Desde la enseñanza viva de Nietzsche, el educador puede aprender a ser filósofo porque su tarea fundamental es llegar a problematizar las certezas inmediatas y enseñar las posibilidades de la crítica para descubrir por qué caminos y de qué forma debemos orientarnos para conocer y actuar. Pero mientras que en el siglo XX y en el actual ha habido una Nietzsche renaissance, la escuela dominicana aún espera la sabia decisión, la firme y amorosa decisión de abrir un espacio creativo que hiciera posible una repetición del sueño de Hostos; aún esperamos hoy, entre nosotros, que acontezca una Hostos renaissance.
El tema es sumamente amplio; en verdad es demasiado abierto y pretencioso, y desde el inicio se podría pensar que se aspira a lograr demasiado, si tomamos en cuenta nuestro estatus de simples estudiosos, investigadores o profesores de Filosofía.
Sin embargo, los organizadores de las jornadas “Estrategias para el desarrollo del pensamiento crítico en la educación media y universitaria en la República Dominicana, a través de la Filosofía” preferimos dejar el tema en su más amplia indeterminación para permitir que sea la propia discusión, nuestro diálogo, el que poco a poco lo modele y precise.
Estas jornadas comenzaron, pues, exigiéndonos –en primer lugar– lo que siempre acontece con la Filosofía, que seamos nosotros mismos, en el debate del problema, los que intentemos libremente marcar sus contornos, definir el objetivo y su dinámica, así como determinar los enfoques metodológicos más adecuados a su despliegue. Los resultados, si es que llegáramos a obtenerlos, dependerán de la riqueza y coherencia de nuestros planteamientos epistemológicos y de las decisiones metodológicas que poco a poco vayamos tomando. Por tanto, nuestro punto de partida teórico podría ser resumido en un brevísimo lema: “¡Vayamos a las raíces del asunto!”
En segundo lugar, creo que es justo hacer una breve referencia a la visión que sobre la Filosofía en el mundo contemporáneo tiene la institución que nos ofrece su apoyo financiero, técnico y moral, y de este modo hace posible nuestra reunión.
La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), según el Informe del Director General relativo a la Estrategia Intersectorial sobre la Filosofía, publicado en 2005, entiende que “la Filosofía es una ‘escuela de libertad’, ya que no sólo elabora instrumentos intelectuales que permiten analizar y comprender conceptos fundamentales como la justicia, la dignidad y la libertad, sino que además crea capacidades para pensar y emitir juicios con independencia, incrementa la capacidad crítica para entender y cuestionar el mundo y sus problemas y fomenta la reflexión sobre los valores y principios”.
El citado informe no hace más que ratificar lo sostenido por la Declaración de París a favor de la Filosofía, de 1995, en la que se establece que “toda persona de cualquier país debe tener la oportunidad del estudio libre de la filosofía, y que por lo tanto se debe mantener o ampliar su enseñanza allí donde ya se imparte, e instaurarla donde todavía no existe y ser nombrada explícitamente filosofía”. En este mismo informe se recomienda, como estrategia para la consecución de la indicada meta, que las Comisiones Nacionales de la Unesco deben promover la enseñanza de la Filosofía en la enseñanza secundaria y universitaria.
Establecidos de esta forma los lazos esenciales que unen la visión y la práctica de la Unesco con nuestro tema, pido que se me conceda la oportunidad de plantear ahora, a grandes rasgos, algunas ideas que personalmente estimo podrían servirnos para delimitar el tema de nuestro debate.
Nietzsche
En el año 1887, próximo ya a la pérdida de su lucidez, Friedrich Nietzsche, urgido por una prisa antes desconocida en él, prepara, en el lapso de pocos meses, seis libros capitales para expresar su pensamiento. Entre estos –a mi juicio– destacan tres, porque el filósofo se desnuda totalmente ante sí mismo buscando cerrar el círculo de su vida y pensamiento.
Me refiero a El caso Wagner, donde el filósofo intenta, con la presentación de un caso, con un ejemplo vivo, con una experiencia vital, dibujar concretamente el qué del nihilismo moderno; los otros dos textos fundamentales son: Crepúsculo de los ídolos y Ecce homo.
El primero de estos dos constituye el último intento de Nietzsche de cumplir con su tarea de pensador. En este libro pretende realizar una necesaria transvaloración de todos los valores, que abriera a la cultura europea la posibilidad de realizar un salto radical que le permitiera penetrar en el centro mismo del fenómeno del nihilismo.
En el segundo, configura su última autobiografía, en la que intenta recoger y adelantar una visión panorámica, final, conclusiva, sobre la experiencia de su vida entendida como destino, y desdoblar el sentido de su obra.
Nietzsche, precisamente, en Ecce homo revela que en su libro juvenil Schopenhauer como educador “está inscrita mi historia más íntima, mi devenir”.
El pensador afirma que ya en esa obra enfoca el gran problema, que aún en el momento final de su travesía humana, cuando tira la suma y hace el postrer balance de su existencia, permanece como su principal preocupación. Esta cuestión consiste en “[…] un problema de educación sin igual, un nuevo concepto de la cría de un ego, de la auto-defensa, hasta llegar a la dureza, un camino hasta la grandeza y hacía tareas históricouniversales”.
Es decir, que si nos atenemos a lo indicado, Nietzsche, en las postrimerías de su lucidez, se interpreta a sí mismo, fundamentalmente, como educador.
Interpreta su camino como pensador, en el mismo sentido en el que Platón consigna la misión de todo filósofo auténtico: constituirse como educador de su pueblo, llegar a ser alguien que desde su búsqueda de la verdad aspire a conducir, a inducir, a guiar en el descubrimiento del propio ser.
El maestro griego señala, en efecto, como el más alto cometido del pensador llegar a educere, producir en alguien la apertura de caminos creativos que le conduzcan a habitar plenamente en su propia tierra, en el propio mundo, en la propia cultura –diríamos nosotros hoy–.
Modelo de vida
La tarea fundamental del filósofo sería para Nietzsche, al final de su vida consciente, la del educador.
Para lograr esta posibilidad, el filósofo-educador ha de ser modelo de vida desde el ejercicio de la palabra creadora. Debe poder mostrar la transparencia de todos sus actos en el cumplimiento cotidiano de sus tareas orientadoras. La ocupación de educador exige manifestarse en una vida abierta al escrutinio de todos, pública y ejemplar.
Con este último gesto de gran pensador, Nietzsche reverencia y revalida el ejemplo magnífico de Sócrates –a pesar de toda su despiadada polémica contra él– que más que contra el maestro de Atenas, trata de combatir las inconsistencias y las falsías del pequeño burgués de su tiempo.
Desde la enseñanza viva de Nietzsche, el educador puede aprender a ser filósofo porque su tarea fundamental es llegar a problematizar las certezas inmediatas y enseñar las posibilidades de la crítica para descubrir por cuáles caminos y de qué forma debemos orientarnos para conocer y actuar.
Entiendo que el educador, en general, debe esforzarse por ser lo suficientemente filósofo para despertar y fomentar en su ejercicio un saludable espíritu crítico, que permita descubrir, ponderar y ahondar el caudal de sentido y los valores que custodia la propia cultura.
Un educador, debe ser, además, lo suficientemente artista y creador, para hacer que surja en sus alumnos la curiosidad y la necesidad de explorar y forjar caminos nuevos mediante la experimentación y creación.
El educador debe aprender a descubrir desde sí mismo, para poder enseñar, pues sólo desde esta actitud, desde la propia experiencia de descubrir conocimiento, puede nacer auténtico poderío gnoseológico, posibilidad creadora.
Creo que sólo si se asume esta actitud podrá experimentarse lo que dice Nietzsche con gran firmeza: “El error no es ceguera, el error es cobardía. Toda conquista, todo paso adelante en el conocimiento es consecuencia del coraje, de la dureza consigo mismo, de la limpieza consigo mismo…”.
Resumo lo que entiendo que constituye la posición de Nietzsche, al decir que quien quiera educar con autenticidad debe, sobre todo, aprender a pensar, es decir, debe aprender a situarse en el mundo. Debe aprender a cuestionarse a fondo sobre su situación y circunstancia, en búsqueda de alcanzar su propia orientación fundamental, y no contentarse con lo que dice una persona influyente, un sabio o una institución histórica.
Pero si para enseñar y aprender es necesario pensar, ¿cómo se aprende a pensar?
Para delinear con suma brevedad lo cuestionado, recurro de nuevo a Nietzsche, cito un texto que extraigo de uno de los tres libros que he señalado, específicamente, de Crepúsculo de los ídolos. Me parece que el texto, a pesar de su concisión, expresa de manera coherente una respuesta a lo que cuestionamos.
Cómo se debe educar
He aquí lo qué piensa Nietzsche sobre cómo se debe educar y, en consecuencia, cómo se debe aprender a pensar.
“[…] Voy a señalar enseguida las tres tareas en razón de las cuales se tiene necesidad de educadores. Se ha de aprender a ver, se ha de aprender a pensar, se ha de aprender a hablar y escribir […] Aprender a ver -habituar el ojo a la calma, a la paciencia, a dejarque-las-cosas-se-nos-acerquen; aprender a aplazar el juicio, a rodear y a abarcar el caso particular desde todos los lados. Esta es la primera enseñanza preliminar para la espiritualidad: no reaccionar en seguida a un estímulo, sino controlar los instintos que ponen obstáculos, que aíslan. Aprender a ver [es poseer una] voluntad fuerte: …el poder no querer, el poder diferir la decisión. Toda no-espiritualidad, toda vulgaridad descansa en la incapacidad de oponer resistencia a un estímulo –se tiene que reaccionar, se sigue todo impulso–. Una aplicación práctica del haber-aprendido-a-ver: …se habrá llegado a ser lento, desconfiado, reacio. A lo extraño, a lo nuevo de toda especie, se lo dejará acercarse con una calma hostil –se retraerá de ello la mano–. […] Aprender a pensar: en nuestras escuelas no se tienen ya la menor noción de esto. Incluso en las universidades, incluso entre los auténticos doctos de la filosofía comienza a caer en desuso la lógica como teoría, como práctica, como oficio. [No se tiene] ni el más lejano recuerdo ya que para pensar se requiere una técnica, un plan de enseñanza, una voluntad de maestría –que el pensar ha de ser aprendido como ha de ser aprendido el bailar, como una especie de baile… […] ¿he de decir todavía que también hay que saber bailar con la pluma, –que hay que aprender a escribir…”.
Creo que basta con reflexionar y ensayar sobre este texto nietzscheano para que se pueda querer abrir caminos de pensamiento.
Eugenio María de Hostos
Cambio ahora de paisaje, manteniendo en la memoria lo dicho hasta aquí.
Recuerdo que en la misma época en que escribía Nietzsche los libros a que me he referido –entre 1880 y 1888– en nuestro país, otro gran maestro intentaba enseñar, sin éxito, a los dominicanos a confiar en su propia experiencia. Pretendía llevarnos a que supiéramos aquilatar lo visto y observado con los propios ojos. Quería que aprendiéramos a leer desde la reflexión del texto considerado –lectura razonada llamaba a este ejercicio de aprender a pensar–.
Sí, Como habrán comprendido de inmediato, me refiero a Hostos, a Eugenio María de Hostos, al gran maestro americano que en el breve pero fructífero período en que vivió entre nosotros intentó enseñarnos a pensar.
Ambas situaciones constituyen un tremendo paralelismo de dos naufragios históricos.
Mas, mientras que en el pasado siglo XX y en el actual, ha habido una Nietzsche renaissance, la escuela dominicana aún espera la sabia decisión, la firme y amorosa decisión de abrir un espacio creativo que hiciera posible una re-petición del sueño de Hostos; aún esperamos hoy, entre nosotros, que acontezca una Hostos renaissance.
En 1879, en el fragor de la discusión en el Congreso Nacional de la ley que establecía la creación de una Escuela Normal adecuada para formar profesores para nuestras escuelas, José Gabriel García describía –para edificación de los legisladores– cuál era el objetivo que aspiraba a cumplir semejante creación: “La escuela normal forma maestros. El maestro se ha de fundar para la determinada sociedad donde funciona. Como la sociedad dominicana no está constituida –por lo cual es posible constituirla del modo más racional que ciencia y experiencia enseñan– el maestro ha de saber, ha de enseñar y de saber enseñar en Santo Domingo, todo cuanto contribuya al bien presente y al porvenir de la República”.
Más adelante, con crudeza, analiza la lamentable situación y describe la realidad que busca superar: “Lo que se llama enseñanza elemental o instrucción elemental no puede ser enseñanza e instrucción más incompleta. Leer, escribir, contar y orar, sólo por abandono de los deberes del hogar, son parte de la instrucción primaria: todo esto debería enseñarlo la madre. No enseñándolo, se ve forzado el maestro a enseñarlo. Enhorabuena, ya que el mal es ahora remediable, verdadera instrucción elemental, que más propiamente debería llamarse instrucción fundamental. Esta debe contar como su nombre lo dice, de todos los fundamentos que, ampliados en enseñanzas posteriores, constituyen las ciencias positivas, las carreras profesionales, las artes liberales y las artes industriales”.7
Una situación diagnóstica que tiene para nosotros el amargo sabor de lo no-aún-totalmente-superado, a pesar de haber transcurrido casi un siglo y medio, desde cuando fue escrito y leído por su autor.
Una nueva institución
Apenas unos meses después, el propio Hostos describía, en comunicación dirigida al ministro de Justicia e Instrucción Pública, el 6 de febrero de 1880, el programa de estudio de la nueva escuela y la justificación del mismo. En esta memorable comunicación, Hostos, con suma brevedad, justifica la necesidad de la nueva institución: “Esta enseñanza debe ser preparación indispensable para todo otro estudio superior, pero no basta para formar maestros. Por eso es necesario añadir la pedagogía […] Y por qué, preguntamos para responder, ha de ser necesaria en Santo Domingo esa preocupación fundamental. Por estos dos motivos: porque es preparación fundamental, y a principio no se puede ni se debe mutilarla; y porque, no estando aún constituida definitivamente nuestra siempre movediza sociedad dominicana, se puede y se debe organizar del modo más radical [es decir del modo más científico –nota de lobf–] el organismo escolar”.
Y continúa el ilustre maestro, al definir los elementos que han de regir la nueva escuela: “Para esa organización radical, es preciso partir de dos principios: uno, que la educación de la razón humana no se hace con disparatados sistemas…; otro principio, que la razón no se puede educar sino por y para las verdades que el estudio experimental de la naturaleza va fijando…”.
Tales fueron los postulados de una de las reformas pedagógicas más radicales que como nación hemos intentado, que apuntaba a cambiar fundamentalmente nuestra forma de ver el mundo y aspiraba a que el conocimiento fuera abordado con ojos nuevos, al utilizar para ello las capacidades de la razón.
Este proyecto que dejó honda huella en la mente de muchos jóvenes que tuvieron la oportunidad de formarse en él ha sido el más sólido intento de introducir el uso y el adiestramiento para el pensamiento en el contexto de la escuela dominicana.
Todos nosotros sabemos cómo este titánico esfuerzo fracasó frente al poderío de una tradición oscurantista aliada al turbio manejo del poder político. Ambas potencias fácticas consideraban un grave peligro que los ciudadanos aprendieran a pensar, a analizar su situación y a buscar salidas nuevas, racionales, a la situación de postración histórica en que hemos vivido durante toda nuestra historia.
El magisterio
Antes de concluir, quisiera hacer otra referencia que me luce imprescindible tener presente en nuestros debates. Me refiero al magisterio de Pedro Henríquez Ureña.
La referencia que deseo hacer se concentra en un ensayo suyo, breve y poco conocido, titulado Volvamos a comenzar, que forma un díptico con otro que se titula Orientaciones, publicados ambos en México, en el diario El Universal, en 1922.
En el primer ensayo, don Pedro traza el problema. Ya Europa no puede ser nuestra maestra, pues históricamente está en crisis, y los Estados Unidos no tienen nada de espiritualmente válido que enseñarnos. Sin embargo, escribe Henríquez Ureña, “tenemos que edificar, tenemos que construir, y sólo podemos confiar en nosotros mismos”.
En el segundo ensayo, don Pedro sugiere algunas recomendaciones metodológicas sobre cómo deberíamos dedicarnos a edificar con firmeza nuestro destino desde la elaboración de nuestro Discurso del método.
Me luce que este ensayo, si se le considera respecto a lo esencial, mantiene plena vigencia, aun para nosotros, y es por ello que, a continuación, para incitar nuestra reflexión, cito lo que estimo esencial para nosotros.
“¿Tenemos ya con qué sustituir los modelos y los consejos de Europa? No: nuestra labor, nuestras normas, están por crear o en vía de creación. Y es deber de todos los capaces de esfuerzo colaborar en ellas, ayudar a definirlas.
“Para esto, todo trabajo será útil, todo pensamiento será camino hacia la claridad. Y los propósitos principales deben ser ‘volver a comenzar’, volver a la raíz de las cosas, a las ideas fundamentales y seguras, y conocernos bien, darnos cuenta de todo lo que somos y de todo lo que podemos ser.
“Hemos vivido en perpetua confusión, sin normas definidas, sin nociones precisas, porque hemos olvidado en la mayor parte de los casos, pensar las cosas desde su raíz, desde su fundamento.
“¿No pretendíamos crear aristocracias intelectuales cuando no existía siquiera la base del alfabeto en las masas del pueblo? Tales aristocracias no eran sino caricaturas de los grupos superiores europeos… Abandonemos, pues, el desorden de ideas en que hemos vivido; despojemos de complicaciones artificiales nuestros problemas: ‘volvamos a comenzar’, y para comenzar de nuevo propongámonos alcanzar siempre la claridad y la precisión.
Antes de aterrarnos con las complejidades imaginarias de nuestros problemas, pensemos si no es posible –lo será muchas veces, aunque no todas– simplificarlos, reducirlos a sus términos elementales.
“Como con los problemas prácticos, así con los del espíritu: antes que todo, urge simplificar, urge aclarar. Que cada uno haga interiormente su discurso del método. Y volvamos a comenzar: sólo así tendremos certeza de que echamos a andar por el buen camino: sólo así tendremos la esperanza de evitar el dédalo del pensar confuso.”10
No voy a comentar el texto. Sólo deseo expresar mi convicción de que para pensar desde nosotros mismos deberíamos tener muy en cuenta la palabra despierta, siempre crítica, de este gran maestro nuestro.
En don Pedro encontramos la permanente incitación a pensar creativamente nuestro ser y poderser; encontramos impulso para plantear y afrontar los problemas fundamentales de nuestro ser dominicanos.
Henríquez Ureña nos recuerda a cada instante que no somos un pueblo aislado –que desplegamos en un océano de sentido que desborda los estrechos límites isleños en que nos encierra la geografía–, que estamos situados de pleno derecho en el centro de una tradición, de una cultura que, a través de España –de quien hemos heredado la lengua– enlaza on la milenaria cultura europea y con sus orígenes greco-romanos.
Don Pedro nos exhorta a asombrarnos ante la realidad; nos incita a permanecer despiertos ante el llamado que recibimos de todo cuanto es en nosotros mismos; nos invita a descubrir nuestro tiempo; nos estimula a alcanzar una interpretación abarcadora de lo que somos, que nos permita vislumbrar criterios y perspectivas que abran nuevas posibilidades a nuestro habitar y crear en nuestra tierra, precisamente desde nuestro ser de pueblo mestizo, que lleva en sus venas las energías vitales de toda la humanidad.
La obra de don Pedro está aún pendiente por descubrir, asumir, estudiar y repensar en nuestro comportamiento colectivo.
Henríquez Ureña debería ser para nosotros ejemplo vivo de lo que significa ver con ojos propios, pensar y arriesgarse con cabeza propia a definir reglas y posibilidades para nuestro existir.
Su prosa –entre las más límpidas de nuestra lengua– es directa y transparente, en absoluto afectada por remilgos vacuos o por el oblicuo barroquismo retórico que predomina en nuestro medio –que tanto daño hace a la instauración de la claridad de pensamiento entre nosotros–.
En esta palabra suya se expresa un pensamiento seguro, rectilíneo, crítico, sereno, armonioso en todas sus partes y tocado por la belleza, por el esplendor que acompaña a todo lo pleno, tal como se puede comprobar en la lectura de El descontento y la promesa, en Patria de la justicia o en La utopía de América.
El eje de su magisterio puede resumirse con una brevísima expresión que los dominicanos deberíamos transformar en sustancia de nuestras vidas: “¡Ansia de perfección!”
Tenemos pendiente –como una de las más altas posibilidades de nuestro destino– repetir, cada uno desde su lugar y posición, el ferviente anhelo de perfección de nuestro gran maestro. Este constituye nuestro más extraordinario legado espiritual.
Notas
Unesco, Consejo Ejecutivo, 171 EX/12. Paris, 28 de Febrero de 2005., pág. 2.
Declaración de Paris a favor de la Filosofía, París, 1995. Citado por Roger-Pol Droit, Filosofía y democracia en el mundo: una encuesta de la Unesco, Ediciones Unesco, 1995, pág. 15.
También se podría agregar la opinión de Pierre Sané, director general adjunto para las Ciencias Sociales y Humanas, quien afirma que: “La Unesco nace de una interrogación sobre las condiciones y posibilidades de hacer reinar en el mundo, de manera sostenible, la paz y la seguridad: ella es pues una respuesta institucional a una pregunta filosófica, aquella que examinaban ya el Abad de Saint-Pierre y Emmanuel Kant. Asimismo, uno podría decir que ella es, en sí misma, una institución filosófica, puesto que se propone contribuir al mantenimiento de la paz y de la seguridad estrechando, a través de la educación, la ciencia y la cultura, la colaboración entre las naciones, a fin de asegurar el respeto universal de la justicia, la ley, los derechos humanos y las libertades fundamentales que la Carta de las Naciones Unidas reconoce para todos sin distinción de raza, sexo, lengua o religión: una finalidad de que compromete el reconocimiento y la puesta en marcha de una cierta filosofía de derechos, de derechos humanos y de la historia universal, por medios que son en sí mismos filosóficos. Pero es preferible decir que la Unesco no tiene, en sentido propio, filosofía, puesto que quiere ser el lugar privilegiado del intercambio y del diálogo de la pluralidad de las experiencias del pensamiento y las culturas del mundo. Uno podría decir mejor que la Unesco es una filosofía. Y de esta filosofía que es la Unesco, se puede hacer historia, Cfr., en la página Web de la Unesco: <http://portal.unesco.org/shs/fr/ ev.php-url_id=5053&url_do=do_ topic&url_section=201.html>.
Cfr. F. Nietzsche, Ecce homo, Ed. Alianza, 1971 (2002), p. 87.
Cfr. F. Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos, Ed. Alianza, Madrid, España, 1973 (1982). pp. 83-84, “Lo que los alemanes están perdiendo”, aforismo, 7.
Cfr.: Santiago Castro Ventura, Hostos en el perímetro dominicano, Editorial Manatí, Santo Domingo, febrero de 2003, pp. 34-35.
Cfr.: ibídem.
Cfr.: ibídem, pp. 38 y 39.
Pedro Henríquez Ureña, Obras completas, tomo V, pp. 61-64, Santo Domingo, Editora unphu, 1978.
Cfr. phu, ibídem, pp. 65-67.
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