Revista GLOBAL

El merengue típico dominicano

by Rafael Chaljub Mejía
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El merengue típico es la expresión más genuina de nuestra danza nacional por excelencia. Antes de entrar a los salones, fue cantera inagotable de creatividad y recorrió campos y zaguanes, enramadas y tertulias, fiestas campesinas y convites familiares. El autor, el mayor experto en el tema, resume esa realidad fundacional del merengue con una prosa que alcanza, en ocasiones, ribetes poéticos, y, desde luego, con la experiencia que le otorgan sus largos años de lucha para que este merengue típico no se vaya, no desaparezca. Aunque no tanto en la zona urbana, el merengue típico, de acordeón, güira y tambora, sigue siendo enormemente popular en la ruralía; incluso muchos conjuntos juveniles del ritmo han surgido en las últimas dos décadas y representan la autoctonía dominicana y la continuación de esta larga tradición.

A pesar de haber vivido una historia llena de vicisitudes e infortunios, el pueblo dominicano siempre supo encontrar en sí mismo la fuerza suficiente para levantarse y seguir su marcha, así fuera hacia la próxima estación de su propio viacrucis. Y en medio de sus luchas y sus afanes, aprendió a no dejarse matar por la tristeza, a hacer su música y bailarla con pasión, a componer sus creaciones artísticas y divertirse, a descartar las expresiones artísticas venidas de otras tierras si no estaban a tono con su espíritu colectivo, y, en cambio, a asimilarlas, hacerlas suyas, ponerles el toque de su propia identidad e incorporarlas al patrimonio de su folclor y su cultura si resultaban de su agrado.

Del mismo modo, aprendió a tomar los materiales que la naturaleza le ofrecía para hacer sus propios instrumentos y también tuvo la suficiente inteligencia para desentrañarles los misterios a los instrumentos venidos de otras tierras, así fueran de países tan cultos y adelantados como Alemania.

Eso fue precisamente lo que ocurrió cuando desde ese país europeo empezaron a llegar los acordeones. A partir de ahí, cambió radicalmente la historia de la música y el baile en nuestro suelo. El zapateo, el sarambo, el carabiné, la upa, la mangulina, el vals, la polka, la danza cubana, eran algunos de los ritmos que tocaban, cantaban y bailaban los habitantes de esta tierra. Y también hubo merengue. Se da por cierto que, ya en los tiempos de la Primera República, el coronel Juan Bautista Alfonseca, director de la banda militar, tocaba sus merengues, y que una música con esa denominación estaba ya presente en el ambiente.

Sobre los orígenes remotos de ese merengue hay numerosas teorías. Una sostiene que es de origen africano, otra que viene del pasodoble y la contradanza de España, otras que procede del minué francés, que vino de Puerto Rico y hasta que es de origen haitiano. Es posible que nunca se arribe a una opinión común sobre ese origen. Lo que sí puede afirmarse y demostrarse, en cambio, es que con la entrada al país de los acordeones que los marineros alemanes traían y que empezaron a entrar por Puerto Plata, surgió el merengue típico y la realidad de nuestra música cambió rotundamente. Hasta entonces, el merengue se tocaba con instrumentos de cuerda, fabricados principalmente por manos locales, un diapasón hecho de madera y las cuerdas; pocas veces se obtenían estas en el comercio importador, sino que eran de crines de caballo y hasta de tripas de chivo secadas y tensadas al sol.

Es posible deducir la época en que se produjo esa revolución musical por las publicaciones que se hacían y, muy especialmente, por las décimas que, originadas en el impacto producido por la introducción del acordeón, publicó a partir de mediados de los años setenta del siglo XIX el Cantor del Yaque, Juan Antonio Alix, que, como todo buen poeta, fue cronista de su tiempo.

Rápidamente, la gente del pueblo aprendió a manejar el curioso artefacto musical y empezó a escuchar, a bailar y a disfrutar una música tan dulce y tan movida, tan pegajosa y tan alegre, como jamás hasta entonces la había conocido. Al acordeón se le sumó la tambora, que marca y refuerza el ritmo, y la güira, que le da fluidez y ligereza al merengue.

Así nació el merengue típico: con el acordeón, que simboliza la presencia de los europeos en nuestra historia; la tambora, que es una derivación directa del tambor africano; y la güira, versión moderna de las maracas del aborigen. Quedó así representado en el merengue el mestizaje racial y cultural del que está constituido nuestro pueblo.

Los acordeones cayeron en manos del pueblo llano: agricultores, jornaleros, arrieros, buhoneros, gente caminadora y trashumante, como juglares, empezaron a sembrar el merengue típico; y la población, mayoritariamente campesina, lo hizo suyo.

Los instrumentos de cuerda pasaron a un plano secundario ante un acordeón más sonoro, con una música altiva y vibrante, semejante al canto de un gallo de pelea, a una corneta o un clarín que llamaba al combate, todo lo cual era mucho más afín que la guitarra al espíritu de un pueblo que se pasaba media vida en los cantones peleando por su independencia y su libertad o en contiendas civiles intestinas. Nació una música libre y espontánea que se aprendía a tocar de oídas, mecánicamente, sin necesidad de método, cuando la escuela era la enramada o la sombra del árbol de existencia milenaria que crecía junto al bohío.

Si folclor es todo lo que el pueblo sabe, hace y aprende sin necesidad de que ningún maestro se lo enseñe, en el merengue típico tenemos un buen ejemplo de esa sentencia. Las primeras raíces las sembró el merengue típico en el Cibao, la región más rica y fértil del país, con mayor población y más peso económico en ese entonces, de montañas frondosas y exuberantes y ríos caudalosos. Esa región, cuna de grandes próceres y escenario de grandes acontecimientos históricos, fue, por demás, y he aquí su gran suerte, cuna y teatro de Francisco Antonio Lora Cabrera (Ñico Lora), genio precursor y maestro inmortal del merengue típico, acordeonista diestro y autor de una incontable cantidad de merengues, algunos de los cuales perduran y aún hoy alborotan los salones donde algún conjunto típico los toca bien tocados.

A pesar de la discriminación y el rechazo con que lo recibió la clase alta, el merengue típico se propagó por las distintas regiones y se afirmó como música predominante cuando, desde la potente emisora estatal La Voz Dominicana, en los comienzos de los años cincuenta del siglo XX, empezó a sonar un conjunto de la calidad insuperable del Trío Reynoso. Ocurrió esto bajo la dictadura militar de Trujillo, que fue promotor y, al mismo tiempo, victimario del merengue. Promotor porque lo promovió en todas sus variantes, y victimario porque lo prostituyó al convertirlo en un canto de alabanza a su personalidad siniestra y a las acciones criminales de aquel régimen. Aun así, el merengue encontró la brecha para cantar a las cosas positivas y nobles de su pueblo y sobrevivir a la manipulación odiosa de la dictadura.

El merengue, principalmente en su versión típica, le ofreció al pueblo la posibilidad de cantarse a sí mismo, de componer, tocar y gozar sus propias creaciones, de probar con creces que eso de hacer música, componer versos y cantar tan bueno como los ruiseñores no era privilegio exclusivo de algunos poetas ilustrados de la ciudad; y, de paso, demostró la veracidad de la sentencia sabia de que «todo el que siente canta». Esa música espontánea, narrativa en ocasiones, descriptiva en otras, nacida más que de las demandas del mercado, de la relación entre el hombre y el paisaje, de la cotidianidad de la gente, de las cosas de la vida, de los sentimientos y la identidad del dominicano, se asentó en la conciencia del pueblo y juntos han caminado a lo largo de más de siglo y medio.

Por demás, en tiempos en que las comunicaciones eran precarias, el merengue sirvió igualmente para contar la historia, la historia grande y sus personajes, y la historia corriente que supo convertir en celebridades a gente nacida de las entrañas del pueblo mismo, como Chanflín y Juanita Morel. El músico de antaño se volvió una especie de cronista musical de muchos acontecimientos: «Debajo del puente Yaque / mataron al mayor Lora / por estarle enamorando / al teniente su señora», cuenta un merengue de Ñico Lora cantando un hecho desdichado ocurrido en Santiago el 23 de febrero de 1924. Sirvió también de arma afilada en defensa de la patria: «En el año dieciséis / llegan los americanos / pisoteando con sus botas / el suelo dominicano. / Pancho Henríquez Carvajal / defendiendo la bandera / dijo no pueden mandar / los yanquis en nuestra tierra». De canal de protesta y denuncia, aun bajo la férrea dictadura de Trujillo, con obras como «Siña Juanica» y «La miseria». De canto elogioso a paisajes hermosos como la playa Magante y para expresar admiración por la mujer amada: «Es verdad que eres bonita / es verdad que eres preciosa / entre todas las mujeres / eres tú la más hermosa».

Asimismo, el merengue sirvió como recurso para aquel enamorado vacilante que, a punto de morir de amor, apelaba a los versos de una composición merenguera para hacer una demanda clamorosa a su pretendida: «Dime si me va a querer / dime si me va a adorar / dime si me va a tener / como un santo en el altar».

En el merengue están presentes el doble sentido y la picardía: «Juanita me dijo / déjate de lío / quedémonos solos / cuidando el bohío / … Toda la familia / para una novena / y Juanita y yo / haciendo la cena / y yo la probaba / a ver si era buena…».

Simples muestras de una literatura de pueblo rica y abundante. Porque, además, el merengue le canta a la religiosidad popular, a virtudes y valores universales como el valor físico y la honradez, la belleza, el amor y la libertad. Y así, con su sencillez y su apariencia simple, el merengue típico es todo un universo, reflejo musical de la inteligencia y la creatividad de nuestro pueblo humilde y tesoro cultural en el cual se acumulan años largos de experiencia y camino andado.

En esa obra cultural, folclórica, hay que reconocer a los intérpretes y compositores, lo mismo que la lealtad sostenida de los seguidores de ese género. Y entre todos ellos, con tintes de alta distinción, a los artesanos que arreglan y preparan los acordeones. A diferencia de la guitarra, que es afinada por su propio dueño, el acordeón requiere un especialista, un artesano que lo afine, lo arregle y, si sufre algún desperfecto, lo repare. Ese trabajo lo han hecho siempre manos dominicanas muy habilidosas, hasta el punto de que cuando, en medio de la Segunda Guerra Mundial, dejaron de importarse los acordeones desde Alemania, los artesanos dominicanos tomaron los aparatos viejos, los repararon y siguió la música y el baile, porque esos maestros del arte los pusieron a sonar como si fueran nuevos.

Para mayor grandeza, el merengue típico no se quedó estancado, como la mangulina, el carabiné y otros ritmos folclóricos hoy casi extinguidos. Tras la caída de la tiranía, en 1961, cuando el país y la sociedad cambiaban y el merengue parecía quedarse rezagado ante las exigencias de formas novedosas y renovadas del arte, surgió una generación de grandes acordeonistas, el más renombrado de los cuales fue Tatico Henríquez, que promovió una evolución del merengue típico y lo puso al día con las nuevas exigencias, evolución que, afortunadamente, todavía se mantiene.

Aun así, la permanencia del género no está exenta de problemas. Hay una evolución saludable, necesaria, que cambia y avanza sin deformar los acordes ni la estructura rítmica del merengue. Esa debe seguir. No obstante, como debe suponerse, en una sociedad capitalista manda el mercado y nada está exento de esa ley de bronce. Antes, el paisaje y la vida que en él discurrían hacían surgir la inspiración, el artista del pueblo tocaba y cantaba su propio canto; hoy el canto ya es ajeno porque no lo producen ni el sentimiento ni el corazón del artista, sino el cálculo comercial y el afán de ganancia. Se produce lo que vende y eso, completamente comprensible en una sociedad de mercado, presenta sus problemas y crea sus distorsiones. El folclor pasa cada vez más a segundo plano y se impone el negocio, en medio del cual la música se usa como una mercancía más.

Algo más. En un mundo como el actual, hay que estar dispuesto a recibir y asimilar lo que culturalmente resulte asimilable y conveniente; pero, al mismo tiempo, hay que mantenerse alerta y fortalecer los valores y tradiciones nacionales, porque también de otras latitudes llegan algunas influencias artísticas que suelen ser deformadoras de esos valores y tradiciones que le dan sustancia a la dominicanidad y al ser nacional.

Hay que aceptar el derecho y la libertad de cada quien de inclinarse por las formas artísticas que entienda conveniente. Pero en nuestro merengue hay todo un rico patrimonio acumulado, una tradición y un folclor que deben preservarse. Al merengue, que ha superado tantas pruebas, debe defendérsele, renovársele dentro de la mejor tradición. Es una relación entre renovación y esencia que debe lograrse constantemente para garantizar así que el merengue siga siendo, en el campo musical, el mejor compañero de ruta de este pueblo.


1 comment

drover sointeru diciembre 30, 2024 - 12:16 am

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