Aunque publicó su primer libro en 1975, la seminal novela Moreira, la carrera «editorial» de César Aira alcanza su velocidad de crucero en 1990, con su séptimo libro, una novela que dialoga con El limonero real, de Juan José Saer, y que se titula Los fantasmas. En los casi veinticinco años que han pasado desde entonces, Aira ha publicado setenta y ocho libros (posiblemente cuando usted lea estas líneas la cifra habrá aumentado), lo que ha generado uno de los mitos que siempre han rodeado su escritura: el de ser extraordinariamente prolífico. Él siempre lo ha desmentido, señalando que apenas escribe una página diaria, aunque, eso sí, no se permite ningún día libre, se encuentre donde se encuentre.
Además, ha explicado siempre que sus libros son muy breves, lo que explica esa abultada cantidad de títulos. En esa paradoja: publico muchos libros pero escribo tan solo una página diaria y mis libros son muchos pero tienen pocas páginas, hay que leer algo más que una broma o un síntoma de falsa modestia. Lo que debe vislumbrarse es la existencia de un proyecto estético. Uno mucho más sólido y meditado de lo que pudiera parecer a primera vista. Aun así, ha servido para que sus detractores esbozaran uno de los clichés que más se ha extendido sobre su obra: la supuesta similitud entre sus libros, que, según dicha crítica reticente, los hace perfectamente intercambiables. Como si se tratase del repetido chiste sobre las iglesias, dicen: leído uno, leídos todos, y parecen quedarse muy contentos de su «ingenioso» modo de despreciar al autor y su obra.
Pero Aira, que muchas veces ha afirmado que le gustaría que de asemejarse a algo su escritura lo hiciera a los cómics de Superman que leía de niño –construidos sobre unos moldes fijos que, pese a ello, permitían todas las variaciones posibles que han hecho posible que el personaje vaya camino de cumplir un siglo de existencia con la misma vitalidad desde su nacimiento–, sabe que esas semejanzas que acercan a sus novelas no son tales, o que lo son pero de un modo meramente superficial. Y, precisamente, para demostrarlo, se lanzó a crear una más de sus astutas obras, que rebasan el ámbito más o menos convencional de la literatura para extenderse dentro del terreno de otras artes, más concretamente de lo que se bautizó hace años como arte conceptual.
Duchamp en México, primero de los tres textos que se publicaron en el libro Taxol, narra una historia bastante sencilla: durante un viaje como turista al Df, el narrador, que es un escritor con el dinero bastante justo, aprovecha la situación ventajosa del valor de cambio de su moneda respecto a la local para comprar un libro sobre Duchamp, su artista favorito, con buenas reproducciones de su obra, que encuentra en una mesa de saldos. Más tarde se tropieza con otro ejemplar del mismo libro aún más barato y lo adquiere también. Poco a poco, el viaje por la ciudad se convierte en una sucesión de compras de ejemplares del mismo libro, cada vez más baratos, y de los cálculos del ahorro que realiza gracias a esas compras. La narración se construye sobre dos paradojas: cuanto más compra, más ahorra, y los libros, que en un principio son concebidos como iguales, ya que pertenecen a la misma edición, pasan a diferenciarse entre ellos ya que cada uno tiene un precio distinto que lo singulariza. Dejan de ser, por tanto, libros intercambiables para ser libros levemente diferenciados. Aunque pueda parecer que haya sido un proceso azaroso, cada vez los libros que el narrador encontraba estaban más baratos, lo que impide excusarse en el azar como explicación única.
Unos años más tarde, César Aira llevó a cabo un proyecto largamente planificado: publicar en una edición artística, sin ningún tipo de imagen de cubierta, tan solo un blanco impoluto roto por el título de la novela y del autor, que circularía en una edición limitadísima, numerada y firmada por el propio escritor. La publicación de los cincuenta ejemplares de Los dos hombres parece más cercana al mundo del arte que al de la literatura. Y no creo que sea algo fortuito, sino intencional, porque recuerda mucho a uno de los últimos trabajos de Duchamp, A l’Infinitif (La Boîte Blanche) (Al infinitivo [La caja
blanca]), en esa ausencia de toda imagen identificativa. Aira, poco a poco, ha ido desplazando su acción creadora a todos los aspectos de la producción artística, y el de la circulación es determinante, además de que es donde se aprecia de modo más acusado el influjo de Duchamp. Los ready made del artista francoestadounidense supusieron una revolución en la concepción de la pieza artística, ya que extraían precisamente todo lo que tenía de creación para desplazarla al modo en que se presentaba al público. El arte dejaba de ser una característica inmanente y pasaba a ser algo contextual. En el caso de la literatura, sin duda, lo más externo es el proceso de circulación en sí de la obra. Y Aira, consciente de ello, va controlando ese aspecto de modo más consciente. Distribuye sus libros entre multinacionales y editoriales independientes, en algunos casos artesanales –que no imprimen en sí los libros, sino que realizan fotocopias–, sin establecer entre ellos jerarquías de ningún tipo. Todos son libros de César Aira, y como tales aparecen en las bibliografías. Son todos diferentes, pero igualmente relevantes. Son todos semejantes, y aun así hay algo leve, muchas veces casi imperceptible, que los distingue.
Duchamp había planteado algo muy semejante en su Boîte-en-valise (Caja-en-maleta). Los sesenta y nueve objetos que se incluyen en cada una de las maletas son, en sí, considerados reproducciones, salvo los de una, los «pequeños originales» que reproducen «El gran vidrio», al menos en las primeras veinticuatro maletas, las que armó y concluyó el propio Duchamp. Más tarde se realizaron diversas ediciones ya sin esa pieza «original» hasta alcanzar una cifra total de 280. Pero esas reproducciones, que no iban ya presentadas como una maleta, se conocen generalmente como boîtes (cajas). La idea serial es evidente, pero también el hecho de que cada una de esas cajas, sobre todo las maletas de la primera serie, es única. Al mismo tiempo se trata de realidades únicas aunque muy semejantes. Hay algo muy leve, casi imperceptible, que las distingue.
En los casi veinticinco años que han pasado desde entonces, Aira ha publicado setenta y ocho libros (posiblemente cuando usted lea estas líneas la cifra habrá aumentado)
La tercera apuesta de Aira fue la publicación de El mármol con tres cubiertas distintas. Los mil quinientos ejemplares de que constaba la edición original se presentaban con tres diseños de portada diferentes: distinta imagen, distinta tipografía, etc. Así, exteriormente, había tres modelos distintos, quinientos ejemplares con cada cubierta, del mismo libro que era, en su interior, idéntico. O quizás no, quizás no sean idénticos. Como sabe todo estudioso de la historia del libro, pese a que se hable de modo genérico de impresiones, que constan de una determinada cantidad de ejemplares iguales, en realidad no hay dos libros que sean totalmente idénticos. Ni sucedía cuando aún se usaban imprentas con tipos móviles —era muy habitual que al ver las primeras pruebas se realizaran correcciones sin que, por motivos evidentes de ahorro de costos, se deshicieran de los pliegos con erratas— ni sucede ahora con la tecnología moderna ya que los cortes, la encuadernación, el desgaste de las cajas de tinta o incluso los errores humanos han terminado por convertir esos «errores de producción» en rarezas valoradísimas por los bibliófilos, que las convierten en objetos de deseo independientemente del contenido en sí del libro.
Por eso es muy aventurado afirmar que los libros que pertenecen a una misma tirada son «idénticos». No hay dos libros idénticos, y, de algún modo, lo que viene señalando Aira desde hace tiempo con estos detalles en los mecanismos de circulación de sus textos y su presentación es eso: que todos ellos son extraordinarios. No ya los textos, algo que es obvio y que se ha presentado como algo imprescindible incluso en la producción artística desde el Romanticismo. No, cada uno de los libros es excepcional. Cada uno de ellos, como objeto, y la profusión de títulos y de textos sirve como una mera excusa para eso.
La serialidad que se impone como mecanismo del arte contemporáneo debe ser reconceptualizada desde un enfoque literario. Eso supone el triunfo final del proceso literario, convertir en algo central no ya la forma respecto al contenido, sino incluso la presentación formal de esa misma forma, lo que el lector manipula: el libro. Es en el formato material donde se ejemplifica la distinción entre igual e idéntico, que Aira viene a demostrar que no son términos equivalentes. Y esa singularización del objeto, materialización final del concepto, es la herencia más directa de Duchamp en la obra de César Aira.
La dificultad de aprehender en toda su dimensión la idea de los ready made duchampianos hay que buscarla en un concepto tan inasible como sugerente: inframince (que puede ser traducido como infraleve o infradelgado) y que aparece no explicado, sino aludido, construido, levemente materializado en las notas póstumas de Duchamp. Allí se lee: «La différence entre deux objets faits en série (sortis du même moule) est un inframince quand le maximum de précision est obtenu» (La diferencia entre dos objetos hechos en serie [salidos del mismo molde] es infraleve cuando se ha obtenido el máximo de precisión). Es esa diferencia infraleve la que separa a un urinario cualquiera de la fuente que firmó como R. Mutt. Es, de hecho, infraleve la diferencia entre la pieza expuesta en 1917 que se perdió tras el montaje de la Sociedad de Artistas Independientes, y las cuatro que Duchamp firmó de nuevo y pueden hoy contemplarse en cuatro colecciones distintas de arte contemporáneo. Esa inmaterialidad de la esencia del arte, esa virtualidad que puede ser nombrada con el término infraleve que acuña el artista, se evidencia en el hecho de que muchas de sus obras han sido reproducidas con el consentimiento del mismo Duchamp siguiendo las necesidades de las distintas exposiciones para las que se le solicitaron. Tan solo de la última, Etant donnés, en la que estuvo trabajando en secreto los últimos años de su vida, no existe copia alguna. Así, en la idea de copia y serialización, que se encarna de modo ideal en la Boîte-en-valise, es donde de modo más claro puede buscarse ese infraleve que caracteriza el arte de Duchamp. Tan solo alguien que lograra reunir todas las piezas existentes, tanto las veinticuatro primeras maletas como las doscientas ochenta cajas, podría descifrar en qué consiste esa diferencia infraleve que las singulariza.
Aira parece decirle lo mismo al lector de El mármol. No basta con leer un ejemplar, quizás lo ideal sería leerlos todos, buscar en los mil quinientos ejemplares la presencia de lo infraleve que los dotaría de nuevo sentido. O, yendo más allá, por qué limitarse a escudriñar tan solo la tirada de un título, por qué no la de todos. Quizás tan solo repasando minuciosamente todos y cada uno de los ejemplares de los libros que han aparecido de Aira se pueda acariciar, tantean en tanto que inasibles, los matices infraleves donde reside la magia de este autor. Como una broma final, un último giro de tuerca, le dice a todo el mundo: no sé si mis libros son todos iguales, creo que no, pero en todo caso para averiguarlo habría que leerlos todos. No basta con todos los títulos, sino todos los ejemplares.
Por eso, si usted ha terminado de leer este libro no piense que ya está el trabajo hecho. Corra de nuevo a las librerías, a las bibliotecas, y hágase con todos los ejemplares que pueda. Y comience detenidamente la búsqueda de las diferencias infraleves entre cada uno. Quizás sea ahí donde radique el misterio de Aira, que, como explica en El mago, se hace pasar por prestidigitador cuando en realidad lo que hace es magia. Verdadera, incomprensible, sorprendente magia cuyo secreto somos, todavía, incapaces de descifrar.
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