Pantalla, telón, hoja en blanco: toda superficie es escribible. Antes y después del espejo: la palabra. “Al principio fue el Verbo”, dice la Biblia. Toda imagen en la pantalla es la trascripción de un tiempo, de un sujeto, de una historia. Palabra e imagen son unidad inseparable. En ese espacio en blanco frente al cual estamos, (nos) buscamos, (nos) perfilamos un lado del ser, dibujándose alguna línea del espejo que todos tendremos enfrente. Asistimos a un proceso de volatilización de la imagen al ritmo de los parámetros siempre cambiantes de las industrias culturales y los paradigmas del consumo.
La isla dominicana –que físicamente es solo media isla– rebota en el Primer Mundo gracias al peso de la migración hacia Estados Unidos y Europa, a esa capacidad tan grande de síntesis que tenemos en lo cultural y a las necesidades siempre nuevas de contar con “lo nuevo” en las grandes metrópolis. Lo dominicano es tan propio de Madrid como la Cibeles; de Nueva York como el río Hudson. Las imágenes de la dominicanidad van, vienen, se procesan, se reciclan en algún momento dentro de esta Babel donde, sin embargo, siempre habrá pasadizos para el intercambio.
Los dominicanos ya están en el cine. Paradójicamente, se filma lo nacional en el afuera de lo insular y en el aquí de la isla, trasuntándose otras realidades. El país se está convirtiendo en una importante plataforma de producciones cinematográficas, aunque por lo general sólo se sea metáfora de otras realidades, como si se tratase de remachar nuestra condición tercermundista. Comenzamos siendo una recreación de La Habana con El Padrino II (1974), y por ahí seguimos con Havanna (1990), Crisis in Havanna (2002) y The Lost City (2005), entre otras producciones. Somos algún lugar de Haití o África en Miami Vice o en The Good Shepherd, ambas de 2006. Al fin fuimos a la misma isla, pero la de finales de los años sesenta, con la puesta en escena de la novela del peruano Mario Vargas Llosa, La fiesta del chivo (2005). Mientras tanto, la mayoría de las producciones locales reciclan los contenidos cómicos televisivos, aunque a veces se presenten propuestas significativas para leernos, como Pasaje de ida (1988) o las dos Nueba Yol (1995-1997). En las líneas siguientes repasaremos las imágenes de “lo dominicano” en el cine a partir de tres estrategias: lo que nos da de frente, lo de al lado y lo del fondo.
Es decir, los momentos en que lo nacional es tratado ya sea de manera directa, circunstancial, o cuando se es simple elemento del decorado. Nos orienta la propuesta de pensar la manera en que nuestras localizaciones en la imagen cinematográfica son formas de conceptuarnos, ubicándonos en un pasaje propio y definiéndonos en tanto referentes simbólicos. Por ahora definimos “lo dominicano” como la puesta en escena de nuestros sujetos sociales, el tratamiento de la realidad histórica insular, dentro o fuera de la isla, y la apelación a simples elementos simbólicos de la cultura que operan de fondo dentro de lo casual. Será tan importante la trabajadora dominicana en Flores de otro mundo (1999) como la bandera y los afiches turísticos dominicanos en la cafetería central de Broken flowers (2005).
El dominicano de frente
La presencia de los dominicanos en España se oficializa con Flores de otro mundo» (1999), dirigida por Icíar Bollaín, quien además escribe el guión junto a Julio Llamazares. Esta película describe las condiciones de vida en un pueblo de Castilla La Mancha y la carencia de mujeres “desposables”. La llegada de sendos autobuses cargados de “latinas”, y en especial de dominicanas, viene a paliar esta sensible falta. Lo dominicano es carne y hueso: Lissete Mejía en el papel de Patricia corporiza la multi-mujer y, de paso, la empleada doméstica. Fundamentada en un riguroso trabajo de documentación, en esta película no hay propuestas demasiado exigentes. Los temas, aun siendo parte ya de cierto sentido común, no dejan de ser dramáticos y presentarse de manera dosificada, sin búsqueda de parábolas, pero resaltando la dureza de los procesos de inserción de lo tropical en este duro paisaje español. En Flores de otro mundo la dominicana Patricia se presenta junto a la cubana Milady, como si se quisiesen comparar las maneras de inserción de la marginalidad de ambas islas caribeñas en el primer mundo europeo.
«Flores de otro mundo» obtuvo seis premios internacionales, entre ellos el de la Crítica del Festival de Cannes en 1999. Curiosamente al año siguiente, y también en Cannes, un corto de tema dominicano ganaba el Premio del Cinefondation: Five Feet High and Rising, escrito y dirigido por Peter Sollett, con dos actores domínico-americanos, Víctor Rasuk y Judy Marte. Esta producción trataba el acceso a la adolescencia en los hijos de la migración. Dos años después el corto se convertiría en largometraje, con los mismos actores, y se titularía Raising Victor Vargas. Aquí estamos frente a los conflictos generacionales, las consabidas evocaciones de la tierra de los ancestros y la insistencia en mantener algo de ella mediante la palabra: “My name is Altagracia but you can call me Tatica”, dice la actriz Altagracia Guzmán, quien hace su debut en esta cinta y es, sin lugar a dudas, la actriz dominicana de más edad en el séptimo arte, ya que nació en 1931. También desde la segunda ciudad dominicana, Nueva York, nos viene la película Mad Hot Ballroom (2005), dirigida por Marylin Agrelo y con guión de Amy Sewell. El argumento es más simple: se trata de la manera en que grupos de diferentes espacios urbanos y posiciones sociales se vinculan a través del baile. De todos los participantes, los de Washington Heights serán los más aprovechados.
El dominicano de al lado
Los dominicanos de al lado son personajes criollos pero admitidos dentro de los parámetros del protagonismo norteamericano. Son “dominicanos” en tanto los otros ya no contienen elementos de novedad en el sentido común. Siguiendo las últimas estrategias de marketing cinematográfico, los boricuas parece que se agotaron con West Side Story, los cubanos sólo tendrán que ver con la huella y el humo de la revolución, los colombianos seguirán con sus selvas, sus guerrillas y sus drogas, mientras que los dominicanos le sacarán provecho al limbo de sólo estar en el merengue, la bachata y el béisbol, aunque también ya el negocio de las drogas formará parte relevante de su cotidianidad. En 2000 se hizo una continuación del clásico Shaft (1971) de Gordon Parks, aquel primer detective cool que presagió la caracterología tarantinesca. Esta vez los malos son los dominicanos, aunque el actor escogido sea un afroamericano que no tiene nada que ver con los insulares, Jeffrey Wright, quien hace el papel de Peoples Hernández, el jefe del bajo mundo de los pequeños criminales del barrio. En medio de la música de Fulanito y paisajes de esos clásicos edificios desmantelados, lo dominicano aquí se folcloriza. La misma línea siguió la aparición del puertorrican Rick Avilés en el papel del maleante Quisqueya, en Carlito’s Way (1993), dirigido por Brian De Palma. En aquél salón de billera que pronto sería histórico, entre un Al Pacino suspicaz y la sensación de que pronto habría sangre, aparece al fondo una bandera dominicana. El nombre de “Quisqueya es más que una evidencia de que se trata de dominicanos.
Música
Junto a la colocación de estos elementos visuales típicos de lo dominicano, también destaquemos el aspecto musical, ante todo la presencia del merengue. La introducción la hizo Pedro Almodóvar, a quien por lo demás le debemos la recuperación de viejos ritmos y cantantes, desde La Lupe hasta el relanzamiento de Caetano Veloso. En Tacones lejanos (1991), Bibi Andersen, en prisión y con sus prisioneras, realiza una coreografía con el tema Pecadora, de los Hermanos Rosario. La presencia dominicana se irá extendiendo en los años noventa por el Mediterráneo. En el premiado road movie de Nanni Moretti Caro Diario (1993), la agrupación ítalo-latina Diapasón se encarga de interpretar Visa para un sueño, de Juan Luis Guerra. Al advertir la fiesta, y mientras está haciendo su recorrido por los suburbios de Roma, Moretti quien no sólo dirige y escribe, sino que actúa, se contagia de la alegría, se sube a la tarima y acompaña al grupo en su canción. La música de Juan Luis Guerra también fue utilizada en una producción tunecino-suiza, Honey & Ashes (1996), de Nadia Fares. En ella se relata la historia de tres mujeres, Leila, Amina y Naima, que no mejorarán su situación tras casarse, sino lo contrario. Luego de ofrecer un duro cuadro de la situación femenina en algunos, Matt Damon, en su papel de Edward Wilson, bajando por la calle Hostos, caminando por el Parque Duarte, que aparece habilitado como un mercado africano. La misma sensación de marginalidad, esta vez retrotrayéndose a Haití, aparece en Miami Vice (2006), donde se graban tres escenarios esenciales: la parte alta de la ciudad, la calle Hostos y la Arzobispo Meriño. Y volviendo al tema cubano y a la presencia del espacio urbano capitaleño como recreación del habanero, tenemos que concluir con dos películas: Havana (1990) y The Lost City (2005).
En ambas, la Zona Colonial es el nervio de las acciones. Mientras en la primera se brinda más atención a los lugares del consumo, en la segunda hay mejor recreación de los lugares familiares, con una fotografía más lírica de Santo Domingo. Finalmente, nos queda La fiesta del chivo (2005), de Luís Llosa, película que por su naturaleza debía hablar por primera vez y directamente sobre “lo dominicano”, ya que en la misma se recrean las condiciones de la muerte del dictador Rafael Trujillo, en un Santo Domingo proveniente de Ciudad Trujillo, y con todo lo de terror que ello implicaba. Lo dominicano, como todo producto tercermundista, se tipifica como lo marginal, lo excéntrico, lo curioso. Dentro de la división internacional del trabajo, también nosotros tenemos nuestro papel en el contexto caribeño y aún dentro de Estados Unidos. A la vez que los productores locales parten del peso económico de la comunidad dominicana en Estados Unidos, las productoras norteamericanas nos utilizan en función de lo simbólico caribeño que contenemos, las ventajas de la producción a bajo coste y también por la novedad en el uso de la marca “dominicana”. Como vemos, “lo dominicano” tiene y tendrá cada vez nuevos accesos. Si sobre cada telón hay ilusiones que se materializan por un instante, la puesta en escena de lo dominicano tendrá que ver con nuestra insularidad caribeña y todo lo que ello implica: tránsito, cambio, el ser siempre lo otro. Al trazar algunas huellas de “lo dominicano” en el cine contemporáneo, también nos estamos reconociendo en nuestra pluralidad. De alguna manera nos estamos moviendo.
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