A partir de breves consideraciones sobre identidad y cultura y su evolución en el tiempo según elementos internos y externos, se presenta una rápida ojeada a los términos léxicos utilizados por escritores y estudiantes dominicanos sobre quiénes somos, cómo nos describimos, qué conciencia tenemos de lo que somos como individuos y como conglomerado nacional. El breve estudio abarca la producción de lenguaje desde finales del siglo XIX hasta finales del XX y una muy breve incursión en la actualidad.
Uno de los elementos fundamentales de la cultura de un grupo humano es la imagen que este se da de sí mismo. Pero estas imágenes de sí varían con el tiempo, como lo hacen la lengua y la cultura. Frente a estos cambios surgen proteccionismos que la cultura misma se da al crear instituciones que retardan un cambio que, si es demasiado rápido o muy brusco, podría generar incomprensión y fracturas entre los grupos etarios.
Siempre oímos decir a los mayores que los jóvenes «ya no hablan como antes», que no entienden cómo se visten, cómo comen, cómo se comportan…, y también hemos visto cómo en literatura aparece la querella entre antiguos y modernos. Las academias de la lengua y los museos contribuyen a fijar modelos lingüísticos, artísticos e históricos, pero a pesar de ello siempre se filtra el cambio que es fruto de los encuentros y desencuentros de los diferentes grupos que coexisten en el conglomerado humano y que, con sus pugnas y luchas, crean y modifican este fenómeno humano que llamamos cultura. Siempre cambiante. No somos hoy como fueron nuestros abuelos, ni mucho menos nuestros ancestros más lejanos. Hay razones internas, como la movilidad social y los cambios que ocurren en el ejercicio de poder de los grupos que interactúan en la sociedad, y razones externas, por contactos de civilización directos ―intercambios con otros grupos humanos, viajes, migrantes― o por invasiones u ocupaciones de territorios por gente y tropas que llegan de otras latitudes.
Ejemplo: las dos ocupaciones de 1916-1924 y de 1965-1966 de los Estados Unidos en nuestro país. Estas ocupaciones han podido influir en el comportamiento dominicano, con sus propias políticas racistas y segregacionistas, lo cual refleja el cambio provocado por un factor externo y directo sobre nuestra cultura. Otro elemento que influye en la variación cultural son los programas de radio provenientes del exterior, con la intención de influir, o no, en la actitud de los radioyentes. Las representaciones teatrales y el cine son también factores de cambio indirectos. Un primer ejemplo de ello lo constituye la aparición de la radio de transistores, que puede haber provocado la desaparición del canto de trabajo en plantaciones y en el campesinado, los cantos de hacha. En la actualidad nos hemos convertido en consumidores de arte y de cultura, abandonando nuestra creatividad cultural. ¿La ley del menor esfuerzo? ¿Y cómo funciona entonces la imagen de sí en la cultura dominicana desde los inicios de nuestro devenir como nación? ¿Acaso hemos tenido una imagen permanente y constante de lo que somos? ¿Cómo nos hemos visto a nosotros mismos? ¿Cómo pasamos del montero y del compay… al popis?
Ayer español nací
A la tarde fui francés
A la noche etíope fui
Hoy dicen que soy inglés
No sé qué será de mí(Fray Juan Vásquez, siglo XVII,
Santiago de los Caballeros, +1805)
Nos decimos blancos, blancos de la tierra, blancos jipatos, prietos, morenos, indios, jabaos, dominicanos, ¿pero finalmente ha sido siempre así? Veamos algunos momentos de nuestra historia y tratemos de identificar los términos con los cuales nos designamos.
Los que vinieron de Europa pasaron de bandoleros y marinos a colonos y a señores. A plantadores. Los hidalgos dieron una descendencia criolla y luego fueron blancos de la tierra. Roldán, con su rebelión, protagonizó la primera sublevación al pedir unirse con las princesas taínas y poseer la tierra, y así se daría origen a los primeros mestizos. Los esclavos cimarrones de la vecina colonia francesa se refugiaron con los indígenas de la sierra de Bahoruco y se hicieron indios. Una leyenda reza que los negros cimarrones se mezclaron con los indios de la sierra y luego, todo negro o mulato oscuro decía que era indio. Los indios no podían ser esclavizados ya que el tratado entre Enriquillo y Carlos V lo impedía… Así, el dominicano se dice indio claro, indio canela, indio oscuro, aunque prefiere siempre creerse blanco. Un dicho caribeño reza: «el mulato tira pa’l blanco», ya que, al principio, el mulato, hijo del amo, en general fue el capataz, el gerente, el mayoral y el intermediario entre su padre blanco y la negrada esclava.
El siglo XVIII fue tan pobre en el Santo Domingo español que poca diferencia social y económica había entre los escasos habitantes de la colonia española, abandonada por su gente con todo y esclavos después de cada invasión. Ante los ataques de piratas, nuevos «descubrimientos» y ocupaciones en el continente, los habitantes se iban, dejando la colonia a su suerte. La economía ya no era de plantación sino de ganadería, y las despoblaciones que llevaron a los habitantes del noroeste al suroeste del territorio habían producido dos fenómenos que transformaron la fisionomía de la isla. La aparición de un ganado cimarrón y de esclavos convertidos en peones de ganadería encargados de recoger el ganado cimarrón en montes y montañas, los llamados monteros. A diferencia de los esclavos de plantación, estos, por la naturaleza de su tarea, debían montar a caballo y portar armas de cacería. Y los amos, campesinos empobrecidos y «renegridos por el sol tropical» eran blancos de la tierra. Y así llega la etapa de los pardos que se debatían entre una independencia sin abolición de la esclavitud, una Francia que la restableció luego de haberla abolido (1794) y una España que la mantenía sin poder sostenerla en lo que luego se llamó la España Boba.
Pardos, porque no he leído que los trinitarios independentistas fueran ni mulatos ni mestizos en su mayoría. Y se enfrentaban a los haitianos, con cuyos dirigentes de la oposición a la dictadura de Boyer, fueran negros o mulatos, se ligaban según las estrategias y negociaciones. Estos revolucionarios de origen africano eran una afrenta para los imperios a quienes habían vencido y habían desatado en las demás colonias un pavor indecible entre los amos blancos.
Fuera de las expresiones populares, décimas y decimeros, versos y refranes, recuerdo algunas expresiones alusivas al enfrentamiento de razas que sobrevivió en Santo Domingo y que oí de niño, no sé si en el campo o en la ciudad. Cuando alguien se sentía vejado solía decir: «algún día ajorcan blancos», que se usaba cuando alguien se enfrentaba al poder de un jefe o mostraba la esperanza desolada de encontrar justicia. En un exordio a un trabajo que publiqué en otro tiempo, un buen amigo, intelectual africano y alto funcionario de la Unesco, me llamó la atención y me señaló el error que cometía al citar el verso «el negro tras de la oreja», recordándome, como si no lo supiera, que en Santo Domingo lo que la gente tiene es «el blanco tras de la oreja».
Y se restauró la República, que no quería volver a ser colonia, ni de España ni de Francia y enos de Estados Unidos, a quienes no se les vendió Samaná. En la segunda mitad del siglo XIX se produce la gran crisis mundial del azúcar de remolacha en Europa y en Estados Unidos. Hubo la guerra franco-prusiana, por un lado, y la de Secesión, por el otro. Además de esto, la crisis de los productores de azúcar de caña caribeños con los Gritos de Lara y de Yara en Cuba y en Puerto Rico. Fue este el momento en que volvió la caña al país. Y con ella, plantaciones, ingenios, trenes, máquinas de vapor y maquinistas; gente del Caribe inglés que sabía de mecánica y leía en inglés; del Caribe francés y el holandés, a quienes llamamos cocolos, y vinieron blancos de Córcega, de España (sobre todo, de Canarias y Cataluña), propietarios de plantaciones cubanos y puertorriqueños, americanos y diversos italianos… Y se creó una nueva clase de colonos de la caña, dueños de extensas colonias cañeras y se blanqueó un buen sector de la nacionalidad.
En las letras surgen escritores dominicanos desde finales del siglo XIX y principios del XX. Eran románticos. La primera galaxia de escritores e intelectuales de la República surgió en esa época. Había que reforzar y enaltecer nuestra identidad y nuestros valores. Se afirman nuestras raíces autóctonas y reaparece el indio, que hacía tiempo había desaparecido físicamente. Se desencadena en la cultura y la educación una disputa entre lo tradicional y lo moderno. La tradición enfrenta la escuela de Eugenio María de Hostos, quien fue el fundador de la Escuela Normal de la República Dominicana, cuya obra se basa en la exaltación de las virtudes positivistas. Los poemas y las leyendas tienen una profunda carga didáctica. Sus valores llevan a menudo la marca de la España ausente. La voz del escritor, del novelista, del poeta, es muchas veces una voz europea que se mira y que nos mira con ojos casi asombrados de lo que somos. Tulio M. Cestero es uno de ellos. En Ciudad Romántica y Sangre solar (1911) retrata la fisionomía de sus personajes dominicanos, el paisaje urbano y el ambiente de la ciudad en la época del dictador Lilís (Ulises Heureaux), quien gobernó el país hacia finales del siglo XIX. En su obra describe a los personajes utilizando la terminología de color de la época, sin abundar en connotaciones de etnoclase. Así, Carmen es una sirvienta… «fresca y pulcra, … sale una mulata». El dueño de un establecimiento es un mulato, el cocinero es un negro grande. Describe una fiesta donde se toca un tambor hecho de «un tronco cubierto en uno de los extremos con una piel de chivo prieto», y la gente baila como en «las claras selvas africanas, la danza quema carne, hace frenéticos los movimientos», donde también aparece «una mujer, blanca, mulata o negra». Hablando del presidente Ulises Heureaux, lo describe como un «Prócer de estatura, el pecho prominente, de finas maneras, la color de caoba del rostro feo y los labios bezudos». Y describe a los caudillos de la época como casi señores feudales. Alude a los «blancos tostados por el sol, el mulato lacertoso y viril, el negro panzón, zahareño, astuto … Los hay blancos puros, anémicos, la piel curtida por el sol ha adquirido tonos de marfil viejo; negros vigorosos, de labios rojos y espesos; mulatos de áspera piel, cual si fuera hecha de hojas de tabaco; negros de rasgos finos». Las mujeres, «Venus de ébano» y las campesinas «descansando el busto en las nalgas prominentes o descaderándose, asustadas, mostrando entre el coral de los belfos». Y hasta aparece la cita de un insulto dirigido por una mujer diciendo: «Sinvergüenza, jipato blanco».
Otro de nuestros principales autores, Juan Bosch (1909-2001), en sus cuentos y en sus obras políticas y sociológicas, presenta en la sociedad dominicana una división de clases que no tiene en cuenta lo racial. En su libro Trujillo, causas de una tiranía sin ejemplo, Bosch clasifica al pueblo dominicano como un grupo dividido en personas de «primera, segunda y tercera categoría», sin que intervenga ninguna connotación racial. Sin embargo, alude también a las diversas teorías del desarrollo de la época y, en particular, a algunas que pretenden ver en nuestro subdesarrollo una raíz racial. Por ejemplo, en la alta burguesía, de donde procedía el equipo gobernante, se pensaba en términos de «mejorar la raza» y todo el mundo aceptó esa posición como algo natural y en varias ocasiones se procedió a traer una emigración extranjera europea. En Cuentos escritos antes del exilio, Bosch describe a sus personajes a partir de un boceto rápido. Una línea, un perfil, una sombra, una postura. Los blancos aparecen descoloridos, sin el color que les daría vida. Esto es un poco la actitud de los dominicanos. Oscuro, trigueño son los colores de contraste de la descripción. Da una pincelada, señalando una mano negra, dos dedos negros que le pasaban por la frente… El negro vestido de negro como un negro (p. 21). Un estrabismo de ojos color moka (p. 33). Era negro y tenía un aspecto miserable… Era impresionante (p. 35). Un negro triste y perseguido (p. 47). Su color pálido, como traslúcido, había pasado ya del rojo de la fiebre (p. 54) … con el cuerpo agobiado como si pronto fuera a despojarse de aquella sonrisa aguda, de aquellos ojos duros, de aquellos ojos crespos, de todo lo que le hacía iracundo e inestable (p. 65). Cual hombre es moreno y alto (p. 83), flaco y descolorido (p. 84). Bigote crespo (p. 101), era bajetón, regordete, negro, sus ojos pardos no miraban: acariciaban (p. 111), amarilla esmirriada, con su mono sobre la coronilla y sus pelos en la barba (p. 113). Tenía color de calabazo seco, juraba a cada paso (p. 114). Se le notaba la palidez por encima de su color oscuro (p. 115), trigueño quemado, usaba bigote pequeño y tenía la mirada preñada de oscuridades (p. 123). Aquel mechón de cabellos lacios y negros que le caía sobre la frente como un chorro de alquitrán (p. 133). Taquito, pequeñín, renegrido, fuma también (p. 138). Blanco hasta los cabellos, ojos azules que parecen espinas, alto, flaco (p. 139). Manos oscuras, renegridas, blancos rosados, la piel quemada, caras que se vuelven verdosas, cara trigueña, hombre oscuro, enjuto, trigueño.
Durante el período de la colonia hubo una diferenciación entre los herederos de los europeos nacidos en América, los criollos, los europeos puros (administradores, hacendados, comerciantes), frente a los esclavos, denominados negros, bozales, esclavos, y a los pobladores originarios llamados indios, entregados en encomienda a los colonos. Se define poco a poco lo que hoy podríamos denominar como etnoclases, ya que la posición de cada individuo en la escala social estará definida no solamente por el nacimiento o por la cuna como aristocrático, hijodalgo o campesino, sino por el origen étnico y geográfico. Las leyes y ordenanzas y los códigos negros determinan la posición que cada individuo podría tener en la colonia. La diferenciación identitaria y legal crea una visión de sí y del otro compartida entre el yo criollo y el otro: y a sea el indio o el peninsular.
Luego de las independencias americanas que fueron realizadas por criollos blancos con la excepción de Haití, el criollo ocupa entonces el rango superior en la escala social y determina el perfil cultural del dominicano, el montero, el hatero, el hombre y la mujer mulata tal como hemos visto en los escritores del período precedente. Organiza la cultura a través de una educación neocolonial que crea como forma de fomentar y recrear la idea de nacionalidad, de pertenencia a los grupos que conviven en la geografía de la nación, blancos, negros, criollos, indios. Los símbolos patrios, las leyendas de patriotas y los hechos gloriosos que dan origen a la nación. «Civilización o muerte», dijo un gran patricio caribeño. El estudio produce un contrapeso social y hace al criollo y al mulato mejor o igual que el amo (y que el blanco o el europeo). Y la cultura occidental judeocristiana es la que se adopta en la República como parangón de civilización. Sabremos algo de nuestros ancestros locales mucho pero mucho más tarde. Los códices mexicas, mayas, toda la cultura amerindia fue quemada o adulterada. No sabemos lo que rezaban los areítos. Y mucho menos conocemos las filosofías que una vez guardaron y retransmitieron los africanos de la universidad de Tombuctú y otras al medioevo europeo.
Comenzamos a perderle el miedo al África «salvaje» que nos transmitieron los colonizadores europeos justamente en los años en que nos formamos como naciones. Fue a mitad del siglo XIX cuando Europa redescubrió y se repartió ese continente, lo colonizó y nos lo dijeron «salvaje y sin cultura» (sin la cultura europea), aunque ahora sabemos que no existe pueblo sin cultura ni civilización.
La educación que se nos impartió fue para mostrar que éramos capaces de ser «civilizados» como ellos, y conocimos a Aristóteles y a Platón y aún seguimos con una educación neocolonial sin mirar lo nuestro, lo que crearon nuestros ancestros en América.
La discriminación social no estuvo siempre cargada del estigma que se podrá apreciar ulteriormente. Ahora bien, a principios del siglo XX surge un tercero en el espejo identitario: el anglosajón, político, administrador de nuestros bienes, el miliar norteamericano. Aparece entonces un tercero en el espejo identitario: el estadounidense, el norteamericano, quien a partir de 1901 ocupa las aduanas dominicanas de manera administrativa y luego el país de manera militar, interviniéndolo de 1916 a 1924. Ese contacto íntimo, fuerte, político, militar va a tener amplias connotaciones culturales. Es la época en que aparecen en Estados Unidos leyes segregacionistas, de ordenamiento racial, que se agregan al sustrato racial preexistente. La guerra de Secesión tenía un fuerte componente racial. Es evidente que frente a este contacto forzado con la civilización norteamericana y sus leyes, que en algunos aspectos pretenden aplicarse en Santo Domingo, vamos a tener una reacción nacional que afirmará la diferencia de lo latino frente a lo anglosajón. Mientras que en Haití, nuestro vecino francoparlante, se pretendieron franceses al principio y finalmente adoptaron negritudes africanas.
Frente al anglosajón ocupante surge una tendencia hispanista impulsada por la política del dictador que nos dejaron. De ser un mulato que se rechaza, de ser un heredero de una abuela haitiana de la que reniega, surge el gran tirano entronizado por el ocupante al ser echado del país: Trujillo.
Desde 1901 en adelante se había hecho presente la influencia política económica y cultural del vecino del norte. La lucha de los intelectuales dominicanos contra la presencia anglosajona en la isla se basaba todavía en las premisas de la «superioridad» latina sobre los «bárbaros» anglosajones. El nuevo modelo cultural, «civilización versus barbarie», adquiere entonces la apariencia de una cruzada cultural contra el invasor anglosajón y se aclama la supremacía del elemento hispánico. Lugo, Fiallo, Peña Battle y tantos otros intelectuales dominicanos blandirán las «raíces hispánicas» del pueblo dominicano como escudo y defensa contra los norteamericanos. La ideología de Trujillo hará el resto.
Los intelectuales revisan la historia, se exaltan las glorias del indio desaparecido, se señalan con particular empeño nuestras glorias guerreras frente a Haití, se acentúan los desmanes de sus gobernantes, las masacres que cometieron en la retirada, como si se quisiera justificar la masacre perpetrada por Trujillo en 1937 contra los haitianos. Se inicia entonces un nuevo período identitario. En Cartas a Evelina, Francisco Moscoso Puello recoge el mismo léxico que hemos visto con su visión multicolor del pueblo dominicano. Pero surge a la vez un deslizamiento discriminatorio que jugará entre lo social y lo racial. En Manuel del Cabral, en la Poesía Sorprendida, en Pedro Mir, entre otros, aparece el negro, pero el negro es el otro, el caribeño, el haitiano. En la época de Trujillo aparece un movimiento en el que se pasan por alto las descripciones y las alusiones a lo local, quizás como distanciamiento, sin marcar una clara oposición a la dictadura. El paso de André Breton hará conocer a los locales la negritude de Aimé Cesaire; y una de las escritoras señeras del movimiento de la Poesía Sorprendida, Aída Cartagena Portalatín, se interesa por la cuestión y escribe:
INDIAS OCCIDENTALES
A-M-É-R-I-C-A
(Continente de indios
mestizos
negros
blancos y rubios.
Continente de HOMBRES
y de HAMBRE – Trópico
y flechas del Sur.)(Cartagena Portalatín, La tierra escrita, pp. 147-148)
La negritud estará presente en otros poemas de Aída Cartagena. Así, la negritud que en Cabral es más bien social, porque al negro como al pobre lo tratan del mismo color, pasará casi desapercibida hasta los años 60, luego de la caída del dictador. Es con Hugo Tolentino Dipp, historiador, y luego tras la revolución de 1965 y el nuevo auge del nacionalismo ante la segunda ocupación militar de Estados Unidos, cuando se desarrolla una investigación profunda sobre nuestra identidad y tradiciones populares. Entre los poetas de este período aparecen poemas inspirados por una cierta negritud, como «Con el tambor de las islas», de Manuel Rueda.
Aparte de la palabra del intelectual urbano, nuestras tradiciones pasaron por otras derivas. La aparición del transistor ya nos había separado de muchas tradiciones ancestrales. Las artes y la literatura se centran más en problemas socioeconómicos y aparecen las canciones de protesta política y una literatura comprometida. En el pueblo, en los medios de prensa y en el lenguaje coloquial politizado se identifican grupos sociales y económicos como los tutumpotes, los riquitos, frente a los hijos de machepa.
En las postrimerías del siglo XX realizamos una investigación, en el marco de un trabajo doctoral sobre imágenes cruzadas en el Caribe, con la finalidad de descubrir si en verdad el estudio y la enseñanza de lenguas extranjeras contribuye al conocimiento del vecino que habla la lengua estudiada. Para ello escogimos el español (dominicano) estudiado por los jóvenes de escuelas secundarias y la universidad en Martinica y grupos similares que estudiaban el francés (Martinica) en la República Dominicana. Se los sometió a un cuestionario donde debían responder por escrito a la pregunta: ¿Cómo somos los dominicanos, los hombres, las mujeres, cuáles son nuestras mejores virtudes, nuestros peores defectos? Y preguntas similares sobre el otro, aquellos cuya lengua estudiaban. Y en Martinica se aplicó el mismo modelo con las adaptaciones correspondientes. Se recogieron los discursos de respuesta a dicha encuesta sobre la imagen de sí y del otro, y descubrimos que las nociones raciales aparecían muy raramente en el léxico expresado por los estudiantes dominicanos. Entre las palabras más frecuentes no aparecen los términos racializados de los escritores en períodos anteriores.
Los dominicanos se dicen mulatos en una proporción correspondiente al 2 % de la denominación en el conjunto de las respuestas: Somos mulatos, religiosos, culturales; somos mulatos; hablamos castellano; nos gusta el merengue; tenemos piel mulata; somos hospitalarios; trabajadores; somos hostiles; somos de piel oscura, mulatos; tenemos el sabor del merengue en la sangre.
En nuestros días, en la realidad de hoy, sentimos que nuevas clasificaciones identitarias surgen en el lenguaje coloquial de la juventud dominicana. Hoy somos popis o somos wawawá.