En octubre pasado, los jóvenes de los suburbios 1 de las grandes ciudades de Francia incendiaron más automóviles de los que usualmente incendian como medio de protesta. El fenómeno no es realmente nuevo y su origen se sitúa en los años ochenta, determinado por las mismas causas que “en los primeros siete meses de 2005, habían provocado el incendio de 21,900 vehículos”2 en distintos centros urbanos franceses. Es precisamente en esa década de los ochenta cuando surge en esos suburbios la “generación de los beurs”3 , nombre con el son conocidos esos jóvenes franceses de ambos sexos, con su propia identidad cultural, muy diferente a la de sus progenitores llegados de África magrebina (el Magreb incluye a Argelia, Marruecos, Túnez, Libia y Mauritania; la emigración hacia Francia proviene fundamentalmente de los tres primeros), pero también a la de los jóvenes franceses de souche (pura cepa).
Como el 70% de los inmigrantes (identificados en general con África del Norte) vive en esos suburbios, la tentación de prácticamente anunciar que la jihad había llegado finalmente al corazón de Europa era muy grande y muchos no pudieron resistirla. De hecho, el componente étnico de muchos de esos suburbios no dejaba mucho espacio para otras suputaciones, condicionada como está la opinión pública después del 11 de septiembre de 2001 a relacionar violencia con el Islam, sin querer considerar que “el Islam está en la modernidad y no enteramente encerrado en un pasado premoderno”.
Sacrosanto republicano
Un argumento políticamente muy atractivo es el de atribuir toda esa tensión interétnica, que según la mayoría de los indicadores no está tan extendida como los incendios de automóviles podrían indicar, al “racismo de los franceses” o, visto desde la otra acera, a la amenaza que representaría una supuesta “quinta columna” musulmana establecida en Europa. De ambas cosas debe haber algo, porque lo del racismo no es sólo leyenda, si se sabe que de los cinco millones de personas de origen árabe, ni siquiera una es parte del parlamento, sin hablar ya de ningún alcalde. Todo bajo el sacrosanto valor republicano, heredado de la Revolución, de que “todos son iguales ante la ley” y, en consecuencia, no se debe diferenciar a nadie por su color o religión. En cuanto a lo de una “quinta columna”, tampoco es pura fantasía: Europa ha sido víctima de ataques terroristas y de numerosos intentos fallidos de factura musulmana. No obstante, debe hacerse una clara diferencia entre esa violencia de los barrios populares europeos, que responde a la insatisfacción de sectores marginados que conviven con una tan cercana pero lejana opulencia, y la que generan grupos terroristas que consideran que nadie debe ser ajeno a los dramas que sacuden al Oriente Medio, porque son de responsabilidad común. En el primer caso, como en Francia, se trata de un fenómeno encuadrado en la violencia juvenil –aunque por razones de otro tipo– que concierne en buena medida a jóvenes de origen árabe, pero que no es más que uno de los “síntomas de un orden social que encuentra dificultades para mantener su cohesión”.5 En otros países de Europa, esos jóvenes violentos expresan su inconformidad de otra manera, a menudo peor pues incluye agresiones físicas, como en el caso de los skinhead.
Otros ingredientes
Según varias estimaciones, en toda Europa viven unos 20 millones de musulmanes (entre los cuales hay 3.5 millones de turcos, o sea, musulmanes pero no árabes). La mayor parte está concentrada en Francia, son sobre todo de origen norteafricano y representan el 10% de su población; en Holanda algo más del 6%; entre el 3 y el 4% en Alemania, Suecia y Bélgica; cerca del 3% en Gran Bretaña y apenas entre el 1 y el 2% de la población de Italia y España. Sin menoscabo de la importancia que tiene el elemento étnico-racial en esta crisis, hay que ponderar otros ingredientes que le quitan su carácter único a lo ocurrido en Francia. Así, Angelina Peralva llama la atención acerca del “discurso antijuvenil que se escucha, que puede ir muy lejos, llegando a caer en los prejuicios raciales”.6 Eso obliga, naturalmente, a considerar algunas variables que sí son propias de Francia. En primer lugar, debe recordarse que hasta 1962 una franja magrebina era parte del imperio colonial francés de África.
En los estamentos dirigentes de todos los países involucrados, tanto de Francia como de los norteafricanos, persisten elementos de la tensión generada por las luchas independentistas por un lado y la oposición tenaz a ceder esas posesiones por el otro. La primera ola migratoria proveniente de África del Norte hacia Francia comienza en el período inmediatamente anterior a la proclamación de las independencias, cuando huyen de allí tanto los denominados pied noirs, descendientes de colonos franceses, como los harkis, también franceses, pero de origen árabe. Como luego en cierta forma ocurriría en Estados Unidos con los veteranos de la guerra de Vietnam, la sociedad francesa culpabilizó a esos recién llegados por no haber evitado la situación que les llevó a emigrar, es decir, las luchas por la independencia, sin tomar en consideración que ellos habían sido meros instrumentos de una política trazada y mantenida desde la metrópoli.
Un posterior y más importante flujo migratorio, de otras características, se produjo a principios de los años sesenta, cuando en Francia (y otros países ricos de Europa) había escasez de mano de obra y una baja tasa de desempleo. Los naturales reagrupamientos familiares, que no fueron concedidos fácilmente en ninguno de los países europeos, dieron una masiva consistencia a la presencia inmigrante.
Ya la segunda y tercera generaciones son parte integral de esas sociedades, incluida la francesa. Y aunque, como dice Jaime Riera, “el 90% de los descendientes de aquellos norteafricanos llegados en los ’50 a Europa, ha abandonado la religión de sus padres persiguiendo el sueño de la sociedad de consumo occidental y laica”,7 todavía hay quien conserva los viejos reflejos de considerar a los norteafricanos como “súbditos”. En segundo lugar, y estrechamente asociado con lo anterior, está la cuestión de considerar –a la luz de la inestabilidad política en el Medio Oriente y sus expresiones de violencia, traumáticas para las nuevas generaciones de europeos que no vivieron las dos terribles guerras mundiales del siglo XX– que la misma es una expresión cultural, que puede manifestarse en cualquier contexto, como por ejemplo, Europa. Pese a que en ese continente se han producido efectivamente acciones terroristas, algunos estudios sugieren que las inclinaciones extremistas, como en el caso de otros grupos, afectan solamente a una muy reducida minoría de la población musulmana. Por razones obvias.
En general, los jóvenes de origen magrebí de menos de 35 años nacieron en el país donde viven ahora, que puede ser Francia, Alemania o Suecia. Fueron educados en escuelas locales junto con sus pares de otro origen. En el caso que nos ocupa, hablan el francés como los “otros” franceses y comparten los mismos gustos. Valga un ejemplo: los programas de la famosa cadena televisiva árabe Al Jazira llegan a los hogares franceses –y en general europeos–, pero muy poco a los jóvenes musulmanes locales, por la sencilla razón de que muy pocos de ellos hablanárabe. Si bien se sienten lógicamente solidarios de los palestinos, Europa, que en sentido general simpatiza con esa causa, no es el terreno ideal para expresar protestas más allá de las que comúnmente tienen lugar y que gozan de gran aceptación entre los europeos no musulmanes.
Problemática social
Por esta vía llegamos a un tercer punto, el de la problemática social en general, sin relación directa con la cuestión étnico-racial. Para algunos sociólogos franceses existe un problema estructural del que sufre la sociedad francesa desde principios de los años ochenta, que es cuando se desencadena de manera sistemática la violencia suburbana. Según Sauvadet, este problema consiste en “la instalación del desempleo estructural, el reforzamiento de la segregación urbana, la despolitización y la desindicalización”.8 Los HLM de los suburbios o “banlieu”, que son complejos habitacionales para personas de modestos recursos, no fueron construidos para los inmigrantes, sino para las familias trabajadoras y de clase media francesas y se desarrollaron masivamente después de la Segunda Guerra Mundial, ya que el grueso de la infraestructura francesa había sido destruido durante la gran conflagración. Los inmigrantes empobrecidos fueron también los herederos naturales de esas viviendas que ya en los años ochenta eran desertadas por los franceses. Así se desarrolló ese movimiento de segregación, que comprende a los inmigrantes y trabajadores pobres concentrados en los HLM.
En efecto, el desempleo “puede llegar hasta el 40% en ciertos suburbios, lo que crea todos los ingredientes para una situación explosiva”.9 Este fenómeno se ve agravado por una señalada discriminación que afecta, sobre todo, a los varones jóvenes. De acuerdo con un informe del Instituto Montaigne, “las jóvenes tienen más posibilidades de conseguir empleo, pero muchas de las solicitudes que hacen los jóvenes terminan en la basura sin ser leídas”.10 Para los medios de prensa muy ligados al mundo del capital, como es el caso del Dow Jones (de la Bolsa de Nueva York), “el mayor problema […] es que la clase marginada de Francia es consecuencia de la estructura de la economía francesa, en la cual el estado aporta casi la mitad del producto interno bruto y una cuarta parte de la contratación”,11 con la consecuente tendencia a la inamovilidad del empleo. The Economist suscribe tal visión, cuando afirma que “los empleos a tiempo completo están tan protegidos por la ley, que los empleadores prefieren no crear muchos y, en su lugar, optan por trabajadores temporales”.12
El modelo que “favorece” a quienes tienen un empleo lógicamente no estimula a quienes no lo tienen (10% en Francia, pero, como dijimos antes, hasta 40% en los suburbios) a adherirse a las organizaciones sindicales, cuya función, tal como la perciben muchos jóvenes, es la de preservar “privilegios”, por lo demás, cada vez más amenazados por las presiones del patronato y la acelerada desindustrialización en curso. Por eso, el peso específico que tradicionalmente tenían las organizaciones sindicales sobre la vida política en Francia se ha ido reduciendo a una mínima expresión. Y, en consecuencia, se ha debilitado el papel que históricamente jugaban en el seno de las comunidades inmigrantes. “Mientras que las segundas generaciones anteriores encontraron a los partidos de izquierda, los descendientes de inmigrantes de hoy no están en las fábricas, ni en los sindicatos, ni en los partidos obreros […]”.13
A regañadientes
A partir de ese tipo de premisas, esa gran cantidad de jóvenes de los suburbios, y ya en ese caso no necesariamente musulmanes, se ven confrontados a un mundo que les ofrece muy poco y a regañadientes. Ese mundo es controlado por los adultos, que tienen los empleos, los relativos privilegios y poca disposición para compartirlos con la generación emergente. Así, cuando esos jóvenes recurren a medidas extremas, como pueden ser en el contexto francés la quema de vehículos, están expresando su protesta contra todo lo que representa ese mundo que no les abre las puertas, “el adversario es el mundo de las instituciones y del poder –se puede incluso decir, como lo hacen muchos jóvenes– de los adultos o del dinero, que viene siendo lo mismo”.14 La generación del 68 tenía intensas motivaciones políticas, sostenidas sobre la base de un poderoso movimiento socialista, con una vasta representación estatal y con inspiradoras epopeyas (Cuba, Vietnam, China). Esos modelos extinguieron sus llamas en las postrimerías del siglo XX.
Con todas sus debilidades, esas referencias dieron marco a una activa y positiva participación política. Hoy no es el caso y, como sabemos, el protagonismo corresponde al Medio Oriente y sus problemas, incluyendo en ciertos casos la entronización del terrorismo como forma suprema de confrontación. En cualquier caso, lo que ha ocurrido en Francia y ocurre, pero de manera diferente, en distintos puntos del planeta, es una prueba de que la violencia ha dejado de ser patrimonio de alguna instancia, “las sociedades y los individuos toman su revancha sobre el estado en el área de la violencia…”.15 Y, por supuesto, el surgimiento de crisis no esperadas (según parece) en las metrópolis, derivadas del movimiento migratorio del Sur hacia el Norte, contribuyó a crear bolsones de tensión a los cuales se respondió con mayor o menor éxito.
Se han señalado como exitosas las experiencias de Estados Unidos, Alemania o Suecia en el proceso de integración, que algunos sociólogos prefieren denominar incorporación, “que suena más neutral que integración o asimilación, ya que ambas sugieren la desaparición de las diferencias”.16 Hasta ahora, ninguno de los modelos existentes en Europa ha sido totalmente exitoso. Ni el británico con su reconocimiento de las identidades culturales, ni el francés con su obligada asimilación. Los extremistas tipo Bin Laden no interesan necesariamente a jóvenes que, en resumidas cuentas, son europeos. Únicamente la poca aceptación que reciben de sus compatriotas les lanza a la rebeldía. Si las sociedades europeas, llámense francesa u otra, no les otorgan el espacio que corresponde a los europeos musulmanes, entonces sí podrá tener sentido para ellos buscarlo a través de la inmersión en sus raíces originales, que no nacieron en Europa y mal se acomodan a ella.
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