Crónica de la celebración dominical llamada El Son de Keka. Tributo a este género musical cubano que se realiza en el barrio Los Pepines de la ciudad de Santiago de los Caballeros cada domingo. El autor explica el porqué de su nombre, quién fue Keka, el creador de la actividad que ha continuado luego de su muerte gracias a sus hijos. Aprovecha para mencionar a los músicos, artistas y héroes de nuestra Independencia que han nacido y vivido en el barrio. Cita sones y boleros que se escuchan y se bailan allí, al tiempo que describe a sus bailadores tradicionales, jóvenes o veteranos.
Subiendo lentamente por la calle Vicente Estrella de mi ciudad, Santiago de los Caballeros, me asalta la nostalgia. Durante mi infancia y adolescencia, la Vicente Estrella se encontraba adornada por unos pinos diminutos que fueron derribados hace muchos años por el Ayuntamiento municipal. Los santiagueros llamábamos «la calle de los pinitos» a esa vía que recorre de este a oeste, desde la fortaleza San Luis hasta la avenida Francia, a orillas del río Nibaje, el famoso barrio Los Pepines. Mi padre, oriundo del barrio, me llevaba los fines de semana junto a sus amigos alocados y dicharacheros a la Casa Bader, un bar ubicado en la calle 16 de Agosto donde daban rienda suelta a sus delirios musicales y etílicos, a tres cuadras de la Archille Michel con Cuba, donde hoy día se celebra el acontecimiento popular pepinero conocido como El Son de Keka, que congrega cada domingo, al empezar y luego al caer nuestra tarde tropical, a santiagueros, turistas y visitantes de otras ciudades, atraídos por el baile y el jolgorio que parece interminable.
Don José Antonio Rodríguez (alias don Keka) se reunía todos los domingos en la mañana con un grupo de amigos soneros en la acera, frente a una zapatería de su propiedad que hoy se encuentra cerrada, a escuchar música a todo volumen, tomar alcohol y bailar los temas populares de la época. Un día, décadas después, mientras celebraba su cumpleaños durante su honorable vejez, se le ocurrió agrandar la reunión dominguera cerrando la calle Cuba —así como una parte de la Archille Michel— para que no irrumpieran los vehículos y, de esta manera, poder presentar música en vivo y crear un espacio para los bailadores veteranos de son. La experiencia fue tan exitosa que se le solicitó un permiso permanente al Ayuntamiento para realizar el encuentro todos los fines de semana. Desde 2017, tras su muerte a los 94 años de edad, sus hijos han continuado esta tradición inaugurada por su padre, y la reunión de amigos se ha convertido, con el paso del tiempo y la anuencia de las autoridades locales, en un espectáculo en el que participan parejas de bailadores de son, hombres y mujeres maduros, jóvenes que también bailan bachatas y merengues, venerables ancianos que olvidan su edad mientras se mueven en medio de la calle vestidos con pantalones blancos, zapatos de dos tonos, breteles rojos y sombreros de fieltro o de panamá, otros con boinas impecables sobre sus cabezas negras y sudadas. Encandilan a un público fiel que ha ido creciendo a medida que El Son de Keka es publicitado por los visitantes fijos o esporádicos, nacionales o extranjeros, las redes sociales, la prensa nacional e internacional y los medios de comunicación locales.
A las tres de la tarde la gente empieza a llegar y a inundar la calle Cuba, entrando por la Vicente Estrella, cerrada por una valla que anuncia la fiesta. El sopor del domingo se siente en el centro histórico vacío y el silencio del resto de la ciudad adormilada. Hay sillas de plástico preparadas sobre las aceras, o en las orillas de la Cuba y la Archille Michel. Se deja libre un espacio mínimamente adecuado para que las parejas desfilen frente al público y empiecen a bailar. Hombres con guayaberas y chacabanas coloridas aguardan sentados su turno, esperan que las primeras parejas se cansen para levantarse e invitar a sus propias mujeres, listas para continuar el desfile. Turistas canadienses y estadounidenses beben cerveza tratando de mitigar el calor. Son testigos de una tradición que les parece pintoresca. El Caribe los ha convocado para escuchar música cubana en un rincón de la ciudad de Santiago, en la República Dominicana —porque existe otro Santiago que es cubano—, en una calle mestiza donde bailadores de todo el país dibujan sus pasos sobre el asfalto. El público aplaude y sonríe; después, las parejas, que con este desfile solo ensayan, bailarán de verdad, desperdigadas, joviales, guiadas por un disc jockey afanoso que controla la música: uno de los hijos de Keka. La fiesta ha comenzado y no terminará hasta pasadas las nueve de la noche, algunos la continuarán hasta la madrugada de un lunes que debería ser día de trabajo.
En el prefacio de su libro La música en Cuba —en mis manos tengo la edición de Letras Cubanas de 1988, aunque se publicó originalmente en 1946—, Alejo Carpentier escribió lo siguiente: «A finales del XVI existían conjuntos típicos en Santiago, cuyos sones se cantaron en Cuba durante más de doscientos años», refiriéndose al Santiago cubano donde ya se bailaba el son, aunque algunas investigaciones sugieren que el género tiene sus raíces en Oriente, en Baracoa y Guantánamo. En una feliz casualidad, todos los domingos escuchamos y bailamos son en la calle Cuba, y el Museo del Son de nuestro país, que también es santiaguero, se encuentra ubicado en Baracoa, barrio que comparte su nombre con la ciudad cubana, en una casa propiedad de Fausto Enrique de Jesús Domínguez, conocido por todos nosotros como Kiwa, su director y creador: folclorista, carnavalero y, por supuesto, sonero. En la esquina de la calle Cuba con 16 de Agosto se supone que murió de disentería, en una de las casitas construidas con rapidez luego del incendio de Santiago de 1863, nuestro padre de la patria Ramón Matías Mella —si nos fijamos con atención, un pequeño ángulo en la esquina lo consigna—. Achilles Michel fue un francés héroe de la guerra de Independencia y, luego, de la Restauración, durante la cual murió Mella (curiosamente, la calle se llama «Archille» Michel, un error que habría que corregir en el futuro). Un poco más allá, a dos cuadras de distancia, en la General Cabrera casi esquina Cuba, se encontraba el estudio del fallecido artista plástico e historiador del arte Danilo de los Santos, Danicel, rodeado de murales urbanos que al pintor no le gustaban ni le inspiraban. Y más arriba, al final de la José Eldor, vive la cantante de jazz —de voz prodigiosa y excepcional— Patricia Pereyra, que aún sigue en Los Pepines. En este barrio polifónico también nacieron los músicos Johnny Pacheco, flautista y empresario creador de la Fania All Stars y todos sus ídolos salseros; Víctor Víctor, cantante y compositor de bachatas, boleros, sones y danzones; y Piro Valerio, guitarrista fundador del Sexteto Santiago, autor de «La mulatona», grabada en las voces de Eduardo Brito y Ramón Gallardo —este último popularizó el tema—. Sus respectivos murales decoran la Archille Michel, la Cuba, la Máximo Gómez casi esquina 30 de Marzo, lejos de la casa de madera en la que ha permanecido toda su vida Patricia Pereyra.
Casi todo sucede en la calle Cuba. Las sillas coloridas, amarradas unas a las otras, llegan hasta la José Eldor, por la que pueden transitar con libertad los vehículos, que se detienen un instante para mirar lo que está sucediendo. La logística del lugar nos informa que sentarse cuesta cien pesos, dinero que se utiliza en los gastos propios de la actividad. Los negocios de los alrededores venden refrescos, bebidas alcohólicas, empanadas, pastelitos, dulces de leche y de coco; en Son D’licias, un local que aprovecha la complicidad de su nombre con el encuentro dominical para atraer clientes, despachan cervezas congeladas y picadera fría, y allí nos informan con mucha amabilidad dónde está ubicado el mural en honor a don Keka: al doblar la calle cerrada, en la Archille Michel, una imagen pequeña y poco inspirada, un poco monstruosa, se encuentra al lado de la zapatería que le pertenecía, y por lo menos nos indica cómo era físicamente el creador de la actividad que lleva su nombre. La imagen sonríe, acompañada de un tocadiscos de vinilo mal dibujado en el borde derecho del mural. Nos interrumpe una vendedora de sombreros para aquellos que los han olvidado en la casa o desean por un momento, por algunas horas, parecerse a los soneros verdaderos que bailan incansablemente, pero hemos venido preparados. Las sillas no se han llenado de público, si bien esto sucederá en el transcurso de la tarde, aunque hay mujeres de pie, moviéndose en las aceras, bailando solas o esperando que algún varón decidido se acerque y las lleve orondas hasta el centro de la calle enardecida.
Dos horas después, las calles se encuentran repletas. Han aparecido guaguas con tours de otras ciudades, turistas nacionales que traen su propio bullicio. Al principio, algunos participantes no se levantan para bailar, esperan merengues, bachatas o baladas que nunca llegarán. Existe aquí un reinado particular, único, que es el del son, y toda la música regresará desde el pasado. Hasta los edificios de los alrededores, casas victorianas o simplemente antiguas, nos indican que no estamos en el siglo XXI, que hemos viajado en el tiempo a bordo de esta pequeña burbuja dominical.
Todo es son en la calle Cuba, pero a veces el DJ decide hacer un alto y coloca boleros o danzones. Se escucha «Dos gardenias», de Isolina Garrido, y «Lágrimas negras», de Miguel Matamoros, escrito en un viaje del Trío Matamoros a Santo Domingo (nos imaginamos el porte de la mujer dominicana que provocó las letras desgarradoras de este bolero, llamado por algunos bolero-son). Al final se regresa al son tradicional, se olvida nuevamente el bolero, el bolero-son o el danzón más lento, y la gente lo agradece: se escucha «Sabroso», de Compay S egundo, un tema que apenas tiene letra. Compay Segundo fue el inventor del «armónico», una guitarra de siete cuerdas que suena en esta composición, y ahora es famoso entre los advenedizos gracias a Buena Vista Social Club y a su tema «Chan Chan», que repite uno de sus versos que se enreda en la guitarra de Ry Cooder, pero su arreglo jazzeado no se baila en esta Cuba un poco más clásica. Mejor empieza «Qué bueno baila usted», de Benny Moré:
Usted bailaba tan rápido
que los pies no se le ven.
Oye, guaje, qué rico toca usted
el trombón majadero de Generosolo
toca ahora usted.
Qué rico y qué bueno y sabroso lo tocaba usted.
El son es un género eminentemente bailable, y el público encendido ha llegado hasta aquí para bailar.
Unos muchachos juegan baloncesto al final de la Cuba, más allá de la José Eldor, ajenos a un jolgorio que quizás ellos mismos continuarán en el futuro, y me estremece pensar que en estas mismas calles jugaron durante su infancia Manuel del Cabral y Yoryi Morel, y su hermano Tomás, nacidos en Los Pepines. La casa natal de Manuel del Cabral se arruina en la Vicente Estrella, vacía y puesta a la venta por la familia, testimonio degradado de una época que precisamente intenta revivir El Son de Keka; Yoryi Morel pintaba sus paisajes cibaeños en su estudio con la ventana abierta, en cuyo alféizar se sentaban sus discípulos a aprender y conversar. A mi lado se encuentran dos sillas vacías, quizás aquellas en las que deberían estar sentados Del Cabral y Morel, sus espíritus protectores. Inmediatamente después de los asientos vacíos, beben alcohol y comparten picadera Micky Show, con sus cadenas doradas y sus anillos de plata, y Germania Papeleta, la creadora de la fiesta de palos y atabales de Pekín en honor a san Miguel, a quien los domingos le agrada visitar esta música y estos senderos.
De repente se escucha un son dominicano: «Ella se fue», de los Hermanos Heredia. Al parecer, hoy algunos bailadores se han puesto de acuerdo para vestir por completo de blanco, con sombreros, breteles y corbatas de moño de diferentes tonos de rosado. De inmediato sabemos quiénes son los protagonistas de la tarde. La calle está llena de gente bailando.
Podemos suponer que hemos errado en el tiempo, que nos encontramos en la década del setenta del siglo XX, cuando el grupo de amigos empezó a reunirse para escuchar sones en una esquina, y en una ciudad tan tradicional como Santiago esto no desentona con el paisaje. Hombres y mujeres bailan en el centro histórico, y el tema «Suavecito», de Ignacio Piñeiro, pero en la voz de Celia Cruz, nos retrotrae a otra época, a un tiempo más tranquilo y menos arduo. Quizás precisamente eso es lo que busca la mayoría del público congregado aquí cada fin de semana. Una mujer trata de bailar sentada en la acera frente a un edificio que abre solo de lunes a viernes mientras escucha aquellas letras que, al final, sucumben a una música que la mueve sin ella querer:
A ti te gusta mucho Carola,
el son de altura, con sabrosura,
bailarlo a solas,
lo mismo aprisa, que despacito…
Es un son del año 1929, y todavía se escucha y se baila aquí en Santiago de los Caballeros. El tiempo se ha detenido. La vida transcurre con más lentitud.
Los hijos de Keka han continuado una tradición que ha trascendido a su padre. Ángel, Pablo, Ricardo y Leonardo, el DJ hiperactivo, han creado no solamente una celebración callejera y popular, sino, como ellos mismos admiten, un «festival de son domínico-cubano», un punto turístico que va más allá de los amantes del género porque es capaz de atraer a cualquier visitante que quiera conocer el pasado de un género musical, de un barrio, de una ciudad lenta, provinciana y tradicionalista, de un país e incluso de todo un Caribe orgulloso de haber creado, a través de sus luchas y su hibridez, de su mestizaje promiscuo, una identidad fácilmente reconocible en el resto de un mundo cada vez más homogéneo. Un festival que enriquece la cultura musical de dos islas hermanas que comparten un folclor sonoro.
La noche oscurece la calle —a pesar de los faroles encendidos en sus bordes, algunos descoyuntados en los contenes—, la penumbra provoca un mayor acercamiento entre las parejas, y el público empieza a marcharse poco a poco hacia su casa o a otras fiestas amenizadas con música del presente. Las guaguas han ido partiendo hacia sus lugares de origen. Cerca de las nueve queda poca gente sentada, pero algunos decididos querrían quedarse hasta el amanecer, con sus botellas de ron entre las patas de las sillas. Micky Show se levanta, se despide de todos, se aleja con sus tenis Jordan a otras fiestas nocturnas más concurridas; y un vehículo pasa a recoger a Germania Papeleta, que por su edad es posible que llegue tranquila a su casa para cenar. La música continúa vertiginosamente, pero todos saben que vendrán otros domingos, que no hay que apresurarse colocando todos los sones en un solo día. Si han permanecido en la memoria popular durante ochenta años, no se perderán por una semana. El Son de Keka es una meditación contra el olvido.
En el barrio Los Pepines, el son es santiaguero y dominicano. El pasado regresa y nos alegra la vida. Subiendo la Vicente Estrella hasta la Santomé, ya no se escuchan los sones que pretenden quedarse hasta la madrugada, y los vecinos más apartados, en el mismo barrio, se entretienen viendo televisión en sus salas o habitaciones, escuchan sus propios temas actuales en las aceras, la noche se acaba y la música de El Son de Keka se aleja lentamente, aunque regresará gozosa el próximo domingo, a las tres de la tarde, en la esquina de la Cuba con la Archille Michel.
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