Cortando camino por la porteña Plaza Libertad, transitan a diario mujeres trabajadoras en presuroso rumbo a sus actividades y también lo hacen estudiantas –con «a», desafiando la reciente prohibición del lenguaje inclusivo por parte del Poder Ejecutivo Nacional a cargo del señor Javier Milei, un desaforado antifeminista–; se dirigen estas últimas a las universidades privadas aledañas a ese pulmón verde y al vecino y señorial edificio de la calle Marcelo T. de Alvear a la altura del 1155, en el Barrio Norte, inspirador de un juvenil poema de Borges. Pocas entre todas ellas sabrán que cuando allí funcionaba la Asociación Biblioteca del Consejo de Mujeres, entidad civil fundada en 1903, dictó durante los años cuarenta y cincuenta del siglo XX cátedras de Derecho y de Literatura la dirigente feminista y notoria sufragista española Clara Campoamor, desde 1938 exiliada en la Argentina hasta 1955, año en que se radicó en Lausana (Suiza), lugar de su fallecimiento en 1972.
Esta abogada, política, escritora y traductora fue una extraordinaria figura pública nacida en Madrid en 1888. Atendió con sentido progresista y pionero las reivindicaciones de su sexo y así, durante la Segunda República Española, desde su escaño de diputada a Cortes electa por el Partido Radical de Alejandro Lerroux, logró en 1931 el otorgamiento del voto a las mujeres, para lo cual debió polemizar incluso con la representante del Partido Republicano Radical Socialista, Victoria Kent, quien proponía aplazar el tratamiento del tema hasta dotar de conciencia social a sus congéneres, en una suerte de voto calificado, al entender que el sufragio femenino sería favorable a las derechas dada la influencia que seguramente iban a ejercer sobre las nuevas votantes sus confesores y esposos. Es de destacar que, por esas ironías jurídicas, ni siquiera las mismas diputadas podían votar en la madre patria, víctimas del llamado sufragio activo, aunque sí ser candidatas por el sufragio pasivo, como ocurrió con Margarita Nelken, del PSOE de Pablo Iglesias, lo que dio lugar entonces a un duro reproche feminista de la futura legisladora por Granada –en 1933– María Lejárraga, también del PSOE, más conocida como María Martínez Sierra, la esposa y colaboradora del dramaturgo Gregorio Martínez Sierra.
Durante su larga permanencia en el país, Clara Campoamor fue testigo en 1947 de la anunciada promulgación de la Ley 13.010 por Eva Duarte de Perón, precisamente reconociendo el derecho a votar de las mujeres. Evita –«única reina que tuvimos», en el verso de la poeta feminista María Elena Walsh, crítica ella no obstante del período justicialista– pronunció en la oportunidad desde el balcón de la Casa Rosada un discurso alusivo al logro cívico sin disimular el mensaje partidario: «Fecundamos la tierra con el sudor de nuestras frentes y dignificamos con nuestro trabajo la fábrica y el taller. Y votaremos con la conciencia y la dignidad de nuestra condición de mujeres, llegadas a la mayoría de edad cívica bajo el gobierno recuperador de nuestro jefe y líder, el General Perón». Igualmente, el 11 de noviembre de 1951, y sin duda con satisfacción, la misma espectadora debe haber tomado nota de la concurrencia, con la flamante libreta cívica en la mano, de damas de todas las condiciones sociales para depositar por primera vez el sufragio en las «mesas femeninas» constituidas, el 64% del cual se decantó en esa ocasión por la fórmula presidencial oficialista de Perón-Quijano.
Sin embargo, en la Argentina –que desde sus orígenes como nación y antes todavía, durante el período de la organización nacional, ha sido y sigue siendo contradictoria, dividida en fracciones irreconciliables y, por si faltara algo, paradójica– no fue recibida por ciertas sufragistas locales la fecha liminar del 11 de noviembre de 1951 como un escalón significativo entre otros avances sociales y que, en cierto modo, completaba parte del tortuoso sendero reivindicatorio de los derechos femeninos, a punto tal que recién, en 1926, se regularon por la Ley 11.357 los derechos civiles de las mujeres a propuesta del legislador socialista Mario Bravo (1882-1944), un jurista, periodista y poeta amigo de Rubén Darío. Bravo fue uno de los primeros profesores universitarios de Derecho del Trabajo en el país y en 1927 dio a conocer su libro Derechos civiles de la mujer. El antedicho plexo normativo por él redactado, y promulgado por el presidente Marcelo T. de Alvear, contempla la patria potestad y la administración y disposición de los bienes propios, y dispone el régimen de los bienes gananciales, en una reforma en la letra y el espíritu de lo establecido por el Código Civil según texto vigente hasta entonces, cuyo articulado les impedía a las mujeres administrar sus propios bienes. Y claro está, no despertó aplausos aquel 11 de noviembre de 1951 en la escritora Victoria Ocampo (1890-1979), quien ya antes, en su calidad de presidenta de la Asamblea Nacional de Mujeres y acérrima enemiga del naciente movimiento peronista, había rechazado en 1945 el apoyo del entonces coronel Perón a la sin duda partidaria Comisión de Sufragio Femenino.
Por otra parte, Alicia Moreau de Justo (1885-1986),2 nacida en Londres e hija de un emigrado comunero de París de 1871, conocedora a fondo de los combates librados por las sufragistas inglesas y una de las mayores difusoras e impulsoras del tema en Argentina, no pudo votar esa jornada debido a que se hallaba detenida, en calidad de presa de conciencia. La doctora Moreau de Justo –médica ginecóloga– fue adalid de la causa con la periodista Carolina Muzzilli (1889-1917), la poeta Alfonsina Storni (1892-1938), la comediógrafa y cuentista de ideología anarquista Salvadora Medina Onrubia (1894-1972), la escritora y cronista Adelia Di Carlo (1883-1965), la ingeniera Elisa Bachofen (1891-1976) –primera ingeniera civil de América–, la pedagoga y dramaturga Lola Pita Martínez (1895-1976),3 la docente Emma Day (1883-1969) y las médicas Petrona Eyle (1866-1945) y Elvira Rawson de Dellepiane (1867-1954), varias de ellas integrantes de la Asociación Pro Derechos de la Mujer, creada en 1919. Pero también Clara Cambaceres debió conocer que ese hito histórico que le tocaba presenciar tuvo aquí antecedentes varios y hasta algún epílogo trágico para una abanderada de la causa: la médica Julieta Lanteri, primera mujer que votó en la Argentina en 1911, amparada por un fallo del juez nacional en lo civil doctor E. Claros, que dispuso: «Como juez, tengo el deber de declarar que el derecho de la mujer a la ciudadanía está consignado por la Constitución y en consecuencia, que la mujer goza de los mismos derechos políticos que las leyes que reglamentan su ejercicio acuerdan a los ciudadanos varones».
En efecto, la Constitución argentina habla de ciudadanos y de habitantes sin diferenciar; y el razonamiento del magistrado actuante en la oportunidad halló sin duda fundamento en aquel brocardo del Derecho Romano que establece: «ubi lex non distinguit nec nos distinguere debemus». En cuanto a la doctora Lanteri, fundó luego, en 1919, el Partido Feminista y resultó víctima fatal el 23 de febrero de 1932 de un dudoso accidente de tránsito ocurrido en el centro de la ciudad de Buenos Aires. Lo protagonizó un miembro del grupo parapolicial ultraderechista denominado Liga Patriótica Argentina, en un hecho que su compañera de lucha, la antes mencionada Adelia Di Carlo, denunció e investigó en la revista Caras y Caretas, asumiendo el riesgo de hacerlo. No por obra de la casualidad había sucedido ese «accidente» a tres días de la transmisión de mando del dictador general José Félix Uriburu al general Agustín P. Justo, elegido en comicios fraudulentos, es decir, en un oscurantista y regresivo tiempo en que, disciplinada la ciudadanía por las policías bravas, el fusilamiento de anarquistas y la prisión de disidentes, se entremezclaban en las alturas del poder y entre los sectores privilegiados de la sociedad el autoritarismo profascista con el liberalismo económico probritánico.
Ciertamente, la demanda por los derechos políticos femeninos, en lo que al voto se refiere, comenzó en la primera década del siglo XX. En 1907, el diputado conservador J. Aráoz presentó un proyecto ante la Convención Constituyente de la Provincia de Tucumán que no prosperó.5 En 1911, Alfredo Palacios (1878-1965), primer diputado socialista de América, electo en 1904 y autor de la primera ley laboral del país, presentó ante la Cámara de Diputados de la Nación su proyecto, que no fue siquiera tratado en el recinto. También el legislador por la Unión Cívica Radical, Rogelio Araya, electo por la provincia de Santa Fe, de donde era oriundo, exactamente de la ciudad de Rosario, hizo lo propio en 1919 con igual resultado negativo. En 1922, el diputado nacional Juan José Frugoni dio a conocer su propio proyecto, al que debería objetarse que limitaba el voto femenino, como ha recordado Oscar González, «a las mujeres mayores de veinte años y diplomadas en universidades, liceos, escuelas normales, secundarias y especiales». Todos estos antecedentes son aquí enunciados sin ignorar seguramente algún otro que existió, como el del legislador nacional por la Democracia Progresista, Francisco Correa, que impulsó también sin resultado el voto femenino, aunque de las mujeres viudas y solteras.
En su libro de 1954 La justicia social, Palacios dedicó un capítulo a la historia de la lucha por el sufragio femenino llevada a cabo por el modernizador Partido Socialista fundado por el médico Juan B. Justo en 1896. El parlamentario detalló los sendos proyectos de 1929 y 1932 de su correligionario Mario Bravo, las manifestaciones sobre la cuestión de la candidata –aunque no llegó a ser electa– doctora Alicia Moreau de Justo, viuda del mencionado Juan B. Justo, y las iniciativas legislativas de Silvio Ruggieri y del propio Palacios, integrante ya como senador nacional de la subcomisión designada por los presidentes de ambas cámaras, de Diputados y de Senadores, para redactar un despacho en ese sentido. El mismo resultó aprobado en la Cámara Joven y caducó al no ser considerado en el Senado Nacional, nutrido en general por exponentes del más rancio conservadurismo, cabales representantes de oligarquías provinciales o portuarias sin ninguna amplitud de miras.
Hubo sí alguna excepción a la mentalidad prejuiciosa, reaccionaria, autoritaria y hoy se diría «machista» que dominaba en general en el país y sobre todo en su interior, adoctrinado por una Iglesia católica mayoritariamente reticente a los avances sociales. Desde los púlpitos se instaba a las fieles a ser buenas esposas, o sea, subordinadas a la voluntad de los maridos, y a guardar silencio y no solo en los templos, extendiendo a la vida pública y, sobre todo, política la exhortación de san Pablo imposible de digerir en el presente: «Mulieres in ecclesia taceant». Una vetusta expresión pronunciada hace dos mil años a la que en 2013, durante la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Río de Janeiro, el papa argentino Francisco le opuso frente a la muchachada la incitación a que «hagan lío» sin distinción de géneros.
En cuanto a alterar con visión progresista aquel viejo orden nativo, cabe destacar lo ocurrido en la provincia de San Juan –la cuna de Sarmiento, precursor de los derechos de la mujer y de su instrucción– durante el segundo período gubernativo del doctor Aldo Cantoni, líder del Partido Unión Cívica Radical Bloquista. Cantoni impulsó y promulgó en 1927 una nueva Constitución Provincial de contenido social, a tono con el constitucionalismo social que iniciaron México, con su Constitución de 1917, y la República de Weimar, con la suya de 1919. Así, en la carta magna de San Juan se otorgó a las mujeres el libre acceso a la actividad política y al sufragio, lo que les permitió elegir y ser elegidas8. Su esposa, Rosalina Plaza de Cantoni, fue la segunda mujer que pudo depositar su voto en la Argentina, y consecuentemente con esos vientos de cambio, titularía el diario La Razón, de Buenos Aires, al día siguiente de la elección llevada a cabo el 8 de abril de 1928: «En San Juan votaron el 84 por 100 de las mujeres y el 70 por 100 de los hombres».
O sea, que el Estado Provincial de San Juan, extendido al pie de la cordillera de los Andes, se anticipó en casi dos décadas a la ley argentina 13.010. Más de dos, a la Ley 9.292, de 1949, de Chile, promulgada por el presidente Gabriel González Videla, un plexo normativo restrictivo y discriminador en lo ideológico, en coincidencia con el viraje a la derecha del Gobierno que persiguió y desaforó a Pablo Neruda.
Y también, casi un quinquenio, a la Norma 8.927 de la República Oriental del Uruguay, primer país de Sudamérica en reconocer a nivel nacional el voto femenino, institución antecedida por el Plebiscito de Cerro Chato de 1927. Todo ello se hizo posible en la patria del Protector de los Pueblos Libres, general José Gervasio de Artigas, en virtud de las ingentes actividades sufragistas impulsadas, entre otras figuras prominentes, por la médica socialista Paulina Luisi y el jurista, poeta y diplomático Emilio Frugoni, fundador del socialismo en el Uruguay. Y en lo que hace al resto de las Américas, cabe agregar un dato curioso acercado por el escritor y documentalista dominicano Miguel Collado: en un artículo periodístico dado a conocer el 20 de enero de 1915, Pedro Henríquez Ureña, bajo el seudónimo «E. P. Garduño» con el que solía firmar sus textos enviados desde Washington, dio cuenta, no sin demostrar cierta frustración, de que la Cámara de Representantes de los Estados Unidos había votado negativamente el sufragio femenino, y el cronista habló de «minoría honrosa». Comentó luego el humanista quisqueyano fallecido en la Argentina, donde formó escuela de filólogos y críticos literarios: «Las sufragistas, cuyas numerosas delegaciones inundaban las galerías del salón de sesiones, distinguiéndose por la banda tricolor (de negro, blanco y amarillo), no han salido descontentas. La derrota de hoy es puramente «técnica»». Finalmente, en 1920 se admitió en los Estados Unidos el voto femenino limitado a las mujeres blancas, que se extendió recién en 1967 a las de color, un logro en el contexto de la lucha por los derechos civiles en el país del norte.
Que la civilización avanza hacia el reconocimiento de nuevos derechos y la mejor articulación de los existentes basta ejemplificarlo con un hecho: muchos lectores de periódicos y espectadores televisivos argentinos se enteraron de que hasta el 6 de mayo de 1997, ayer nomás, el universitario Colegio Montserrat de Córdoba no permitía el ingreso a sus aulas de estudiantes de sexo femenino, y de que en esa fecha la Universidad Nacional de Córdoba lo convirtió en colegio mixto. Y como así son y deben ser las cosas en materia de progresar en los derechos, en 2011 se establecieron en la Argentina, y poco antes en el territorio de la Provincia de Buenos Aires, las mesas de votación mixtas en los comicios en reemplazo de las mesas por género. Se ha buscado respetar de esa forma otras opciones sexuales de quienes sufragan, muchas veces víctimas de mofas en su condición de minorías sexuales. Ahora las personas con orientaciones LGBT están bajo protección de la pionera Ley Nacional de Identidad de Género número 26.743, frente a las estigmatizaciones y discriminaciones.
Sin embargo, aunque hay ciertos procesos que parecen irreversibles y uno de ellos es el voto femenino, no conviene echarse a dormir sobre una victoria universal lograda a costa de tanto esfuerzo y sangre. Es de advertir que en el mundo actual y en la Argentina, en particular en un corsi e ricorsi inimaginable para el mismísimo Giambattista Vico, se vienen escuchando prédicas tendentes a restringir o cuestionar los avances en materia de derechos humanos, por de pronto de última generación, como el que atiende al medio ambiente sano, y específicamente se ponen en duda aquellos otros derechos humanos dirigidos a la protección de la mujer y de todo tipo de minorías como las sexuales y los hambreados pueblos originarios. Desde el poder y los medios concentrados afines al ideario neoliberal ya en su versión hiperbólica de anarcocapitalismo dependiente, se habla con soltura digna de mejor causa del empeño oficial por librar la llamada «batalla cultural», a modo de gramscismo de signo opuesto contra el feminismo en general y no solo contra sus versiones o distorsiones más extremistas, que las hay.
El presidente Javier Milei, que por lo demás estuvo lejos de practicar el castizo buen decir durante su campaña electoral plagada de insultos y previo a su actuación como panelista televisivo, y la negacionista vicepresidenta Victoria Villarruel se jactan de ser adelantados de ese combate cultural prohibiendo de forma autoritaria, y antitética con un liberalismo tolerante y respetuoso de pareceres ajenos, el lenguaje inclusivo. Para más datos, el último 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, se rebautizó en la Casa de Gobierno el Salón de las Mujeres con el nombre de Salón de los Próceres, y se quitaron las fotografías de las figuras femeninas nacionales más distinguidas y reconocidas internacionalmente en diversos ámbitos. Entre otros, se descolgaron los cuadros de Eva Perón y Alicia Moreau de Justo, los cuales fueron reemplazados por imágenes de un militar responsable de genocidio contra los aborígenes de la Patagonia, de expresidentes (alguno muerto hace poco con condena penal firme) y de otros representantes del género masculino. Las y los promotores de esta nueva iconoclasia deberían recordar aquello de Flora Tristán que Carlos Marx y Federico Engels repitieron en forma casi textual en una página de La sagrada familia o la crítica de la crítica (1844): «El nivel de civilización a que han llegado diversas sociedades humanas está en proporción a la independencia de que gozan las mujeres».
El ánimo de invisibilizar personas o grupos humanos no es nuevo, por supuesto, pero parece dar rédito en tiempos del dios de la novísima revolución conservadora a la vista, por parafrasear a Ortega y Gasset. Vera Pichel, una autora y militante política argentina, consustanciada con el pensamiento nacional y popular y biógrafa de Evita, escribió hace varias décadas: «La historia argentina, además de mentirosa es pacata. No solo ubica nuestro desarrollo y nuestras luchas libertadoras en un plano estrictamente militar, al que acceden por igual las batallas victoriosas y las derrotas plenas de heroicidad, sino que descarta casi por completo otros aditamentos importantes, como la participación de la mujer».
Por fortuna, el acontecer histórico no termina, mal que le pese a Francis Fukuyama, aquel neohegeliano asesor de Reagan. En cuanto a los mensajes de corte autoritario que hoy se bajan aquí desde el poder –o los poderes económicos e ideológicos más reaccionarios–, ni siquiera hay que tomarse el trabajo de interpretarlos por ser manifiestos y tener rigor de ucase zarista. Eso sí, nada es definitivo. Mientras tanto, cabe el azoramiento ante los retrocesos sociales y culturales a los que pretende llevar el populismo de extrema derecha en versión dependiente, vencedor en las elecciones presidenciales del 19 de noviembre de 2023. Y triunfador indiscutible con algo, aunque poco, más de fuerza entre los varones que entre las mujeres, sin duda por despertar inquietud entre la otra mitad de la historia más lúcida y prevenida sobre su carencia de agenda de género. «Cosas tenedes, Cid, que farán fablar las piedras».
Notas
- Alfredo Palacios, La justicia social, 2.a ed., Buenos Aires, Plus Ultra, pp. 282-284.
- Carlos María Romero Sosa, «Una mujer», La Capital –Rosario–, 14 de mayo de 1984. El artículo es un comentario sobre el libro biográfico de Mirta Renault titulado Alicia Moreau de Justo, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1983. Carlos María Romero Sosa: «Alicia Moreau de Justo, símbolo de tolerancia», La Capital –Rosario–, 17 de mayo de 1987.
- Lily Sosa de Newton, Las argentinas de ayer a hoy, Buenos Aires, Ediciones Zanetti, s. f., p. 153. Lily Sosa de Newton, Diccionario biográfico de mujeres argentinas, 2.a ed., Buenos Aires, Plus Ultra, 1986.
- Alfredo Palacios, op. cit., pp. 285-288.
- Mónica Deleis, Ricardo De Titto y Diego L. Arguindeguy, Mujeres de la política argentina, Buenos Aires, Editorial Aguilar, 2001, p. 270.
- Oscar González, «La inclusión política», Página 12, 10 de septiembre de 2012.
- Mónica Deleis, Ricardo De Titto y Diego L. Arguindeguy, op. cit., p. 270.
- La abogada Emar Acosta, electa en 1934 a la Legislatura de San Juan, se convirtió en la primera diputada provincial del país. Cfr. Vicente Osvaldo Cutolo, Novísimo Diccionario Biográfico Argentino, t. I, Buenos Aires, Editorial Elche, 2004, p. 10.
- La Razón, 9 de abril de 1928.
- Pedro Henríquez Ureña, Desde Washington (estudio introductorio, compilación y notas de Minerva Salado), Colección Biblioteca Americana, Fondo de Cultura Económica, México, 1.a ed., 2004.
- Algunas encuestas previas –escribió la periodista Victoria De Masi en el digital eldiario.ar.com, https://www.eldiarioar.com, de fecha 16 de septiembre de 2023– mostraban entonces que La Libertad Avanza podía tener un 60% de voto masculino y un 40% de voto femenino. La elección presidencial en segunda vuelta realizada el 19 de noviembre de 2023 modificó esa proporción y subió el voto femenino en favor de la fórmula Javier Milei-Victoria Villarruel.
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