A través de la historia los pueblos del mundo han reafirmado su derecho a la existencia. Amenazados por determinadas circunstancias o simplemente en el devenir de sus propios acontecimientos, todas las naciones han hecho prevalecer los ideales que hicieron posible sus orígenes y se han esforzado por mantener sus vínculos comunes, su propia cultura, aquellos objetivos que esos conglomerados mayormente heterogéneos comparten y que sus líderes supieron interpretar en algún momento como un llamado para lograr la autodeterminación y establecer un espacio para la convivencia. Europa surgió así del mundo antiguo y se consolidó a través de los años hasta convertirse en lo que es hoy: una unidad mayor que mantiene los núcleos que le dan forma y la sostienen. América repitió el proceso, aunque con características y factores diferentes. Si la teoría es correcta, los pueblos americanos llegarán a ser en algún momento lo que Europa es ahora.
Si es así habría que preguntarse dónde queda Haití en este proceso, si es una verdadera nación y si ciertamente es un Estado fallido como muchos lo han catalogado. Primero la respuesta a la segunda interrogante. Si como explicó Sieyès, uno de los filósofos de la Revolución francesa, “una nación se forma por el solo derecho natural”, Haití lo es. El pueblo haitiano surgió de una circunstancia, la esclavitud, que unió a los sometidos en un objetivo común marcado por el deseo de libertad y el derecho a recibir una retribución por el esfuerzo realizado. Los esclavos llevaban un siglo instalados en la isla y esa condición los alejaba naturalmente de sus orígenes africanos. No se puede concebir ahora que las aspiraciones independentistas de los haitianos estaban enfocadas en volver a la tierra de sus ancestros. Más bien, había ya un vínculo estrecho entre los hombres que eran explotados en los cañaverales y el suelo donde dejaban el sudor de su trabajo.
Un mal comienzo
Pero la historia haitiana es muy particular y su interpretación es un ejercicio obligado para comprender su situación actual. Riquísima en recursos naturales (más adelante se verá la importancia radical en la relación hombre-entorno) incluso después de la llegada de los franceses, los esclavos negros traídos de África definieron, al igual que otros factores que les eran ajenos, el futuro de Haití en un momento determinado. Un hombre conocido como Dutty Boukman fue el primero que marcó el camino de la liberación en 1791.
El esclavo, ligado profundamente a las prácticas religiosas, encabezó una revuelta que no fructificó salvo por el hecho de que inspiró a otros líderes como Toussaint-Louverture, un liberto que se unió a los españoles contra Francia y que luego, en 1794, se unió a esta nación para enfrentar a España y a Inglaterra, seguro de que los franceses serían mejores aliados para sus planes futuros. Louverture quería la libertad de su pueblo y mantener el vínculo con Francia a través del estatus de dominio para asegurar el comercio con esta poderosa nación. No lo logró. Los franceses convencieron a Benoit Joseph Andre Rigaud (Rigaud), un líder mulato, que más adelante enfrentó a Louverture y a Dessalines cuando el primero era dueño de toda la isla. Lecrec, el cuñado de Napoleón que fue enviado para sofocar la rebelión, tenía de su lado también a Henri Christophe y a Alexandre Petion. A la muerte de Lecrec, los haitianos, negros y mulatos, comprendieron las verdaderas intenciones de Francia y se unieron por fin en una campaña para conseguir la independencia definitiva de Haití, hecho que consiguieron con JeanJacques Dessalines a la cabeza y que proclamaron el primero de enero de 1804. Así fueron, más o menos, las gestas independentistas en el resto de América. Artigas en Argentina, O’Higgins en Chile, Simón Bolívar en Venezuela y la Gran Colombia (además de ser el artífice de la consolidación de la derrota española en el Nuevo Mundo) y José de San Martín en el Perú que soñaba convertir en una monarquía constitucional, son sólo algunos de los protagonistas de un período convulso, de liberación pero también de defecciones e intrigas que terminaron en la fragmentación y en guerras civiles hasta bien entrada la etapa de las repúblicas.
La independencia de Haití ni siquiera fue reconocida por las demás naciones americanas ni por el propio Estados Unidos que recién lo hizo en 1862, durante el gobierno de Abraham Lincoln, cuando éste necesitaba reforzar los ideales antiesclavistas que gran parte de su propio país rechazaba, y pese al hecho de que haitianos como Christpohe lucharon al lado de George Washington y otros tantos dieron sus vidas en territorio norteamericano en su guerra contra los ingleses. Un mal inicio. Haití, que se adelantó a los acontecimientos al convertirse en la primera nación esclava en lograr lo que otros tardarían en conseguir, apenas si servía para alimentar el comercio entre sus vecinos. Dentro, otro factor no menos importante habría de convertirse en una marca indeleble que el pueblo haitiano tendría que pagar con el paso de los años. Bernard Diederich, periodista y estudioso de la realidad haitiana, lo resume así: “Cuando los esclavos empezaron a luchar por la independencia, la isla era rica. Años de combate y de mala política de conservación del suelo la empobrecieron pronto. Aquellos hombres, que querían olvidar todo lo que pudiera recordarles su existencia de esclavos, habían destruido los sistemas de irrigación construidos por el ocupante francés en las grandes plantaciones. Las frecuentes tempestades tropicales acabaron destruyendo lo que había respetado la revolución”. Se diría que Haití surgió de las cenizas y que pronto acabó en ellas.
La comparación con otras realidades en esa etapa de la historia es igualmente necesaria. Las colonias españolas y norteamericanas eran prósperas y había una clase criolla pujante que sería la base de la república. En Haití la raza negra era mayoritaria y el conflicto con los mulatos no se escondía. Como si hubiera sido una premonición, los franceses pusieron a Rigaud, mulato, contra Louverture, negro, cuando ni siquiera se había formado el Estado, y esa marca habría de seguir a la nación a través de los siglos. La mayoría siempre es pobre y el poder central se concentra. La tierra fue abandonada y surgieron las ciudades; se abandonó la producción agrícola que en algún momento fue la base que dio pie al desarrollo de la industria. Así ocurrió en el resto de América que trataba a Haití como un paria, y así transcurrió el siglo xix haitiano que tuvo hasta emperadores como Faustino I, pugnas por el poder, continuas sublevaciones militares e inestabilidad política además de la inmensa deuda que contrajo JeanPierre Boyer con Francia para recompensar a los colonos franceses que habían perdido sus propiedades durante la revolución.
La tierra fragmentada
La guerra civil estalló en 1834, Boyer fue derrocado, el territorio se fragmentó con la declaración de independencia del lado este, es decir, el nacimiento de la República Dominicana 10 años después, y veintidós gobernantes, mulatos todos, tuvo Haití hasta el asesinato del presidente Guillaume que dio origen a la intervención norteamericana ya entrado el siglo xx. El uruguayo Eduardo Galeano explica mejor que nadie esa etapa: “Estados Unidos invadió Haití en 1915 y gobernó el país hasta 1934. Se retiró cuando logró sus dos objetivos: cobrar las deudas del City Bank y derogar el artículo constitucional que prohibía vender plantaciones a los extranjeros. Entonces Robert Lansing (alto funcionario del Gobierno de Estados Unidos) justificó la larga y feroz ocupación militar explicando que la raza negra es incapaz de gobernarse a sí misma, que tiene una tendencia inherente a la vida salvaje y una incapacidad física de civilización”. No es cierto. La condición racial no puede justificar el atraso o la prosperidad de un pueblo, sino las condiciones en que se forja. A Haití le faltaron muchas de las que sí acompañaron a otras naciones de América Latina con bases mejor fundadas, con más o menos suerte, con mayor o menor proporción de riquezas naturales.
A los vecinos de Haití también llegaron olas de inmigrantes que, junto a visionarios propios, ayudaron a desarrollar cada nación y a construir las bases de un progreso, lamentablemente desigual, que se concentró en determinadas capas y condenó a la pobreza absoluta, todavía ahora, a millones de latinoamericanos. Los haitianos, en esa injusta repartición, encajan perfectamente. Lo que otros hicieron con sus propios compatriotas, América, y por extensión Europa y Estados Unidos, lo hicieron con el pueblo haitiano que ya arrastraba por dentro un siglo de colonialismo, una suerte de explotación fraternal que se prolongó –y hasta se ensañó– con la aparición de un caudillo moderno, François Duvalier, apoyado por los hombres que dijeron que los negros no sabían ser civilizados. Es la época de las dictaduras en todo el continente, pero nótese ya que Haití va rezagado tanto o peor que otras naciones de América como El Salvador y Bolivia, donde las condiciones son bastante similares: la riqueza es absorbida por un grupo minúsculo y el factor racial es determinante.
Al lado, Rafael Leonidas Trujillo dicta la seña al promover en la República Dominicana la llegada de inmigrantes arios para mejorar la raza y manda a matar a miles de haitianos que paga después a un dólar por cabeza. Duvalier acepta, pero además traiciona: antes de llegar al poder en 1957 había prometido que los haitianos negros del campo tendrían “una parte del pastel” cuando ocupara la presidencia y lo que hizo fue reprimir a todo aquel que empezó a exigir sus derechos. En esos años Puerto Príncipe alcanzó cierta modernidad, pero impulsada más por la vanidad del dictador como por el verdadero deseo de encaminar al país por las vías del progreso. Igual que el resto de dictadores latinoamericanos, “Papa Doc” se llenó los bolsillos con el dinero de la nación y creó a su alrededor un aparato represivo que su hijo, Jean Claude Duvalier, heredó en 1971, con tan solo 19 años, para mantener a todo el mundo a raya. Y así habrían de pasar otros 15 años cuando Haití quedó envuelta en un nuevo período de inestabilidad, a mitad además de la nefasta “década perdida”, y más pobre que nunca.
Convulsos años ochenta
La partida de Duvalier no resolvió las cosas. En 1987 es promulgada una nueva Constitución y al año siguiente se realizan elecciones. Leslie Manigat resulta electo pero es derrocado por Henri Namphy, un general que a su vez es destituido por otro. Prosper Avril gobierna hasta 1990 cuando un movimiento popular lo obliga a renunciar; asume la presidencia Ertha Pascal-Trouillot, y en las primeras elecciones libres en toda la historia del país llega a la presidencia el ex sacerdote salesiano Jean Bertrand Aristide, con el 67.5% de los votos. Haití parece haber encontrado el camino que el resto del continente ya recorre, pero una vez más rezagado, como se ha visto. Al año siguiente de los comicios, otro golpe militar frustra el entusiasmo de los demócratas, que además son perseguidos: el general Raul Cedras asume el poder hasta 1994 cuando el Gobierno de Estados Unidos, amparado en una resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, envía a 20,000 marines y logra que Aristide retome el poder y vuelva a reinstalarse la democracia. Así llegó Haití al nuevo milenio, en medio de un sistema democrático incipiente, de una pobreza extrema que todavía afecta a más de la mitad de la población, y de una inestabilidad política que se mantuvo inclusive hasta 2004, año en que el ex sacerdote tuvo que dejar el poder nuevamente debido a una tenaz confrontación con sus opositores, mientras un grupo armado avanzaba sobre la capital amenazando a Puerto Príncipe con un verdadero baño de sangre. Antes, en el 2000, con René Preval como presidente (el único entre seis gobernantes que concluyó normalmente su mandato a lo largo de dos siglos), y al año siguiente con Aristide nuevamente en el poder, se produjeron otros dos intentos de golpes de Estado promovidos por ex militares descontentos, el primero, y por un oficial de la policía, el segundo, que hoy permanece escondido.
Una cruz pesada
Lo que hasta aquí parece un recuento de hechos no es más que cada eslabón que completa la pesada cadena que Haití está obligada a llevar desde el día de su fundación. Un país es producto de su historia, pero Haití no es un pueblo maldito. Es una nación como cualquier otra, con una identidad propia, con tradiciones y costumbres arraigadas, con gente que sobrevive pese a las adversidades y con una organización que de alguna manera sostiene los fundamentos de su nacionalidad: el Estado, o lo que el mismo Sieyès, citado al inicio de este trabajo, señala como la consecuencia ordinaria del concepto de nación, de la conformación de ésta. Luego, si el Estado es la organización supradimensional que representa a un grupo de personas vinculadas por intereses comunes o, en otras palabras, la materialización del orden por el cual se rige, del poder que la representa, Haití es uno de ellos. ¿Qué pasa entonces? ¿Por qué el pueblo haitiano sigue siendo el paria de América? La historia, como se ha visto, tiene las respuestas. Haití es una nación, eso ha quedado demostrado. Haití no es un Estado fallido, sus instituciones son débiles por fuerza, porque el Estado nunca tuvo la oportunidad de formarse debidamente lo que redunda, entre otras cosas, en la deficiencia para proporcionar, como está obligado a hacerlo, servicios esenciales como salud y educación a una población que reclama ese derecho. El centralismo, además, ha dejado a su suerte a la gente del campo, la gran mayoría, que vive mucho peor que en las ciudades, pero ese es un fenómeno que ocurre también en otros países mejor posicionados. La tierra, finalmente, agotada hasta el extremo, no produce lo que no puede y el desarrollo industrial y comercial apenas representa lo básico para una nación con verdadero potencial de consumo y mano de obra abandonada. Queda responder una pregunta: ¿Qué pasará con Haití en el siglo XXI? Primero que allí, como ha ocurrido mayormente, prevalecerá el derecho de los pueblos a la existencia, es decir, que los propios haitianos, por ese motor natural que impulsa al ser humano, superarán las adversidades y seguirán siendo ese conglomerado que da vida a una nación, que la mantiene, quizá aprendiendo de su pasado para no cometer los mismos errores en el futuro.
Es cierto, Haití ha llegado al nuevo milenio con años de retraso, pero esa condición no limita sus aspiraciones ni lo condena al ostracismo. Todo lo contrario. Pero su porvenir depende de él, de su pueblo, de sus proyectos, y de cómo sus nuevos líderes, como sus padres fundadores lo hicieron cuando correspondía, interpretan este momento crucial de su historia. Quizá ya lo han hecho, o por lo menos han tomado conciencia sobre el camino que deben seguir. El actual primer ministro haitiano, Jean Max Bellerive, en febrero pasado, un mes después del peor desastre natural ocurrido en su país en siglos, habló de la necesidad de “refundar” Haití, la propuesta más seria que no había hecho ningún haitiano en los últimos cien años y que indudablemente resume la filosofía de lo que podría ser el inicio de una nueva era para esta castigada nación. “La refundación de Haití”, dijo Bellerive, “deberá basarse en nuestra cultura y en nuestra voluntad colectiva de vivir juntos”. He ahí la respuesta.
9 comentarios
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