Pienso que no hay mejor manera de acceder al significado de la palabra poesía, en la medida que esto resulte posible, que centrarnos en el estricto significado etimológico de dicho término. Es sabido que la palabra poesía procede del griego poiésis, que significa ‘crear’, ‘producir’, aunque no toda la producción literaria que se realice sea evidentemente poesía, entonces, ¿cuál es la diferencia fundamental que existe entre la poesía y las otras formas de creación? Pues bien, la poesía, desde su origen, estaba conectada con los dioses. Según la visión de algunos filósofos de la antigüedad, era un regalo que le brindaban las divinidades a los elegidos. El «poeta» era un ser arrebatado por el «furor poético» o por la «inspiración divina» que le permitía captar, con un ojo interior, aquello que la naturaleza le esconde a una gran parte de la humanidad.
Es la ceguera que dará posteriormente paso a la luz de la visión para apreciar las cosas que, a simple vista, no se dejan ver. De ahí el eterno debate si ser poeta es un asunto de intuición y de visión interior, que se tiene o no se tiene, como manifestaba Kierkegaard en sus Diarios: si el poeta nace o, por el contrario, con el tiempo el poeta se hace. Nos basta recordar a Cervantes en estos célebres versos: «Yo, que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo…» (Viaje del Parnaso, vv. 25-27). También al poeta se le ha llamado «vate», del latín vates, ‘adivino’, ‘profeta’, que ha sido inspirado por los dioses del Parnaso, patria simbólica de los artistas (el Vaticano es la colina de los «vaticinios» o de las profecías, según esa etimología latina). Lo propio del hecho poético es una acción que constituye un fin en sí mismo, razón por la cual quienes cultivamos el género de la lírica encontramos en ella una forma de realización, aunque esta no sea de tipo material o crematístico. Constituye una pasión activa que, en parte, nos libera del plano de lo cotidiano para transportarnos a un plano más trascendente que el poeta no puede, por abstracto, definir jamás. Por ello, Jorge Guillén, en Lenguaje y poesía, nos dice que «no partamos del indefinible término de poesía», digamos poema, como decimos cuadro o estatua. Así como el objetivo del poema es el lenguaje, el compromiso fundamental del poeta es su propio lenguaje, la raíz de lo poético a la que aludía Paul Celan. La poesía, en ese sentido, es una aproximación a lo inefable, se distingue por su enorme capacidad de sugerir, y está más cerca del lenguaje callado y silencioso de la belleza, del lenguaje de las emociones y de Dios. «El poema no se escribe, sino que se alumbra», me dijo un día, con mucho acierto y claridad, José Ángel Valente, extraordinario poeta y pensador. En el contexto actual, de una época caracterizada por la búsqueda del éxito inmediato y por el culto de la imagen, donde escasean los gimnasios para fortalecer la musculatura intelectual, donde domina un mercado indiferente a los intereses más profundos del ser humano, la poesía aparece como el mejor anabolizante, esa manifestación extraña y en cierta forma, me atrevería a decir, anacrónica. Es cierto, también, que los otros géneros literarios hoy en día tienen dificultades para acceder al reconocimiento del público, pero no es menos indudable que todos ellos (la novela, el cuento y el ensayo) generan un promedio de ventas mayor al de los clásicos libros de poesía. Ya saben ustedes aquellas palabras de Juan Ramón Jiménez, insigne poeta y premio Nobel de literatura en 1956, cuando hacía referencia a esa «inmensa minoría» que son los lectores de poesía, siempre tan fieles. Cabe mencionar una frase de Juan Ramón, el cual, tras rechazar su ingreso en la RAE, afirmó: «Que entre un poeta en la Academia de la Lengua es como que metan un árbol en el Ministerio de Agricultura».
En España, en estos últimos años, se han publicado alrededor de 65,000 libros por año, de los que un 12% son de poesía, en torno a 8,000 libros. En la República Dominicana, de los 1,700 libros de literatura publicados anualmente, no más de 150 (es decir, el 9%) son de poesía. Estos datos contrastan con casos singulares, como el de la poeta española Elvira Sastre, de 26 años, que acumula más de 700,000 seguidores en las redes sociales y es un éxito de público y ventas con sus obras de poesía, rotundas y concisas, con un barniz de cotidianeidad. Su último libro, Baluarte, lleva más de 75,000 ejemplares vendidos, algo insólito en poesía. Son estos los nuevos buenos tiempos para la lírica. La pregunta que se nos impone es la siguiente: ¿qué será lo que hace al poeta reincidir?, ¿qué es lo que sostiene su misteriosa actividad? No está muy claro que exista una sola respuesta a esta pregunta, ni siquiera está claro que exista alguna, pero una posible contestación pudiera ser la siguiente: la poesía es, justamente a causa del «lugar marginal» que ocupa en la sociedad de nuestro tiempo, la más indicada entre todas las actividades humanas para generar un proyecto de vida alternativo y valioso. La dignidad de la acción poética radica en que usa el lenguaje como un medio para acceder a la interioridad del ser humano, o para mostrar el modo en el cual el ser se manifiesta en cada época. «El hombre es un ser para la muerte, pero el poeta crea la resurrección», afirmaba el filósofo existencialista Martin Heidegger. El poeta Ezra Pound confesaba que le bastaba con que un poema o texto suyo les llegase a 27 lectores, pues estos serían capaces, a su vez, de llegar a difundir sus escritos. La poesía tiene la envidiable capacidad de poder circular fuera de mercado, de boca en boca, como si se tratara de un chiste o de un rumor. ¿Pero quiénes son estos lectores, más allá del círculo de amigos del poeta y de los fieles lectores de poesía que se hallan en torno al autor? Desde el romanticismo, el lector de poesía ha sido, como el poeta mismo, el solitario y el disconforme con el mundo. En una sociedad como la nuestra, anestesiada y con síntomas de esclerosis múltiple –en términos artísticos– por parte de las instituciones gubernamentales, que un libro de poesía le llegue a más de mil lectores, que son una minoría reducida y radical, pero estable y muy fiel, no está nada mal. Es llamativo el dato que aporta «la constante de Enzensberger»: un libro de poesía nuevo que sale al mercado es leído por una media de 1,354 personas. Es una constate que debería regir tanto en países enormes, como Estados Unidos, como en países más pequeños, como España o la República Dominicana. Y es un cálculo, además, independiente de las modas y de la publicidad. La poesía, por el simple hecho de estar aparentemente fuera de este tipo de circuitos editoriales, está a salvo de servidumbre alguna, ya que su escasa inserción social la mantiene en un territorio casi virginal, de reserva espiritual, defendida a capa y espada ante los «perversos traficantes»: los críticos y los editores. La poesía no cotiza en bolsa, pero es cierto que para algo sirve; los poetas, como algunos cantautores, son peligrosos, y, de hecho, cuando los dictadores llegan al poder de un país, suelen acabar con ellos (recordemos la persecución que sufrieron Ósip Mandelshtám y Anna Ajmátova, bajo el régimen de Stalin; la de Miguel Hernández, bajo Franco; o el asesinato de Víctor Jara por parte de los esbirros de Pinochet).
En un gran poema se pueden plasmar y ver las expectativas de una época, sus deseos y sus miedos. De ahí que el crítico Frederic Jameson aseverara: «Ninguna creación literaria se forja fuera de un entorno político, ni puede leerse hoy fuera de unas circunstancias políticas determinadas». De este modo, las Coplas de Jorge Manrique no solo son la muestra del dolor filial ante la muerte del padre: también reflejan la expresión de la incertidumbre de aquella sociedad política, la Castilla del siglo XV. Meditemos sobre aquella célebre frase de Adorno: ¿cómo poder escribir después de Auschwitz? La historia y la sociedad penetran hasta el fondo por entre las rendijas del arte, de la poesía o de la literatura en general, saturándolas de contenido. No olvidemos la dimensión pública de la poesía. Las palabras son fuentes de visión. «Las palabras saben más de nosotros que nosotros mismos de ellas», decía siempre René Char. La poesía, en labios de Antonio Machado, es «palabra en el tiempo»; y mientras la novela acaso tenga fecha de caducidad, me atrevería a decir que la lírica no muere nunca y nunca se agotará mientras la vida exista. Antes hacía referencia a los cantautores que han contribuido a dignificar la poesía con su canción, ofreciéndosela a un público mayoritario. En España, por ejemplo, desde los años 70, grupos y cantautores como Agua Viva, Serrat, Paco Ibáñez, etc., han cantado a poetas de la talla de San Juan de la Cruz, León Felipe, Lorca, Alberti o Gloria Fuertes. Mi contacto personal con la poesía se inició a través de aquellos discos long play de vinilo de algunos de estos cantautores de los 70: recuerdo que leía los libretos de los poemas que cantaban y cuyas letras venían con el disco. Así, escuchando y leyendo, fui impregnándome del perfume de la palabra poética, de su néctar y de su ambrosía. «¿Para qué poetas en tiempos de penuria?», se preguntaba Hölderlin. Creo que la poesía es la esencia, la máxima destilación de todas las artes, y el arte poético no es un lujo, sino una necesidad básica. Sin literatura no existiría ni la historia ni el pasado. La literatura mantiene con vida todo aquello que está escrito. La literatura, como el resto de las artes, expande la vida: convierte las cosas más efímeras, más perecederas, en infinitas y eternas. La historia, según la Poética aristotélica, busca contar las cosas tal como sucedieron. En cambio, la poesía que Gaston Bachelard en su Poética del espacio definía la «metafísica instantánea», nos presenta una realidad tal como podría haber sucedido, como un paisaje todavía no dibujado y que, sin embargo, el poeta se atreve a dibujar. La poesía, en estos tiempos de crisis de valores sociales y humanos, de sociedades anestesiadas (en una palabra: de penuria) es también un método de defensa, un espacio de resistencia. Por ello, una buena forma de liberación sería leerla y escribirla. Ignorarla sería un modo de estar ciegos. Para los poetas «puros» de la generación del 27 española, la literatura era el reflejo total de la vida humana. Un buen poeta será siempre un intermediario entre la gente y el mundo en el que vive; será como la esponja que se empapa de todo lo que le rodea, revelando el mismo universo con palabras distintas; será el albañil de las palabras, el creador de una atmósfera; será aquél que dice lo mismo con palabras distintas, pues, como apuntaba André Gide: «Todo está ya dicho, pero como nadie atiende es preciso repetirlo todo cada mañana». La lírica, en esta época de crisis, es la que nos salva.
La lectura de un buen libro de poemas puede maquillar la realidad o, al menos, olvidar por unas horas los problemas que nos impiden el sueño. Es evidente que se requiere una buena predisposición y estar abiertos a esa capacidad de sorpresa y de admiración que la lírica nos ofrece. A «esa consagración del instante», que diría Octavio Paz, nosotros le hemos adjudicado esa espléndida función de abrir todos nuestros sentidos, para así facilitarnos una mayor percepción sensorial de la realidad. Joan Brossa, el poeta objetual, contemplaba «la poesía como el refugio emocional del pensamiento». Y Albert Béguin, en L´âme romantique et le rêve (ese clásico, magnífico estudio sobre el romanticismo alemán y la poesía francesa), comentaba que «si no se lee poesía es porque se le tiene miedo, pues la gran poesía desnuda las cosas. Es la búsqueda de lo abierto, no de una realidad cercada, estrecha, confortable que ya conocemos, sino un territorio que el hombre ignora de sí mismo y de donde surgen sus más ricos instantes». Cierto es que la lírica no sirve para quitar el hambre ni el odio humano, en palabras de Blas de Otero, «un poeta no puede él solo cambiar el mundo, pero su colaboración es decisiva para transformarlo». «El mundo está hecho para desembocar en un hermoso libro», escribió el poeta simbolista Mallarmé. No olvidemos tampoco aquellos hermosos versos del poeta portugués Eugenio de Andrade, cuando escribía bajo la luminosidad de su obra: Ofício de Pâciencia, que «hasta el indolente aroma del heno puede alterar el mundo» (mesmo o cheiro indolente do feno pode alterar o mundo).
Un poeta aspira, por tanto, a comunicar, a expresarse y crear belleza mediante la palabra; a decir aquello que otros también puedan decir, pero de manera diferente. Antes hice mención en André Gide, pero ya en el siglo III d. C. el poeta latino Terenciano Mauro nos advirtió que «no hay nada que no esté ya dicho». El futuro de la poesía se aleja cada vez más de la letra impresa. Diversos avances tecnológicos tratan de sepultar la aventura de escribir o de leer, con lápiz o pluma sobre papel, por medio de nuevos formatos para la escritura y la lectura. De ahí la importancia de las nuevas generaciones de poetas y sus blogs. Hoy las tertulias literarias se trasladarían a crear un grupo de WhatsApp, sin ser necesaria la presencia idílica de los escritores alrededor de una mesa, de unos libros y unas copas de vino tinto. La poesía sigue ahí, latiendo viva, ya sea de forma oral, manuscrita, o en los nuevos soportes informáticos de la era digital. La poesía sobrevivirá a toda crisis mientras un lector adolescente o adulto reconozca su insurrección y sus sueños en otro poeta, bien sea en Quevedo, en Baudelaire, en Neruda, en Blanca Varela, en Franklin Mieses Burgos o en Pedro Mir. El futuro de la poesía es sin duda la poesía misma, porque el tiempo de la poesía no es otro que la totalidad de todos los tiempos posibles y de los imposibles, aquello que sucede solamente en el poema. Y es que la poesía no tiene tiempo, ella misma es el tiempo. Por lo que seguirá siendo, por los siglos de los siglos, «un arma cargada de futuro», como recitaba el poeta social español Gabriel Celaya. Desde ese estado de confianza, ponía de relieve el ejemplo de Mandelshtam en Un ejército de poetas: contaba que, en Rusia, durante la época de la hambruna, la gente no tenía dinero para comer, pero sin embargo pagaba por entrar en los cafés y escuchar a los poetas recitar sus versos. El alimento espiritual también es necesario. Tal como escribió Tomás de Kempis en el siglo XV: «Por todos los lados he buscado la paz, pero en ninguno la he hallado, excepto en un rincón y con un libro» (In ómnibus réquiem quaesivi, et nusquam inveni nisi in angulo cum libro).
Y es que «la poesía perfecciona el mundo» y nos hace mejores personas. ¿Se han preguntado ustedes, después de leer este artículo, cuánto tiempo hace que no leían un poema, cuánto pesa un silencio o para qué sirven las palabras? Atrévanse. Rompan de verdad su rutina, que penetre en sus vidas el aliento quemante y la pasión abrasadora del poema. Los animo. ¡Lean poesía, que no muerde! solos o con buena compañía, en silencio o en voz alta, sentirán de inmediato los devastadores efectos para perfeccionar el mundo. No se arrepentirán.
3 comentarios
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