Dos realidades se están asentando en el actual escenario social. Mientras se produce un enérgico resurgimiento de la ética y de la necesidad de normas, que está permeando la vida privada de los hombres y mujeres y el espacio público de los ciudadanos, nunca antes el deterioro moral y el individualismo (irresponsable) habían sido tan evidentes. La hipótesis más trabajada apunta a que la efervescencia de la ética en este período es precisamente una reacción al creciente desconocimiento e irrespeto de toda regla moral. Después de la reacción contra la moral que se inicia en la década de 1960, como parte del punto de inflexión 1 que entonces marcó el curso político, económico, social y cultural del género humano, hace unos pocos años que -por el contrario- la ética tiene otra vez un lugar prominente en las ocupaciones de las mujeres y de los hombres.
Así como en aquellos momentos de iconoclasia, la moral equivalía a fariseísmo y represión, en estos en que se busca uniformizar el mundo ella vuelve a reinar en todos los espacios de la actividad social, científica y cultural 2. Desde la vida privada hasta la más avanzada y sofisticada labor científica, ningún lugar ni acción están libres de la efervescencia de la discusión y el establecimiento de códigos de valores y de normas. Áreas importantes de las sociedades exigen control en decisiones tan íntimas como el uso de las drogas y del aborto y tan públicas como las asignaciones de obras estatales y las concesiones de préstamos de la banca privada. Asimismo, es muy difícil que hoy en día se establezca un convenio privado o público, individual o institucional, nacional o internacional, que no contenga elementos referidos de alguna manera a la ética. Es como si se entendiera que en el establecimiento y el cumplimiento de reglas morales están las garantías de una evolución progresista y sana de las comunidades humanas. Junto al afán por las reglamentaciones morales, proliferan movimientos y acciones filantrópicos, de protección de la naturaleza, de lucha contra los flagelos sociales, como la trata de blancas y la prostitución infantil. Cada vez son más las instituciones “pro ayuda” y mayor la disposición organizada de las corporaciones de contribuir al rescate de grupos víctimas del desamparo social. Se constituyen continuamente organizaciones sólo para abogar por la preservación del entorno. La realización de campañas contra las drogas, el aborto o el tabaco es permanente. En fin, la caridad y el humanitarismo son signos de la época.
Realidad contradictoria
Pareja con esta realidad-discurso existe otra realidad presumiblemente contradictoria. La de un deterioro creciente de toda moral. Paradójicamente, los elementos que tratan de ser combatidos y que permiten hablar de un renacimiento moral, tienden al mismo tiempo a crecer. La delincuencia siempre teñida de violencia se extiende; cada día hay menos países seguros y, en cada país, menos regiones ausentes de ese mal. Además, en el mundo entero son menos las áreas oficiales y privadas en las cuales la delincuencia no encuentra apoyo. Las drogas, con todos los elementos culturales propios de su comercialización y consumo, se universalizan; no hay rincón, por más santo o pobre que parezca, donde no se encuentren. El turismo parece necesitar cada vez más de los “nuevos” componentes de la prostitución: los adolescentes y hombres jóvenes y los niños y las niñas. Las migraciones laborales se usan cada vez más para hacer invisibles los negocios de la trata de blancas y los tráficos internacionales de menores. Mientras mayor crecimiento económico exhibe el neoliberalismo, más aumentan las cifras de analfabetismo, de desatención médica, de ausencia de salubridad y de exclusión social; en fin, de pobreza y de desigualdad. Amparados en ese crecimiento erróneamente llamado desarrollo- o formando parte de él, proliferan los delitos económicos y se esparce la corrupción en el Estado, y no sólo en las presidencias y en los gobiernos centrales, sino también en los congresos, en la Justicia y en los ayuntamientos.
Una reacción.
Estas dos realidades-discursos no corren paralelas, parecen tener puntos de intersección, siendo el que más se ha trabajado, la hipótesis que postula que el resurgimiento de la ética en este período es una reacción al creciente desconocimiento e irrespeto de toda regla moral. O sea, la forma más socorrida de evaluar ese fuerte y universal renacimiento ético se trata de una alarma roja frente al desbocamiento sin límites, frente a esa orgía anti-valores que algunos llaman “individualismo irresponsable”.
Aquí surge otro “detalle” de la realidad-discurso de la humanidad de hoy que parece también contradictorio con la evidente e indiscutida (preocupación por la ética: el asimismo evidente e indiscutible predominio del individualismo en el mundo actual, el que se manifiesta en un comportamiento humano que coloca por encima de todo su propia felicidad y bienestar.
Este es un momento en que los hombres y las mujeres sólo actúan pensando en ellos, en cómo conseguir facilidades y beneficios, en cómo alcanzar riquezas y poderes que no quieren (ni tienen que) compartir. Esta época está sellada por el egoísmo, es la época del self interest, denominación anglo cuyo uso es común en español. ¿Cómo se explica que los mismos seres movidos en sus actuaciones por el individualismo pongan tanto interés en que las sociedades en que se desenvuelven estén regidas por claros y explícitos códigos morales? El individualismo contemporáneo suele denominarse como neo-individualismo, porque se ha comprobado que el egoísmo de hoy no desdeña o rechaza la ética, sino que para éste son necesarias ciertas normas que tienen que ver con la eficacia, con el éxito, con la igualdad de condicio 32 nes que precisamente creen alguna protección moral. La cuestión a dilucidar es de qué ética se habla, cuál es la naturaleza y la lógica de los valores y normas referidos cuando se reivindica de palabra y de hecho la vuelta a la moral. La generalidad de los tratadistas contemporáneos de la ética -la entiendan como un simple capítulo de la filosofía o como una disciplina con un objeto propio que se tiende a tratar científicamente- coinciden en que se comienza a transitar el siglo XXI con grandes cambios en el obrar moral de los seres humanos 3 .
Una amplia mirada
Gilles Lipovetsky 4 da una amplia mirada a los comportamientos morales de los hombres y de las mujeres, para concluir que en las épocas pre-modernas son una esfera dependiente de la religión, son de naturaleza teológica: “(…) la moral era Dios”, quien es el principio y el final de todo valor y toda norma. Sólo a través de él se conocen los códigos del buen obrar y únicamente la fe en él y sus sagradas palabras conduce a la virtud. Entonces se vive el absoluto predominio de los deberes, de su cumplimiento, primero hacia los preceptos religiosos y luego hacia los humanos. Es inadmisible que el ser humano por sí mismo, sin el miedo a los castigos sagrados y sin una creencia ciega en lo revelado por los representantes de Dios en la tierra, pueda cumplir con los deberes a que lo obliga la moral. Sigue explicando el referido autor que con el advenimiento de la Ilustración, de la Era Moderna, en el siglo XVIII comienza la primera fase de la secularización de la ética; el hombre y la mujer deciden normar por sí mismos sus comportamientos morales, deshaciéndolos de los grilletes de la religión. Los modernos se rebelan contra la esencia teológica de los valores y las normas que guiaban a los humanos, pero se mantienen apegados a uno de los elementos que con mayor fuerza caracterizaba a la ética que dejaban atrás: la noción de deber sin límites, el sentirse obligado moralmente por una deuda absoluta. En este período, la actitud de cumplir perennemente con los principios de la religión se transforma en la postura de no rehuir nunca un deber hacia uno mismo, hacia los otros, hacia la sociedad.
Las obligaciones frente a Dios se transfirieron al espacio terrenal. Aunque la modernidad es el espacio en que se originan, nutren y desarrollan los derechos de los individuos, los deberes, y el rigor extremo en su cumplimiento, se despliegan en la misma medida. La austeridad y el sacrificio sin fronteras son parte integral de los valores que constituyen la moral de esa etapa de la humanidad. En ella se antepone -al menos en los más importantes de sus pensadores y en el mismo quehacer de la gente- la virtud a la felicidad como fin de la vida. Inmanuel Kant y su obra ética están considerados como paradigmáticos en esa línea de pensamiento y, para él, virtud es equivalente al cumplimiento del deber, que no es placentero (sino lo contrario) y se hace para los demás. Una de las formulaciones del imperativo categórico, siempre citado por quienes argumentan a favor de que en su ética predominaba el respeto por los demás, ilustra el espíritu moral de esa época: “Obra de tal suerte que uses la humanidad tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio”5 . Para Lipovetsky la exaltación del deber incondicional comenzó a desaparecer hacia mediado del siglo XX, dando paso a la fase actual de la secularización de la moral, en la cual se mantiene o, más bien, se acentúa su desvinculación de la prescriptiva religiosa, pues también se elimina su culto al deber, que es el elemento que mantuvieron los modernos de las concepciones teológicas superadas por ellos. Y este es precisamente el punto que caracteriza la sociedad actual.
En ella, antes que estimular el cumplimiento del deber, se desmerita esa actitud, se desdeña el sacrificio, se menosprecian las posturas abnegadas y, por el contrario, se valorizan continua y ordenadamente los comportamientos vacíos de ideales que no van más allá de satisfacciones efímeras, la exacerbación del egoísmo y los propósitos individualistas y materialistas. A esta evolución el autor citado no la denomina como es realmente: post-modernidad, sino que se obstina en denominar modernidad, planteando, sin embargo, que ha dado lugar a un tipo de estructuras sociales “inéditas”, sociedades pos-moralistas, sobre las cuales ofrece una extensa definición, que transcribiré porque permite aproximarse con mayor seguridad a la compleja situación ética de estos nuevos tiempos: “Sociedad pos-moralista: entendemos por ella una sociedad que repudia la retórica del deber austero, integral, maniqueo y, paralelamente, corona los derechos individuales a la autonomía, al deseo, a la felicidad. Lo que existe es una gran frustración -”desilusión” es el término que se usa-, de las soluciones liberales y neoliberales y de las fórmulas socialistas y neosocialistas.
Esta es otra razón, quizás la más valida, de la fuerza adquirida por la ética en los últimos tiempos Sociedad desvalijada en su trasfondo de prédicas maximalistas y que sólo otorga crédito a las normas inodoras de la vida ética. Por eso no existe ninguna contradicción entre el nuevo período de éxito de la temática ética y la lógica pos-moralista, ética elegida que no ordena ningún sacrificio mayor, ningún arrancarse de sí mismo. No hay descomposición del deber heroico, solo reconciliación del corazón y de la fiesta, de la virtud y del interés, de los imperativos del futuro y de la calidad de vida en el presente. Lejos de oponerse frontalmente a la cultura individualista pos-moralista, el efecto ético es una de sus manifestaciones ejemplares”6 . El pos-deber El predominio de la lógica del pos-moralismo no es absoluto. No anula las posturas contrarias, las visiones realmente moralistas, cuya profundidad depende de las sociedades en que se desenvuelvan. El pos-deber, como de alguna manera se ha explicado, no significa que se trate de conglomerados sociales permisivos, cuya única aspiración es que se ensanchen los derechos individualistas. Hay ejemplos múltiples, expuestos en este mismo artículo, que validan lo afirmado. La sociedad donde el deber se reduce al máximo no elimina ni el fundamentalismo ni la legitimidad de las leyes que se proponen librar a la gente de las plagas que se entienden contrarias a la virtud. Ni hizo desaparecer el fanatismo moral ni tranquilizó el debate ético, sino que más bien ensanchó su alcance en sectores cada vez más amplios, al mismo tiempo que agudizó las diferencias de puntos de vista respecto de la moral. En esas circunstancias hay dos referentes en cuanto a 34 los comportamientos morales. Una corriente pragmática y dúctil que define las regulaciones del obrar social de manera gradual y sin grandes presiones. La otra, extremista y radical, que pretende imponer reglas basadas en el rigor. Aunque la última está menos presente en nuestras sociedades, ellas parecen marcar el futuro inmediato y mediato de la ética. La extinción del deber, entonces, no conduce en los hechos al deterioro total de las virtudes. Lo que hace es poner en marcha un proceso que desorganiza y otro que organiza la ética, ambos basados en el individualismo, lo que permite introducir las figuras sociales de individualismo responsable, ligado a ciertas reglas morales, que aspira a una sociedad normada por valores; y el individualismo irresponsable, preconizador del “todo para mí” y sin ninguna preocupación por una sociedad reglamentada por normas morales. Cada día son más los que se afilian a la idea de que el momento no presenta más opción que luchar contra el individualismo irresponsable, mediante una transformación social, política, económica y cultural que abra camino al predominio del individualismo responsable. Para entender que el dilema sobre si las sociedades avanzan o retroceden se esté planteando entre dos opciones de carácter moral propias del individualismo, hay que recordar que en las circunstancias actuales no se dispone de modelo alguno socioeconómico, político y cultural que sea creíble. Lo que existe es una gran frustración -”desilusión” es el término que se usa-, de las soluciones liberales y neoliberales y de las fórmulas socialistas y neosocialistas.
Esta es otra razón, quizás la más valida, de la fuerza adquirida por la ética en los últimos tiempos. Pero son legítimas las dudas que surgen respecto a que las preocupaciones y las proclamas éticas, así como las ayudas movidas por esa explosión de lo moral, puedan conjurar los males que padecen las sociedades del mundo actual. La capacidad de hacer o propiciar cambios del gran resurgimiento ético, es mucho menor que los contenidos de las proclamas que emite respecto a las necesidades de las sociedades. Para conjurar los males del mundo presente, las soluciones deben seguirse buscando en el mundo de la política y de la economía, de lo social y de lo cultural, teniendo presente que es preciso renovarse y que para eso, lo primero es -fórmula a mediano y largo plazo-la formación de los hombres y de las mujeres, el desarrollo y la difusión del saber. • El título y el contenido del artículo tienen una deuda importante con el libro de Gilles Lipovetsky El crepúsculo del deber: La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, Anagrama, 1998, Barcelona Referencias 1 En la actualidad se ha puesto de modo usar el concepto “punto de inflexión”, utilizándose inadecuadamente con una frecuencia exagerada para hacer referencia a cualquier tipo de cambio. Por ello no esta demás citar la definición de ese concepto hecha por el pensador Isaiah Berlin: “Entiéndase por punto de inflexión un cambio de actitud. Es diferente de la clase de cambio que se produce cuando un descubrimiento, por importante que sea, resuelve hasta las cuestiones más básicas y acuciantes. La solución a una pregunta, expresada en los términos de la propia pregunta, no altera necesariamente las categorías y conceptos que sirven de base para formular la pregunta; si acaso, les añade autoridad y alarga su vida. Los descubrimientos de Newton no trastocaron los fundamentos de la física enunciados por Kepler y Galileo. Las ideas económicas y el método de Keynes no rompieron la continuidad de la disciplina creada por Adam Smith y Ricardo.
Punto de inflexión significaría algo distinto: un cambio radical en el marco conceptual en el que las preguntas se habían planteado; nuevas ideas, nuevas palabras, nuevas relaciones en virtud de las cuales los problemas antiguos no son siempre resueltos, sino que aparecen como algo remoto, obsoleto, a veces hasta ininteligible, de manera que las dudas y problemas angustiosos del pasado parecen extrañas formas de pensamiento, o confusiones pertenecientes a un mundo ya desaparecido”. 2 Véase a Norbert Bilbeny, La revolución en la ética: Hábitos y creencias en la sociedad digital, Anagrama, 1997, Barcelona; José Antonio Marina, Ética para náufragos, Anagrama, 1995, Barcelona; Gilles Lipovetsky, Ibidem; Norberto Bobbio, Elogio de la templanza, Temas de hoy, 1997. 3 Véase a Norbert Bilbeny, Ibidem; José Antonio Marina, Ibidem; Gilles Lipovetsky, Ibidem; Norberto Bobbio, Ibidem. 34 Ibidem 5 Véase Kart Jaspers, Los grandes filósofos: Los fundadores del filosofar: Platón, Agustín, Kant, Tecnos, 1995, Madrid; Lucien Goldmann, Introducción a la filosofía de Kant, Amorrortu, 1974, Buenos Aires; Esperanza Guisán, Introducción a la ética, Cátedra, 1995, Madrid. 6 Ibidem, p.
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