En 2011 se celebran los quinientos años del famoso sermón de fray Antonio de Montesinos. Efeméride que no deberíamos dejar pasar por alto, pues significó, a nuestro entender, un momento clave en la historia de la humanidad. Aquellos cuatro frailes españoles, liderados por Pedro de Córdoba y representados por Antonio de Montesinos, intentaron llevar a la práctica, a través de la predicación, aquel humanismo cristiano que habían aprendido en tierras castellanas. El sermón de Montesinos, como expresión del universalismo cristiano de aquella época, es visto por algunos autores como la base sobre la cual se comienza a reconstruir el respeto del otro y de su cultura. Por esto, los autores datan el inicio del debate multicultural en aquel segundo domingo de adviento de 1511 en la ciudad de Santo Domingo, donde el dominico Antonio de Montesinos increpaba a aquellos conquistadores españoles en defensa de los indios y sus costumbres.
En la actualidad, es difícil no encontrar una sociedad donde convivan diferentes grupos etnoculturales gracias, principalmente, a un proceso de inmigración globalizada. En este sentido, las palabras de aquellos frailes vuelven a cobrar actualidad cuando en estas sociedades pluriculturales, alguna de las culturas trata de imponerse supeditando y sojuzgando a las otras, ya sean las rectoras o las recibidas. Como es sabido, las culturas posibilitan a los individuos un ámbito donde poder desarrollarse como personas y como sujetos morales. Además, este entorno cultural posibilita a los sujetos la orientación de su vida a través de horizontes de sentido y contextos de significado. Es por esto que desde un punto de vista funcional todas las culturas, en principio, son igualmente valiosas, pues ofrecen los instrumentos para la constitución subjetiva y la maduración moral de sus miembros.
Es inalienable
Sabemos que las culturas no son realidades estables, que carecen de contornos definidos y no dejan de transformarse, al tiempo que los sujetos que las viven se dejan permear por entornos culturales diferentes,2 y que la socialización moral de los individuos se realiza en el seno de comunidades concretas y bajo unos rasgos culturales específicos. A pesar de todo esto, la existencia de minorías etnoculturales socialmente viables justificaría la protección política de la identidad cultural, ya sea como un derecho individual o colectivo.3 Esta protección es necesaria precisamente por el papel que la pertenencia cultural juega en la constitución de la identidad moral de la persona. Pero, por importante que sea la pertenencia a una cultura para la constitución moral del sujeto, calificada por algunos como “una necesidad básica”,4 ésta no ha de convertir a la cultura en el origen del que emanan los derechos diferenciados; tan sólo la condición moral de la persona constituye esa fuente de derechos. Existen ciertos derechos individuales que no pueden realizarse adecuadamente si no es en un contexto sociocultural determinado, por lo que algunos autores, entre ellos Will Kymlicka,5 proponen dotar a los grupos etnoculturales de derechos colectivos que protejan esos entornos. El derecho a la propia cultura sería uno de estos.
Pero, ¿qué entendemos por el derecho a la propia cultura, o lo que es igual, el derecho a la identidad cultural? Este derecho lo podríamos definir, con Antonio Peña, como la posibilidad que tienen las personas pertenecientes a un determinado grupo humano de poder vivir según su propia cultura, y consistiría en:
• Actuar de acuerdo a la concepción simbólica del grupo.
• Obrar conforme a la experiencia del grupo, fruto de una concepción empírica y pragmática del grupo etnocultural.
• Compartir y transmitir los rasgos peculiares.
• Favorecer el desarrollo de una forma o estilo de vida. El derecho a la identidad cultural, como vemos, involucra la totalidad de los actos y rasgos de una persona o grupo etnocultural concreto. La pérdida de la identidad cultural es un daño moral que tiene difícil compensación o reparación; y ésta se produce cuando desaparece el empleo de la lengua tradicional, las costumbres, los valores… y la cultura comienza a evaporarse.
Ahora bien, el derecho a la identidad cultural no nos puede llevar a justificar y permitir ciertas prácticas humanas por muy asumidas que estén en una determinada cultura. Este derecho ha de tener unos límites que, a nuestro parecer, vienen marcados por la dignidad humana, en cuyo nombre reclamaremos el derecho a la identidad cultural. En este sentido, cuando Kymlicka habla de los derechos colectivos los divide en dos tipos: internos y externos. Los internos son las restricciones intragrupales para un buen funcionamiento del grupo y los externos son de índole intergrupal y van dirigidos a proteger al grupo de las posibles agresiones de otros grupos. Los límites de este tipo de derechos colectivos vienen establecidos por la libertad interna de los miembros del grupo y la libertad externa en la relación mantenida con otros grupos, ya que el reconocimiento de libertad a unos y la restricción de esta a otros supone un privilegio de los unos en detrimento de los otros.
De entrada no hay inconveniente en aceptar el segundo tipo de derechos –los externos–; la dificultad se encuentra en el primero, donde se justifica la restricción de la autonomía de sus miembros en pro de la cultura.9 Es cierto que toda sociedad marca unas reglas de funcionamiento en vista del bien común, que, de una manera u otra, limitan la autonomía de los miembros que pertenecen a esta.
A nuestro juicio, creemos que el concepto de autonomía puede estar viciado por el entorno cultural en que vivimos y la subjetividad personal, en la medida en que no todos entendemos lo mismo por autonomía, ni tenemos igual sensibilidad para asumir el significado del concepto “libertad”. 10 Por tanto, ¿qué hacer cuando en el grupo las personas, cuya libertad se les limita, aceptan la restricción, o no se dan cuenta de ella, o no valoran el hecho como restrictivo? ¿Qué hacer cuando lo que nosotros llamamos falta de libertad, los miembros de esas culturas lo llaman normas propias? ¿Qué hacer cuando el reprimido, según categorías liberales, no siente que las normas de su cultura cercenan su libertad? Son preguntas difíciles de responder, máxime si se tiene una visión monolítica de los derechos y de los valores ético-jurídicos de la cultura liberal, no admitiendo y discriminando las formas de comprensión y valoración de estos por otros grupos etnoculturales. Por esto, es necesario valorar las prácticas culturales desde dos criterios morales:
• El daño objetivo y real producido por la práctica, en concreto a la dignidad e integridad física psíquica, e incluso espiritual, en las personas afectadas.
• La sensibilidad que realmente tales prácticas despiertan en las personas afectadas.
De la ponderación de ambos aspectos -daño y sensibilidad- derivaría el criterio valorativo razonable dentro del doble respeto a la persona y a la identidad cultural. Así, por ejemplo, no será igual la prohibición de vestir el velo islámico en las escuelas públicas, cuyo uso no produce daño alguno a la persona que lo lleva y su prohibición afecta negativamente a la sensibilidad de la persona, que la práctica de la ablación del clítoris en las niñas, aunque esté en consonancia con su cultura y sea sentida por los miembros del grupo y de la familia de la niña, e incluso por la propia niña, como razonable y conveniente de cara a su futuro, sin embargo, produce un daño objetivo a la integridad física de la persona. El daño y sensibilidad son dos buenos criterios para la búsqueda de límites al derecho a la propia cultura dentro de un proyecto de “interculturalismo fuerte” en sociedades pluriculturales. Ambos salvaguardan la “dignidad individual de la persona humana” y esta debería estar por encima de la diversidad cultural, de tal manera que pudiéramos pasar de una cultura a otra y reconocernos en cada una de ellas como seres humanos.
La cultura y la dignidad del sujeto
Como hemos dicho, el entorno cultural proporciona y posibilita a los individuos las referencias necesarias para construir proyectos de vida y constituirse en sujetos morales. En este sentido, hemos de decir que la dignidad de las personas es la destinataria del reconocimiento moral. No así la cultura, por mucho que esta proporcione los atributos y peculiaridades culturales a las personas para su desarrollo. Por tanto, el derecho que cada persona tiene a ser respetada no depende directamente del valor de la cultura a la que pertenezca, sino del reconocimiento de los portadores de esa cultura como titulares de unos derechos básicos en cuanto que sujetos morales. Si desde un punto de vista funcional, y hasta si se quiere instrumental, todas las culturas en cuanto estructura vital del individuo son igualmente valiosas, pues son el humus donde los individuos desarrollan su biografía moral, esto no quiere significar que las culturas posean una dignidad por sí mismas o que deba concederse a priori la dignidad a todas las formas de vida. En realidad, la dignidad de las culturas no existe más allá de la dignidad de sus miembros, del juicio que nos merezcan sus prácticas y actitudes con respecto a sus semejantes. Más aún, las culturas como tales no existen, ontológicamente hablando, no tienen entidad en sí, tan sólo existen sujetos aculturados. Por tanto, el derecho de cada individuo al reconocimiento de su identidad cultural no tiene que ver con el valor de la cultura a la que pertenece, sino con el respeto que él se merece en cuanto sujeto moral con una identidad cultural determinada.
El núcleo del problema consiste en determinar las razones que justifiquen el deber moral de proteger una cultura. Las situaciones en que se quiera proteger una cultura pueden ser muy diversas y de diferente consideración. No será similar dotar a un grupo etnocultural de derechos para proteger artificialmente una cultura con el fin de mantener estructuras clientelares; o bien, para evitar metamorfosis culturales que se producen por las transformaciones sociales; o bien, para defenderla de la aniquilación por asimilación forzosa o genocidio. Nosotros nos centraremos en esta última: no creemos que haya que conservar una cultura para que uno o varios individuos mantenga su estatus sociocultural; ni estamos cerrados a que las culturas se transforman por el encuentro de sus miembros con otros de diferentes culturas, surgiendo así nuevas síntesis etnoculturales.
La razón que justifica el deber moral de reconocer y proteger una cultura, a nuestro parecer, ha de estar vinculada a la justicia. Esta vinculación se ha de realizar en un doble sentido: interno y externo. En sentido interno, la obligación moral del reconocimiento y protección de una cultura mantiene la necesidad de preservar la dimensión ínter subjetiva en la que se configura la personalidad moral de los individuos. En sentido externo, el principio de justicia se apoya en los criterios de equidad (e incluso con discriminación positiva) frente a situaciones estructurales de desventaja. Quizás un principio de justicia en este contexto podría ser el que Nancy Fraser nos ofrece. Fraser ha calificado la justicia como justicia bivalente. Este principio combinaría la “paridad participativa”, esto es, la idea de que “la justicia requiere arreglos sociales que permitan a todos los miembros adultos de la sociedad interactuar entre sí como iguales”, con la “paridad intersubjetiva”, a saber, “que los modelos culturales de interpretación y valoración sean de manera tal que permitan expresar un respeto mutuo por todos los participantes y asegurar la igualdad de oportunidades para conseguir la estima social”. Este principio se aproxima al concepto de “igualdad compleja” acuñado por Michael Walzer. Para Walzer la igualdad compleja, a diferencia de la igualdad simple, no solo debe desacoplar posibles relaciones hegemónicas entre las distintas esferas de los bienes; debe, también, apoyar la igualdad de oportunidades para que los individuos persigan sus propios fines y asuman las inevitables contingencias vitales sin el lastre añadido de estereotipos que supongan un menoscabo de su autoestima.
La experiencia de una injusticia moral, como es la eliminación del entorno cultural, va acompañada de una conmoción emocional. Se frustra en el individuo una expectativa que afecta de forma significativa las condiciones de su propia identidad personal. Estas frustraciones afectan a la autoestima personal y grupal, y como es sabido la baja autoestima modifica las conductas para demostrar y demostrarse la valía. Estos cambios de conducta en los grupos etnoculturales a los que no se les reconoce su cultura pueden desembocar en acciones incívicas y disturbios en la búsqueda de autoafirmación.
Parece, pues, de justicia preservar el patrimonio cultural de los grupos etnoculturales diferenciados en la integración social en términos de igualdad; pues la cultura es considerada por sus portadores como esencial para su desarrollo personal, moral y, también, para el mantenimiento de su autoestima. De ahí que la falta de reconocimiento a alguna forma sociocultural sea algo más que una falta política contra la tolerancia y el respeto al otro. Significa, más bien, un auténtico atentado contra el desarrollo de los seres humanos.19 Por esto creemos que una persona es denigrada no sólo por el desprecio a sus cualidades particulares, sino también cuando no se le reconoce y posibilita el desarrollo en el contexto cultural del que proviene. Por tanto, en ocasiones, como afirma Amy Gutmann, el restablecimiento de la dignidad exigiría una doble reparación: por un lado, su reconocimiento como persona, y por otro, su reconocimiento como miembro de su grupo cultural específico.
Notas 1
Cf. E. Lamo de Espinosa, “Fronteras culturales” en: E. Lamo de Espinosa (ed.), Cultura, Estados, ciudadanos: una aproximación al multiculturalismo en Europa, Alianza Editorial, Madrid, 1995, págs. 30-31. 2 Cf. A. Ariño, El rostro cambiante de la cultura, en: J. B. Llinares y N. Sánchez Durá (eds.), Ensayos de filosofía de la cultura, Biblioteca Nueva, Madrid, 2002, p. 243. 3 Aunque esto pertenece a otro debate y podría ser motivo de otro artículo, hemos de decir que Habermas, al contrario que Kymlicka, propone que los derechos culturales de las minorías no se consideren derechos colectivos, sino individuales, para poder garantizar de este modo equitativamente a todos los ciudadanos el acceso a los distintos ámbitos culturales, propios o ajenos. No debe olvidarse, en este sentido, que la libertad del individuo implica no sólo el derecho a mantener su cultura, sino también la posibilidad de revisar sus propias tradiciones e incluso romper con ellas. Por ello, Habermas se ampara en una política del reconocimiento igualitario de los individuos pertenecientes a esos grupos culturales en el marco de una democracia deliberativa y participativa. Cf. M. Elosegui, “Asimilacionismo, multiculturalismo, interculturalismo”: Claves de razón práctica 74, 1997, págs. 28-30. 4 F. Salmerón, ”Diversidad cultural y tolerancia”, Paidos, México, 1998, p. 64. 5 Cf. W. Kymlicka, Ciudadanìa multicultural, Paidos, Barcelona, 1996, págs. 176- 179. 6 Cf. A. Peña Jumpa, Límites a la concepción universal de los derechos humanos, en: M. Calvo García (coord.), Identidades culturales y derechos humanos, Dykinson, Madrid, 2002, págs. 204- 205. 7 Cf. C. Junquera Rubio, “Minorías étnicas, racismo y derechos humanos”: Sociedad y Utopía 14, 1999, p. 162. 8 Cf. W. Kymlicka, “Derechos individuales y derechos de grupo en la democracia liberal: Isegoria 14, 1996, págs. 29-34. 9 Ernesto Garzón rechaza el principio de que lo que es legítimo al interior de una cultura posea una legitimidad ética externa, porque la legitimación de actitudes y creencias internas de los distintos grupos no sirve como criterio general de lo éticamente debido universalmente. Cf. E. Garzón Valdés, “El problema ético de las minorías étnicas”, en: E. Garzón Valdés (ed.), “Derecho, ética y política”, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, p. 538. 10 Cf. R. Soriano, Los derechos de las minorías, mad, Alcalá de Guadara, (Sevilla), 1999, págs.27-28. 11 En el libro autobiográfico “Amanecer en el desierto”, Waris Dirie describe de manera dramática cómo la práctica de la mutilación genital femenina, en su caso la denominada circuncisión faraónica o infabulación la más severa de las mutilaciones genitales femeninas–, es querida y representa una bendición para las niñas, ya que la infibulación asegura el futuro de unos buenos esponsales. Las mujeres que llegan a edad adulta con sus genitales intactos son consideradas impuras: “putas movidas por impulsos sexuales”. Cf. W. Dirie y J. d’Haem, Amanecer en el desierto, Maeva, Madrid, 20023, págs. 21-22. El profesor J. A. Carrillo Salcedo ha expresado de forma cristalina el límite de los derechos culturales: “…pienso que hay un límite a la tolerancia: el rechazo universal de la barbarie” J. A. Carrillo Salcedo, Soberanía de los estados y derechos humanos en el derecho internacional contemporáneo, Tecnos, Madrid, 1995, p. 18. 12 R. Soriano, Los derechos de las minorías, o. c., p. 66. 13 Cf. E. Garzón Valdés, “Cinco confusiones acerca de la relevancia moral de la diversidad cultural”: Claves de razón Práctica 74, 1997, p. 22. 14 Los individuos viajan, emigran, se dejan permear por entornos culturales diferentes y aprenden a formular juicios sobre sí mismos y sobre los demás. Aunque la socialización moral de las personas tenga lugar en el seno de una comunidad concreta y bajo rasgos culturales específicos, el aprendizaje del comportamiento moral como tal es trasladable a otros contextos culturales. Cf. J. Muguerza, “Los peldaños del cosmopolitismo”, en: R. Rodríguez Aramayo (ed.), La paz y el ideal cosmopolita de la Ilustración, Tecnos, Madrid, 1996, págs. 347-374. 15 Cf. M. Vidal, “Moral de actitudes”, vol. III, PS, Madrid, 1991, p. 671. 16 N. Fraser, “Redistribución y reconocimiento: hacia una visión integrada de justicia del género”, Revista Internacional de Filosofía Política 8, 1996, págs. 32-33. 17 Cf. M. Walzer, Las esferas de la justicia. Una defensa del pluralismo y la igualdad, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 19. 18 Cf. J. A. García Madruga – S. Moreno Ríos, Conceptos fundamentales de psicología, Alianza Editorial, Madrid, 2004, voz autoestima. 19 Cf. F. Colom, Razones de identidad. Pluralismo cultural e integración política, Anthropos, Barcelona, 1998, p. 122. 20 Cf. F. Colom, Razones de identidad. Pluralismo cultural e integración política, Anthropos, Barcelona, 1998, p.122. 21 Cf. A. Gutmann, Introducción, en: CH. Taylor, El multiculturalismo y la política del reconocimiento, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, págs. 20-21.
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