El perverso vínculo entre jóvenes y violencias tiene, en América Latina, múltiples rostros y diversos niveles de complejidad, por lo cual importa contar con interpretaciones rigurosas que permitan diseñar e implementar respuestas pertinentes, relevantes y oportunas. En tal sentido, una palabra clave es “miedo”, concepto sobre el cual Zigmunt Bauman ha realizado aportaciones de gran valor, para entender por qué estamos como estamos (en el mundo) en los temas vinculados con la inseguridad. En dicho marco, se torna más coherente la interpretación multicausal del fenómeno de las violencias relacionadas con jóvenes, lo que a su vez permite revisar –con mayor rigurosidad– “qué funciona y qué no funciona”, distinguiendo las estrategias de prevención primaria, secundaria y terciaria, y destacando ejemplos concretos (latinoamericanos) en cada caso. Se trata de problemas superables, pero no se puede responder con fórmulas simplistas a problemas complejos.
Los importantes y crecientes niveles de preocupación de la opinión pública y de los tomadores de decisiones en el mundo entero por la inseguridad tienen que ver con una amplia gama de fenómenos y procesos, pero casi todos ellos se resumen en la noción de “miedo”. Zygmunt Bauman le ha dedicado uno de sus últimos libros a estos temas y en él realiza un riguroso análisis en el que demuestra que en estas últimas décadas se ha producido un fuerte cambio del énfasis en la seguridad social al énfasis en la seguridad personal, junto con una creciente presencia de los que denomina “miedos derivativos”, que pasan a predominar –incluso– sobre los miedos “objetivos”.
“Los seres humanos conocen –sostiene Bauman– una especie de temor de segundo grado, un miedo –por así decirlo– reciclado social y culturalmente […] que orienta su conducta […] tanto si hay una amenaza inmediatamente presente como si no. Podemos considerar ese miedo secundario –agrega el autor– como el sedimento de una experiencia pasada de confrontación directa con la amenaza: un sedimento que sobrevive a aquel encuentro y que se convierte en un factor importante de conformación de la conducta humana, aun cuando ya no exista amenaza directa alguna para la vida o la integridad de la persona”.
“Los peligros que se temen –explica– (y por tanto los miedos derivativos que aquellos despiertan) pueden ser de tres clases. Los hay que amenazan el cuerpo y las propiedades de las personas. Otros tienen una naturaleza más general y amenazan la duración y la fiabilidad del orden social del que depende la seguridad del medio de vida (la renta, el empleo) o la supervivencia (en el caso de invalidez o vejez). Y luego están aquellos peligros que amenazan el lugar de la persona en el mundo: su posición en la jerarquía social, su identidad (de clase, de género, étnica, religiosa) y, en líneas generales, su inmunidad a la degradación y la exclusión sociales”.
En la actualidad, todo esto está significativamente sobredimensionado, por los efectos directos que la globalización ha tenido en la dinámica de las políticas públicas, y esto tiene una significación particularmente relevante para nuestro objeto de estudio. Dice Bauman: “El Estado, habiendo fundado su razón de ser y su pretensión de obediencia ciudadana en la promesa de proteger a sus súbditos frente a las amenazas a la existencia (de dichos súbditos) pero incapaz de seguir cumpliendo su promesa (sobre todo, la de defenderlos frente a los peligros del segundo y el tercer tipo) –o responsablemente capaz de reafirmarse en ella aun a la vista del rápido proceso globalizador de unos mercados cada vez más extraterritoriales–, se ve obligado a desplazar el énfasis de la protección desde los peligros para la seguridad social hacia los peligros para la seguridad personal. Aplica, entonces, el principio de subsidiariedad a la batalla contra los temores y la delega en el ámbito de la política de la vida, operada y administrada a nivel individual, y al mismo tiempo, externaliza en los mercados de consumo el suministro de las armas necesarias para esa batalla”. El desmantelamiento de los “estados de bienestar”, las campañas “amarillistas” de los grandes medios de comunicación y el desarrollo de promesas electorales centradas en la “mano dura”, son tres de los ejes sobre los cuales se concreta este perverso proceso.
Qué hemos aprendido hasta ahora
Los desafíos que plantea la participación creciente de adolescentes y jóvenes en la comisión de diversos delitos, así como su involucramiento –también creciente– en diversas manifestaciones de violencia (tanto en su calidad de víctimas como en su calidad de victimarios), están siendo cada vez más y mejor atendidos en América Latina. Diversos programas nacionales, así como varios programas de cooperación internacional, han realizado aportes sustantivos de gran relevancia en los últimos años, tanto en materia de generación de conocimientos como en el desarrollo de respuestas operativas.
El conocimiento generado nos permite diferenciar situaciones disímiles en la región. Así, mientras en el Cono Sur las violencias son consecuencia de los procesos de desindustrialización y desintegración social que se producen en el marco de sociedades que cuentan con seguros sociales relevantes (muchos de los excluidos estaban incluidos en las etapas previas a las crisis más recientes), en Centroamérica las violencias se relacionan con la herencia de los conflictos armados de los años ochenta, con las limitaciones de los procesos de paz de los años noventa, con la incidencia de la maquila en la dinámica económica y con los fuertes procesos migratorios, sobre todo hacia Estados Unidos.
En los países grandes del continente (Brasil, México, Colombia), por su parte, parecen primar explicaciones ligadas a la elevada presencia de poderes paralelos a los legalmente establecidos (narcotráfico, grupos armados, etc.) en el marco de Estados debilitados y situaciones estructurales sumamente críticas. Pero más allá de estas especificidades, en todos los países de la región se puede constatar –fácilmente– la vigencia de una cultura de la violencia, que lleva a que prácticamente todos los conflictos (hasta los más acotados e irrelevantes) se “solucionen” por vías violentas. Por lo dicho, el tema debe ser encarado asumiendo sus complejidades y eludiendo las simplificaciones inconducentes que suelen primar en casi todos nuestros países en los últimos tiempos.
Si le añadimos algunas complejidades adicionales, podríamos decir que –en lo que atañe a nuestro tema en particular– las y los jóvenes participan activamente en estas dinámicas violentas, tanto en su calidad de víctimas como en su calidad de victimarios. En general, las clases dirigentes y la opinión pública suelen destacar esta última dimensión (presencia creciente de jóvenes en la comisión de diversos delitos, creciente presencia de maras y pandillas en las principales ciudades de casi toda la región), mientras que los organismos de defensa de los derechos humanos (entre otros) insisten en destacar los importantes efectos de la violencia sobre los jóvenes (altas tasas de homicidios y ejecuciones extrajudiciales cometidas contra jóvenes). En paralelo, nuestras sociedades asisten a crecientes niveles de visibilización de los problemas relacionados con la violencia doméstica y la violencia social, que también tienen una directa e intensa incidencia en las generaciones jóvenes.
Por si fuera poco, los problemas realmente existentes son generalmente amplificados por los medios masivos de comunicación, que fomentan el “amarillismo” desde lógicas que mezclan la necesidad de “vender” con serias implicancias empresariales (propiedad de medios de comunicación y de empresas ligadas a la seguridad en un mismo grupo empresarial) en no pocos casos. El resultado –evidente y sumamente preocupante– es la ampliación de la brecha entre la situación real y la situación percibida por la ciudadanía en cuanto a inseguridad pública, agigantando aún más los problemas existentes.
Frente a tan problemático y preocupante cuadro de situación, las respuestas que se han venido implementando se han puesto en práctica desde lógicas muy diferentes y han logrado resultados también diversos. El enfoque de “seguridad ciudadana” prioriza –en definitiva– la protección de bienes y de personas y actúa en consecuencia, mientras que el enfoque de “salud pública” funciona sobre la base de la identificación de factores de riesgo y factores protectores, tratando de limitar los primeros y potenciar los segundos. Por su parte, el enfoque de “derechos humanos” opera desde un fuerte apego a la ley, denunciando constantemente las violaciones que se producen –sobre todo– en contra de las y los jóvenes, mientras que el enfoque “económico”, centra sus razonamientos en los costos de la violencia, tratando de identificar los incentivos y desincentivos que habría que manejar para incidir en la disminución de los elevados niveles de violencia existentes.
Evidentemente, estos enfoques (entre otros) coexisten en la realidad cotidiana de nuestros países. En general, el enfoque de seguridad ciudadana prima en los ministerios del Interior, mientras que el enfoque de salud pública predomina en los ministerios de Salud, de Educación y de Cultura, al tiempo que el enfoque de derechos humanos prima en buena parte de la sociedad civil y el enfoque económico predomina en los ministerios de Finanzas y en los grupos empresariales. La compleja y dinámica mezcla de todos ellos es confusa y cambiante en el tiempo en casi todos los casos nacionales y locales de la región.
Qué funciona y qué no
Llegados a este punto, importa preguntarse por las estrategias –propiamente dichas– puestas en práctica para combatir la violencia y la delincuencia. Este es un punto clave, sobre todo para poder diseñar respuestas pertinentes y oportunas en el futuro, y por ello, hemos estado realizando un sistemático trabajo de evaluación de los diversos programas vigentes en los diferentes países de la región. Sobre esta base, estructuramos un cuadro de doble entrada, cruzando los niveles de éxito o fracaso de dichas experiencias, con los niveles de intervención en los que han operado (primario, secundario, terciario).
Como puede apreciarse en el cuadro, las experiencias sustentadas en enfoques preventivos logran más y mejores impactos que las estrategias puramente represivas o “moralistas”. Diferenciando niveles, incluso, se constata que las experiencias de prevención “inespecífica” (destinadas a todos los jóvenes, en general) son las más eficaces (programas como los de “escuelas abiertas” en Brasil han logrado impactos sumamente relevantes) y aun en el terreno de las experiencias destinadas a “ jóvenes vulnerables” se han logrado impactos más relevantes desde el apoyo a la inserción laboral y el fomento de la participación ciudadana de las y los jóvenes. Por su parte, las campañas “moralizadoras”, el fomento de “espacios específicos para la participación juvenil” (casas de la juventud, clubes juveniles, etc.) y los programas de “mano dura”, no han logrado los resultados esperados o han agigantado –incluso– los problemas que se pretendió solucionar. Tampoco han resultado exitosas las experiencias de “rehabilitación” de “mareros”, que han sido –por cierto– sumamente costosas.
• Atención primaria: Consiste en las medidas más generales y difusas que tienden a operar mucho antes de que ocurran los hechos delictivos, promoviendo acciones de no violencia, y el incentivo de caminos alternativos al delito y la violencia.
• Atención secundaria: Las políticas y los marcos legales se enfocan en desarrollar medidas centradas en las respuestas más inmediatas a los actos de violencia, dirigidas a grupos o individuos ligados a pandillas juveniles o a grupos similares.
• Atención terciaria: Las políticas y marcos legales se orientan a intervenciones centradas en la atención a largo plazo, con posterioridad a los actos violentos, e intentos por reducir los traumas o la discapacidad de larga duración.
• Experiencias exitosas: Son aquellas que han sido probadas y evaluadas científicamente y han mostrado resultados e impactos satisfactorios en los jóvenes beneficiarios, en un número suficiente de casos.
• Experiencias innovadoras: Son aquellas que han sido ensayadas y evaluadas de manera preliminar, y han mostrado buenos resultados, pero todavía se carece de un número suficiente de casos.
• Experiencias cuestionables: Son aquellas que han sido ensayadas y evaluadas en un número suficiente de casos y se ha constatado que no reúnen las condiciones mínimas necesarias como para ser consideradas experiencias exitosas o buenas prácticas.3
Qué hacer y cómo
Por todo lo dicho, parece evidente que las mejores opciones para operar en el futuro están en el campo de la denominada “prevención inespecífica”, desplegando intervenciones destinadas a todos los jóvenes y centradas en la generación de espacios para el encuentro, los intercambios o la participación. Las “escuelas abiertas” (utilización de los establecimientos educativos los fines de semana, los días feriados, los períodos vacacionales, etcétera, para el desarrollo de toda clase de actividades lúdicas, recreativas, culturales o deportivas) son una herramienta privilegiada en este sentido, al igual que los programas de fomento de culturas de paz (formación en valores, resolución no violenta de conflictos, etc.) en todas aquellas instancias donde se pueda interactuar con jóvenes.
En segundo lugar, es evidente que en lo que atañe a las y los jóvenes vulnerables, la clave es el ofrecimiento de oportunidades de integración social, privilegiando la capacitación y la inserción laboral, junto con el fomento de la participación ciudadana. Experiencias como las desplegadas en los programas Chile Joven o Entra 214 son una buena muestra en el terreno laboral, y las experiencias de participación juvenil en “presupuesto participativo” y en “auditoría social” (como las que despliega el Consorcio Juventud y País de Perú) son un buen ejemplo en el terreno de la participación ciudadana. Todas ellas, además, redundan en aportes sustanciales al desarrollo productivo y al fortalecimiento democrático de nuestras sociedades.5
En tercer lugar, y ya pensando en adolescentes y jóvenes que ya han cometido delitos, parece evidente que las medidas alternativas a la privación de libertad (como las que se implementan en Costa Rica, por ejemplo), incluyendo el despliegue de la denominada “ justicia juvenil restaurativa”, son mucho más eficaces y pertinentes, tanto en cuanto a obtención de resultados (rehabilitación, reinserción social) como a costos (la inversión de recursos necesarios es más acotada que en el caso de los programas privativos de libertad).
La instalación de “sistemas de justicia juvenil” efectivos, sustentados en el enfoque de derechos, estableciendo claramente las penas que corresponden a cada tipo de delito y limitando la arbitrariedad de los jueces, puede ser el aporte más relevante en estos dominios. La privación de libertad no funciona, ni para el caso de los menores de edad (adolescentes en conflicto con la ley), ni para el caso de los mayores ( jóvenes que son protagonistas cotidianos del drama de nuestras cárceles en toda la región), y tiene que ser sustancialmente acotada, manejándola sólo como última medida.
Adicionalmente, resulta imperioso encarar los problemas relacionados con la estigmatización con que las clases dirigentes y la opinión pública se manejan en estos asuntos. Para ello, es fundamental operar con los medios de comunicación (especialmente con la televisión) a los efectos de lograr una difusión más objetiva y precisa de las noticias relacionadas con la comisión de delitos por parte de adolescentes y jóvenes, para lo cual puede ser fundamental la suscripción de acuerdos entre y con los medios de comunicación, para actuar más responsablemente, comprometidos con la vigencia de los derechos humanos. Si no se limita el sensacionalismo mediático, que agiganta los problemas existentes, se correrán serios riesgos de que todo lo que se intente (desde las políticas públicas) sea en vano. La experiencia de “Medios unidos por la paz” de El Salvador es una buena muestra de lo que estamos comentando, y habría que reproducirla en la región.
A nivel municipal, entre los principales problemas a enfrentar se destacan las evidentes consecuencias que han tenido últimamente los crecientes procesos de segregación urbana (diferenciación cada vez más fuerte entre barrios ricos y barrios pobres, distribución desigual de servicios en las diferentes zonas de la ciudad, etc.) y la correspondiente “apropiación” de los espacios públicos (parques, plazas, esquinas, etc.) por parte de las y los jóvenes excluidos, que no cuentan con infraestructura propia, a excepción de los que están incorporados a la dinámica escolar o vinculados a instituciones religiosas o deportivas (entre otras). Las claves para actuar son tan obvias como relevantes:
• Más que la pobreza, lo que parece incidir en el desarrollo de problemas es la falta de normas claras de funcionamiento comunitario.
• Si la gente cuenta con respaldos para enfrentar sus problemas, se siente más segura y colabora más activamente en el combate a la violencia.
• Calles bien iluminadas, servicios regulares de transporte, limpieza urbana y espacios abiertos adecuados, son un sustento fundamental en el combate a la violencia.
• Los diálogos fluidos entre vecinos y policía brindan más confianza al momento de enfrentar problemas en materia de inseguridad pública.
• La “visibilización” de algunos problemas (como la violencia doméstica) ayuda a cambiar las mentalidades dominantes.6
• Naturalmente, todos estos esfuerzos deberán complementarse con una agenda renovada en el terreno específico de la seguridad ciudadana, en su sentido más restringido. El bid ha propuesto las bases de una posible “agenda” futura, sustentada en las siguientes claves:
• La formulación de políticas integrales para superar concepciones simplistas o inmersas en un populismo punitivo que pone énfasis en la mera sanción de leyes penales más duras.
• La convocatoria de actores múltiples –estatales y sociales– involucrados en su ejecución e implementación, sobre la base de claras líneas de las respectivas responsabilidades.
• El establecimiento de indicadores de base y mecanismos de evaluación apropiados que midan, no sólo los procesos formales, sino especialmente los impactos sustantivos de las intervenciones.
• La generación e intercambio de información oportuna y confiable, a partir de su recopilación de múltiples fuentes, tanto cuantitativas como cualitativas.
• La importancia de los contextos políticos, sociales y culturales que condicionan el éxito de los programas, entre los cuales se cuenta en primer orden la voluntad política capaz de otorgar sostenibilidad a las iniciativas puestas en marcha.
• La relevancia de los ámbitos jurisdiccionales de aplicación de los programas, así como también de la focalización y territorialidad de las intervenciones, a partir de claras prioridades de gestión.
• La necesidad de diseñar las intervenciones como parte de un proceso temporal que incluya la obtención de resultados en el corto, mediano y largo plazo, con metas claras e indicadores de desempeño.7
¿Seguridad ciudadana o seguridad humana? También tendremos que trabajar intensamente en la reformulación de los enfoques y las prácticas con las que se guían las políticas públicas, en el terreno del combate a la violencia y el delito en general, y en sus efectos en las nuevas generaciones en particular. Para ello, puede resultar sumamente útil revisar el concepto de “seguridad ciudadana” con el que se manejan la mayor parte de los países de la región y varios de los organismos internacionales que colaboran en estos dominios, procurando pasar a operar sobre la base del concepto –más amplio e integral– de “seguridad humana”.
El Informe Nacional de Desarrollo Humano de Costa Rica 2005, elaborado por el pnud, ofrece una excelente base al respecto, cuando dice que “la seguridad ciudadana es una parte limitada pero vital de la noción, mucho más amplia, de la seguridad humana. Si ésta última atiende a formas de vulnerabilidad que comprometen el disfrute de los Derechos Humanos en general, la seguridad ciudadana se refiere a modalidades específicas de vulnerabilidad –las ocasionadas por la violencia y el despojo– y a la protección de un núcleo esencial de derechos fundamentales de las personas”. En este enfoque, a las dos dimensiones básicas que se consideran en el estudio tradicional de la inseguridad (los hechos objetivos de violencia o victimización, y las percepciones subjetivas por parte de las personas afectadas) se suma una tercera, centrada en el concepto de “segurabilidad”. “Esta se entiende como el conjunto de pensamientos, sensaciones y comportamientos que le permiten a una persona sentirse segura y retornar a un estado de seguridad, tras experimentar cualquier tipo de situación de inseguridad. En otras palabras, denota la capacidad personal para prevenir las amenazas y contender con ellas”.
Lo dicho permite constatar que esta concepción se aparta notoriamente de aquella que define la seguridad ciudadana exclusivamente en función de la criminalidad y el delito. “Existen comportamientos delictivos no violentos, como la corrupción administrativa, el soborno y los delitos de cuello blanco, que no son habitualmente vinculados a sensaciones de temor, amenaza y vulnerabilidad, a pesar de que su efecto nocivo sobre el desarrollo humano está fuera de toda duda. Además, es crucial que el concepto de seguridad ciudadana abarque formas no criminalizadas de ejercicio de la violencia y el despojo, los cuales, en muchos casos, crean una intensa sensación de vulnerabilidad y desprotección del núcleo duro de los derechos fundamentales en gran parte de la población. Basta pensar en ciertas manifestaciones de violencia doméstica y de violencia contra las mujeres que aún esperan ser tipificadas en algunos países de América Latina.”
Por esta vía, el informe identifica cuatro retos centrales: disminuir el temor en la población, revertir la tendencia creciente en el terreno de las violencias, atender los factores de riesgo y fortalecer la capacidad institucional a todos los niveles. Para ello, agrupa sus propuestas operativas específicas en cuatro perspectivas: prevención, empoderamiento, protección y control, alejándose de la clásica y poco fértil dicotomía entre prevención y represión. Como puede apreciarse, el enfoque es válido para trabajar con muy diversos sectores poblacionales, pero lo es particularmente para el trabajo con jóvenes, con quienes habrá que operar en los cuatro frentes identificados, simultáneamente, combinando políticas y programas específicos en muy diversas esferas del desarrollo humano.
Notas
1 Bauman, Sygmunt. Miedo líquido: la sociedad contemporánea y sus temores. Buenos Aires, Editorial Paidos, 2007.
2 Destacan el Programa de Desarrollo Juvenil y Prevención de la Violencia de la ops y la gtz que se viene ejecutando en varios países de la región (ver: www. paho.org/cdmedia/fcHgtz/informaciongeneral.htm), el Programa sobre Maras y Pandillas en Centroamérica, México y Estados Unidos, que vienen ejecutando el itam de México y wola de los Estados Unidos (ver www.interamericanos.itam.mx/maras), el Programa sobre Violencia de la Unesco en Brasil (ver www.unesco.org.br) y los Programas de Seguridad Ciudadana impulsados por el Banco Interamericano de Desarrollo en varios países (ver www.iadb.org/seguridad).
3 Rodríguez, Ernesto, Políticas públicas y marcos legales para la prevención de la violencia relacionada con adolescentes y jóvenes: estado del arte en América Latina 1995-2004. Lima, ops-gtz, 2006.
4 Ver, por ejemplo, Weller, Jürgen (editor), Los jóvenes y el empleo en América Latina: desafíos y perspectivas ante el nuevo escenario laboral. Santiago, cepal-gtz, 2006.
5 Muchas de estas experiencias están presentadas y comentadas en el Portal de Juventud de América Latina y el Caribe, animado conjuntamente por el celaju y la Unesco. Ver www.joveneslac. org.
6 Rodríguez, Ernesto, Prevención y atención de las violencias relacionadas con jóvenes en América Latina: una herramienta clave para la convivencia y la seguridad ciudadana a nivel local, Bogotá, pnud, 2006. 7 Alda, E. y Beliz, G. (editores), ¿Cuál es la salida?: la agenda inconclusa de la seguridad ciudadana. Washington, bid, 2007.
8 pnud Venciendo el temor: (in) seguridad ciudadana y desarrollo humano en Costa Rica. San José, pnud, 2005.
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