Revista GLOBAL

El último día de Trujillo 

por Juan Daniel Balcácer
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Aquel martes 30 de mayo de 1961, el dictador Rafael Leónidas Trujillo, como de costumbre, despertó hacia las cinco de la madrugada. Una hora después ya había conversado por lo menos con dos de sus colaboradores a fin de enterarse de los principales pormenores del acontecer político-social del país y de la región del Caribe. Mientras, por un lado, el tirano continuaba con las faenas del día, realizando su habitual caminata matinal, Antonio de la Maza, por el otro, se encontraba de visita, muy temprano, en la residencia del ingeniero Huáscar Tejada, cuya esposa, Lindín, le brindó una taza de café. Se desconoce con certeza de qué temas conversaron, pero es lícito conjeturar que entre varios tópicos abordaron la cuestión de la posible emboscada que tenderían a Trujillo el siguiente día por la noche, esto es, el miércoles 31 de mayo. Gracias a informes que les había proporcionado el teniente Amado García Guerrero, miembro del Cuerpo de Ayudantes del generalísimo, los conjurados eran conscientes de que cada miércoles (y en ocasiones uno que otro jueves) el dictador, solo y sin escolta, acostumbraba a desplazarse a San Cristóbal, su pueblo natal, en donde permanecía hasta el fin de semana.

Esa mañana Trujillo desayunar frugalmente. Cerca de las nueve ya estaba en el Palacio Nacional, despachando asuntos rutinarios. Se sabe que se reunió con Virgilio Álvarez Pina (don Cucho), uno de sus colaboradores más cercanos, y que al término de ese encuentro, el generalísimo invitó a don Cucho a que lo acompañara en una visita de inspección que se proponía hacer a la base aérea de San Isidro, adonde arribaron cerca de las once de la mañana. Durante el transcurso de dicha visita, Trujillo le comunicó a Álvarez Pina que la noche de ese día pensaba viajar a San Cristóbal. La información, lo mismo para don Cucho que para los demás acompañantes del dictador (el coronel Marcos Jorge Moreno y uno de sus choferes, Taurino Félix Guerrero), no suscitó sorpresa alguna y pasó desapercibida. En el discurrir cotidiano del pueblo dominicano, ese 30 de mayo se perfilaba como un día común y corriente. El día tampoco revestía significación alguna para los conjurados, pues de acuerdo con sus planes la posibilidad de atacar a tiros a Trujillo podía materializarse un miércoles. Durante ese mismo mes, incluso, por lo menos en tres ocasiones habían intentado sin éxito enfrentar a tiros al dictador un día miércoles, pero nunca un martes.

Los conjurados El complot para ajusticiar a Trujillo estaba estructurado en dos grupos fundamentales: uno de acción, responsable de matar al sátrapa, y otro político, cuya función esencial consistía, tras el ajusticiamiento, en poner en marcha un golpe de Estado con la participación de importantes figuras del estamento militar a fin de suprimir de una vez por todas la maquinaria represiva de la dictadura. Tres importantes miembros del grupo de acción, Ernesto de la Maza, Antonio García Vásquez y Luis Manuel Cáceres Michel, se encontraban en La Vega y Moca, respectivamente, en donde residían, haciendo los preparativos para trasladarse a Santo Domingo al día siguiente, esto es el miércoles 31. Entretanto, en la capital, los demás miembros del grupo de acción aguardaban por la angustiante cita con el tirano que sojuzgaba al pueblo dominicano desde hacía 31 años. Antonio Imbert Barrera y Salvador Estrella Sadhalá, lo mismo que Huáscar Tejeda y Roberto Pastoriza, trabajaron normalmente. El teniente Amado García Guerrero, persona clave del grupo de acción (porque precisamente una de sus responsabilidades consistía en informar a sus demás compañeros el día y hora en que el dictador viajaría a San Cristóbal), ese martes 30 de mayo estaba “franco”, es decir, libre de servicio y por consecuencia había decidido tomar un descanso.

Por lo general, García Guerrero solía pasar gran parte de sus días libres en la casa de su prima Urania Mueses, esposa de Salvador Estrella Sadhalá, uno de los líderes de la conjura. El martes 30 de mayo, por lo menos hasta el atardecer, también transcurrió como un día cualquiera para los demás miembros del grupo político: Juan Tomás Díaz se dirigió a Villa Mella, en las afueras de la capital, donde poseía una finca; su hermano Modesto, temprano en la mañana, había participado en una reunión política en San Cristóbal y a partir del mediodía descansaba en su residencia. Luis Amiama Tió, quien desde el fin de semana anterior se encontraba en el interior en gestiones relacionadas con la conspiración, regresó a la capital ese martes por la tarde. Miguel Ángel Báez Díaz también cumplió con sus compromisos habituales hasta que al promediar la tarde del 30 de mayo, en el curso de una reunión celebrada en el Palacio Nacional, se enteró, tal vez casualmente, que Trujillo saldría esa noche hacia San Cristóbal. Fue a partir de ese instante que cuanto restaba de ese martes 30 cambió radicalmente, primero para los conjurados, que tuvieron que actuar apresuradamente, luego para Trujillo, que terminó sumido para siempre en un charco de sangre, y finalmente para el pueblo dominicano que después de esa noche memorable comenzó el camino hacia su redención política.

La valiosa información Hoy sabemos que hacia las cinco y media de la tarde del martes 30 de mayo, Miguel Ángel Báez Díaz telefoneó a Antonio de la Maza y le comunicó los planes del dictador para esa noche. Sin perder tiempo, De la Maza contactó a Salvador Estrella Sadhalá, al que participó la inesperada y valiosa noticia, y este, a su vez, solicitó al teniente García Guerrero que confirmara la especie en el Cuerpo de Ayudantes. De la Maza, mientras tanto, continuó con sus aprestos tiranicidas: llamó a Pedro Livio Cedeño y a los ingenieros Huáscar Tejeda y Roberto Pastoriza para informarles que esa noche podría presentarse la oportunidad por la que tanto habían esperado. Acto seguido, se dirigió al taller de herrería.

Los Navarros, propiedad de Miguel Ángel Bissié, otro de los conjurados, y tras ponerlo al tanto de cuanto se vislumbraba esa noche, retiró las armas en poder de este último, quien se había encargado de recortar los cañones de dos escopetas para hacerlas más útiles durante la emboscada a Trujillo. Aproximadamente a las 7 de la noche, los integrantes del grupo de acción que residían en la capital estaban enterados de los movimientos que hacía De la Maza para congregarlos en la avenida que conduce a San Cristóbal con el propósito de emboscar a Trujillo. El grupo de acción estaba conformado por diez integrantes, de los cuales nueve debían distribuirse en tres vehículos, a razón de tres por auto, mientras que el décimo miembro tenía la misión de permanecer junto con los responsables del grupo político para colaborar en la gestión de contacto con el general José René Román Fernández, entonces secretario de las Fuerzas Armadas, y quien se había comprometido a actuar en la segunda fase del complot, una vez comprobado que Trujillo había muerto. Sin embargo, ya sabemos que tres miembros del grupo de acción se encontraban fuera de la ciudad capital y, debido a la premura con que hubo que actuar (y por razones de la distancia terrestre y de los obstáculos en la comunicación), no fue posible informarles que esa noche el dictador se proponía viajar a San Cristóbal. Por consecuencia, quienes la noche del 30 de mayo acometieron exitosamente la audaz y heroica acción de  ajustar cuentas con el tirano Trujillo fueron: Antonio de la Maza, Salvador Estrella Sadhalá, Antonio Imbert Barrera, Amado García Guerrero, Huáscar Tejeda, Roberto Pastoriza Neret y Pedro Livio Cedeño.

Últimos encuentros En la tarde del 30 de mayo, el dictador sostuvo reuniones en el Palacio de Gobierno por lo menos con tres de sus más cercanos colaboradores: su hermano Héctor Bienvenido, Joaquín Balaguer y Virgilio Álvarez Pina. Evidentemente, ninguno de esos funcionarios pudo sospechar que esa sería la última ocasión que verían al Jefe con vida; pese a que varios decenios después, Balaguer, en una suerte de memorias en las que narra algunas de sus experiencias como colaborador íntimo de Trujillo, consignaría que esa tarde pudo advertir en el semblante del dictador una enigmática expresión que delataba honda preocupación, mezcla de incertidumbre y de nostalgia, que le hizo reflexionar acerca de la fragilidad de la naturaleza humana. Trujillo, quien en el ocaso de su existencia manifestaba un inusual miedo escatológico y a menudo abordaba temas lúgubres, era ya un hombre angustiado, abatido, quien en sus diálogos con algunos de sus contertulios más cercanos dejaba la impresión de que se estaba despidiendo. Un personaje de Luis Sepúlveda, en La sombra de lo que fuimos, sentencia que “un hombre sabe cuándo llega al fin de su camino; el cuerpo manda avisos, el maravilloso mecanismo que te mantiene inteligente y alerta empieza a fallar, la memoria hace todo lo posible por salvarte y adorna lo que deseas recordar de manera objetiva. Nunca confíes en la memoria, pues siempre está de parte nuestra; adorna lo atroz, dulcifica lo amargo, pone luz donde sólo hubo sombras. La memoria tiende a la ficción”.

Preparativos finales Durante la prima noche del 30 de mayo de 1961, Trujillo continuó con sus prácticas habituales: visita a la casa de su madre, caminata por la avenida George Washington en compañía de un grupo de funcionarios y amigos cercanos, otra visita –no programada- de inspección a la Aviación o base aérea de San Isidro, acompañado esa vez por el general Román Fernández, visita a su hija Angelita para luego abordar uno de sus vehículos rumbo a San Cristóbal acompañado solamente por su otro chofer particular, el entonces capitán Zacarías de la Cruz. Los conjurados, en cambio, estaban sobremanera activos: De la Maza, además de reunir a seis de sus compañeros del grupo de acción, contactó al general Juan Tomás Díaz y este, a su vez, a Luis Amiama Tió. A partir de las ocho de la noche, en la residencia del general Díaz se efectuaron varias reuniones, primero con su hermano Modesto, y luego con su primo Miguel Ángel Báez Díaz, un hermano de este, Tomás Báez Díaz y su esposa. Asimismo, el doctor Bienvenido García Vásquez, casado con Marianela, hija del general Díaz; también Pedro Livio Cedeño, quien acudió a la casa de este en procura de una pistola que utilizaría al atacar al tirano. Tan pronto el grupo de acción se retiró para la avenida, los principales dirigentes del grupo político decidieron trasladarse a la casa de Marianela Díaz, a esperar por el desenlace de la delicada misión tiranicida.

Cuando los siete hombres del grupo de acción llegaron a la avenida George Washington, deteniéndose en un punto que mediaba entre el restaurante El Pony y el Teatro Agua y Luz, se repartieron las armas y se distribuyeron en tres vehículos que situaron estratégicamente en tres lugares equidistantes dentro del perímetro en el que habían calculado eliminar físicamente al tirano. Antonio de la Maza, Antonio Imbert Barrera, Salvador Estrella Sadhalá y Amado García Guerrero abordaron el vehículo principal, que se estacionó frente al Teatro Agua y Luz, en el lado sur de la avenida, en dirección oeste-este. Unos cuatro kilómetros más adelante, en la misma dirección que el vehículo principal, aparcó el segundo auto ocupado por el ingeniero Huáscar Tejeda y Pedro Livio Cedeño; mientras que el tercer coche, conducido por el ingeniero Roberto Pastoriza Neret, se ubicó en el kilómetro nueve de la autopista, en dirección este-oeste. El plan era el siguiente: una vez identificado el carro de Trujillo, sería perseguido por el vehículo conducido por Antonio Imbert Barrera, cosa que sucedió como estaba planificada. Tan pronto fuera posible, Imbert Barrera daría unos cambios de luces a fin de alertar a sus compañeros Tejeda y Cedeño, quienes de inmediato girarían en U para alcanzar a Pastoriza y, juntos, esos dos vehículos intentarían bloquear la vía de forma tal que cuando se aproximara el auto en el que se desplazaba el sátrapa, su conductor se viera en la necesidad de detenerse y, una vez logrado esto, los siete hombres atacarían a tiros a Trujillo y a su chofer. 

La emboscada Pero el azar, el acaso, el destino o la providencia, según la preferencia del lector, que suele ser impredecible, si bien tenía deparado un final sangriento para el dictador, dispuso, a su vez, que los hechos acontecieran de manera diferente de como los héroes habían concebido el esquema de ejecución del dictador. Los conjurados que saldaron cuentas con Trujillo no pudieron ser nueve, sino siete; tampoco se distribuyeron en tres vehículos de manera equitativa, sino que Antonio de la Maza, Antonio Imbert Barrera, Salvador Estrella Sadhalá y Amado García Guerrero ocuparon un vehículo (todavía hoy se desconoce con certeza los motivos de esa decisión); Huáscar Tejeda y Pedro Livio Cedeño se desplazaron en un segundo auto, y Roberto Pastoriza Neret, por sí solo, condujo un tercer automóvil. Aproximadamente a las 9:50 de la noche, tras más de hora y media de espera angustiante, los conjurados avistaron el carro en que viajaba Trujillo por la avenida George Washington, en dirección este-oeste. Cuando pasó frente a ellos, en las inmediaciones del Teatro Agua y Luz, acto seguido los cuatro héroes abordaron su coche, giraron en U y emprendieron la persecución tras su presa. Un poco más adelante, Imbert Barrera, como fue acordado, dio cambios de luces pero esas señales no fueron advertidas por Huáscar Tejeda y Pedro Livio Cedeño, quienes también aguardaban impacientes por su cita con la historia, de manera que esos dos héroes no se percataron cuando los dos carros, el de Trujillo y el de sus cuatro compañeros, pasaron frente a ellos a alta velocidad.

A la altura del kilómetro nueve y medio, a escasa distancia de donde está la Feria Ganadera, el carro conducido por Imbert Barrera logró alcanzar al de Trujillo, y al tiempo que se colocaba paralelo a este, Antonio de la Maza y Amado García Guerrero dispararon simultáneamente sus armas hacia la parte trasera del vehículo donde acostumbraba sentarse Trujillo. El disparo de Antonio de la Maza dio en el blanco y se dice que fue mortal. El chofer De la Cruz, al percatarse que el Jefe era víctima de un ataque a mano armada, frenó abruptamente provocando que el carro persecutor los rebasara unos cincuenta metros. De inmediato, Imbert Barrera hizo un giro y se abalanzó sobre el carro del dictador que había hecho un intento para retornar a la capital, siendo interceptado por los héroes en medio del paseo central de la autopista, circunstancia que obligó tanto a De la Cruz como al propio tirano a salir del automóvil. El primer disparo hecho por De la Maza también alertó a Huáscar Tejeda y a Pedro Livio Cedeño, quienes de inmediato pusieron en marcha su vehículo y se dirigieron al escenario del tiroteo. Los cuatro atacantes de Trujillo se habían desmontado del auto y, parapetados, iniciaron un intenso intercambio de disparos con el chofer de Trujillo en medio de la oscuridad, pues en esa área ya no había alumbrado eléctrico. En apenas instantes de iniciado el tiroteo, a los cuatro tiranicidas se unió Pedro Livio Cedeño, mientras Huáscar Tejeda continuó la marcha en busca de su amigo Roberto Pastoriza, el conjurado solitario, pero cuando estos dos héroes llegaron al escenario del combate, Trujillo ya era cadáver.

La refriega comenzó cerca de las 9:45 de la noche y duró no más de diez minutos. No debe soslayarse el hecho de que el chofer de Trujillo se batió valientemente, pero cuando comprendió que ya nada podía hacer para contener el ataque de los tiranicidas, y que el Jefe se encontraba muy mal herido, se internó en la maleza contigua a la autopista en donde se dice que perdió o fingió perder el conocimiento. Según el testimonio de los propios tiranicidas, el dictador se resguardó detrás de su automóvil tratando de sortear la situación, pero en una acción combinada De la Maza logró deslizarse por el pavimento hasta acercarse a donde estaba Trujillo, mientras que Imbert Barrera avanzó hasta colocarse cerca de la parte delantera del carro. En ese punto, en medio de la oscuridad, De la Maza identificó a Trujillo (sobre todo por sus quejidos) y le disparó de nuevo, obligándolo a caminar trastabillando hasta la parte delantera de su auto, cuyas luces estaban encendidas con la sirena activada. Fue entonces cuando, frente a frente, el dictador se encontró con Imbert Barrera quien le hizo un certero disparo al pecho que lo derrumbó ipso facto. Se trató, con toda seguridad, de un disparo mortal por necesidad, pero para cerciorarse de que Trujillo no quedara con vida ni un minuto más, Antonio de la Maza, a la velocidad de un rayo, emergió de la oscuridad de la noche y le descerrajó un tiro de gracia en el mentón, al tiempo que pronunció una expresión de auténtico sabor campesino: “Este guaraguao no come más pollos”.

El cadáver del dictador Culminada la heroica acción, los tiranicidas recogieron de inmediato el cadáver de Trujillo y lo introdujeron en el portaequipaje de uno de los vehículos, y con su carga al hombro, se dirigieron hacia la casa del general Juan Tomás Díaz. Una vez allí, con “el hombre ahí”, inerte, el acuerdo era que los integrantes del grupo político debían procurar al general Román Fernández para entonces proseguir con la segunda fase de la conspiración. Sin embargo, los ajusticiadores de Trujillo no repararon en una serie de factores imprevistos que poco después alteraron drástica y desfavorablemente sus planes. Primero, la presencia fortuita del general Arturo Espaillat en el restaurante El Pony permitió que este, al escuchar los disparos, se aproximara al lugar de la emboscada y, tras comprobar que Trujillo era víctima de un atentado, alertó a las autoridades antes de que los tiranicidas pudieran incluso dar pasos concretos respecto de la fase subsiguiente de la conspiración. Segundo, el chofer de Trujillo, Zacarías de la Cruz, al que también debieron eliminar físicamente y erradamente supusieron que había huido, en realidad salvó la vida y cerca de las once de la noche se encontraba en el hospital militar Doctor Marion, en las inmediaciones de la Universidad de Santo Domingo, en donde antes de ser intervenido quirúrgicamente dio la voz de alarma a las autoridades (primero, incluso, que Arturo Espaillat), en el sentido de que el Jefe había sido objeto de un fatal atentado.

Tercero, en la escena del ajusticiamiento, los tiranicidas inadvertidamente dejaron abandonado el carro marca Mercury de Salvador Estrella Sadhalá, y también una pistola perteneciente a Antonio de la Maza, que accidentalmente cayó al pavimento cuando recogía el cadáver del tirano. Allí quedaron, además, una prótesis dental del dictador, su quepis militar y el auto en el que se transportaba, con más de 50 perforaciones de balas de armas de diferentes calibres. Con esas pruebas, a los servicios de inteligencia de la dictadura no les resultó difícil determinar que a Trujillo le había sucedido algo grave, y antes de la medianoche ya habían identificado a los propietarios del carro Mercury y de la pistola calibre 45 hallada en el lugar de los hechos. Otro factor adverso para los planes ulteriores del complot fue que el héroe Pedro Livio Cedeño, quien había sido herido de bala durante la refriega, fue ingresado en la Clínica Internacional, cosa que el Servicio de Inteligencia Militar detectó al cabo de poco tiempo. Esto último posibilitó que agentes del sim, luego de interrogar a Cedeño y reconstruir parte de sus movimientos esa noche, decidieran requisar la residencia del general Juan Tomás Díaz, en cuya casa Cedeño había estado de visita horas antes. Los resultados de esas pesquisas fueron determinantes para comenzar a develar la trama, pues la madrugada del 31 los agentes del sim descubrieron el cuerpo sin vida de Trujillo en el baúl de un vehículo estacionado en uno de los garajes de la residencia del general Díaz.

La segunda fase de la conjura El lector recordará que mientras los conjurados esperaban a Trujillo, el general Juan Tomás Díaz, su hermano Modesto, y Luis Amiama Tió se encontraban en casa del doctor Bienvenido García Vásquez y Marianela Díaz, confiando en que la acción de la avenida tuviera un desenlace feliz. Cuando De la Maza y sus demás compañeros llegaron a la casa del general Díaz con el cadáver de Trujillo a cuestas, tuvieron que esperar unos quince minutos más o menos, al tiempo que Huáscar Tejeda se dirigió a donde se encontraba el general Díaz informándole de lo acontecido en la avenida. Al cabo de un breve lapso, Juan Tomás Díaz, su hermano Modesto y Amiama Tió llegaron a la residencia del primero y De la Maza, al verlos, les dijo: “Bueno, aquí está el hombre”, significando con esa expresión que la primera fase de la conjura había sido completada exitosamente, aun cuando ignoraban el conjunto de factores imprevistos ocurridos esa noche que obstaculizarían el desenvolvimiento ulterior del complot tal como se había previsto. De inmediato, tanto el general Díaz como su hermano Modesto y Amiama Tió, por varias vías, intentaron infructuosamente comunicarse con el general Román Fernández, quien había sido desbordado por los acontecimientos sobre todo después de la intervención del general Arturo Espaillat, que sorprendió al secretario de las Fuerzas Armadas con la noticia del atentado contra Trujillo.

Sin que los conjurados supieran las causas por las cuales el general Román Fernández no estuvo disponible cuando fue requerido, en cuestión de horas el complot fue develado y sus principales integrantes identificados y perseguidos por agentes del Servicio de Inteligencia Militar de la dictadura. Quienes acometieron la hazaña de eliminar físicamente a Trujillo, materializaron la primera fase del complot exitosamente; la segunda fase, empero, no fue posible iniciarla, y ese fracaso, si se le puede llamar así, fue consecuencia del azar y no culpa de los valientes hombres y mujeres que formaron parte de la conspiración. ¿Por qué fracasó esa segunda fase del complot?, es tema de otra historia. La significación histórica del resonante acontecimiento del martes 30 de mayo de 1961, que resultó ser el último día de Trujillo, radica en los beneficios colectivos que proporcionó al pueblo dominicano ya que la posterior supresión de la dictadura permitió, en el fluir del tiempo, el surgimiento de la democracia y las libertades públicas en la República Dominicana.


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