una misma persona. La lengua, la religión, etcétera, apenas son elementos que se cruzan en el mundo multiétnico, heterogéneo, en el que el sujeto necesita fijar pero al mismo tiempo trascender los limitados marcos de una identidad anclada en el Estado Nación, insuficientes para resistir y perpetuarse. Parecería que la constitución de sólidas redes sociales en la diáspora permite una construcción más fluida de los procesos identitarios, potenciando una reconstrucción novedosa de lazos de convivencia y solidaridad que en el territorio original no pueden darse en toda su extensión e intensidad. La diáspora dominicana de Estados Unidos, aun cuando cada día se parece más en su estructura sociodemográfica a la de la isla, no reproduce el mismo tipo de interacción entre sus miembros. Las distancias sociales tienden a atenuarse, se desdibujan en la medida en que se comparte un estigma común impuesto por la sociedad receptora.
Así, las redes, como campos transnacionales, elaboran una narrativa de la identidad que no puede hacer el individuo en solitario en esa lucha entre resistencia y hegemonía. Pero para que las redes existan como comunidades, en este caso étnicas, el tiempo, la geografía del nuevo territorio y la experiencia acumulada en la vida cotidiana son requisitos imprescindibles en la apertura de un campo de acciones simultaneas en pro de apropiarse de los beneficios (materiales, espirituales, culturales, etc.) que los conducen a superiores estadios de ciudadanización, tanto en la sociedad receptora como la de origen. De ese modo, la construcción de una identidad transnacional, es decir, políglota, diversa, dinámica en su estructuración; creadora de sentido y cohesionada alrededor de un consenso para la inclusión que le fue negada en el Estado-nación, encuentra la(s) manera(s) de expandirse, sintetizándose en una nueva y más fructífera realidad.
En España, todo ese proceso pasa por dificultades y amenazas. El tiempo perfilará las condiciones para que un nuevo componente de la identidad nacional pueda o no sembrarse y reproducirse. Y digo esto porque todavía no se constata una tendencia sólida a la etnización, esencial para la producción de sentido. Y la etnización por sí misma no construye identidad cultural, es sólo un componente de base. Para que suceda se necesita la movilización social, como la concibe Castells: “[…] la gente debe participar en movimientos urbanos […] mediante los cuales se descubren y defienden los intereses comunes, se comparte en cierta medida la vida y puede producirse un nuevo sentido” (Castells: 2003). Las experiencias fragmentadas no producen identidad; es necesario (rehacer una nueva síntesis, una unidad en la diversidad que reincorpore los fundamentos constituyentes primordiales de la identidad; reescribir una incluyente narrativa de la misma, que se apropie de los contenidos y códigos culturales que producen sentido fuera de la frontera nacional; reconstruir el Estado con identidades culturales abiertas y a partir de las experiencias intersujetivas. Sería un paso de la comunidad imaginada a la identidad posible. Creo que las redes transnacionales juegan un rol protagónico en la cristalización de este tipo de construcción identitaria, pero redes que en un proceso complejo y contradictorio se constituyan en comunidades que potencien los vínculos con la sociedad de origen hasta convertirse en un componente de la misma comunidad.
Bibliografía
Basch, Linda, Nina Glick Schiller y Cristina Szanton Blanc, Nations Unbound. Transnacional Projects Postcolonial predicaments and deterritorialized Nation-states, Estados Unidos, Gordon and Breanch Science Publishers, 1994. Castells, Manuel, El poder de la identidad, segunda edición, Alianza Editorial, 2003. Dore, Carlos y Carlos Segura, “Un examen de los patrones sociales de los emigrantes y de la construcción de su identidad”, Global, vol. 1, núm. 1, 2004. Dore, Carlos y Laura Faxas, “Identidad, ciudadanía e integración de los dominicanos en España: un estudio exploratorio”, Caribbean Studies, vol. 32, núm. 1, 2004. Duany, Jorge, “Reconstructing Racial Identity: Ethnicity, Color, and Class among Dominicans in the United Status and Puerto Rico”, Latin American Perspective 25 (3), 1998. García Canclini, Néstor, Consumidores y ciudadanos: conflictos multiculturales de la globalización, México, Grijalbo, 1995.
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