Henning Mankell llegó inesperadamente al mundo literario cuando aún el policial nórdico no era tomado en cuenta y revolucionó el género. Su poderosa obra narrativa (unas cuarenta novelas, obras de teatro y ensayos) tuvo su pico de popularidad con la creación del inspector Wallander, un personaje algo agrio y hermético, aunque noble, que incluso fue llevado a la pantalla por la BBC y por la televisión sueca. Pero Mankell fue mucho más que Wallander: también cuenta su vida y pasión africana como director del Teatro Avenida de Maputo (Mozambique), su soledad rotunda e imperturbable, apenas matizada por cuatro matrimonios, el último con su verdadero amor, Eva Bergman –sí, la hija de Ingmar–, y una constante preocupación por el devenir del mundo, al que observaba con tanta acritud como su alter ego.
Hay tipos así. Hombres cuyas vidas son gemelas a la de esos barcos mercantes con nombres encantados; vidas como navíos que surcan los mares con aire cansino sin mayor ambición que la de perderse de vista. Hombres de voz mineral y manos áridas que, sin embargo, seducen el aire que tocan.
Un tipo así fue Henning Mankell (Estocolmo, 1948-2015). Cuando tenía nueve años, camino a la escuela una gélida mañana de invierno, lo sorprendió una revelación que le cayó con la fuerza de un rayo eléctrico: «Yo soy yo y ningún otro. Yo soy yo». Esta certeza inesperada ya no se le borró. Y, sin embargo, fue él y fue otros, muchos otros, aunque uno en particular que nació en 1990: el comisario Kurt Wallander, quien apareció por primera vez en su novela Asesino sin rostro, que daría inicio a una exitosa serie en donde se mezclaba la intriga con problemas políticos y sociales. Las experiencias del comisario encontraron rápidamente eco: fueron traducidas a más de 40 idiomas.
Más allá de su éxito comercial, en lo formal acabaría por renovar el policial nórdico, género que en Suecia recién se impuso a mediados de los años 60 del siglo pasado gracias a la obra de la pareja formada por Maj Sjöwall y Per Wahlöö. Ellos tomaron el policial para demostrar las fisuras del welfare state (Estado de bienestar) que caracterizó a las sociedades nórdicas. El buen Mankell los adoptó como padres literarios –lo que nunca ocultó, con gran honestidad intelectual– y vino a desdoblarse en Wallander, como mucho tiempo antes Georges Simenon se desdobló en el inspector Maigret. Y al igual que Simenon, el sueco también se desplegó en otros para darle una voz a los desposeídos de África. Y tampoco únicamente. Así, Mankell fue él, ningún otro.
El misterio de un beso
Mucho antes de asumir las curvas y sinuosidades de su camino, Mankell tuvo una historia que ocultar. Su madre abandonó a la familia cuando él tenía un año, de modo que fue su padre, juez de profesión, quien debió hacerse cargo de él. Los Mankell fueron a vivir a un pueblo del remoto norte en el intento de olvidar el abandono. El pequeño Henning fue criado por su hermana mayor y por una abuela que le enseñó a leer y escribir. Su abuelo, músico, le transmitió el amor a la música que muchos años después compartiría con el comisario Wallander.
A los quince años, Mankell dejó la escuela y, cumpliendo con el rito de iniciación propio de los vikingos, se embarcó en la marina mercante. La sed de aventura que esperaba fue un fiasco, ya que los destinos de su carguero eran tan poco interesantes como el puerto de Middlesbrough, un oscuro punto de Inglaterra donde atracó quince veces. Luego pasó un año en París, adonde llegó con dolor de muelas y doscientos francos en el bolsillo. Durante un tiempo se ganó la vida arreglando clarinetes, un trabajo que sabía hacer con los ojos cerrados gracias a los conocimientos heredados de su abuelo.
Después, a los veinte años, escribió una obra de teatro y logró estrenarla, y a partir de ahí decidió dedicarse a la dramaturgia, tanto para escribir como para dirigir. Secuestrado por la sorpresa, descubrió con auténtico asombro que se podía ganar algún dinero con ello. A la vez que se desarrollaba en la profesión, el joven Mankell sintió una nueva revelación al llegar a África en 1973: primero Guinea Bissau, donde descubrió el hermoso archipiélago de las Bubaque («Un paraíso, tal vez demasiado paradisíaco para mí»), luego Zambia, y más tarde casi todo el continente. Existe una foto de Mankell de los años 70 donde se lo ve sosteniendo una cría de cocodrilo entre las manos.
Llegó un momento en que su existencia también se partió en espacios. Al final de su vida pasaba medio año en Mozambique, donde era director del Teatro Avenida de Maputo, y el otro medio año en su casa de Suecia, frente al mar. «Aprendo más de la condición humana si vivo con un pie en la nieve y otro en el polvo», solía decir.
Aun cuando sus novelas de temática africana no tuvieron la misma adhesión que Wallander (y habría que rescatar otras, como la excelente Profundidades, una historia intimista –también de desdoblamientos y búsquedas– que transcurre en el pasado sueco), Mankell sabía encontrar otra mirada en esa realidad. En una oportunidad, durante un encuentro en Buenos Aires, llegó a confesar una historia que juzgó como menor pero que aparece al mismo tiempo como una epifanía significativa.
«Cierta vez –dijo– estando en una isla africana, posiblemente Zanzíbar, caminaba por la playa cuando advertí que me seguía un grupo de niños, chicas y chicos de unos 10 u 11 años. Me detuve y les pregunté si necesitaban algo. Al principio, tímidos, no respondieron, pero luego uno de ellos, el más pequeño, me preguntó si podía explicarles algo. Les dije que lo intentaría. Entonces, el pequeño dijo: “¿Qué es un beso?” Les parecía que en Occidente eso era muy habitual, así lo veían en las películas, pero en su cultura esa manifestación no existía».
Mankell dijo que intentó explicarlo de algún modo, pero se dio cuenta de que tampoco podía. Volvió al hotel, un tanto frustrado, y observó los carteles publicitarios de marcas famosas que se acumulaban frente a su ventana. «Pueden saber el nombre de un auto que jamás habrán de tener, un perfume o un reloj, pero no saben lo que es un beso». El tesoro que esconde esa pregunta sin respuesta, es a la vez una despedida y la mejor forma de encontrarlo…
Wallander: el otro yo que no era él
Henning Mankell nunca vivió en la ciudad de Ystad ni en la región sueca de Skåne, donde pasó sus días su alter ego. Lo hizo, en cambio, en un pueblo costero a unos 80 kilómetros al sur de Gotemburgo, en la costa oeste del país. Por las noches veía las luces de los barcos que hacían la línea Oslo-Copenhague. En primavera se sentaba en el patio a escuchar el canto de un mirlo (todo buen aficionado a la ópera, y Mankell lo era, oculta a alguien que se ha pasado la vida escuchando a los pájaros). La casa estaba sobre un promontorio barrido por el viento, y muy a menudo Mankell tenía la sensación de vivir en un barco zarandeado por la tempestad.
Al igual que su comisario, no era un tipo particularmente simpático. Todo lo contrario. Respondía como perdonándole la vida a su interlocutor, dejando claro que si lo hacía era porque no resultaba mucho más atractivo lo que tenía por delante. Dueño de un carácter gélido y algo hosco, había logrado cierta reputación por las formas poco diplomáticas que tenía de dirimir lo que consideraba «preguntas estúpidas», tanto de periodistas como de lectores. En más de una ocasión abandonó una conferencia de prensa o un encuentro con sus seguidores por no soportar lo que estaba oyendo.
No obstante, Mankell, al igual que Wallander, tenía un fondo de decencia indestructible que impulsaba a perdonarle todo, desplantes y malas maneras incluidas. En 1987, cuando se puso a escribir su primera novela policíaca, encontró el nombre de Kurt Wallander en una guía de teléfonos y ya no lo abandonó. Todos pensaron que Wallander era Mankell y Mankell era Wallander, pero la identificación no le hacía demasiada gracia al autor.
Como es habitual en casi todos los detectives de ficción, Wallander bebe demasiado y come muy mal. Tiene una hija, Linda, también policía, a la que no logra entender y con la que no tiene el mejor de los tratos. Su vida amorosa, por otro lado, tampoco es muy envidiable: su mujer, Mona, lo dejó, y Wallander jamás se repuso de ese abandono (al igual que Mankell, es posible imaginarlo, nunca pudo superar la orfandad a la que lo condenó su madre). A lo largo de veinte años, a Wallander solo se le ha conocido un amorío con una fiscal casada que no quiso dejar a su familia, y luego otra relación con una mujer letona, Baiba, que tampoco terminó bien.
En su primera aparición, en uno de los relatos de La pirámide, Wallander es un joven policía de veintiún años al que un sospechoso le asesta una cuchillada. En la última novela, El hombre inquieto, ya siendo un abuelo sesentón, empieza a sufrir los síntomas del mal de Alzheimer, la misma enfermedad que aquejó a su padre, ese extraño pintor de un único paisaje mil veces repetido en todos sus cuadros.
«Creo que nunca hubiésemos llegado a ser buenos amigos Wallander y yo, somos muy diferentes. Jamás lo hubiera invitado a cenar, por ejemplo», declaró luego de publicar esa novela. Sin embargo, a la hora de rescatar alguna virtud del comisario, luego de pensarlo un poco, Mankell resaltaba el hecho de que nunca dejaba de escuchar y de hacer preguntas, a sí mismo y a los demás.
Aun así, de cualquier modo resulta evidente que, al igual que Conan Doyle con Holmes, Mankell ya estaba harto de Wallander. «El día que ya no exista, no voy a echarlo de menos», sentenció. Muy probablemente era verdad.
Gritos y susurros
En Suecia no demoraron en confirmar el carácter bergmaniano de las novelas de Mankell, a pesar de lo caprichosa que podía resultar la comparación. Y aun cuando este rasgo solo se aplicaba a su obra, se sospechaba que había algo más.
Cierto día, en Tombuctú (Malí), Mankell vio a una joven sueca leyendo absorta a la luz de una de las pocas farolas que había en la calle. Lejos estaba de suponer que esa joven era Eva Bergman, una de las hijas del cineasta Ingmar Bergman. Entonces supo que su fascinación por África cobraba un sentido. En 1998, tras tres matrimonios fallidos, el novelista se casó con ella.
«El paisaje más hermoso que conozco es el rostro de mi mujer, Eva», comentaba a quien quisiera escucharlo. Como no podía ser de otro modo, Mankell llegó a tener una relación muy estrecha con su suegro, quien lo consideraba una especie de hermano menor. A menudo acudía como invitado a ver películas en la sala particular que Ingmar poseía en su casa de la isla de Fårö (esa sala, que daba al mar, aparece en su último film, Saraband).
Mankell contó que Bergman le hizo cientos de comentarios sobre todas las películas que vieron juntos, pero por desgracia nunca llegó a anotarlos, y muchos de ellos ni siquiera a memorizarlos. Lo que sí hizo fue escribir una serie para la televisión sobre la vida de su suegro, un proyecto asimismo frustrado puesto que no llegó a filmarse. De todos modos, el escritor –como casi todo el mundo en Suecia, por otra parte– guardaba no solo respeto, sino también una admiración casi reverencial por la obra de su suegro. Y pudo admitir que quizás sí adoptó ese tono frío, desolado, tormentoso, pero también bello como una breve tarde de verano, que aparece en el cine de Bergman.
El espejo retrovisor
Una de las últimas novelas de Mankell fue Un ángel impuro (2012). Ya desembarazado de Wallander, el autor da cuenta de un hecho ocurrido una década antes. En el 2002, un hombre se encuentra con un viejo cuaderno en la habitación del que antaño fuera el lujoso África Hotel, en la ciudad mozambiqueña de Beira. En la tapa del cuaderno hay un nombre y una fecha: «Hanna Lundmark, 1905», pero el cuaderno está escrito en una lengua que desconoce. En 1904, casi un siglo antes de este extraño hallazgo, una mujer del interior de Suecia desea para su primogénita, Hanna, una vida mejor, por lo que decide enviarla a casa de unos parientes que viven en la costa. Comienzan entonces las peripecias de esa intrépida joven: se enrola como cocinera en un barco rumbo a Australia, pero antes de llegar a su destino desembarca en Lourenço Marques (la actual Maputo) y, enferma, recala en O Paraiso, el burdel más famoso de la región. Cuando llega, está muy lejos de imaginar que será ella quien acabará regentando el prostíbulo.
Mankell tiene mucho de ese «ángel impuro» que necesita mirar hacia atrás para seguir avanzando, sin verdades absolutas, sin falsos axiomas. Todo viaje lleva a lo inesperado, y esa imprevisibilidad solo se conjuga con un repentino giro a la historia que vamos escribiendo (o creemos escribir) sobre nosotros mismos. Esa es la lección que parece querer transmitir Henning Mankell, aunque con un gesto de tedio pretende indicar que no tiene lecciones que administrar: lo fundamental siempre está un paso por delante.
El 16 de diciembre del 2013 Mankell sufrió un accidente de auto. El día de Navidad despertó con lo que pensó era una tortícolis, y en los días sucesivos el dolor se extendió de manera extraña. El 8 de enero del 2014, una mañana fría y nevada, fue al hospital y tras unas radiografías le diagnosticaron un tumor cancerígeno en el pulmón izquierdo con metástasis en la nuca. Al salir del hospital vio a una niña saltando feliz sobre un montículo de nieve y al instante supo que iba a hacer lo mismo que ella: seguir saltando como lo hacía durante su infancia en un pueblo perdido en el norte de Suecia. Esa fue la idea que se le ocurrió para enfrentar la enfermedad: debía contar ese duelo con la muerte desde la perspectiva de la vida.
El resultado fue Arenas movedizas (2015), un libro donde la vida es una suerte de rompecabezas con historias que se entretejen en silencio acerca del porvenir de una persona. Como era de esperarse, el proceso no fue sencillo. Desde el mismo momento en que conoció su diagnóstico, Mankell vivió un verdadero descenso a los infiernos por la «certeza paralizante» que le produjo conocer la noticia de saberse víctima de una enfermedad grave e incurable. Durante un período de diez días y diez noches debió luchar contra el temor a quedar inmovilizado por el miedo, que lo amenazaba con destruir toda su capacidad de resistencia. Mankell se refiere a la «lucha silenciosa para sobrevivir a las arenas movedizas»
Tras superar el impulso de rendirse, comenzó a leer libros sobre pantanos y descubrió así que el relato sobre esas masas de arena capaces de arrastrar consigo a un hombre y matarlo era un mito: «Todas esas historias que se cuentan y lo que describen son una invención».
Desde un primer momento supo que su último opus estaría dedicado a Eva, su gran amor, pero es también un homenaje a la memoria de un panadero romano llamado Terentius Neo y su mujer, quienes murieron sepultados tras la erupción del Vesuvio, en Pompeya. Terentius se hizo retratar sosteniendo un rollo de papiro en la mano, en tanto que su mujer –bella y serena, de pie a su lado– sostenía un estilo para escribir y una tablilla de cera.
«Dos personas que parecen tomarse la vida muy en serio», escribió Mankell sobre ellos. También él se tomó la vida muy en serio, con un pie en la nieve y otro en el polvo, aun cuando sabía que acabaría por terminar entre cenizas y lava ardiente.
«Puede que no me atreviera a pensar en el futuro. Era territorio incierto, minado. Así que volvía continuamente a la infancia», escribe. Pero no únicamente. También, muy en su estilo, este libro-testimonio que escribió presenta una procesión de episodios de primeras voces y sus sombras. Lo asocia con un «espejo retrovisor», como él lo llama, en el que mira atrás para seguir avanzando.
La obra incluye asimismo denuncia política y social sobre el legado que dejará esta civilización a la humanidad: no será ninguna de las grandes obras, ni Miguel Ángel, ni Dante, ni Mozart, sino los residuos nucleares enterrados en el fondo de alguna montaña sueca jugando con la memoria del futuro, con el riesgo paradójico de que, según Mankell, el último recuerdo que entregue el ser humano será este: «Que nadie recuerde nada. Lo último que dejaremos detrás de nosotros es algo que escondemos para que nadie lo encuentre».
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