Revista GLOBAL

Haití: doscientos años de soledades

por Jean Marie Theodat
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Haití es tema cotidiano en el mundo. Muchos, empero, en toda Latinoamérica, y más aún en Europa y en otras partes del globo, desconocen a cabalidad la realidad de la nación que comparte con la República Dominicana la isla Hispaniola. La historia de la nación que proclamó por primera vez en todo el mundo el fin de la esclavitud está saturada de luchas fratricidas, traiciones, veleidades políticas y encarnizadas muestras de luto, dolor, miseria y desesperanza. GLOBAL ofrece a sus lectores, de modo exclusivo, el mejor análisis sobre la situación haitiana que haya sido publicado en medio alguno en la isla y más allá. Una autoridad en la materia, la evaluación del profesor Théodat, intelectual haitiano que labora como profesor en la Sorbona, nos permite conocer a fondo todo lo que ha sucedido desde la dictadura de los Duvalier, concluida hace cerca ya de cuarenta ñ.os, hasta el dominio sangriento de las bandas criminales en el territorio haitiano en nuestros días. Un texto abarcador y un análisis inteligente, con el conocimiento a fondo que exhibe su autor sobre su país, su ruina, su duelo, pero también sus esperanzas.

Entre los meses de febrero y abril de 2024, la República de Haití vivió unos disturbios sin precedentes que hicieron temer que el líder de una banda, Jimmy Chérizier, se apoderara del palacio presidencial. Durante varias semanas, la capital, Puerto Príncipe, estuvo bajo el fuego de varias bandas aliadas en una única asociación, Viv Ansanm, para desafiar a las autoridades. El 11 de marzo, el primer ministro Ariel Henry se vio obligado a dimitir, dejando vía libre a un Consejo Presidencial de siete miembros para organizar la transición al poder legítimo.

El plazo de dos años dado al Consejo Presidencial parece muy corto dada la magnitud de la tarea. Más de 2,500 personas han sido asesinadas por los bandoleros desde enero de 2024. Varios miles han sido secuestradas y liberadas para pedir rescate, lo que ha creado una atmósfera de terror entre la población. El arte es largo y el tiempo corto, y Haití no puede esperar más. Desde hace tres años, el país no tiene ninguna autoridad legítima al timón. El 7 de julio de 2021, el presidente Jovenel Moïse fue asesinado en presencia de su esposa e hijos, que se salvaron. Los detalles del asesinato, relatados por testigos presenciales, revelan una especial implacabilidad y actos de tortura previos a la muerte. La víctima fue maltratada antes de ser tiroteada con un arma automática. Doce balas para un hombre. Podría ser el título de una película de serie B.

A la desmesura del estallido de violencia se añade la espantosa facilidad con la que los asesinos pudieron escapar sin ser molestados. ¿Cómo consiguieron entrar en la residencia presidencial sin encontrar el menor obstáculo? Esta pregunta es tan importante como el móvil del crimen. Los asesinos pudieron irrumpir en la residencia del presidente y salir sin provocar ninguna alarma ni reacción por parte de los agentes encargados de la seguridad del jefe del Estado. Los hilos son tan gruesos que no hace falta haber leído a Conan Doyle para sugerir a Sherlock Holmes que llegue al fondo del asunto. No se trata de un crimen matrimonial, ni mucho menos de un asesinato político, sino de una ejecución al estilo mafioso, llevada a cabo según las reglas del arte. La víctima fue alcanzada por varios proyectiles en un lugar inverosímil, en el marco de una expedición espectacular marcada por el uso de una fuerza desproporcionada para asegurar el resultado. Esta es la condición de la doble eficacia. El efecto directo de eliminar a un traidor también es una advertencia a los testigos para que pasen desapercibidos. La escenificación de la violencia tiene un valor performativo que no hiere menos la conciencia, pero cuyos efectos duran más que el dolor asociado al asesinato en sí. El asesinato del presidente Jovenel Moïse es la clave para entender una deriva mafiosa que ha llevado al descenso a los infiernos a todo un país.

Genealogía de un crimen

En el momento de su asesinato, el presidente Moïse ya era un hombre poco querido. Mal elegido en 2016 y restituido tras un proceso electoral marcado por numerosas irregularidades que obligó al Consejo Electoral Provisional (CEP) a volver a las andadas en dos ocasiones, el presidente tenía la desventaja de estar asociado al historial de su predecesor, Michel Martelly. A lo largo de su mandato, el heredero declarado tuvo que hacer frente a manifestaciones esporádicas organizadas para exigir responsabilidades por el uso de los fondos públicos asignados a la reconstrucción de la capital tras la catástrofe del 12 de enero de 2010. Tras el terremoto, que causó pérdidas estimadas en más de 9,000 millones de dólares y dejó más de 250,000 muertos o desaparecidos, Haití recibió una oleada de ayuda que alcanzó los 8,000 millones de dólares.

Estas manifestaciones, originadas en los barrios populares de la capital, suelen llegar hasta los barrios elegantes de Pétion-Ville, donde vive la gente con dinero y poder. Al principio pacíficas, degeneraron la mayoría de las veces en saqueos de comercios, pillaje de almacenes y vandalismo contra los comerciantes informales en las aceras.

Entre 2016 y 2018, la capital fue testigo de episodios de enfrentamientos entre manifestantes y la policía, durante los cuales los intercambios de munición real causaron la muerte de numerosas víctimas anónimas. Entre el 6 y el 13 de julio de 2018, los disturbios adquirieron una dimensión que sugería que el poder se tambaleaba. El episodio de los peyi lòk (una s emana de barricadas y protestas violentas) puso de manifiesto un profundo desencanto y un divorcio irremediable entre los gobernantes y las clases populares, que deseaban la dimisión de Jovenel Moïse. A costa de una brutal represión, el presidente se mantuvo en el cargo, pero su poder era débil. Los asesinatos de opositores como la periodista Antoinette Duclair y el profesor de Derecho Constitucional Montferrier Dorval no han conducido a ninguna detención ni juicio de los responsables. El jefe del Estado, partidario él mismo de las tácticas de mano dura para vencer a sus oponentes, murió por la espada que utilizó para reprimir a los manifestantes en las calles. Un gobierno que depende únicamente de los servicios de infiltrados extranjeros, que no obedecen ningún código republicano a la hora de mantener el orden público, está condenado a desaparecer.

La utilización de milicias y bandas criminales para mantener la ley y el orden se inscribe en una deriva mafiosa que ha ido poniendo a los narcotraficantes al frente de las operaciones de afirmación de la autoridad del Estado. Para garantizar la seguridad del personal gubernamental y asegurar las principales carreteras y pasos fronterizos como puertos, aeropuertos y aduanas, se ha recurrido a proveedores de servicios privados, lo que ha servido de caballo de Troya para los traficantes de armas, que se han introducido con mayor facilidad en un Haití que carece de ejército desde 1995. En cuanto a la policía, se encuentra sola en primera línea con equipos obsoletos para hacer frente a las armas de guerra. El desequilibrio es evidente. Muchos policías aprovechan la situación para apuntar sus armas contra el Estado. Jimmy Chérizier es solo un ejemplo de agentes de policía corruptos implicados en el tráfico de drogas que se han convertido en enemigos del Estado.

El gran desencanto

En marzo de 2018, tuvo lugar una horrible masacre en La Saline, uno de los barrios más deprimidos de la capital y punto de partida de numerosas protestas antigubernamentales. Más de 80 personas fueron asesinadas por los hombres de Barbacoa ( Jimmy Chérizier), que en ese momento trabajaban para el gobierno. Algunos fueron descuartizados y asados a la parrilla. En retrospectiva, esto justifica el apodo de Barbacoa dado al futuro líder de la banda responsable de esta masacre cuando su madre vendía salchichas a la parrilla en las aceras de la ciudad. No ha habido detenciones ni investigación pública. Los familiares de las víctimas guardan silencio por miedo a las represalias con que amenazan los bandoleros.

Cuando el presidente fue asesinado el 7 de julio de 2021, su muerte no provocó ninguna manifestación de apoyo de sus partidarios, que eran pocos, ni ningún sentimiento de satisfacción por parte de sus adversarios, que no tuvieron nada que ver con este trágico y brutal final. Todo el mundo temía los efectos de semejante vacante en la jefatura del Estado. Tras un período de confusión institucional a raíz del asesinato del presidente, Ariel Henry se convirtió en primer ministro, pero su poder fue inmediatamente cuestionado por los partidarios de su predecesor, que había sido destituido solo dos días antes del regicidio. ¿Existe una relación causal? Nadie aventura tal hipótesis hasta que los tribunales se pronuncien.

Desde la celebración de las últimas elecciones en 2016, Haití se encontraba por primera vez en su historia en una situación de vacante institucional, con la Cámara de Diputados, el Senado y la Presidencia vacíos. Desde julio de 2021 hasta su caída en febrero de 2024, el Gobierno de Ariel Henry gestionó los asuntos cotidianos, pero tuvo que contemplar impotente cómo bandas armadas agrupadas en una alianza criminal con más de 600,000 armas de guerra ―Viv Ansanm― se hacían con el control del 80 % del área metropolitana. Jimmy Chérizier dirige este cártel de bandidos con puño de hierro, y en enero de 2024 lanzó sus primeros ataques contra el Gobierno central. Para justificar sus acciones, el líder de la banda adoptó una retórica pseudorrevolucionaria. Mientras causaban estragos en los barrios más pobres de la capital (Bel Air, Delmas, Grand Ravine, etc.), los bandidos se presentaban como defensores de los oprimidos, prometiendo un futuro mejor en una sociedad más justa e igualitaria.

Sin embargo, un mapa rápido de la violencia revela desigualdades en la distribución del riesgo. Los barrios autoconstruidos se han convertido en zonas sin ley donde la toma de rehenes, el chantaje, el robo y la violación son la norma. Estas zonas están clasificadas en rojo en los mapas mentales de las Cancillerías occidentales. El éxodo urbano ha vaciado estos barrios de sus habitantes, que buscan refugio en las provincias. Jacmel, Les Cayes y Jérémie se han beneficiado de esta desafección del área metropolitana. ¿Pero por cuánto tiempo? Los barrios más lujosos se han salvado. Los ricos siguen disfrutando de una calma relativa, pero están en guardia. Están en el punto de mira de los secuestradores, que acechan en las principales carreteras.

La intensidad del desencanto es proporcional a la profundidad de las desigualdades y a la dificultad de encontrar una solución a la ecuación social haitiana, caracterizada por disparidades extremas de riqueza. En efecto, el 65 % de la riqueza nacional se concentra en el 20 % de la población. El 20 % más pobre representa el 1 % de la riqueza nacional. Es como si hubiera llegado el momento de la revolución, pero la mayoría se negara a unirse al movimiento, dejando que una minoría de fanáticos exprese con palabras y fuego su rechazo a un sistema de desigualdad y cínico. Las masas trabajadoras de los suburbios son siempre difíciles de despertar, demasiado preocupadas por la supervivencia cotidiana como para tener tiempo de salir a manifestarse.

En cuanto a las clases medias, aniquiladas por el exilio (el 85 % de las personas con un máster o un grado superior viven fuera del país), no se han subido al carro de la protesta: en cambio, se han asustado ante las exacciones de una turba enfurecida. Desde su posición de precariedad sistémica en la cúspide de una pirámide social que se agranda peligrosamente en su base, la oligarquía se parece cada vez más a un submundo, con el que está en contacto para seguir existiendo. Muchos empresarios y políticos (incluidos senadores y diputados) están implicados en todo tipo de tráficos. Ya sea en la frontera terrestre con la República Dominicana, en la frontera marítima con Jamaica o en la frontera aérea con los Estados caribeños continentales (Florida, Colombia, Panamá), Haití se encuentra en el centro de una red vinculada a la economía clandestina de las armas y las drogas. Esta red ha acabado por arraigar en el tejido político, económico y social, hasta el punto de apoderarse de la escena pública. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cuál es la clave para entender este agujero negro que amenaza con engullir el Estado de derecho? Se trata de poner de relieve el escenario que ha conducido de la transición fallida a la democracia a nivel institucional al fracaso de la reconstrucción tras la catástrofe por parte de una élite corrupta, y, por último, a la deconstrucción sistemática del funcionamiento del Estado por parte de fuerzas mafiosas. Estas son las tres secuencias clave que han generado la inestabilidad sistémica que afecta a Haití.

Democratización fallida

El sello distintivo de la dictadura es haber convertido la política en un asunto privado donde la voluntad de un solo hombre es la ley. Como consecuencia, se desacreditaron todas las formas de autoridad. De 1957 a 1986, es decir, durante casi treinta años, los Duvalier reinaron gracias al terror de los Tontons Macoutes sobre un país incruento, vaciado de sus élites por una política de exilio sistemático de los opositores y de encarcelamiento de los recalcitrantes. La primacía del líder sobre todas las demás instancias de poder se tradujo en un debilitamiento del concepto mismo de autoridad, que pasó a verse únicamente en términos de coacción y terror. Cuando la arbitrariedad se convierte en la regla, la ley se vuelve incierta, como una opción entre otras, en lugar de estar dictada por los principios de la razón. Así es como Haití se encontró, al final de la dictadura de Duvalier, sin brújula y sin perspectiva.

Con la caída del régimen, en lugar de que el Estado restableciera sus derechos, se generalizó la apropiación privada de la propiedad pública: se multiplicaron las invasiones de terrenos públicos, de los que previamente se habían apropiado los macoutes, como si la corrupción de unos absolviera de toda racionalidad el comportamiento de los otros. Desde principios de los años 90, la represión militar en el campo provocó un éxodo masivo de boat people hacia Florida y una intensificación del éxodo hacia las ciudades. La población de la capital se duplicó en el espacio de una generación, pasando de apenas un millón de habitantes en 1986 a más de dos millones en 2003. En el caso del Morne l’Hôpital, al pie y en las estribaciones del cual se levanta la capital, fueron los propios agentes de la Office de Sauvegarde du Morne l’Hôpital, creada por el régimen para vigilar la infiltración de opositores, los responsables de la proliferación de barrios de chabolas en los alrededores de Décayette, Baillergeau, Cité Maria, Campêche y Carrefour-Feuilles, entre otros.

A falta de un análisis en profundidad de las causas de la deriva que condujo a la instauración de la dictadura, a falta de un poder judicial independiente capaz de enderezar los entuertos del antiguo régimen, el país no ha saldado las cuentas de aquellos terribles años. Tras un período de perfil bajo y a veces de exilio, los antiguos verdugos han recuperado sus derechos, aunque fueran mal habidos. Los barones del antiguo régimen siguieron disfrutando de la protección del ejército, que se convirtió en una fuerza de mantenimiento de la paz dependiente del Consejo Nacional de Gobierno, con el general Henry Namphy a la cabeza como garante del orden. Pero como el propio ejército estaba implicado en la perpetuación del régimen, se veía obligado a traicionar cualquier esperanza que pudiera haberse depositado en él como puente hacia la democracia.

Al esbozar un sistema en el cual el poder ejecutivo quedaba disminuido en favor del poder legislativo, la Constitución de 1987 debilitó el sistema en su conjunto sin dar al poder legislativo los medios para dominar plenamente la toma de decisiones. La separación de los tres poderes es, de hecho, una diarquía en la que el presidente de la República nombra al primer ministro, que requiere la aprobación previa de su programa por las dos asambleas antes de tomar posesión. En consecuencia, ni el presidente ni los legisladores tienen vía libre para aplicar un programa. Con este sistema, basta una moción de censura para derribar un gobierno, y los diputados y senadores pasan más tiempo conciliando para colocar a sus peones en el gobierno que desempolvando las leyes de la República. Los sucesivos golpes de Estado militares impidieron que las instituciones se establecieran con la paz y la serenidad que se requieren en tales ocasiones. De 1987 a 1990, los cuarteles resonaron con el choque de las armas, y los generales se sucedieron en el poder en un esfuerzo constante por restablecer el terror como forma de gobierno.

En las elecciones de 1990, Jean Bertrand Aristide fue elegido en primera vuelta con más del 70 % de los votos. Esta victoria parecía un nuevo comienzo, dado el éxito del exsacerdote a la hora de reconciliar al pueblo con el gobierno y restaurar la reputación de Haití como país de esperanza y libertad. Miembro de la comunidad salesiana, el padre Aristide parecía ideal para poner fin a la miseria, ya que él mismo procedía del campo. Sobre todo, parecía haber logrado el acuerdo que tanto había costado alcanzar entre las élites intelectuales y la burguesía progresista, capaz de favorecer la reconciliación que se buscaba entre negros y mûlatres, ricos y pobres, ciudad y campo. Los discursos del presidente tenían el sabor de sus homilías de antaño y la convicción de un hombre de fe que parece sacrificarlo todo por la gloria de su pueblo. Pero la orientación social del nuevo presidente no era del gusto de la vieja oligarquía, que no había r enunciado n i a sus privilegios ni a sus monopolios. El ejército abandonó una vez más su misión histórica de guardián de las instituciones. En septiembre de 1991, el general Raoul Cédras, muy probablemente con la bendición de la CIA, obligó al presidente Aristide a exiliarse, lo que provocó un levantamiento espontáneo en los suburbios de la capital, especialmente en Cité Soleil, bastión del presidente electo. De 1991 a 1995, el general Raoul Cédras se aferró al poder reprimiendo ferozmente los movimientos a favor del expresidente Jean Bertrand Aristide. Fue necesaria la intervención militar de Estados Unidos en 1994 para devolver al presidente Aristide al poder y restaurar la democracia.

¿Qué ocurrió entre 1991 y 1994 en la cabeza y el entorno del presidente? A su regreso, ayudado por los estadounidenses a recuperarse, cambió radicalmente su retórica, transformándose en un líder populista cada vez más convencido de que tenía una misión sagrada que cumplir. Así, en 1995, cuando su mandato debía renovarse cinco años después de su elección, el presidente, que había adquirido el gusto por el poder, se negó a abandonar su puesto. Lo hizo a regañadientes, presionado por su mentor estadounidense. Finalmente, se marchó, cuidándose de disolver el ejército, responsable a sus ojos de la inestabilidad crónica de las instituciones. De 1996 a 2001, el expresidente cedió su puesto a su antiguo primer ministro con el objetivo declarado de recuperar su propiedad al final del interludio. Se convirtió en el autoproclamado guía supremo de una revolución popular que pretendía seguir al timón. En su ambición declarada de recuperar su puesto, nombró como sucesor al leal René Préval, que había sido su primer ministro en 1991. Desde Tabarre, Aristide inspiró y a veces torpedeó las decisiones del gobierno. Asegurado el regreso al poder con el apoyo de la calle, que se había ganado, Aristide acabó eclipsando a su sucesor. Con la ayuda de los Chimères, una nebulosa de jóvenes fanáticos que no dudaban en atacar e incluso asesinar a los opositores, el exsacerdote consiguió volver al poder.

El precio de la democracia es alto. Con una participación inferior al 30 %, las elecciones de 2001 fueron un signo del desencanto duradero de la sociedad y de la desafección hacia el régimen que se había desarrollado en el espacio de unos pocos años. La corrupción, la violencia de las bandas y las dudas sobre la probidad del presidente empañaron el segundo mandato de Aristide. El mito de la integridad había llegado a su fin y el exsacerdote se reveló como un autócrata tan intratable como sus predecesores. Elegidos en función de su lealtad al poder y su capacidad para obedecer órdenes, los diputados se convirtieron en meros agentes de ejecución. La democracia parecía haberse extraviado y, poco a poco, el régimen comenzó a perseguir a quienes percibía como posibles obstáculos a la dictadura.

El periodista Jean Dominique, que aspiraba a competir con Aristide en las elecciones de 2000, fue asesinado fríamente frente a la emisora de radio desde la que había lanzado sus filípicas denunciando la deriva autoritaria de Aristide. Más de veinte años después del asesinato, las sospechas de que el expresidente estuvo detrás del crimen no han sido confirmadas ni desmentidas por una investigación independiente. Pero esto bastó para alejar del movimiento Lavalas a muchos de sus antiguos partidarios. En los barrios populares, las protestas se hicieron más audaces, hasta el punto de desafiar abiertamente a las fuerzas de represión suplantadas por los Chimères. El descrédito de Aristide alcanzó su punto álgido cuando el régimen se involucró con los barones de la droga. Convertidos en los principales financiadores del régimen, los traficantes aprovecharon la situación para cortar el país por lo sano, repartiéndose el control de los puertos y aeropuertos de la ruta entre los Andes y Florida. A principios de los años 2000, se estimaba que el 25 % de la droga que circulaba en la región pasaba por Haití.

Fue necesaria otra intervención extranjera (estadounidense y canadiense) en 2004 para intervenir entre los partidarios del presidente Aristide y los rebeldes del ejército disuelto que, bajo el mando del comandante Guy Philippe, amenazaban con sitiar la capital. Tomando el relevo de franceses, estadounidenses y canadienses, se creó y envió a Haití una fuerza internacional de intervención para estabilizar el país (MINUSTAH). Esta fuerza de 9.000 efectivos estuvo sobre el terreno desde 2004 hasta 2017. Durante los mandatos de Michel Martelly y Jovenel Moïse, de 2010 a 2017, el país vivió bajo la tutela de fuerzas extranjeras y bajo la amenaza de una vuelta de las bandas. Se pusieron en marcha programas de desarme y de reciclaje para antiguos mafiosos. Se recuperaron cientos de miles de armas y municiones. Pero la política estadounidense de extraditar a Haití a los matones y criminales más peligrosos, que habían cumplido sus condenas en Estados Unidos, introdujo en el país una mala semilla cuyas raíces crecían rápidamente. Siete años después del final de su misión, hay que reconocer que queda todo por hacer. La llegada de unos 400 policías de Kenia no ha sido suficiente para aplastar la violencia de las bandas. Al contrario, se ha incrementado a tal nivel que más de 700,000 personas tuvieron que huir de su casa desde el mes de julio del año pasado, igual que después del terremoto de 2010. Màs de 5,000 personas perecieron desde inicios del año 2024 y se dice que el 60 % de los miembros de las bandas son menores.

Una reconstrucción fallida

El 12 de enero de 2010, la capital haitiana fue sacudida por un terremoto de 7.4 grados que devastó el centro de la ciudad, Léogâne (en el epicentro) y Jacmel. Más de 200,000 personas murieron, un millón y medio fueron desplazadas y un millón resultaron heridas, muchas de ellas amputadas. Los daños se estimaron en 10,000 millones de dólares. Al mismo tiempo, más de 600,000 personas huyeron de la capital, obligadas a buscar refugio en otros lugares. En los meses siguientes a la catástrofe, Haití recibió ayuda generosa de muchas formas, hasta el punto de que, aunque el terremoto se produjo en Puerto Príncipe, el mundo entero se estremeció en solidaridad con Haití. La ayuda llegó en forma de donaciones de dinero, material de socorro y, sobre todo, personal. Se necesitaron especialistas en logística y atención de emergencia, y en mecánica para desmontar y volver a montar la maquinaria pesada necesaria para retirar los escombros, por ejemplo. El terremoto de 2010 es un recordatorio de una vulnerabilidad más profunda que durante mucho tiempo se ha ocultado bajo una máscara de alegría por la capacidad de la población de apretar los dientes.

Demoler los edificios dañados y retirar los escombros era un requisito previo para la reconstrucción. Realojar a las víctimas de la catástrofe en refugios provisionales era una necesidad que no podía esperar, ya que 1.6 millones de personas estaban pisoteando el barro en tiendas de campaña. Los desplazados encontraban refugio en cualquier lugar donde pudieran plantar un pitón, abrir una estera o colocar unos tablones sin tener una losa de hormigón sobre sus cabezas. Parques y jardines públicos, aulas y oficinas administrativas: todo fue tomado por una población empobrecida y desesperada. El presidente Préval estimó que se necesitarían 14,000 millones de euros para la reconstrucción, y la comunidad internacional ofreció generosamente más de la mitad de esta suma en forma de donaciones concretas y compromisos repartidos en diez años.

En toda operación posterior a una catástrofe existen al menos tres fases: una fase de emergencia, una fase de estabilización y una fase de reconstrucción. En Haití, la transición de la primera a la segunda fase se vio aplazada cada vez por la aparición de nuevas crisis que obligaron a los especialistas en emergencias a permanecer alerta para prestar primeros auxilios, evacuar a los heridos, enterrar a los muertos, abastecer de agua potable a la población y satisfacer las necesidades básicas de los refugiados que acudían en masa a los puestos de socorro. Cada una de estas catástrofes fue la ocasión de observar la resignación del Estado y su incapacidad para responder a las expectativas de la población. La tercera fase parece inalcanzable por el momento, dados los largos plazos que median entre la retirada de los escombros y la reconstrucción.

En 2010, la situación no era propicia para una reconstrucción ambiciosa. El presidente Préval se encontraba en el último año de su mandato, y la continuidad esperada en el traspaso del poder a un sucesor se vio frustrada por las maniobras en las Cancillerías, que llevaron a la elección de Michel Martelly como presidente de la República. Mientras tanto, la realidad del poder se deslizó gradualmente de las manos del presidente saliente a las de la Comisión Interina para la Reconstrucción de Haití (CIRH), formada por todos los grandes donantes que se habían apresurado a ayudar a reconstruir Haití. Tras una década de inestabilidad política y catástrofes naturales de todo tipo, parecía haber llegado el momento de dotar a Haití de las capacidades y el capital que tanto le han faltado en su larga marcha hacia el desarrollo. Con el primer ministro haitiano a la cabeza y el expresidente estadounidense Bill Clinton, cuya popularidad es alta desde su participación en el retorno a la democracia en 1994 con Aristide, el CIRH tenía todas las cartas para el éxito: la carta de la legitimidad institucional con el primer ministro, la carta de la legitimidad internacional con Bill Clinton, la carta de la garantía financiera con grandes donantes como Francia, Estados Unidos, Canadá, Brasil y Venezuela, etc.

De toda la ayuda prometida, se estima que solo se comprometieron realmente 9,000 millones de dólares. De esta suma, solo el 8 % fue asignado directamente al Estado haitiano, mientras que el 92 % restante correspondió a las ONG a las que se han subcontratado las distintas misiones y operaciones de emergencia en Haití. Con más de 70 ONG que operan en campos tan diversos como la sanidad, la educación, las carreteras, la vivienda, la formación profesional, etc., el país experimentó el síndrome del paciente que agoniza mientras los distintos médicos llamados a su cabecera se pierden en conjeturas sobre la mejor manera de salvarle la vida. Esta subcontratación de la ayuda refleja tanto la falta de confianza en la capacidad del Estado para gestionar grandes sumas de dinero dentro de la legalidad, como el deseo de los socios de mantener las distancias mientras controlan las operaciones de reconstrucción.

Se cometieron errores en la administración de la ayuda internacional, hasta el punto de que no está bien vista. Algunos hablan incluso de ayuda letal. El título de un documental de Raoul Peck nos recuerda que la ayuda mal administrada causa más daño del que resuelve. La dilución de las responsabilidades en múltiples organismos dio lugar a duplicaciones inútiles, a la repetición de fórmulas ya descalificadas por la experiencia y, sobre todo, a malversaciones de fondos en las que los más corruptos no eran necesariamente haitianos. De hecho, el mercado humanitario atrajo a estafadores y ladrones de todo tipo, atraídos por el fácil agente de las operaciones de socorro en las que se gasta sin pensar en los resultados. Los rumores de malversación se ciernen sobre los primeros ministros que ocuparon sucesivamente el puesto de vicepresidente del CIRH, y el nombre de Laurent Lamothe aparece incluso en los papeles de Pandora como suscriptor de una cuenta bancaria bien surtida en un paraíso fiscal.

La corrupción alcanza su máxima expresión en la malversación de la ayuda venezolana. En una muestra de solidaridad, el presidente Hugo Chávez había ofrecido a Haití, al igual que a otros países latinoamericanos, una generosa ayuda en forma de petróleo vendido a un precio preferencial a crédito, con reembolsos aplazados y repartidos durante un largo período, para permitir al Estado invertir los beneficios de la venta del petróleo. Este acuerdo, conocido como Petro- Caribe, dio lugar a una de las mayores malversaciones de fondos públicos jamás registradas en el país. Tres mil millones de dólares desaparecieron de las arcas del Estado sin dejar rastro.

Quince años después del devastador terremoto, el centro de Puerto Príncipe sigue siendo un inmenso campo de ruinas, con muelas huecas convertidas en vertederos y trozos de muros que lindan con pantanos. Las ruinas de la catedral, el palacio nacional, el ayuntamiento, el presbiterio y los principales edificios públicos se han transformado en guaridas de bandidos. En una capital cerrada a los cuatro horizontes por los territorios de la violencia donde medran las bandas, nadie se aventura más allá del Campo de Marte. Las clases medias han desertado de las calles, abandonadas al comercio informal que ha invadido las aceras. Los que quedan sufren robos, violaciones y extorsiones, y la impunidad está garantizada por un sistema judicial fallido. Las operaciones de reconstrucción en los dieciséis barrios del centro de la ciudad designados como punto de partida de un proyecto piloto se han traducido en mejoras rudimentarias. La mayor parte del realojamiento tuvo lugar en los nuevos distritos de Canaan y Corail, en la periferia norte de la capital, en forma de un inmenso barrio de chabolas con medio millón de habitantes que se había incorporado a la ciudad. En la urbanización Lumane Casimir, al norte de Croix des Bouquets, concebida para alojar a largo plazo a las víctimas del seísmo, ahora solo viven ocupas, ya que los residentes originales consideraban que la zona estaba demasiado aislada y carecía de servicios.

2021, annus horribilis

Dado que la situación económica, política y social de Haití no ha dejado de deteriorarse desde hace aproximadamente una década, el año 2021 parece ser el punto más bajo imaginable. Se suponía que iba a ser el año de las elecciones generales para renovar los cargos políticos. Estas elecciones presidenciales y legislativas eran una oportunidad para poner punto final a los años 2010-2020, marcados por el desencanto crónico de la población debido a la corrupción y a la incapacidad de las élites para afrontar el reto de la reconstrucción. Se había fijado el calendario electoral, instalado el Consejo Electoral Provisional y proclamado a los candidatos cuando ocurrió lo irreparable, poniendo en entredicho todo el escenario.

El 7 de julio de 2021, el asesinato del presidente Jovenel Moïse por un comando formado por exmilitares colombianos entrenados en Florida, e introducidos clandestinamente en el país a través de la República Dominicana, fue un paso importante hacia el caos. El 13 de agosto, un terremoto de 7.2 grados en la escala de Richter devastó el suroeste del país, causando más de 2,000 muertos y daños estimados en varios miles de millones de dólares. Tres días más tarde, la misma región fue azotada por un ciclón llamado Grace, que descargó chaparrones de agua sobre los escombros, donde todavía había heridos atrapados. Tomado aisladamente, ninguno de estos hechos es sorprendente. Pero la congruencia de los tres hace que la situación sea especialmente compleja de gestionar.

El país ya estaba mal, pero este triple episodio fue la gota que colmó el vaso. Con una elevada tasa de desempleo, superior al 60 % de la población activa, Haití no ofrece perspectivas a sus jóvenes. Se calcula que apenas el 10 % de un grupo de edad alcanza el bachillerato. Los que acceden a la enseñanza superior entran en el mercado laboral con diplomas que, a menos que encuentren un empleo en la función pública y esperen meses o incluso años antes de percibir su primer salario, solo les garantizan el derecho a salir al extranjero. Se calcula que el 85 % de los haitianos con un máster o un grado superior viven y trabajan en el extranjero. Los mejores se van; solo los más obstinados se quedan. Existe una frustración generalizada y un profundo descontento que desemboca en manifestaciones violentas contra el régimen.

Con el presidente asesinado, el país se enfrentaba a una situación sin precedentes en la que ninguno de los órganos institucionales del Estado tenía la legitimidad necesaria para ejercer el poder. Apenas dos días antes del asesinato, Claude Joseph, el primer ministro dimisionario, había sido sustituido por un nuevo titular, Ariel Henry. Sin embargo, en cuanto se conoció la noticia del asesinato, Claude Joseph se autoproclamó primer ministro interino. Esta decisión fue apoyada inmediatamente por Estados Unidos. Pero el rechazo de la población a Claude Joseph y los rumores de golpe de Estado obligaron al ambicioso e impetuoso político a dar marcha atrás y dejar su puesto a Ariel Henry. A la espera de que se esclarecieran las circunstancias del asesinato, la mayoría de los responsables del crimen fueron asesinados o encarcelados. Pero los verdaderos instigadores siguen en libertad, y hay pocas posibilidades de que la justicia haitiana quiera llevar sus investigaciones hasta el final. Por miedo a las presiones y amenazas, varios de los jueces a los que se remitió el caso consideraron prudente declinar su responsabilidad.

Apenas instalado en el cargo, Ariel Henry se enfrentó al calvario del mencionado terremoto del 13 de agosto de 2021, que devastó las localidades de Les Cayes, Jérémie, Camp Perrin y Cavaillon. En un contexto internacional marcado por la retirada estadounidense de Afganistán, la guerra perdida por Occidente en Siria, las tensiones entre China y Estados Unidos en el Indo-Pacífico y las llegadas diarias de migrantes ilegales al Mediterráneo, la crisis haitiana ya no suscita tanta atención como en 2010. La ayuda internacional se moviliza con más moderación y hay más escepticismo sobre la capacidad del país para recuperarse de la catástrofe. Esta vacilación de los socios se basa en la dificultad de transportar suministros de socorro a las regiones afectadas por el terremoto. Las bandas que controlan las carreteras exigen rescates exorbitantes para permitir el paso de los convoyes y se llevan el dinero de los cargamentos para repartirlo entre sus propios clientes. Esta actitud de abierto desafío a la autoridad central es un signo de la avanzada descomposición del Estado y de la dilución del sentido de solidaridad sobre el que se funda una nación.

El fracaso del Estado, entendido como la incapacidad de los poderes públicos para garantizar la seguridad de los ciudadanos, resulta patente en Haití. Es el resultado de una doble derrota. La primera es la de las élites, que han fracasado, como en la vecina República Dominicana, a la hora de crear una dinámica de crecimiento capaz de mejorar las condiciones de vida. También es el fracaso de la comunidad internacional, que, al final de una misión de trece años, ha sido incapaz de estabilizar la situación de Haití.

La pérdida del monopolio de la violencia legítima

Las Fuerzas Armadas de Haití fueron disueltas por el presidente Jean Bertrand Aristide a su regreso del exilio en 1994, y el Ejército, reconstituido en 2016, no está en condiciones de responder sobre el terreno a los bandidos. Tras una década marcada por el aumento de la violencia, el país disfrutó de cierta calma entre 2004 y 2017 gracias a la presencia de una misión de la ONU. La Minustah, con más de 10,000 soldados y policías, logró calmar las zonas más inestables de la capital, a costa de una «pacificación» a menudo sangrienta. La pacificación llevada a cabo por la Policía Militar brasileña, en particular, ha dejado su huella en la memoria y en los muros. La Policía Nacional, que solo podía contar con 10,000 agentes activos en 2018, tiene ahora apenas 7,000 debido a la deserción de personal absorbido por las facilidades ofrecidas temporalmente por el Gobierno americano para emigrar sin visado a los Estados Unidos. La fuerza ha cambiado de bando, y cuando está en manos de bandoleros, se convierte en una amenaza para el Estado de derecho.

Los antiguos jefes de bandas, ahora soldados sin amo, se han convertido en señores de la guerra que imponen su propia ley en los suburbios y las afueras. Los nombres de Izo, Lanmò Sanjou, Tilapli, Chen Mechan y Barbecue se han vuelto tan familiares como los de los principales ministros del Gobierno. Las autoridades perdieron poco a poco el control de las bandas que habían ayudado a crear, provocando involuntariamente un desequilibrio en su relación con los bandoleros. Esto explica por qué Barbacoa, en sus declaraciones públicas, exige ahora ser parte de la solución, es decir, participar directamente en el Gobierno como parte del Comité Presidencial creado el 30 de abril de 2024. Este Consejo Presidencial de siete miembros, creado bajo una gran presión de Estados Unidos y la CARICOM, tiene la onerosa tarea de restablecer la ley y el orden. Se dice que hay varios centenares de bandas en el área metropolitana. Al igual que en El Salvador, Guatemala y Ecuador, donde el narcotráfico generó una violencia urbana a la misma escala, las bandas, formadas por jóvenes reclutados en los barrios marginales pero armados por el hampa, están llevando a cabo un reino del terror. En febrero de 2024 se unieron bajo la bandera de Viv Ansanm para atacar los centros de poder. Tras asaltar la penitenciaría nacional, liberando a varios miles de reclusos, entre ellos bandidos que cumplían largas condenas, atacaron escuelas, comisarías, bibliotecas y templos. Se detuvieron en la escalinata del palacio, mientras el Campo de Marte, corazón del poder en la capital, se convertía en un campo de batalla literal y figurado.

Este fracaso del Estado como forma simbólica de representación de la soberanía nacional beneficia a las fuerzas de la economía sumergida, que necesitan un Estado débil para prosperar y se benefician del tráfico de armas, de drogas y, a veces, de personas. En este país en el que, citando a Césaire, la negritud se levantó por primera vez en la historia, es doloroso constatar que algunos siguen ganándose la vida secuestrando a sus compatriotas, entregándolos solo a cambio de un rescate. La forma más odiosa de tráfico prospera en la tierra de Toussaint Louverture, y son las propias raíces del árbol de la libertad, supuestamente «profundas y numerosas», las que ahora corroen su tronco. De la desesperación por Haití a calificarla de país maldito y rendirse, solo hay un paso. Pero la política es el arte de la lucha continua, incluso en ausencia de esperanza. En su fidelidad a los principios de libertad que le dieron origen, Haití representa un símbolo que el resto del mundo no puede dejar morir. En este país donde el principio de igualdad ha echado raíces solemnes, la República está en peligro. Es el lugar donde la contradicción entre la ley y la anarquía, la libertad y la servidumbre, la igualdad y el desprecio de clase encuentra su expresión más urgente. Haití es un frente en el que la supervivencia de los principios de igualdad, libertad y solidaridad se ve amenazada cada día, con total indiferencia. La existencia de una prensa libre y valiente y los esfuerzos de sensibilización de escritores talentosos y comprometidos no bastan para invertir la tendencia. Haití es como Jeannette, la mujer de gran coraje de la película Freda, de Gessica Généus. Cabeza de familia con tres hijos, regenta una pequeña tienda con una meticulosa preocupación por encaminar a cada uno de ellos por la mejor senda hacia el éxito en la vida. Sabe que los dados están cargados para los tres, pero eso no le impide seguir luchando.

Haití está atrapada en una crisis polifacética: ecológica, económica, política y social. Más del 75 % de la población vive con menos de 2 dólares al día, y las condiciones de vida se deterioran constantemente a medida que se agotan los recursos disponibles. Treinta y nueve años después del fin de la dictadura en 1986, el país aún no ha alcanzado la estabilidad política necesaria para su desarrollo. ¿Será el exilio la última opción para un pueblo en plena desesperación?

La diáspora haitiana: el último horizonte

En los días posteriores al terremoto del 14 de agosto de 2021, una columna de haitianos que habían abandonado Sudamérica llegó a la frontera entre Texas y México tras haber cruzado todo un continente con la esperanza de obtener asilo. Era el resultado del fracaso de su emigración a los países del Cono Sur en los años 2010-2020. Su brutal devolución por parte de la policía fronteriza mostró al resto del mundo la profundidad del problema haitiano y su impacto en las relaciones internacionales. Pero esto no provocó la más mínima reacción decisiva por parte de las autoridades, que se vieron obligadas a acogerlos.

La inestabilidad y la inseguridad han provocado un éxodo masivo de haitianos, pero no es nada nuevo. Comenzó a finales del siglo XIX, cuando los temporeros se marcharon a cortar caña de azúcar a Cuba. En los años 30, la República Dominicana se convirtió a su vez en un país de acogida para los emigrantes de la caña de azúcar. En principio, se trataba de una migración estacional, pero poco a poco fueron surgiendo núcleos de inmigración de larga duración, a los que con el tiempo se unieron verdaderas comunidades, arraigadas a lo largo de varias generaciones. En la década de 1960 se registraron las primeras salidas hacia Bahamas y Estados Unidos. Las políticas represivas del régimen de Duvalier obligaron a exiliarse a muchos miembros de la élite culta y educada. En la década de 1970, engrosaron las filas de los primeros emigrantes a Montreal y Nueva York, antes de llegar a Florida en las décadas de 1980 y 1990. En la década de 2000, la necesidad de mano de obra en países como Chile y Brasil, que experimentaban un rápido crecimiento económico, y la apertura de grandes obras de construcción en Brasil para preparar el Mundial de fútbol de 2014, provocaron una afluencia de emigrantes haitianos. Se marchan por cientos de miles, hasta el punto de que el creole es la primera lengua extranjera hablada en Chile. Los haitianos, que también están presentes en los departamentos franceses de ultramar, constituyen el grupo más numeroso de inmigrantes ilegales en Guayana Francesa, donde su presencia es difícil de evaluar. Esto se debe a que los países de acogida han restringido el acceso, y los emigrantes que se han instalado en Sudamérica ya solo sueñan con desviarse hacia Norteamérica, aunque ello implique atravesar a pie selvas y desiertos donde son el blanco de los bandidos.

La diáspora (estimada en más de dos millones y medio de personas) se ha convertido en locomotora de la economía interna: las transferencias de dinero (4,000 millones de dólares en 2023, según el Banco Mundial) realizadas por los emigrantes son más importantes que la ayuda pública al desarrollo, más del 25 % del PIB. Sin embargo, el poder adquisitivo adicional que esto proporciona no beneficia a los productores nacionales, sino más bien a las importaciones.

Conclusión

Más de doscientos años después de la gloriosa proclamación de su independencia, Haití se encuentra en una situacion pésima. La capital, Puerto Príncipe, está rodeada de pandillas que controlan sus accesos por tierra, mar y aire. Para hacer frente a la situación, Haití se encuentra irremediablemente solo. Ningún país parece dispuesto a acudir en su ayuda, o a arriesgarse a ser absorbido por la espiral de violencia que parece arrastrar al país hacia un agujero negro. Los dominicanos, que son los más directamente amenazados, están construyendo un muro de más de 160 kilómetros en la frontera. Los cubanos están fuera de juego debido al embargo estadounidense, en vigor desde 1962. Estados Unidos, único país capaz de influir significativamente en la situación, no hace nada para obstaculizar el tráfico de armas que alimenta el territorio desde Florida. Se dice que hay más de 600,000 armas de guerra en circulación en el país. Los norteamericanos, amos del juego en materia de política exterior en la región, han preferido pedir a Kenia que asuma el liderazgo de la misión de paz que la ONU, a falta de consenso entre las potencias a nivel del Consejo de Seguridad, ya no puede respaldar. Esta soledad existencial confirma un aislamiento histórico que se cultivó como garantía de independencia durante los doscientos veinte años de existencia de la nación, pero que ahora está resultando peligroso para su supervivencia. Un hombre solitario está mal acompañado, dice Séneca. Esto es aún más cierto para una nación, cuando los desafíos son numerosos y la adversidad se resuelve con medios poderosos. Una vez confundida con el poder, la fuerza tiene un modo de pervertir los principios de libertad y justicia que son la cúspide de un Estado de derecho.

Haití vuelve a destacar en la historia como un Estado pionero: está en la primera línea de las democracias frente a la delincuencia globalizada. Está saturando las redes sociales con el vivo interés que despierta su destino más allá de la esfera de los especialistas o del restringido círculode la diáspora haitiana. Pero, en términos prácticos, Haití se enfrenta solo al agujero negro que representan las redes mafiosas y las asociaciones criminales que tienen cabezas de puente en Florida, Sudamérica y en la isla, con capacidad para movilizar los recursos financieros y humanos de los que carece el Estado. Se trata de una dialéctica asimétrica en la que el Estado ha perdido el monopolio de la violencia legítima y se encuentra a la zaga de las organizaciones criminales que han unido sus fuerzas para mantenerlo a raya.

No puede haber salvación sin la mano amiga de una coalicion de naciones amigas. Pero Haití no puede y nunca ha podido contar con nadie. La solución a la crisis haitiana pasa por responder a la siguiente pregunta: ¿cómo se sale de un agujero negro? Hasta ahora, esto nunca se ha visto en el cosmos, pero podemos estar seguros de que existe una solución en la Tierra.

Casi cuarenta años después del final de la dictadura, y casi ocho años después del final de la misión de la ONU en 2017, la situación es peor que antes. Una sucesión de brutales regímenes dictatoriales ha acabado con cualquier esperanza de democratizar la vida política. El desencanto de la población parece tan grande que decenas de miles de personas acuden en masa a las fronteras de otras naciones en busca de asilo.


2 comentarios

jala live mayo 7, 2025 - 9:05 pm

Interesting perspective. It really made me think differently.

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jala live mayo 8, 2025 - 11:51 am

Love this post! Especially the part about staying consistent—so true.

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