Revista GLOBAL

El Derecho a la Cultura: Derecho Humano Fundamental 

por Luis O. Brea Franco
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El 10 de diciembre de 1948 fue aprobada por la Tercera Asamblea General de las Naciones Unidas la resolución 217-A, iii, que proclama la Declaración Universal de Derechos Humanos. La Declaración se presenta “como ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse, a fin de que tanto los individuos como las instituciones, inspirándose constantemente en ella, promuevan, mediante la enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades, y aseguren, por medidas progresivas de carácter nacional e internacional, su reconocimiento y aplicación universales y efectivos, tanto entre los pueblos de los Estados Miembros como entre los de los territorios colocados bajo su jurisdicción”. En el inicio del texto se formulan siete consideraciones con las cuales se intenta delimitar el terreno sobre el cual se ha de levantar el edificio de los Derechos Humanos.

Se insiste allí que para alcanzar el reconocimiento y el ejercicio mundial de tales derechos, la comunidad internacional debe dirigir sus esfuerzos a fin de que sea reconocida por todos la dignidad intrínseca y la capacidad de tener derechos iguales e inalienables, a todos los miembros de la familia humana; se sostiene, además, que los Derechos Humanos deben de estar protegidos por el establecimiento de un régimen de derecho en el interior de las naciones, el cual debe proyectarse también a las relaciones internacionales; se establece, finalmente, que, para garantizar el ejercicio de tales derechos fundamentales, se hace imprescindible la instauración de un programa de desarrollo universal que promueva el progreso social y eleve la calidad de vida, objetivo que debería de alcanzarse desde un amplio marco de respeto a todas las libertades, capacidades y posibilidades humanas. Tales consideraciones significan que, desde el primer momento, para los redactores del documento, la conquista de los derechos se concibió esencialmente vinculada con el planteamiento y el despliegue de un programa de crecimiento humano integral de alcance mundial que permitiera a la humanidad como un todo avanzar hacia formas de vida y de convivencia más plenas, construidas en un mundo en el que debía imperar la paz, la justicia, la equidad, el progreso social y el pleno desarrollo humano integral. También se desprenden del preámbulo dos características novedosas que la Declaración incorpora frente a otras de su tipo formuladas en el pasado.

La primera es que, en ella, se establece como ámbito de verificación del cumplimiento de los derechos, no sólo el orden ético, y el jurídico-constitucional, que determina que la jurisdicción nacional, después de la ratificación de la Declaración por los Estados Miembros, debe garantizar su cumplimiento, sino que instaura una nueva instancia, esta vez de orden internacional, para verificar el reconocimiento, y la garantía que se ofrece, en general, a los seres humanos, de cualquier Estado en el ejercicio de los derechos que fundamenta. Establece, igualmente, en este mismo contexto, algo que constituye una novedad absoluta en ese momento, esto es, la necesidad de constituir un nuevo orden de cooperación internacional, en los ámbitos político, económico, social, cultural y científico, como fundamento para poder avanzar en la edificación del sistema de los Derechos Humanos que la Declaración proclama. La segunda característica que la distingue de todas las interpretaciones anteriores de los Derechos Humanos, es que, si bien en el plano de los postulados propone que el contenido de los derechos deriva de una necesidad objetiva, intrínseca e inherentes a la dignidad humana; esto es, que los derechos vienen concebidos como dotados de una carga de realidad inalienable; sin embargo, tales contenidos no vienen considerados como dados inmediatamente, como si se tratara de objetos naturales con los que podríamos encontrarnos colocados en medio de algún camino. La Declaración postula, ante todo -y este es el aspecto de mayor innovación- la posibilidad de poner en marcha un proceso de construcción de los derechos; se propone erigir, sobre los fundamentos ideológicos sobre los que establece la vigencia de los derechos humanos, un proyecto de vida, un proyecto que constituiría una posible forma de convivencia para la humanidad en su conjunto.

Luce que la Declaración adelanta, y se propone como objetivo, ser el comienzo de un proyecto constitucional humano universal, cuya finalidad sería la de constituir  una nueva humanidad centrada en sí misma, mediante el reconocimiento y la edificación de los Derechos Humanos. Tal proyecto se asume como “la inspiración más elevada del hombre”, como en la Declaración misma se señala. Es en tal contexto significativo donde se pretende edificar “el templo de los Derechos Humanos”, con una vigencia universal, del cual la proclamación de la Declaración constituye, como he dicho, la primera piedra. En diciembre de 1948, momentos previos a que fuera sometido a votación el proyecto de Resolución, tomó la palabra, para explicar a los miembros de la Asamblea General los alcances y la estructura del documento, el representante de Francia, René Cassin, quien fue uno de los principales redactores. Ahora, para situar los alcances y el contenido de la Declaración en un marco general, y poder indicar, brevemente, la coherente articulación de sus partes sustantivas, utilizamos la metáfora del templo que fue esbozada por el jurista francés en su ponderación ante los delegados de las naciones miembros. La Declaración está constituida, tal como fue concebida en aquellos momentos, por cuatro columnas o direcciones de derechos. Primero, se recogen y consagran los derechos inherentes a la persona: a la vida; a la libertad; a la seguridad; a la igualdad de consideración ante la ley; a la integridad física y espiritual. Luego, se asumen los derechos que corresponden al individuo en sus relaciones con los grupos sociales de que forma parte: el derecho a la intimidad; al matrimonio; la libertad de movimiento dentro de su país y en el extranjero; derecho a una nacionalidad; a la propiedad; el derecho de creencias o libertad religiosa. Posteriormente, se recogen los derechos políticos tales como la libertad de pensamiento y de reunión; el de elegir y ser elegido; el importantísimo derecho de tener acceso al gobierno y a los servicios que debe brindar a las personas la administración pública.

El cuarto orden corresponde a los derechos que se ejercen en el campo económico, social y cultural, es decir, los derechos que se derivan de las relaciones de trabajo y producción, y de los procesos de convivencia social, tales como el derecho al trabajo y a una justa compensación; el derecho a formar sindicatos; a la seguridad social; a la educación; al descanso, y el derecho a la cultura. Finalmente, René Cassin recalcó a los delegados que todo ello encontraba su remate, o para decirlo con sus palabras, “constituía el frontispicio del templo” erigido sobre los cuatro pilares que hemos, apenas, indicado, en el derecho a un orden social e internacional que pudiera realizarse plenamente mediante una convivencia en paz, equidad y libertad entre las naciones. La intervención del jurista francés pone en evidencia cuál había sido el origen cercano de la Declaración Universal de Derechos Humanos. En efecto, el 6 de enero de 1941, el presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, en un mensaje dirigido al Congreso de su país, en el cual intentaba trazar el esbozo de una “nueva sociedad mundial que habría de surgir” al terminar la devastadora guerra que azotaba el planeta en aquellos momentos, delineó el gran proyecto de un nuevo orden mundial, señalando como condición esencial para ello, que por parte de todas las naciones y todos los seres humanos, se reconocieran y garantizaran cuatro libertades, que calificó de fundamentales. Tales eran la libertad de palabra y pensamiento; la de creencias; la libertad del miedo, que hoy nosotros denominaríamos como el derecho a la paz y, la libertad de la necesidad, derechos estos últimos que hoy reconocemos como los derechos económicos, sociales y culturales, entre los que destacan los derechos a la educación y a la cultura. Hoy sabemos, por sus consecuencias, que las palabras del gran estadista estadounidense no cayeron en el vacío. Sin embargo, debemos señalar que a pesar de esta profunda influencia, los debates en el seno de la Asamblea no fueron fáciles. En 1948, el planeta se encontraba ya dividido en dos bloques hegemónicos, el bloque Atlántico liderado por Estados Unidos y Europa, y el bloque socialista, capitaneado por la entonces pujante URSS. Naciones Unidas reflejaba en su seno -no podía ser de otra manera- la división del mundo en bloques contrapuestos. Precisamente, en esos años, la Guerra Fría iniciaba sus escaramuzas.

Los países miembros de la ONU eran por aquel entonces 58. De ellos, 14 eran pro-occidentales; 20 latinoamericanos; seis socialistas; cuatro eran africanos, y 14 asiáticos. En esa época histórica los países en vías de desarrollo apoyaban al bloque occidental, por lo que el gran choque que se libró en el cónclave fue entre las democracias capitalistas y el conjunto de naciones guiadas por los principios del socialismo de corte marxista-leninista. Las naciones occidentales, en el curso de los debates, impusieron el peso de su liderazgo en la defensa de los derechos civiles y políticos, presentes en su tradición histórica y constitucional, e insistieron que tal era el contenido de los derechos que se habían de proclamar y defender. Sólo ante la negativa de los países socialistas y la insistencia del bloque de países latinoamericanos se aprobaron los derechos económicos, sociales y culturales, llamados también derechos de segunda generación. Este particular enfoque de los Derechos Humanos se centrará, en adelante, en el análisis de estos últimos derechos, específicamente e en el contenido y extensión del derecho a la cultura. A diferencia de los derechos civiles y políticos que implican para garantizar su cumplimiento y respeto que el Estado se abstenga de obrar, en el sentido que se comprometa a no violarlos mediante la acción pública, los derechos económicos, sociales y culturales son derechos programáticos de implantación progresiva. Esto quiere decir, que si bien hay disposiciones de inmediata aplicación, como puede ser el respeto al derecho a formar sindicatos, o el derecho a disfrutar de la libertad indispensable para poder crear, su cumplimiento depende fundamentalmente de la utilización, por parte del Estado, de los recursos disponibles y de que pueda efectuar los cambios estructurales e institucionales que específicamente se necesiten para facilitar su cumplimiento, respeto y garantía. Dicho en otras palabras, el respeto y la garantía de su cumplimiento conlleva un compromiso y un accionar proactivo, explícito, por parte del Estado; supone que el Estado asuma la obligación de hacer, de realizar acciones específicas: la necesidad de formular y aplicar coherentes políticas públicas para garantizar el respeto de tales derechos; implica la obligación de que el Estado impulse la creación de determinadas condiciones sociales, jurídicas, institucionales, administrativas y humanas, y que, al mismo tiempo, destine los recursos necesarios para que los servicios educativos, sanitarios, culturales, de seguridad social, laborales, etcétera puedan brindarse con óptima calidad a toda la población por igual. Frente a tales derechos, el cometido del Estado radica en el imperativo deber de dedicar, dentro de sus posibilidades económicas y financieras, los recursos necesarios para satisfacerlos. La inversión que realiza el Estado para facilitar el ejercicio de tales derechos se conoce como gasto público social. Mas, cabría preguntarnos ahora, para situarnos mejor en este tema: ¿Cuáles son, concretamente, tales derechos? Entre los primeros -los económicos y sociales- podríamos citar el derecho al trabajo y a su libre elección; el derecho a condiciones laborales justas; el derecho a la huelga; a formar e integrar sindicatos; a la seguridad social; el derecho al descanso y al ocio; a formar una familia y a contar con protección para ella; el derecho a un nivel de vida adecuado, y el derecho a gozar del más alto nivel de salud física y mental. En segundo lugar, enunciamos los derechos culturales: a la educación, esto es, a la instrucción universal y gratuita; el derecho a tener acceso y a participar en la vida cultural de la propia comunidad; el derecho a gozar de los resultados y facilidades que otorga a la humanidad el desarrollo científico y tecnológico; a beneficiarse de la protección de los intereses morales y materiales derivados de la producción científica, tecnológica y de la creación literaria y artística de que se sea autor. Antes de seguir adelante quisiera registrar aquí que la comunidad internacional, liderada por Naciones Unidas, con la finalidad de crear las “condiciones que permitan a cada persona gozar de sus derechos económicos, sociales y culturales, tanto como de sus derechos civiles y políticos”, aprobó, el 16 de diciembre de 1966, durante el transcurso de la vigésimo primera Asamblea General, la resolución 2200-A. Esta resolución viene conocida como el Pacto Internacional sobre los Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Entró en vigor el 3 de enero de 1976, de acuerdo a lo estipulado por su artículo 27, que se refiere a los mecanismos de su ratificación por los Estados Miembros. Nuestro país ratificó este pacto mediante Resolución del Senado de la República, No. 701, de fecha 14 de noviembre de 1977 -recogida en la Gaceta Oficial, No. 9455, del 17 diciembre del 1977.

En consecuencia, lo estipulado en este documento constituye norma vinculante tanto para los gobiernos que pudieran dirigir el Estado como para todos los ciudadanos e instituciones de la República Dominicana. Debemos ahora distinguir entre los derechos culturales propiamente dichos y el derecho a la educación. Este último se había venido caracterizando claramente en los años posteriores a la adopción de la Declaración; por ello, si estudiamos el Pacto detenidamente, podremos apreciar que ya al momento de su redacción se manejaba un amplio catálogo de principios de políticas educativas, y se habían definido los postulados esenciales para el funcionamiento de la educación en todas sus vertientes y niveles. A diferencia del derecho referido, el derecho a la cultura en sus delimitaciones fundamentales, aún se encontraba en proceso de definición a la fecha en que fue redactado el Pacto. Por ello, es necesario distinguir, cuando se habla del derecho a la cultura, en primer lugar, un sentido amplio, que comprende el derecho a la instrucción y a la educación, y, en segundo término, aparece otro ámbito, más estrecho, que constituye el núcleo del derecho a la cultura considerado en sentido estricto. No puedo, sin embargo, dejar de señalar aquí, que el ejercicio del derecho a la cultura se fundamenta en el ejercicio del derecho a la educación. El acceso a la cultura no es posible sino mediante un refuerzo básico del derecho a la instrucción. Empero, el derecho a la cultura desborda y trasciende, en lo esencial, el derecho a la educación. El Pacto Internacional se refiere expresamente a los derechos culturales en el artículo 15: 

1. Los Estados Partes en el presente Pacto reconocen el derecho de toda persona a:

 a) Participar en la vida cultural; 
b) Gozar de los beneficios del progreso científico y de sus aplicaciones; 
c) Beneficiarse de la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora. 

2. Entre las medidas que los Estados Partes en el presente Pacto deberán adoptar para asegurar el pleno ejercicio de este derecho, figurarán las necesarias para la conservación, el desarrollo y la difusión de la ciencia y de la cultura. 

3. Los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a respetar la indispensable libertad para la investigación científica y para la actividad creadora. 

4. Los Estados Partes en el presente Pacto reconocen los beneficios que derivan del fomento y desarrollo de la cooperación y de las relaciones internacionales en cuestiones científicas y culturales. Si tomamos en consideración lo aquí expresado, y retomamos, igualmente, el contenido del 27 de la Declaración, resulta lo que podríamos definir como el núcleo esencial del derecho a la cultura. 

1. Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten. 

2. Toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora. Ahora, podríamos intentar resumir el principio básico del derecho a la cultura diciendo que éste consiste en el derecho que asiste a cada ser humano de tener acceso al saber y a los conocimientos trascendiendo el ámbito estrecho de los procesos de educación o instrucción formal; es el derecho de tener la oportunidad de poder desarrollar sus capacidades de disfrutar de los productos de las artes y de las letras de todos los pueblos, y, fundamentalmente, los del suyo propio, y los de su comunidad; es el derecho que permite acceder, conocer y asumir los valores, símbolos, tradiciones, contenidos espirituales, maneras de ser y sentir de la comunidad a la que pertenece, y con la cual se identifica; es el derecho esencial a poseer una identidad cultural; y tener, asimismo, el derecho a acceder y a disfrutar de los beneficios del conocimiento científico y tecnológico, y los beneficios de los frutos de su propia actividad creadora.En esta delimitación del derecho a la cultura resaltan las relaciones de mutua dependencia de los aspectos de orden pasivo, es decir, el momento del disfrute, y el momento activo, esto es, participar en el proceso creador y recreador de la cultura en general, y en la recreación de los valores y símbolos de la propia identidad mediante el ejercicio de una actividad creadora de nuevos referentes simbólicos. 

Ser creado

Este derecho, en efecto, no se limita a garantizar únicamente el acceso y el disfrute a los bienes y servicios culturales que otros puedan crear, sino que conlleva, esencialmente, la posibilidad de otorgar a cada ser humano, según sus capacidades y vocación, la oportunidad de transformarse en creador, mediante la potenciación de sus capacidades creativas, de modo que pueda aportar su propia contribución al desarrollo del saber, al patrimonio espiritual de la humanidad y a la creación de obras de arte, de nuevas formas, y de nuevos símbolos, en el ámbito de la propia cultura; y que pueda, igualmente, asumir y recrear, actuando en consonancia con el conjunto de su comunidad, los usos y valores característicos, las tradiciones, y todo el patrimonio viviente de su propia comunidad. Mas allá de la aceptación universal del derecho a la cultura como derecho humano fundamental desde la Declaración Universal de Derechos Humanos y de su inserción en la praxis de las relaciones internacionales a través de la adopción y puesta en ejecución del Pacto Internacional sobre los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, ratificado por nuestro país, como he señalado. Todos nosotros como dominicanos estamos también comprometidos con su cumplimiento pues, además, nuestra constitución vigente lo asume, explícitamente, como un derecho a garantizar, en el artículo 8, ordinal 16, segundo párrafo, donde leemos: “El Estado procurará la más amplia difusión de la ciencia y la cultura facilitando de manera adecuada que todas 65 las personas se beneficien del progreso científico y moral”. También, en el artículo 101, de nuestra Carta Magna, se consagra que: “Toda riqueza artística e histórica del país, sea quien fuere su dueño, formará parte del patrimonio cultural de la Nación y estará bajo la salvaguarda del Estado y la ley establecerá cuanto sea oportuno para su conservación y defensa”. Todo ello otorga al derecho a la cultura la misma relevancia jurídica y social que los fundamentales derechos a la libertad de expresión, a la educación, al trabajo o a la salud. Hacemos ahora un paréntesis para indicar que en los últimos años, a partir del ejercicio constitucional 1996- 2000, el Poder Ejecutivo, presidido por Leonel Fernández Reyna, se abrió, en el país, un amplio proceso de discusión con miras a formular los objetivos y clarificar las metas que permitieran plantearnos una redefinición de la función del Estado y el papel que deben jugar las grandes mayorías nacionales en la determinación de las prioridades de la política cultural del Estado y para dilucidar el papel de la cultura en la delimitación de las metas del de- sarrollo nacional. El gobierno de Fernández apuntaba a la formulación de un plan coherente de desarrollo cultural que permitiera responder con previsión a las necesidades de los ciudadanos y de las comunidades para garantizar el ejercicio de los derechos culturales, el apoyo a la creatividad y a los creadores; garantizar, igualmente, un flujo constante de recursos para la edificación, remozamiento y mantenimiento de infraestructuras e instituciones culturales; así como la formación y capacitación de personal para la gestión institucional. Todo ello, además, se sustentaba en la convicción de que tales intervenciones nos pondrían en mejores condiciones de afrontar los retos que nos imponen los agresivos procesos de mundialización en curso, en nuestro tiempo. Como punto de partida de tales perspectivas de política cultural se llevó a cabo un proceso de reflexión, que abarcó a todos los ámbitos de la sociedad, centrada en torno a definir los criterios para formular, impulsar y ejecutar una agenda común en lo relativo al ámbito cultural, la que debería reflejar la diversidad, la riqueza y pluralidad de posiciones que caracterizan a la cultura en sí misma. En tales consultas se llegó a un punto concordante: era necesario trabajar para definir una estrategia para transformar la política cultural gubernamental centralizada en la capital, elitista y burocratizada que ha prevalecido desde la fundación de nuestra nación.

Desde tales parámetros se procedió a crear el Consejo Presidencial de Cultura, mediante decreto 82-97 del Poder Ejecutivo, como manifestación de una firme voluntad política de atender a las justas aspiraciones de los dominicanos en torno a la necesidad de reformar el sector estatal de la cultura, de suerte que el Estado pueda garantizar, efectivamente, con mayor eficiencia, calidad y equidad, el derecho inalienable que asiste a cada ciudadano a participar en la propia cultura. Para cumplir con tales aspiraciones y objetivos se elaboró un Proyecto de Ley para la creación de un organismo administrativo, coordinador de la política cultural del Estado -la Secretaría de Estado de Cultura- concebido y dirigido fundamentalmente a la puesta en marcha de la estructura básica de una nueva organización de las instituciones culturales mediante la creación del Sistema Nacional de Cultura; un sistema, que se visualizaba en su centro, como es la cultura misma, desburocratizado, descentralizado, democrático, participativo y eficiente. El Congreso Nacional aprobó el proyecto de ley de la Secretaría de Estado de Cultura, y el presidente Fernández, la promulgó, el 28 de junio del año 2000. En tal instrumento legal se asientan las bases del reconocimiento y garantía del derecho a la cultura como derecho humano fundamental, y establece explícitamente, que “los recursos públicos invertidos en actividades culturales tendrán el carácter de gasto público social”. Lamentablemente, la gestión político-administrativa posterior, que debió poner en marcha lo establecido en la nueva legislación, creando las estructuras del Sistema Nacional de Cultura, se perdió en los laberintos de una práctica administrativa sumamente burocratizada, perdiendo de vista lo esencial del mandato legislativo, sin lograr distinguir entre lo que es capital y lo puramente accesorio en el nuevo instrumento. En consecuencia, puso en marcha una práctica administrativa que privilegia el sentido pasivo de la cultura, el espectáculo, sin lograr visualizar la necesidad de trabajar intensamente con las comunidades, apoderándolas efectivamente para garantizar por medio de la participación y descentralización el ejercicio del derecho a la cultura en nuestro país. Si los humanos tenemos el derecho a la cultura como exigencia intrínseca de la dignidad de la persona, el Estado está en el deber, desde una posición de responsabilidad ética, jurídico-constitucional, social e internacional, de asumir la garantía de su ejercicio proporcionando, en la medida de sus posibilidades, los medios adecuados para la activa participación de los ciudadanos en la vida cultural de su comunidad, y en la de la nación.

Y es, desde tal exigencia fundamental de respetar sus responsabilidades constitucionales, jurídicas y éticas, de donde derivaría, para el Estado, la necesidad de articular políticas culturales que tengan como primer objetivo garantizar el respeto y el ejercicio de tales derechos con miras a fortalecer en los ciudadanos la capacidad de acceder, disfrutar y recrear su propia cultura y, a través de ella, abrirse a los valores y posibilidades que nos ofrece la cultura universal, fortaleciendo, además con ello, el sentimiento de pertenencia a una comunidad rica en valores, símbolos, tradiciones, formas y contenidos vitales propios, en la cual, tenemos la posibilidad de encontramos auténticamente como nosotros mismos. Ahora, antes de cerrar, estimo necesario dejar claramente delimitado en el entendimiento del lector lo que generalmente entendemos bajo el término: cultura. Esta palabra comenzó a utilizarse para designar procesos relacionados con el cuidado de los cultivos agrícolas y con la 66 La cultura no tiene sólo que ver con personas e individualidades creadoras sino que, en sí misma, es un poderoso factor de cohesión social. 67 crianza de animales; y, por extensión, se llamó cultura a los procesos de cuidado y cultivo de las capacidades espirituales humanas. En el siglo XVIII, acabó utilizándose para designar la configuración de los modos de vida característicos de los pueblos, para distinguirlos de la “alta cultura” o civilización. Hoy, gracias a los ingentes esfuerzos que ha venido realizando la UNESCO desde hace varios decenios, contamos con una caracterización del término ampliamente aceptada. Así, la cultura vendría a ser “el conjunto de rasgos distintivos espirituales, materiales, intelectuales, y emocionales que caracterizan a los grupos humanos y que comprende, más allá de las letras y las artes, los modos de vida y de convivencia, los derechos humanos, los sistemas de valores y símbolos, tradiciones y creencias, que vienen asumidos posteriormente por la conciencia colectiva como propios”. Como se puede percibir de tal determinación, la cultura no tiene sólo que ver con personas e individualidades creadoras sino que, en sí misma, es un poderoso factor de cohesión social.

Es, en la cultura y en sus contextos, donde se produce toda referencia a la identidad de una comunidad consigo misma, y es, desde ella, de donde nacen y arraigan todas las direcciones del accionar humano. La cultura así entendida es “una compleja trama de relaciones y creencias, valores y motivaciones”, y constituye la atmósfera vital de todo grupo humano. Por ello, la intelección del hecho cultural, no puede reducirse hoy al estrecho ámbito de las, denominadas, Bellas Artes, o reservarse al ámbito de los artistas y a los escenarios, o a los meros procesos de animación sociocultural. La cultura comprende tales aspectos, pero es algo más que todo ello. Hoy se aspira a que todos los seres humanos podamos alcanzar una mejor calidad de vida, pues de lo que se trata en los procesos de desarrollo no es sólo de ofrecer una mayor cantidad de bienes, sino de contribuir a que seamos, efectivamente, mejores y más plenos seres humanos, capaces de desplegar una vida más rica de posibilidades de realización humana, una vida más digna y segura, y esto, sólo la cultura nos lo puede proporcionar, puesto que en ella encontramos una actividad humana que viene apreciada y considerada como valiosa en sí y por sí misma. La cultura es la actividad humana que fundamenta y fortalece el ejercicio de las libertades. En ella se configura la oportunidad real de las diversas opciones que cada ser humano tiene para decidir la clase de vida que quiere llevar y lo que hemos de valorar. La cultura proporciona una dimensión constituyente para plantear el desarrollo humano integral, pues no podemos concebirlo si no se le otorga a las personas la posibilidad de entender cuál es su verdadera situación en el mundo y cuáles son las posibilidades y oportunidades que tiene como ser humano para alcanzar sus sueños de felicidad y poder cambiar el mundo de acuerdo con ellos. La cultura ofrece a los humanos la posibilidad de cultivar su creatividad, y nos permite asumir una identidad a partir de la asunción de valores, tradiciones y formas de vida propias de la comunidad en que se crece y a la que se debe servir. Por ello, Javier Pérez de Cuellar, ex secretario General de las Naciones Unidas y presidente de la Comisión Mundial sobre Cultura y Desarrollo, planteaba en el informe de dicha Comisión, en 1996, titulado Nuestra Diversidad Creativa, algo que me luce fundamentalmente válido hoy día: “En un mundo en rápida transformación, el problema capital de los individuos y las comunidades consiste en promover el cambio en condiciones de equidad y adaptarse a él sin negar los elementos valiosos de sus tradiciones”.

Y agregaba que los instrumentos de que disponemos para afrontar con éxito este desafío, consisten en “…ampliar nuestros conocimientos, descubrir el mundo en su imponente diversidad y permitir a cada individuo vivir una vida digna, sin perder su identidad, su sentido de pertenencia a su comunidad ni renegar de su patrimonio”. Concluimos, volviendo la mirada a don Pedro Henríquez Ureña, uno de los grandes humanistas de nuestra América mestiza, quien a pesar de haber tenido que vivir la mayor parte de su vida como huésped trashumante de pueblos hermanos, como hoy ocurre a tantos dominicanos y dominicanas que deben de vivir en tierras extranjeras, siempre se mostró orgulloso de su origen, de su nacionalidad y de la cultura en que nació. Don Pedro, rememorando, sin duda, palabras del Padre de la Patria, Juan Pablo Duarte, que aprendió en la prédica y el ejemplo de sus padres, nos ha enseñado que “el ideal de justicia está antes que el ideal de cultura: es superior el hombre apasionado de justicia al que sólo aspira a su propia perfección intelectual”. Y, en efecto, decimos nosotros, el reconocimiento y la garantía de los derechos culturales a los dominicanos y dominicanas constituye un acto de justicia que todos debemos otorgar y reclamar. 


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