La cláusula del Estado social, consagrada en el epígrafe del Capítulo ii, Título I, de la Constitución dominicana,1 es, probablemente, la disposición que encierra el mayor contenido semántico y de la que derivan las consecuencias fácticas y normativas de mayor trascendencia de cuantas contiene el documento constitucional proclamado por la Asamblea Nacional el 26 de enero de 2010. Esto así porque con esta se hace una opción por un modelo específico de Estado y por la adopción de un paradigma constitucional que marca un quiebre con el liberalismo clásico que había caracterizado buena parte de la tradición constitucional dominicana.
El modelo Estado en la Constitución dominicana
Si bien la reforma constitucional producida en 1963 establece un conjunto de disposiciones de derechos sociales fundamentales,2 y la efectuada en 1966 introduce una tímida noción de derechos sociales en el epígrafe de la Sección I de su Título ii, 3 los textos resultantes de dichas reformas se circunscribían a la descripción y consagración, respectivamente, de una categoría específica de derechos –los sociales– que, sin embargo, se mantenía operando en el marco del modelo de Estado estructurado por el clásico constitucionalismo liberal. En otras palabras, la referencia a los “derechos individuales y sociales” se asume sin comprometer la esencia liberal del Estado, operando como una suerte de ensanchamiento de sus márgenes.
En efecto, los modernos órdenes jurídicos surgidos de las grandes revoluciones burguesas y de los procesos de codificación realizados hacia finales del siglo xviii se vieron influenciados por las concepciones clásicas del pensamiento político liberal, uno de cuyos pilares consistía en la consideración del sujeto individual como el núcleo central en torno al que debía materializarse la armazón política y jurídica de las sociedades entonces emergentes. El ordenamiento jurídico, definido en su casi totalidad a partir del sistema de derechos individuales constitucionalmente reconocidos, se nutre de una profunda desconfianza hacia una cierta lógica del pensamiento democrático que postulaba la idea del autogobierno colectivo y del principio mayoritario. Como acertadamente ha mostrado Habermas, “el liberalismo, que se remonta a Locke, ha conjurado el peligro de mayorías tiránicas postulando la primacía de los derechos humanos frente a la voluntad popular”.4
Esta concepción del Derecho, centrada en la protección de los derechos subjetivos e individuales, se consolidó en la práctica de los sistemas jurídicos de Occidente a lo largo de todo el siglo xix. No es sino en las primeras décadas del siglo xx, con la aparición de una serie de críticas a los fundamentos del Estado de derecho liberal,5 cuando comienza a tomar cuerpo en el discurso de las ciencias jurídicas una perspectiva de análisis que habría de significar una auténtica revolución, el más importante cambio de paradigma operado en el constitucionalismo moderno, tanto en el plano de la teoría como en el de la práctica. Se trata del paso del Estado liberal de derecho al Estado social y democrático de derecho.
Frente a un ordenamiento jurídico fundamentalmente centrado en la idea de los derechos individuales –cuya principal amenaza encarnaba el propio Estado– y orientado en primer término a la salvaguarda de las instituciones centrales del sistema político en formación: propiedad y contrato, se erige un nuevo paradigma que reconoce la existencia de una serie de derechos de tipo social. Su realización solo será posible gracias a la intervención del aparato estatal, expresada bajo la forma de políticas públicas de prestación orientadas a mejorar las condiciones materiales de vida de grandes conglomerados humanos cuyas necesidades básicas no resultan satisfechas en un sistema económico signado por el libre juego de la oferta y la demanda.
El nuevo paradigma del Estado social y democrático de derecho está en la base de un poderoso y decisivo replanteamiento de la teoría general del derecho y del Estado, cuyo impacto se haría sentir incluso en el ámbito de la teoría del proceso, específicamente en lo relativo al replanteamiento de la tradicional concepción civilista de la noción de interés. Este cambio paradigmático empezaría a tener traducción normativa en el momento más emblemático de la crisis del liberalismo, hacia fines de la segunda década del siglo xx.
Como puede apreciarse, la cláusula del Estado social no surge en el vacío. La decisión de la Asamblea Nacional en el sentido de otorgarle clara configuración constitucional se inscribe, reforzándola, en una rica tradición del pensamiento y la práctica del derecho constitucional que plantea desafíos de primer orden al sistema político dominicano, pues demanda un compromiso y una voluntad real de, parafraseando a Dworkin, empezar a tomarse en serio los derechos sociales. Esto por una razón muy sencilla: en el ordenamiento constitucional propio del Estado social, el reconocimiento de que la persona tiene derechos implica que el Estado está en la obligación de realizarlos. Tomando en consideración la perspectiva político-jurídica de ese rico proceso histórico al que se ha hecho referencia, no es aventurado afirmar que la cláusula del Estado social encierra la más trascendente decisión tomada por la Asamblea Nacional. Es precisamente por su trascendencia que esta cláusula representa el mayor desafío para nuestro sistema constitucional, pues de la efectiva realización de las disposiciones de derechos sociales fundamentales que le derivan dependerá, en gran medida, el arraigo que el “sentimiento constitucional” pueda lograr en la vida y la conciencia tanto de la ciudadanía como de los actores políticos.
El alcance de la cláusula del Estado social
Detrás de la cláusula del Estado social subyace, como telón de fondo, toda una concepción del Estado, del derecho, de la economía y de la justicia. La opción de ir más allá del principio democrático y de la protección de los derechos individuales –cuya realización se ejecuta con el dejar hacer, con la no interferencia de la autoridad en el ámbito de la vida privada del sujeto– demanda tomar partido por un tipo de Estado que asuma como suyo el compromiso de apuntalar políticas públicas tendentes a la efectiva realización de la justicia social, establecida como marco y condición para el disfrute de los demás derechos, conforme se desprende de una adecuada lectura del artículo 8 de la Constitución de la República Dominicana. Lo anterior plantea un desafío mayor al Estado: el relativo a sus niveles de intervención en la regulación del sistema económico. El Estado de derecho propio del constitucionalismo liberal clásico se funda en la idea del mínimo de intervención de la autoridad en la realización del proyecto individual de vida de cada quien y, en consecuencia, en dejar el funcionamiento del sistema económico a la libre iniciativa privada. De esto se desprende la correlativa exigencia del mínimo de intervención estatal en la regulación de la economía. En otras palabras, el Estado se tiene como un mal necesario cuyo rol está relegado a ofrecer los dispositivos de seguridad que, con el mínimo de regulación, demandan la libre competencia y la iniciativa privada. Este rol del Estado como dispensador de seguridad, como guardián y garante de las leyes de la oferta y la demanda, es, precisamente, uno de los elementos centrales que replantea la cláusula del Estado social. No se trata de que el Estado no siga prestando su poder y su estructura a los indicados fines, sino de que debe tomar conciencia de que la primera y más importante consecuencia que deriva de la consagración constitucional de la cláusula en cuestión es la relativa al reconocimiento de un rol de mayor protagonismo en la regulación de la economía, en las políticas de redistribución del ingreso y, en consecuencia, en la redefinición de los criterios para determinar las prioridades en la orientación del gasto público.
En otras palabras, la cláusula del Estado social refuerza no solo el catálogo formal de los derechos sociales fundamentales, sino que impone una exigencia moral al Estado de trabajar para su progresiva realización, a riesgo de ver socavada una de las bases de su propia legitimidad.
La cláusula del Estado social: una lectura integral
Como se indicara al comienzo de este artículo, la cláusula del Estado social se establece ya en el epígrafe del Capítulo ii, Título I, de la Constitución de 2010. Además, se enriquece con una serie de disposiciones que nos dan una idea de la riqueza de su contenido y de la relevancia asignada por el constituyente a su configuración. Así tenemos que el artículo 7 constitucional dispone que “la República Dominicana es un Estado Social y Democrático de Derecho, organizado en forma de República unitaria, fundado en el respeto de la dignidad humana, los derechos fundamentales, el trabajo, la soberanía popular y la separación e independencia de los poderes públicos”. En otras palabras, se asume de manera expresa una forma específica de Estado para la organización política de la sociedad dominicana: el Estado social y democrático de derecho.
Pero la opción por esa forma particular de organizar la convivencia política remite a un entendimiento mayor, a una cuestión suprema que, desde la filosofía moral y la teoría del derecho preconizada por Kant, se encuentra en la base del proyecto de civilización de la modernidad y que halla en la Constitución su máxima expresión normativa: la cuestión de la dignidad humana. La cláusula del Estado social remite, pues, a un redimensionamiento del concepto de dignidad, que, en la medida en que se define por la consideración del ser humano como un fin en sí mismo –a cuya realización ha de propender todo el instrumental de la organización del Estado–, demanda la intervención del poder público para hacer efectivas las condiciones materiales y espirituales mínimas que garanticen no solo la vida, sino también el desarrollo de la misma en condiciones de dignidad.
Ese es el sentido profundo de las constantes apelaciones a la noción de dignidad que atraviesan el texto constitucional. En el preámbulo, como uno de los “valores supremos y principios fundamentales” que inspiraron el quehacer de los constituyentes, se coloca en primer término la dignidad. Igualmente, los artículos 5 y 38 de la Ley Fundamental son enfáticos en postular que la Constitución y el Estado, respectivamente, se fundan en el respeto de la dignidad humana, en consecuencia con lo cual el texto del artículo 8 establece: “Es función esencial del Estado la protección efectiva de los derechos de la persona, el respeto de su dignidad y la obtención de los medios que le permitan perfeccionarse de forma igualitaria, equitativa y progresiva, dentro de un marco de libertad individual y de justicia social, compatibles con el orden público, el bienestar general y los derechos de todos y todas”.
La cláusula del Estado social, junto a los derechos sociales fundamentales que la desarrollan y la llenan de sentido normativo –sobre todo los que están establecidos en los artículos 54 al 63 de la Constitución–, encuentran su razón de ser en la exigencia de realización de la dignidad humana, tal y como se desprende de los textos citados en el párrafo anterior. Ha sido reconocido que todo Estado social de derecho ha de estar fundado en el respeto de la dignidad humana, entendida esta como el merecimiento a un trato especial que tiene toda persona por el hecho de ser tal. Equivale, sin más, a la facultad que tiene toda persona de exigir de los demás un trato acorde con su condición humana. De esta manera, la dignidad se erige como un derecho fundamental, de eficacia directa, cuyo reconocimiento general compromete el fundamento político del Estado.
Desarrollando los conceptos anteriores, la jurisprudencia constitucional en torno del derecho a la vida ha hecho énfasis en que este no hace relación exclusivamente a la vida biológica, sino que abarca también las condiciones de vida correspondientes a la dignidad intrínseca del ser humano. Se trata entonces del derecho a la vida digna, y la cuestión alcanza al sustrato mínimo de condiciones materiales de existencia acordes con el merecimiento humano, llamándolo mínimo vital de subsistencia. 7 La noción de dignidad, en palabras de Haberle, constituye la premisa antropológico-cultural del Estado constitucional.
Que a una persona se le reconozca el derecho a una vida digna en el marco de un Estado social es, por definición, incompatible con la persistencia de situaciones extremas de injusticia, miseria, exclusión y marginalidad en que se desarrolla la vida de amplias franjas de la población, las cuales no son congruentes con los parámetros que exige un tratamiento acorde con la dignidad humana. Como ha indicado Ronald Dworkin al establecer un parámetro valorativo de la dignidad: “Cualquiera que declare que se toma los derechos en serio, y que elogie a nuestro Gobierno por respetarlos […] debe aceptar, como mínimo, una o dos ideas importantes. La primera es la idea de la dignidad humana. Esta idea, asociada a Kant, pero que defienden filósofos de diferentes escuelas, supone que hay maneras de tratar a un hombre que son incongruentes con el hecho de reconocerlo cabalmente como miembro de la comunidad humana, y sostiene que tal tratamiento es profundamente injusto”.8 Desde esa perspectiva, la dignidad humana se presenta como el elemento clave a cuya realización apunta el catálogo de derechos que derivan de la cláusula del Estado social. En tal sentido, la Constitución de la República Dominicana debe ser leída como un imperioso llamado de atención a los actores políticos y sociales para asumir como una cuestión de alta prioridad la decisión de aproximar el ideal social que inspira buena parte del documento constitucional a la desconsoladora realidad de una gran parte de nuestros conciudadanos.
Profundo déficit moral
La realización de los derechos sociales que le dan sustento a la cláusula del Estado social y, en consecuencia, las posibilidades de dotar de contenido material el concepto de dignidad que los inspira, pasa porque tengamos clara conciencia del carácter justiciable de estos derechos. Si los derechos sociales fundamentales son normas jurídicas, estos están revestidos de una de las características esenciales de toda norma jurídica: su obligatoria observación. De esto se deriva que la inobservancia o el incumplimiento de las obligaciones de hacer o de no hacer que imponen las normas jurídicas entrañen consecuencias y sanciones que han de imponerse a quienes las desconozcan. Es en esa amenaza de sanción donde radica en buena medida la eficacia de todo sistema jurídico.
Si lo anterior es correcto y la realización de los derechos sociales –y del ideal de dignidad que les subyace– corresponde al Estado como su “función esencial”, los titulares de estos derechos deben disponer, a su vez, del derecho a reclamar la adecuada protección de los bienes jurídicos por ellos garantizados. No existen razones válidas para que los tribunales de administración de justicia o ciertos actores políticos nieguen el carácter justiciable de los derechos sociales mientras sus despachos están repletos de acciones y procesos tendentes a proteger los erróneamente llamados “derechos de libertad negativa”. Este reclamo de exigibilidad judicial de los derechos sociales se torna especialmente importante en sociedades en las que, como la nuestra, el reto principal del sistema constitucional, y acaso del sistema político en su conjunto, consiste en convertir la Constitución y su sistema de garantías en una herramienta efectiva para mejorar las condiciones de vida de los miembros más desfavorecidos de la sociedad. Los derechos sociales deben ser entendidos como medios para empezar a saldar el “profundo déficit moral” de nuestros sistemas constitucionales, el cual se expresa en el hecho de que los más pobres, los marginados de la fortuna, las minorías discriminadas, no encuentran respuestas en el ordenamiento constitucional a los incontables dramas de su vida cotidiana.
El profesor Lawrence G. Sager, decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Austin, Texas, en su libro Jueces y democracia, insiste en la brecha existente entre los parámetros de justicia que se desprenden de las cláusulas de la Constitución norteamericana y los estrechos límites a los que se circunscribe la aplicación jurisdiccional de la justicia constitucional. “La discrepancia más vívida entre nuestra jurisprudencia constitucional y la justicia política se refiere a un aspecto particular de nuestra vida económica: el bienestar de los pobres. Los principios de justicia exigen que nuestras instituciones se diseñen de tal manera que las personas que están dispuestas a esforzarse tengan la posibilidad de satisfacer sus necesidades básicas para desarrollar una vida digna. Pero las reclamaciones constitucionales basadas en el derecho a un bienestar mínimo han sido sistemáticamente rechazadas. Es difícil imaginar una concepción atractiva de la justicia política que se muestre ciega ante el hambre, la pobreza y las diferencias sustanciales de riqueza y de oportunidades, como así ha sido la lectura judicial de la Constitución en cualquier momento de nuestra historia”.
“[…]Pero la teoría originalista es una representación equivocada de práctica constitucional. Si optamos, en su lugar, por una teoría basada en la justicia, el hecho de que la Constitución no consiga cumplir con las aspiraciones de la justicia deviene entonces muy problemática. Debemos explicar cómo puede ser que nuestra práctica constitucional aspire a la justicia, pero sistemáticamente se retraiga y no se extienda a todo el ámbito de la justicia”.9
Con la constitucionalización expresada de la cláusula del Estado social y la considerable ampliación de las disposiciones de derechos sociales fundamentales en el texto constitucional dominicano, hemos dado un primer e importante paso en la aproximación de la Constitución a la vida de las personas y en el ensanchamiento del objeto de realización de la justicia. Nos queda trabajar para lograr que el texto formal se convierta en constitución material, vivida y sentida como suya por sus destinatarios.
Bibliografía
Amaro Guzmán, Raymundo (comp.): Constitución política y reformas constitucionales, vol. III, Santo Domingo, Publicaciones onap, 1982. Dworkin, Ronald: Los derechos en serio, Barcelona, Editorial Ariel, 1984. Habermas, Jürgen: La constelación posnacional. Ensayos políticos, Barcelona, Editorial Paidós, 2000. Kant, Enmanuel: La metafísica de las costumbres, Madrid, Editorial Tecnos, 2000. Sager, Lawrence G.: Juez y democracia. Una teoría de la práctica constitucional norteamericana, Madrid, Editorial Marcial Pons, 2007. Schmitt, Karl: Teoría de la Constitución, Madrid, Alianza Editorial, 1986.
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