Celebro, al igual que millones de televidentes, la calidad de diversas series que se transmiten en todo el mundo. Frutos de amc, hbo, bbc, Netflix, canal + y de otras compañías más no dejan de sorprendernos por la intensidad de sus actores, la potencia de sus guiones, la pulcritud de su realización y el cuidado de sus escenografías. ¿Son series, o películas que duran decenas de horas? ¿Charles Dickens sería actualmente un célebre guionista de hbo? ¿Los cineastas encuentran mayor libertad creativa en estos productos televisivos? Estas y otras preguntas aparecen con frecuencia cuando sale el tema a colación.
Debo confesar que, comparándome con mis amigos, soy un «consumidor» bastante regular de todas estas series exitosas de la actualidad. Espero con impaciencia el estreno de cada temporada de The Walking Dead, me dejó boquiabierto True Detective y aún recuerdo con entusiasmo varias de las escenas de Band of Brothers. Sin embargo, sigo buscando pretextos para no comenzar Breaking Bad, House of Cards o Game of Thrones, no por pereza ni por pretensión, más bien para evitar caer hipnotizado y decidir que otro capítulo bien vale la pena aunque el reloj marque ya las cuatro de la mañana. Este número en que la revista Global aborda algunas de las series más exitosas de los últimos tiempos me ha parecido una buena ocasión para reflexionar sobre los programas televisivos que millones de latinoamericanos de mi generación miramos en la infancia y adolescencia, antes de que este torbellino de calidad hiciera acto de presencia en las pantallas. Al hablar con personas provenientes de otros países de América Latina, a uno como mexicano le sorprende que, en el fondo, todos vimos contenidos televisivos muy parecidos en los años 80 y 90. Por una parte, disfrutamos casi con los mismos programas de la televisión estadounidense (con pésimas traducciones, por cierto, donde los detectives hablaban con acento madrileño o con el del habitante de la Ciudad de México, aunque la historia tuviera lugar en Chicago). Por la otra, el poder de Televisa es incontestable. Panameños, dominicanos, salvadoreños, colombianos y, obviamente, los hijos de Aztlán observamos cientos de horas los contenidos realizados por la empresa propiedad de la familia Azcárraga.
Los hubo de todo tipo: programas excelentes, otros sumamente grises y algunos lamentables, pero todos ellos nos acompañaron en esas épocas de crisis económica generalizada, de acciones autoritarias y vientos de democracia, de mojigaterías y rebeldía. Los departamentos de comunicación y de los denominados cultural studies en las universidades han producido abundantes materiales sobre la relación entre los contenidos televisivos y los comportamientos sociales. Se ha evocado en innumerables ocasiones el poder de la televisión para difundir todo un conjunto de valores (nefastos y encomiables). No pretendo en este texto recurrir a sesudos estudios ni abrumar con datos y larguísimas citas de reconocidos teóricos. Propongo más bien un nostálgico viaje al pasado televisivo; a esa época cuando alguna tía aún conservaba una televisión en blanco y negro, cuando había que tocar permanentemente las antenas con los dedos para obtener la mejor resolución y la mayoría de nosotros estábamos condenados a mirar solo tres o cuatro canales disponibles en señal abierta, a menos que tuviéramos algún vecino triunfador en los negocios o en la política, para que nos invitara a disfrutar con los cientos de posibilidades de una antena parabólica. Algunas ciudades ya contaban en ese entonces con sistemas de cable; otras (como la mía) tuvieron que esperar largos años.
Gringolandia desde la televisión
Los latinoamericanos de mi generación crecimos en un principio con programas estadounidenses que llegaban con retraso a nuestras pantallas. Tal vez esto se debía a las largas jornadas de doblaje o a los engorrosos trámites para obtener los derechos de difusión. Nunca supe la respuesta exacta. De esta manera, series de los años 60 y 70 se proyectaban con frecuencia en los años 80 y 90. La tecnología había avanzado, pero uno con la candidez de la infancia– se preguntaba por qué los gringos seguían utilizando viejos teléfonos y lucían peinados pasados de moda. Mi bella genio (I Dream of Jeannie), con esa rubia ocurrente; Patrulla motorizada (Chips) y esas motocicletas que custodiaban las calles angelinas; El superagente 86 (Get Smart), como parodia de Bond, y otros ejemplos más dan cuenta de esos primeros programas de la niñez. Debo reconocer que me llamaba la atención que en esas emisiones los barrios estadounidenses tuvieran siempre casas idénticas, donde no faltaba la podadora y sobre cuyas aceras los niños aprendían sus primeras lecciones de finanzas vendiendo limonada en el verano. Estados Unidos aún se encontraba en esa guerra gélida en contra de los Darth Vader soviéticos, así que había que mostrar músculo y balas a los televidentes, como una forma de tranquilizarlos ante potenciales amenazas.
El auto increíble (Knight Rider), con ese bólido capaz de ir solito al supermercado; Magnum P.I., que contaba las aventuras del bigotón Selleck, y MacGyver, con sus grandes conocimientos técnicos, nos hacían disfrutar con las escenas de acción y, al mismo tiempo, preguntarnos por qué nuestros policías y detectives no eran enviados al país de Rambo para recibir una sólida formación. Entre los programas de acción de esos años reconozco dos como mis favoritos. Años después supe que detrás de ellos estaba Michael Mann, un cineasta que venero (Thief, Manhunter, Heat, The insider, Collateral). Me refiero a Historia del crimen (Crime story) y a Miami Vice, donde por cierto nunca comprendí cómo un policía podía tener Ferrari, yate, ropa de marca y un caimán como mascota. Fuera de los territorios de la acción, los programas de la televisión estadounidense tenían como género recurrente las comedias de enredo o de situación (sitcoms) dentro de una familia o entre un grupo de amigos. Una de las series pioneras de este tipo fue La hora de Bill Cosby (The Cosby Show), protagonizada por aquel comediante tan bonachón a primera vista, aunque recientemente nos hemos enterado de que es un malnacido. Luego las risas llegaron con un extraterrestre ocurrente (Alf ), con aquella familia que nos enamoró a todos en Los años maravillosos (The wonder years), de la mano de La niñera (The Nanny), entre otros ejemplos más.
Las complicidades entre distintos amigos también tuvieron gran éxito entre los televidentes, aunque no todos estos programas tuvieron necesariamente la misma calidad. El bar bostoniano ofrecía buenos momentos (Cheers), los camaradas neoyorquinos se volvieron un clásico (Seinfield) y la frivolidad también tenía sus seguidores (Friends). Igualmente, la maquinaria televisiva estadounidense produjo en esos años emisiones de buena calidad donde se abordaba lo misterioso y lo sobrenatural, tales como El caminante (The Hitchhiker), Los expedientes secretos X (The X-Files) y una interesante nueva versión de La dimensión desconocida (The Twilight Zone). Así, a las historias de terror contadas por nuestros primos más longevos se agregaban también relatos de monstruos, extraterrestres y juguetes malditos gracias al televisor. Las series de hoy tienen mucho mérito, pero este no disminuye en nada si uno evoca el hecho de que muchos de sus contenidos ya se estaban cocinando en la televisión hace varias décadas. De igual manera, una larga lista de sus artesanos (actores, directores, productores, técnicos) dio sus primeros pasos en esos sets televisivos para después dar el salto a la pantalla grande y, con los años, volver a la televisión. Pero en los televisores de América Latina no todo provenía de los Estados Unidos. Países como Argentina y Venezuela exportaban sus contenidos, aunque nadie lo hizo con la fuerza de la industria mexicana. Aceptemos los mexicanos el reconocimiento por los programas de calidad y bajemos la mirada por aquellos caracterizados por la limitada manufactura, la repetición y la poca profundidad.
«Mi comedia»
Nada más latinoamericano que las telenovelas. Escritores como Carlos Monsiváis y Néstor García Canclini se interesaron desde hace décadas por este fenómeno televisivo, cuyas raíces se encuentran en la radionovela, el melodrama fílmico mexicano y la literatura rosa. Finales que provocan altísimos ratings, actores que son insultados en la calle porque les tocó el papel de malos en la trama, bebés bautizados como Gonzalo Leopoldo o Marimar, abuelas que no se pierden un solo capítulo (la mía decía: «Ya va a empezar mi comedia»), han sido consecuencia de tantos culebrones. La fórmula del éxito de estos productos televisivos siempre me ha intrigado. ¿Cómo es posible hacer un remake del remake de un remake de la historia de Cenicienta en pleno centro histórico de la Ciudad de México, o vender a los televidentes la enésima versión de Romeo y Julieta teniendo como escenario la periferia de Caracas? Lo cierto es que los latinoamericanos crecimos con estas historias (de manera directa o indirecta) y las conocemos con minuciosidad. Recuerdo que en mi infancia y adolescencia muy pocas de las telenovelas programadas en televisión no eran mexicanas. Me vienen a la mente dos excepciones: la colombiana Café con aroma de mujer y Tieta, la brasileña transmitida a altas horas de la noche y que a veces dejaba entrever escenas subidas de tono, para beneplácito de las inquietas hormonas de los adolescentes. Y hablando de excepciones, México comenzó a vivir en los años 90 un cierto destape en algunas de sus telenovelas, la mayoría bajo el sello de Argos, una compañía que producía contenidos para la naciente TV Azteca, y cuyos guiones provenían de Colombia. Ejemplos de ello fueron Mirada de mujer, donde un joven periodista vivía un romance con una señora que le doblaba la edad, y La vida en el espejo, en la que se abordaban temas como la homosexualidad y el consumo de drogas.
«Sana (y casi siempre llana) diversión»
A lo largo de los años 80 y 90, la televisión mexicana presentó programas de todo tipo: concursos, infantiles, dramáticos (muy parecidos a los formatos de telenovela, como el insufrible Mujer: casos de la vida real) y, sobre todo, humorísticos. Después de las telenovelas, las emisiones de humor fueron las más exportadas al resto de los países latinoamericanos. A principios de la tarde, el rating estaba dominado por Paco Stanley y su programa, que, a pesar de cambiar frecuentemente de nombre, era básicamente lo mismo. Stanley fue ejecutado –en un crimen aún sin resolver– fuera de una taquería en 1999. En esa época gozó también de gran fama el que para mí ha sido el peor comediante mexicano de la historia: Jorge Ortiz de Pinedo. El éxito lo obtuvo gracias al programa Doctor Cándido Pérez, que no sé cómo diablos provocaba carcajadas en vez de sonoras rechiflas. Y de igual manera en esos años, Luis de Alba, un cómico de grandes recursos pero muy irregular, presentaba una serie de personajes entre el humor y la crónica urbana, distinguiéndose entre ellos El Pirruris (un júnior muy mordaz) y Juan Camaney (un galán de barrio). Televisa inundó la pantalla chica con contenidos que en muy pocas ocasiones servían para criticar el statu quo. Sin embargo, una de las pocas excepciones fue posible debido a la creatividad de Héctor Suárez, el comediante más talentoso de su generación. Suárez gozaba de una larga trayectoria en el mundo del cine y en algunos programas televisivos, pero gracias a ¿Qué nos pasa? su fama creció como la espuma dentro y fuera de México. Los personajes de Suárez subrayaban los rasgos menos amables de los mexicanos (complejos, abusos, alergias a la ley, malinchismo). Algunas de estas caracterizaciones forman ya parte de la cultura popular, tal es el caso de «El no hay», El Flanagan y El Destroyer. Héctor Suárez tuvo que abandonar Televisa a principios de los años noventa, ya que sus recursos humorísticos no concordaban con la mentalidad de los directivos de la empresa.
Shakespeare pequeñito
Justicia obliga: no ha habido programa de la televisión latinoamericana más famoso que Chespirito, sobre todo gracias a El chavo del ocho y El chapulín colorado. La emisión nació en 1971, y en 1973 comenzó a transmitirse al resto de América Latina. El último episodio se grabó en septiembre de 1995, aunque se siguen repitiendo por televisión las miles de horas de sus archivos. Chespirito tuvo impacto en la lengua popular latinoamericana, sus gags se recuerdan con facilidad, miles de niños quieren aún disfrazarse de sus personajes y entre sus fans se encuentran reconocidas figuras (Maradona, el primero de todos ellos). El responsable de tanto éxito fue Roberto Gómez Bolaños, quien comenzó en el mundo de la publicidad para después dar el salto a la televisión como guionista y actor. Grafómano de tiempo completo, escribió de igual manera guiones para cine, letras de canciones, poemas y una autobiografía. Pero no todo ha sido miel hacia este autor. En un texto publicado en la revista Etiqueta Negra, la mexicana Elda Cantú comentaba con atino que utilizamos las frases de Chespirito pero nos gusta renegar de su herencia. Hace menos de un año, cuando falleció Gómez Bolaños, se publicaron varios artículos donde se acusaba al comediante de representar los aspectos más conservadores de la sociedad mexicana y de haber fomentado una nula reflexión entre los televidentes.
De igual manera, salieron a colación las peleas entre miembros del elenco debido a temas relacionados con los derechos de autor (específicamente con los personajes de Quico y La Chilindrina). En esos momentos de turbulencia, recordé lo que alguna vez me contó un entrañable amigo peruano: su madre le prohibía mirar el programa porque según ella era un instrumento capitalista para idiotizar a las masas. Mi amigo, por supuesto, nunca se lo perdía. También hace poco me señalaba que era curioso que en El chavo del ocho aparecieran miembros de la sociedad alejados de la «normalidad» (para aquellos que sostienen que las familias deben contar siempre con mamá, papá, vástagos y perrito): un desempleado con hija (Don Ramón y La Chilindrina), una viuda con su retoño (Doña Florinda y Quico), un cartero solterón (Jaimito) y un niño que se buscaba solo la vida (El Chavo). La discusión queda abierta, por fortuna, pero es muy fácil echarle la culpa al antihéroe de las antenitas de vinil o al huérfano de la vecindad de todos los males de este mundo. Además, quien no haya visto El chavo del ocho que lance la primera piedra (o el primer televisor).
Lo de hoy (en inglés y en español)
La herencia televisiva de los latinoamericanos, queramos o no, es muy parecida. También lo está siendo la oferta en la actualidad. Conviene subrayar que, además de las series de países como Estados Unidos e Inglaterra, algunas más producidas en América Latina gozan de gran popularidad, tal es el caso de Mujeres asesinas, Los simuladores, Sr. Ávila, Capadocia y, con su sello tan distintivo, varias incluidas dentro del género conocido como «la sicaresca»: Escobar, el patrón del mal, La reina del sur, El cartel de los sapos, entre otras. El menú televisivo está servido. Sugiero algunos aspectos para tomar en cuenta: escuchemos los consejos de los amigos, dejemos de ver las series que no nos convenzan aunque los capítulos avancen y, de preferencia, optemos por las versiones en lengua original (en caso de que no provengan de América Latina, es mejor leer subtítulos que andar soportando voces que nada tienen que ver con el alma de los personajes). Las series actuales nos garantizan horas de diversión frente a la pantalla, aunque no hay que olvidar que una parte importante de nuestra educación sentimental (cursi o gallarda) fue moldeada por canciones, revistas, libros, películas, amores de colegio y, last but not least, esas tardes de infancia y adolescencia frente al televisor.
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