Qué gran contraste: mientras que cuando nació el ritmo era aborrecido como peste diabólica por la intelligentia de la llamada sociedad de primera, 150 años después las muchachas de la burguesía piden a sus padres celebrar sus bodas con el merengue. Y no sólo eso: es un fresco y activo producto de exportación cultural del país, tan sabroso y pegajoso que la carismática figura del jet set latinoamericano Emilio Azcárraga Jean –una de las personas más ricas del continente–, ha celebrado en México sus dos nupcias a ritmo del género musical más emblemático de los dominicanos. Se puede mencionar, de paso, que en el último tercio del siglo XX el merengue pasó a ser, también, una nueva fuente de hacer fortuna. La trayectoria del merengue ilustra una de las grandes paradojas de la historia dominicana y, en gran medida, latinoamericana: aquella en que un fenómeno que al principio fue aborrecido por la elite intelectual, terminó convirtiéndose en un emblema de la identidad nacional.
Nada como esto puede ilustrar mejor la tradicional separación entre elite y pueblo. Le correspondió a un poeta, Eugenio Perdomo –por demás nacionalista a carta cabal, hasta morir en el patíbulo por defender la patria amada–, dar la primicia: el merengue existía y estaba enraizándose en el pueblo. Bajo el seudónimo El Ingenuo y en un periódico fechado el 26 de noviembre de 1854, publicó en la entonces naciente República Dominicana el primer testimonio conocido sobre el género, y se refirió a él como “una confusión, un laberinto continuo”, para terminar llamándolo “maldito merengue”. Por su parte, uno de los más conspicuos intelectuales del país, guarecido bajo el seudónimo de Emmanuel, lo llamó “hijo digno del diablo”.
Fue nada más y nada menos que Manuel de Jesús Galván (autor, a posteriori, de la famosa novela romántica Enriquillo). Lo tildó de “torpe merengue aborrecible”, y a seguidas propugnó “que el bárbaro merengue desaparezca”. Esa fue, tal vez, una de las pocas coincidencias entre El Ingenuo y Emmanuel, pues, por lo demás, eran políticamente contrarios: el primero, liberal; el segundo, conservador. Pocos años después de la aparición pública del ritmo, durante el breve lapso de la anexión del país a España, el primero murió fusilado defendiendo la causa nacional; el segundo estaba en el bando contrario. Pero no nos extrañe esta coincidencia: los intelectuales tanto conservadores como liberales opusieron resistencia al merengue durante los períodos llamados de la Primera y la Segunda República, hasta 1916. A otro pensador de la sociedad de primera, identificado 40 Julio Alberto Hernandez Juan Francisco Garcia. 41 El mereng ue se ha asentad o pr o f undamente en las bases de la c ult ura p o p ular. Página 45: Pareja de bailarines, c on at uend os tipic os d ominican os. con el seudónimo de Heliodoro, los bailes de merengue le parecieron “faltas de decencia, de decoro y de miramientos”, considerando un “detestable baile de tan poco gusto”, que propuso desterrarlo. Varios le hicieron coro, con términos autoritarios, propios de la ideología conservadora.
Pero Ulises Francisco Espaillat, sin duda uno de los grandes civilistas dominicanos y a quien nadie osaría acusar de autoritario, llegó más lejos: a mediados de los años 70 del siglo XIX, planteó que “lo expulsáramos por completo del país”, y no sólo de la buena sociedad, aunque admitía que el merengue era “el favorito” en la pujante provincia Santiago, capital de la Banda Norte. Todavía en 1939, Flérida de Nolasco lo consideró “una danza pobre y de invención vulgar”, y dudó de su originalidad. No fue hasta casi un siglo después de su primera mención en el país cuando empezaron a aparecer algunas plumas defendiéndolo. Ramón Emilio Jiménez, en tono idílico, consideró en 1953 que “en sus notas y en el rito de sus actitudes danzantes, vive hecho aromas de sueño, el espíritu nacional”. El prolífico historiógrafo Emilio Rodríguez Demorizi testimonió en los años 70 del siglo XX lo que hacía mucho tiempo era un hecho: “El merengue se impuso en el pueblo dominicano y de la más humilde sala de bachata pasó triunfalmente al salón aristocrático”. El destacado escritor y pianista Manuel Rueda escribió: “La acusación de indecencia deseaba anular su posibilidad de cuestionamiento. A nombre de la moral se trataba de imponer silencio a una clase explotada en exceso; y lo curioso era que dicha acusación de indecencia no provenía de la Iglesia, sino de los políticos. La vulgaridad y el desenfreno en el merengue vendrían después, desde esas mismas clases que lo condenaban y comenzaron a usarlo para influir de una manera directa en el pueblo que lo había creado e impuesto”.
Carta de ciudadanía
Por diversas fuentes y hechos sabemos que el merengue se conoció en distintas partes del Caribe durante el siglo XIX, lo que en cierto modo le daba una dimensión regional. En Cuba se menciona en 1847 en un escrito de Bartolomé José Crespo titulado Las habaneras pintadas por sí mismas en miniaturas (Imp. De Oliva, La Habana). Pero por una u otra razón, el ritmo no se desarrolló en Cuba. En Puerto Rico se mencionó en 1849 en un bando del gobernador de la isla, Juan de la Pezuela, en el cual se prohibía que fuera tocado en las fiestas. Tampoco en la Isla del Encanto el merengue pudo desarrollarse como una expresión de su cultura nacional. En Haití, a su vez, el merengue o meringa adquirió su propio estilo, llegando incluso a ser considerado como una danza nacional, según indica el historiador haitiano Jean Fouchard en su libro La Meringa, danse nacionales d’Haiti, publicado en Canadá en 1976. Pero al día de hoy, sabemos que los rastros del merengue que quedan en ese país vecino son las influencias que el ritmo dominicano ejerció a mediados del siglo XX en la conformación del kompa, el género musical más popular en Haití en la actualidad. Sin lugar a dudas, donde el merengue sí adquirió carta de ciudadanía fue en la República Dominicana, estableciendo en nuestro territorio su sede indiscutible. Para eso debió, primero, asentarse profundamente en la cultura popular.
Los registros más antiguos sitúan su presencia tanto en la Banda Sur como en la Banda Norte, que era como se subdividía políticamente el territorio nacional durante el siglo XIX. En la primera está documentado en lugares como Santo Domingo y Baní, y en la segunda en Santiago de los Caballeros, Puerto Plata, Moca y Bonao. Así, transmitiéndose como se transmite toda tradición, de generación en generación, su nivel de aceptación popular fue tal que, incluso, en el transcurso del tiempo surgieron distintas variantes regionales de merengue, a medida que éste fue adaptándose a las condiciones, usos y costumbres locales. Fradique Lizardo y otros investigadores reportaron estilos tales como el cibaeño, el liniero (de la Línea Noroeste), el redondo (en Samaná), el ocoeño, el de atabales, y el pri-pri o palo echao, cada uno con ciertas características rítmicas, instrumentales y danzarias propias. Así las cosas, el merengue se convirtió en un símbolo nacional dominicano. Desde finales del siglo XIX en un contexto de inestabilidad política, disputas caudillistas y luchas nacionalistas, surgieron músicos populares como Francisco (Ñico) Lora, Antonio (Toño) Abreu, Lolo Reynoso, y otros, que se hicieron famosos en la composición de merengues, especialmente por su dominio del acordeón, instrumento que sustituyó a las cuerdas en la época post-restauradora, durante el último tercio de la citada centuria.
El símbolo patriótico
Entre los años 1916 y 1924, durante la primera ocupación estadounidense, el merengue se constituyó en un arma simbólica de la nacionalidad usurpada. Muchos sintieron expresados en él sus sentimientos patrióticos. Surgió un grupo de músicos nacionalistas que dejaron saber su oposición a la Ocupación a través de la música. El merengue fue bienvenido en los salones de la aristocracia, lo que se relaciona con el furor nacionalista desatado por la presencia de las tropas extranjeras. Frente a éstas, el merengue devino en un símbolo generalizado de unificación e identificación nacional, un ente de exaltación patriótica. Desde entonces, principalmente, el ritmo se hizo una tradición vinculada a la identidad dominicana, un símbolo de la nacionalidad. Músicos de carrera como Esteban Peña Morell, Juan Francisco (Pancho) García, Pablo Campos, Juan Bautista Espínola, Rafael Ignacio y Julio Alberto Hernández, produjeron un cambio importante al asumir el merengue como elemento de composición de la música académica y al componer piezas con sus conocimientos profesionales.
Ellos iniciaron la modernización del género. Julio Alberto Hernández, uno de los pilares de este proceso, indicó que los músicos nacionalistas quisieron “perpetuar los giros autóctonos del país, utilizándolos como base de nuestras composiciones, buscando con ello crearle a nuestro pueblo una voz propia que lo diferenciara de las demás culturas de América, para que el mundo, a través del merengue típico, llegara a conocer el alma festiva de los dominicanos”. Lo paradójico del caso fue que también los marines estadounidenses utilizaron el merengue en sus celebraciones, lo que dio como resultado el nombre de pambiche para una variedad del ritmo ya conocida –pues su estructura se corresponde con el estilo denominado merengue liniero– y que era de su preferencia por su lentitud y suavidad. J. M. Coopersmith afirmó que “a los infantes de marina estadounidenses se les hacía muy difícil bailar el rápido merengue”.
En la cultura de masas
Otros factores de indudable preponderancia de la vigencia, difusión e internacionalización del merengue han sido el nacimiento del disco, la radio y la televisión durante el siglo XX. La llegada del disco y del fonógrafo a Dominicana encontró al ritmo ya asentado en la cultura popular. La radio sirvió para que la audiencia se ensanchara en proporciones inéditas. Esta fue la base social para el nacimiento del espectáculo y del mercado de la música, con lo cual el merengue se anotó un doble triunfo: se insertó en la sociedad de consumo y entró en la llamada cultura de masas. Por otro lado, está claro que el poder político ejerció un papel insoslayable en la consolidación del merengue en la sociedad. La costumbre del dictador Rafael L. Trujillo de bailarlo en las fiestas donde acudía y de promoverlo apoyando las grandes orquestas, que sirvieron muy bien a su imagen grandilocuente y a sus estrategias propagandísticas, aceleró su difusión en los salones aristocráticos. Lo lamentable es que, hasta ahora, Trujillo constituye el referente político de los merengueros, pues los mandatarios demócratas no se han identificado tanto con el género como lo hizo aquél. Sin embargo, el ritmo ha jugado –y sigue jugando– un papel político relevante en la cultura popular, a tal punto que en las recientes elecciones nacionales, un tema de merengue se convirtió en el eslogan de campaña del doctor Leonel Fernández, sobrepasando en acogida el lema oficial de campaña. La cultura popular se impuso.
Un símbolo cultural
Dos fenómenos recientes, la diáspora e Internet, se han sumado a los vectores que han contribuido a darle al merengue una mayor magnitud social, dirección tecnológica y sentido de pertenencia. El proceso de dispersión de la población dominicana por el mundo, con el disco a mano, ha llevado el merengue a los lugares más remotos, a tal punto que si al principio la música africana lo influyó, hoy es él el que influye en África. La red de redes ha permitido la conexión instantánea con el ritmo, especialmente útil en lugares donde las emisoras de radio no lo tocan o donde la diáspora y sus descendientes no pueden tener a las bandas de merengue amenizando fiestas periódicamente. No hablemos ya de grandes escenarios fuera de la isla, pues hace rato que el merengue estrenó el Palladium, el Radio City Hall y el Madison Square Garden de Nueva York, y campos de fútbol de casi todas las capitales de Latinoamérica y de España. La trayectoria musical de Puerto Rico, Venezuela y Haití en el siglo XX no puede explicarse sin hacer referencia al merengue y a sus cultores. Decir que el merengue cumple 150 años de aparición pública implica reconocer que le lleva en antigüedad al bolero, al son, al tango, al jazz, al blues, y que supera en por lo menos un siglo al rock y a la salsa; motivos más que suficientes para que sea considerado como un patrimonio musical de la humanidad.
Como expuse en mi libro La pasión danzaria, un ritmo que inicialmente fue rechazado por la élite que concentraba propiedades, poder y estatus privilegiado, finalmente fue interiorizado por los diversos grupos étnicos y sociales que históricamente conformaron la sociedad dominicana, y con ello atravesó todas las fronteras de clase, etnia y género, y pasó triunfante la prueba del tiempo, para formar parte del conjunto de prácticas que tipifican la cultura dominicana y ser un símbolo eficaz de la identidad nacional.
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