Revista GLOBAL

La beatificación de monseñor Romero: una perspectiva histórica

by Edward T. Brett
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En marzo de 1985 fui invitado a comparecer en un programa católico de televisión para discutir la vida y la muerte de monseñor Oscar Romero Galdámez. Mientras aguardaba por la entrevista conocí un cura que con los años se convertiría en cardenal. Cuando le pregunté la razón de que su diócesis no hubiese preparado ninguna actividad para conmemorar el quinto aniversario del asesinato de Romero, me respondió que, al tratarse de una figura polémica y carente de «juicio prudente», lo mejor era que la Iglesia se mantuviera apartada de él. Esa misma semana, un compañero de facultad, que posteriormente se convertiría en el director de una organización ultracatólica radicada en Nueva York, me confesó que Romero era un defensor de la «teología de la liberación marxista» y no merecía ser recordado por la Iglesia. Unos años más tarde entrevisté a monseñor Ricardo Urioste en El Salvador, quien había sido uno de los más cercanos colaboradores de Romero y consideraba que no solo fue un mártir profético sino también la persona con mayor sentido de la espiritualidad que había conocido.

Las diferencias entre estas tres opiniones resumen las intensas emociones que Romero infundió en los católicos durante su gestión de tres años como arzobispo de San Salvador, y durante los 35 años siguientes a su muerte. Algunos lo vieron como un polemista y un prelado desmedido; otros, como un incauto comunista que le hacía un daño grave a la Iglesia; y otros, como una encarnación de los genuinos valores del Evangelio. E ¿Cómo es que tantos católicos, especialmente los líderes católicos, lo percibieron de maneras tan diversas? Una mirada hacia el pasado de América Latina puede arrojar algo de luz sobre esta cuestión

La Iglesia en América Latina antes del Concilio Vaticano II 

Desde el siglo xvi, la Iglesia católica fue una fuerza de suma importancia en la política de América Latina y uno de los terratenientes más grandes de la región. En las últimas décadas del siglo xix los gobiernos liberales, que anhelaban modernizar el ineficiente sistema agrícola y hacerlo más productivo, llegaron al poder. Estos veían a la Iglesia como un obstáculo, por lo que aprobaron leyes destinadas a la confiscación de tierras eclesiásticas y que tenían baja productividad. Pese a la oposición de los obispos estos fueron finalmente derrotados y la Iglesia en América Latina perdió gran parte de su poder y riqueza. Con el tiempo la mayoría de los obispos rescataron lo que pudieron sin lograr alcanzar un acuerdo con las autoridades civiles. La Iglesia se quedó sola, aunque en algunos aspectos seguía estando apoyada por el Estado; sus líderes tácitamente aceptaron mantenerse alejados de la política y evitar referirse a las cuestiones socioeconómicas. Con el surgimiento de la Unión Soviética y la expansión del comunismo en Europa del Este tras la Segunda Guerra Mundial, las relaciones Iglesia-Estado en América Latina adquirieron una nueva dimensión. Los líderes religiosos estaban horrorizados ante el ateísmo y los abusos contra los derechos humanos que ocurrían en los regímenes comunistas.

Pero, sobre todo, fue la brutalidad comunista hacia los clérigos lo que llevó a pensar a los líderes católicos que los gobiernos no comunistas, incluso aquellos donde se violaban los derechos humanos, eran preferibles a los marxistas. Por lo tanto, el temor de cualquier avanzada comunista llevó a los obispos a sospechar de cualquier grupo o movimiento que solicitara un cambio radical en la situación. Tal razonamiento se intensificó con la llegada de los comunistas al poder en Cuba. Por eso, cuando en la década de 1960 las fuerzas militares derrocaban un gobierno civil tras otro, sustituyéndolos por dictaduras militares anticomunistas, casi ningún obispo o sacerdote, tanto en América Latina como en Estados Unidos, se opuso públicamente. Hay que recordar, sin embargo, que el modo de pensar de los clérigos católicos era bastante similar al de casi todos los políticos estadounidenses de la época. De hecho, a lo largo de la última mitad del siglo xx, los presidentes estadounidenses –tanto demócratas como republicanos– solían animar, y en ocasiones ayudaban a financiar, los golpes militares de derecha en toda América Latina. Los Estados Unidos también suministraron ayuda militar a las dictaduras y entrenaron a sus soldados en los métodos de contrainsurgencia en la Escuela de las Américas

Un nueva mirada a la injusticia social 

La débil respuesta de la Iglesia católica latinoamericana a las opresivas dictaduras derechistas fue contrarrestada por una nueva forma de pensar que emanaba del 48 Concilio Vaticano II (1962-1965) y de la segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrada en 1968 en la ciudad de Medellín. Ambos acontecimientos recordaron a los católicos que no era suficiente su preocupación por los aspectos espirituales de la religión y por evitar los pecados personales; las necesidades de los pobres y de los oprimidos debían considerarse en igual medida. El llamado que hicieron los padres conciliares a los católicos a «leer los signos de los tiempos» y luego actuar activamente por la justicia llevó a algunos teólogos latinoamericanos a desarrollar un nuevo tipo de teología de la «liberación». Instó a los católicos a emplear la metodología utilizada por los científicos sociales con el fin de diseñar una estrategia teológica para superar la pobreza y la injusticia. Ya que parte de esta metodología había sido desarrollada por los marxistas, los grupos conservadores de la Iglesia y del dominio laico etiquetaron a los seguidores de la teología de la liberación como marxistas. Para cuando Oscar Romero fue consagrado obispo en 1970, la Iglesia católica en América Latina se hallaba dividida. La parte más conservadora se oponía a un cambio radical por varias razones. Los prelados y sacerdotes más reaccionarios, remontándose al papa Pío IX y su Syllabus de Errores de 1864, rechazaban todas las formas de modernidad, incluso la democracia y la separación de la Iglesia y del Estado, que ahora tenían las bendiciones del Concilio Vaticano II. Pese a ser minoría, estos obispos colaboraron activamente con los gobiernos autoritarios de derecha. Muchos de ellos estaban motivados principalmente por el temor de que el cambio radical condujera al comunismo. Se sentían incómodos con las tácticas violentas de los regímenes militares, pero no los condenaban públicamente, temiendo que, al hacerlo, les proporcionaran forraje a los revolucionarios marxistas.

En el otro extremo del espectro, los progresistas, impulsados por la «opción por los pobres» preconizada por la Iglesia, decidieron acompañar a las masas en su lucha por la justicia. Algunos favorecieron un enfoque desarrollista más moderado, mientras que otros, influidos por la teología de la liberación, optaron por un socialismo democrático más radical. Aunque un porcentaje significativo de sacerdotes cayó en el último grupo, nunca fueron mayoría, y pocos obispos se podían encontrar en él.

El Salvador en la era pos-Vaticano II

 Desde el golpe militar de 1948, El Salvador fue gobernado por generales autoritarios. A pesar de que los opositores civiles ganaron abiertamente las elecciones en 1972 y en 1977, los militares perpetraron grandes fraudes electorales con el fin de mantenerlos alejados del poder. Las tensiones también se fueron agravando debido al crecimiento económico que se inició en la década de 1960 y que dio lugar a un mayor enriquecimiento de las élites a costa de los cuadros de pobreza tanto rurales como urbanos. Con la imposibilidad de una reforma a través de elecciones legítimas y frente a la desesperante situación económica de las clases bajas, los grupos de la oposición se tornaron cada vez más radicales y la sociedad se fue polarizando. Cada intento de organizar en sindicatos a los campesinos y los trabajadores urbanos, a menudo con la ayuda de sacerdotes progresistas, fue respondido con el incremento de la represión perpetrada por escuadrones de la muerte patrocinados por el gobierno. Grupos guerrilleros, algunos marxistas, se formaron en represalia. Así que cuando Romero fue nombrado arzobispo en 1977, el país estaba al borde de la guerra civil.

Así como se polarizó la nación, también lo hicieron los obispos. Luis Chávez y González, predecesor de Romero como arzobispo, y Arturo Rivera y Damas, obispo auxiliar de San Salvador, comprendieron que para cumplir los llamados de justicia social del Concilio Vaticano II y de la Conferencia de Medellín era necesario un clero mucho más activo. Trabajando con los jesuitas en el Seminario Nacional de San José de la Montaña, intentaron reestructurar la formación sacerdotal tradicional de modo que hiciera mayor énfasis en las necesidades de los pobres. Sin embargo, los otros cuatro prelados de la nación creían que dicha formación olía a marxismo y, por tanto, se opusieron. También consideraron que los sacerdotes que ayudaron a formar comunidades eclesiásticas de base (ceb) para elevar la conciencia social de la clase baja estaban entrometiéndose en áreas que estaban fuera de las prerrogativas de la Iglesia. Ante este tipo de cuestiones, Romero, un conservador moderado, generalmente estaba del lado de la mayoría conservadora. En 1977, mientras la violencia se intensificaba en El Salvador, el arzobispo Chávez decidió jubilarse por cuestiones de edad y recomendó que el Vaticano nombrara a Rivera como su sucesor, pero el nuncio papal, el arzobispo Emanuele Gerada, junto con los obispos conservadores y miembros influyentes de la clase alta, convencieron a Roma para que nombrara a Romero en su lugar.

Monseñor Romero (1977-1980) 

La historia de monseñor Romero es bien conocida y no es necesario repetirla aquí en detalle. La idea generalizada de que el nuevo arzobispo se convirtió repentinamente de conservador en defensor de los pobres, como consecuencia del asesinato de su amigo, el padre Rutilio Grande, no es del todo exacta. Tres años antes de que lo consagraran como arzobispo, en los tiempos en que era obispo de Santiago de María, ya en su diócesis había comenzado a denunciar la opresión social. El asesinato del padre Rutilio, sin embargo, parece haber acelerado su transformación de tímido defensor de los pobres a su portavoz más eficaz. De hecho, su pasión por esta causa pronto le valió el título de «La voz de los que no tienen voz». También parece que, mientras acompañaba a los pobres en su lucha por la dignidad, les resultó más amigable a los eclesiásticos que, inspirados por la teología de la liberación, arriesgaban sus vidas en aras de la justicia. 

Desde 1972 el padre Rutilio y su equipo de jesuitas habían laborado con los trabajadores de la caña de azúcar de Aguilares y los venían apoyando en sus huelgas y movilizaciones en contra del ingenio. Romero, sin embargo, sentía que los jesuitas eran demasiado políticos y que estaban avivando las llamas de la discordia. Esto lo informó cuando visitó Roma en 1975 como consultor de la Pontificia Comisión para América Latina. 

Al enterarse, poco después de su instalación como arzobispo, de que el padre Rutilio había sido asesinado por un escuadrón de la muerte, junto con dos campesinos de la localidad, Romero se dirigió a Aguilares. Allí vio los cuerpos ensangrentados y el dolor de los campesinos. Desde ese momento hasta su muerte, no volvería a renunciar a su compromiso con los oprimidos. Pero la Iglesia tendría que pagar un alto precio por su liderazgo profético. Durante su gestión de tres años como arzobispo, cinco sacerdotes diocesanos, además del padre Rutilio, serían asesinados por escuadrones de la muerte cercanos al gobierno. Muchos clérigos serían secuestrados y torturados, y varios sacerdotes extranjeros, expulsados del país. Con la excepción de Rivera, que lo apoyó en todo momento, los demás obispos salvadoreños y el nuncio papal culparían a la sinceridad de Romero de las bajas padecidas por la Iglesia. Cuando alegaron que los sacerdotes fueron asesinados a causa de su «desmedida» participación en la política izquierdista, Romero respondió: «Sería triste que en una patria donde se está asesinando tan horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes. Son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo». 

A finales de 1979 las fuerzas de seguridad estaban matando a cientos de salvadoreños. Un pequeño número de negociantes y militares también murieron a manos de los grupos guerrilleros. En sus homilías dominicales, difundidas por todo el país a través de la emisora de radio de la arquidiócesis, Romero solía leer los nombres de los que habían muerto durante la semana debido a la violencia y luego abogaba para que se pusiera fin a los asesinatos. Para entonces se había convertido en una personalidad internacional: había recibido varios premios de la paz y doctorados honoris causa en Europa y Estados Unidos, y se le había nominado para el Premio Nobel de la Paz. Romero había comunicado al mundo los horrores que estaban ocurriendo en su país, y por esa razón era despreciado por los grupos de poder salvadoreños. Una serie de cartas enviadas al Vaticano en que se execraba a Romero llamaron la atención del personal eclesiástico. En junio de 1978 se reunió en Roma con el cardenal Sebastiano Baggio, prefecto de la Congregación para los Obispos, quien lo reprendió severamente por su conducta supuestamente inmoderada y por su negativa a cooperar con sus colegas obispos. Su visita al papa Pablo VI, sin embargo, fue más positiva. El pontífice pareció entender su situación y lo animó a seguir trabajando en aras de la justicia. Sin embargo, en mayo de 1979 las circunstancias habían cambiado. Pablo VI había muerto y Juan Pablo II era ahora papa.

El nuevo pontífice había encabezado con valentía la lucha de la Iglesia polaca contra el régimen comunista. Desconocedor del contexto político de Centroamérica, se turbó en gran medida por la correspondencia que recibió, alegando que Romero estaba siendo manipulado por los marxistas y que su participación en la «política de izquierda» crearía una brecha es candalosa entre los obispos salvadoreños. El papa llamó a Romero al Vaticano, donde le explicó los enfrentamientos que había tenido con los comunistas en su Polonia natal y como gracias a la unión de los obispos la Iglesia fue capaz de perseverar. Así que le advirtió al arzobispo que aprendiera de lo sucedido en Polonia y, por encima de todo, que velara por la unidad de los obispos. El pontífice sugirió que si las relaciones con sus colegas obispos y las autoridades salvadoreñas no mejoraban, Roma se vería obligada a enviar un administrador apostólico a la arquidiócesis de San Salvador. Esto significaría que Romero seguiría siendo arzobispo técnicamente, pero su influencia se reduciría y el obispo administrador manejaría realmente la arquidiócesis.

Según monseñor Urioste, el arzobispo regresó de Roma profundamente deprimido, pero su vida de oración le permitió perseverar a pesar de todas las amenazas de muerte que recibía. Pese a que habló con franqueza sobre esta posibilidad a su confesor, persistió en su denuncia contra la violencia. Cuando le informaron de que Estados Unidos había decidido enviar asistencia militar a El Salvador, redactó una carta donde le solicitaba al presidente Jimmy Carter que no llevara a cabo el plan y señalaba que su ayuda solo se utilizaría para oprimir más al pueblo salvadoreño. Antes de enviar la carta, la leyó en su homilía dominical, enfureciendo de ese modo tanto a las autoridades militares como a los funcionarios del Vaticano, quienes vieron esa acción como una intervención política. El 9 de marzo se celebró una misa por un demócrata cristiano que había sido asesinado por las fuerzas de seguridad. A la mañana siguiente, un trabajador de la catedral encontró una maleta que contenía 72 cartuchos de dinamita que no habían logrado encenderse. Pero este intento fallido de asesinarlo solo hizo que su lucha por la justicia se hiciese más intensa. En su homilía del 23 de marzo hizo un llamamiento a los soldados a desobedecer las órdenes de sus oficiales de matar a sus compañeros campesinos. Al día siguiente, mientras decía misa en una capilla cerca de su residencia, fue asesinado. 

Unas dos semanas antes de su muerte, en una entrevista que le hizo un periodista mexicano, había dicho: «He sido frecuentemente amenazado de muerte. Debo decirles que, como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. Se lo digo sin ninguna jactancia, con la más grande humildad. Como pastor estoy obligado por mandato divino a dar la vida por quienes amo, que son todos los salvadoreños, aun por aquellos que vayan a asesinarme. Si llegaran a cumplirse las amenazas, desde ya ofrezco a Dios mi sangre por la redención y resurrección de El Salvador. El martirio es una gracia de Dios que no creo merecer. Pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea la semilla de la libertad y la señal de que la esperanza será pronto una realidad».

El Salvador tras la muerte de Romero Al funeral de Romero asistieron unas 250,000 personas. Durante el sepelio una bomba estalló en la plaza contigua a la catedral y un grupo de francotiradores abrió fuego desde edificios gubernamentales, matando a alrededor de 50 asistentes. Antes de que concluyera el año 1980, fueron asesinados cuatro sacerdotes, un seminarista y cuatro religiosas estadounidenses, junto con un alto número de civiles. Tras su victoria presidencial en ese año, Ronald Reagan se encargó de que entre las prioridades de su política exterior estuviese la de mantener el régimen salvadoreño. En los siguientes 12 años, más de 70,000 salvadoreños serían asesinados, principalmente por las fuerzas de seguridad salvadoreñas, y medio millón más se vieron obligados a huir de su tierra natal. Pese a esta carnicería patrocinada por el gobierno, los Estados Unidos continuaron apoyando la estructura de poder salvadoreña con cuatro mil millones de dólares en ayuda militar y económica.

Entretanto, el asesinato de Romero presentó un dilema al Vaticano. No querían un prelado con la agresividad de Romero como nuevo arzobispo, pero si elegían un prelado del bando conservador –aquella mayoría episcopal salvadoreña que había sido tan crítica con Romero–, el mundo entero se indignaría. Del mismo modo, en un momento de tanta incertidumbre política en El Salvador, un sucesor extranjero no tendría sentido. Arturo Rivera y Damas, único partidario episcopal de Romero, sería una opción popular entre las masas, pero a los funcionarios del Vaticano les resultaba demasiado radical y lo veían como alguien que no contaba con la disposición conciliadora para unir a los obispos y al país. Roma intentó resolver el problema nombrándolo no arzobispo, sino administrador apostólico de San Salvador. Permanecería en esta situación provisional durante tres años en un período en que tanto sus partidarios como sus enemigos sabían que el Vaticano le estaba pisando los talones. Como administrador apostólico, la libertad de Rivera y Damas estaba limitada en gran medida y su poder se redujo aún más por la falta de apoyo de sus colegas obispos y del nuncio papal. Dadas las circunstancias, lo hizo lo mejor que pudo, dedicando tiempo y energía a sentar a dialogar a las autoridades gubernamentales, los guerrilleros y los grupos de la oposición, entre ellos el fmln (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional). Aquello pareció satisfacer a Roma, ya que el 28 de febrero de 1983, justo antes del viaje de marzo del papa Juan Pablo a Centroamérica, fue finalmente nombrado arzobispo.

La percepción de Juan Pablo sobre Romero finalmente dio un giro cuando visitó El Salvador por un día y se dirigió directamente a la catedral, donde rezó ante la tumba del arzobispo asesinado. Sin duda alguna, este fue un gesto cuidadosamente calculado que buscaba mostrar a todas las facciones salvadoreñas que Romero no era considerado una persona non grata en el Vaticano. Más tarde, como para enfatizar este aspecto, el pontífice elogió la labor pastoral del arzobispo mártir y su defensa de los derechos humanos durante una misa al aire libre a la que asistieron 30,000 civiles, así como funcionarios del gobierno, oficiales militares, miembros de la oligarquía, personal de la Embajada estadounidense y líderes de la Iglesia. ¿Por qué el Papa, que hasta ese momento había sido tan cauteloso en relación con Romero, repentinamente hablaba perlas de él? Uno apenas puede especular, aunque sin duda el inquebrantable amor y la fidelidad que el pueblo de El Salvador rendía a Romero fue un factor importante. Para ese pueblo indefenso, Romero había sido liquidado ya que él voluntariamente eligió convertirse en «la voz de los que no tienen voz». Nada más importaba; él era su santo a pesar de lo que pensara la jerarquía de la Iglesia.

El 16 de noviembre de 1989, el Batallón Atlácatl del Ejército salvadoreño –creado y entrenado en los Estados Unidos– asesinó a seis jesuitas, a su cocinera y a la hija de esta en la Universidad Centroamericana. Dicho crimen conmocionó al mundo y generó una condena y un rechazo general. Fue tanta la presión que el Gobierno salvadoreño y sus patrocinadores estadounidenses decidieron tomar en serio las negociaciones de paz. El 1 de enero de 1992 se firmó un acuerdo de paz entre el gobierno y la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (fmln) que puso fin a doce años de guerra civil. Casi dos años después, el 26 de noviembre de 1994, el arzobispo Rivera y Damas murió de un ataque al corazón. Hoy en día un exguerrillero del fmln es el presidente de El Salvador, pero el partido Alianza Republicana Nacionalista (Arena), que fue responsable del asesinato de Romero, continúa siendo una fuerza política importante y sigue viendo al arzobispo mártir de un modo negativo.

La causa por la canonización de monseñor Romero 

El proceso para la canonización de Romero se remonta a 1993, cuando Rivera seguía vivo, pero según el arzobispo Vincenzo Paglia el postulador (promotor jefe) de la causa de canonización de Romero– se estancó rápidamente debido a «malentendidos» en relación con su vida. Durante su gestión como arzobispo y tras su muerte, se enviaron a Roma miles de quejas de miembros del personal eclesiástico y de las élites laicas. Muchos planteaban que Romero no fue asesinado por su adhesión a las enseñanzas de la Iglesia, sino por sus declaraciones políticas de izquierda y sus provocaciones al gobierno. Las fuertes acusaciones de parte de cardenales y obispos conservadores, que planteaban que Romero era un defensor de la teología de la liberación, llevaron a que durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI la postulación se archivara. El poderoso cardenal colombiano Alfonso López Trujillo, que fue presidente del Consejo Pontificio para la Familia en Roma y muy cercano a Juan Pablo II, se opuso abiertamente a la canonización de Romero. Según Paglia, en diversos años, tres embajadores salvadoreños en el Vaticano se ensañaron contra la causa de Romero, alegando que seguía siendo una figura divisora en El Salvador y que, de producirse la beatificación, los grupos marxistas la usarían para su provecho. Algunos teólogos conservadores señalaron que, de acuerdo a la enseñanza de la Iglesia, no puede declararse mártir cristiano a alguien a menos que haya sido asesinado in odium fidei (por odio a la fe). Y puesto que los responsables de la muerte de Romero no tenían nada en contra de las verdades del cristianismo, más aún, se consideraban católicos, Romero no calificaba como mártir. De hecho, añadían, fue asesinado «por odio a sus intervenciones políticas». 

Pero también se recibieron miles de cartas pidiendo su beatificación y canonización. Algunos teólogos afirmaron que murió por el odio a sus palabras y acciones como pastor católico. En otras palabras, sus asesinos lo mataron porque odiaban la justicia de los Evangelios que él proclamó. Estos teólogos sostenían que justitiae odium (por odio a la justicia) no se puede separar de odium fidei. Se produjo un gran avance en el estancado proceso de canonización cuando, en mayo de 2007, el papa Benedicto XVI proclamó que el arzobispo Romero «fue un gran testimonio de la fe, un hombre de gran virtud cristiana», y en diciembre de 2012, cuando se reabrió el caso y se ordenó enviarlo de la Congregación para la Doctrina de la Fe a la Congregación para las Causas de los Santos. Luego tuvo lugar la elección del papa Francisco, el 13 de marzo de 2013.

El papa Francisco pone a monseñor Romero en la vía rápida

El primer papa de América Latina había vivido el período de «guerra sucia» (1976-1983) en Argentina, una guerra en la que, al igual que en El Salvador, la Iglesia se dividió y las fuerzas de seguridad terminaron matando obispos, sacerdotes, seminaristas y monjas, así como decenas de civiles inocentes. Para esa época él era un conservador moderado, crítico de la teología de la liberación y del clero que se inspiraba en ella. Como provincial de la Compañía de Jesús en la Argentina, se vio obligado por las circunstancias a tomar medidas que resultaron muy controversiales y que fueron duramente criticadas por algunos de sus colegas jesuitas. Conforme pasó el tiempo, sin embargo, logró un contacto más personal con los pobres. Así llegó a comprender mejor su sufrimiento y a identificarse con ellos. De carácter pragmático, nunca se consideró un discípulo de la teología de la liberación. Sin embargo, llegó a respetar a esos clérigos que, inspirados por esta teología, arriesgaron su vida sirviendo a los pobres. 

Por 54 consiguiente, el nuevo papa, que misteriosamente tuvo experiencias personales similares a las de Romero, fue capaz de comprender la naturaleza de los retos que el arzobispo de San Salvador se había visto obligado a enfrentar y el testimonio profético que había mostrado de manera tan noble. A diferencia de muchos otros prelados de América Latina, de los Estados Unidos y del Vaticano, sabía que Romero no había actuado de manera destemplada y que no era una víctima de los marxistas. Se dio cuenta de que había seguido el ejemplo de Jesús que aparece en los Evangelios, aun en su propia muerte. Por eso, uno de los primeros actos de Francisco como papa fue poner en marcha el estancado proceso de canonización del Monseñor. Pidió al personal eclesiástico del Vaticano encargado de la definición de los criterios necesarios para la beatificación que aclarara si el martirio en odium fidei (muerte por adherirse al credo de la fe católica) debe incluir a los que mueren porque eligen trabajar por la justicia que Jesús pide en los Evangelios. En enero de 2015, los funcionarios declararon unánimemente que los dos eran lo mismo.

Romero ahora podía ser llamado un mártir de la fe y Francisco firmó un documento declarándolo como tal. Treinta y cinco años después de su asesinato, fue beatificado finalmente el 23 de mayo de 2015. Y no hay duda de que la canonización se realizará pronto.Poco antes de la beatificación, su postulador, monseñor Paglia, sostuvo que los enemigos del monseñor de San Salvador habían «querido golpear a la Iglesia que surgía del Concilio Vaticano II». Francisco, sin embargo, fue más enfático cuando el 30 de octubre de 2015 se dirigió a un grupo de salvadoreños en peregrinación a Roma. Conversando de manera informal, fustigó a los que hicieron lo imposible –incluyendo obispos y clérigos– para empañar la reputación de monseñor Romero, tanto durante su vida como después de su muerte: «Yo era sacerdote joven y fui testigo de eso –una vez muerto fue difamado, calumniado, ensuciado–. Su martirio se continuó incluso por hermanos suyos en el sacerdocio y en el episcopado. No hablo de oídas, he escuchado esas cosas, o sea, que es lindo verlo también así, un hombre que sigue siendo mártir, bueno ahora ya creo que casi ninguno se atreva, pero que después de haber dado su vida siguió dándola dejándose azotar por todas esas incomprensiones y calumnias. Esto me da fuerza. Solo Dios sabe las historias de aquellas personas que han dado su vida o han muerto, y se les sigue lapidando con la piedra más dura que existe en el mundo: la lengua». La beatificación de Romero echa por el suelo aquellas falsas percepciones de que era demasiado controversial o desmedido, o de que fue una víctima de los marxistas. Pero va incluso más allá. Se crea un modelo a seguir en la visión que tiene Francisco de la Iglesia. Romero fue un obispo que «olía como sus ovejas»; fue un defensor de una «Iglesia pobre para los pobres», el tipo de Iglesia que Francisco contempla.

La beatificación del arzobispo mártir también es muy significativa ya que debe despejar el camino para la beatificación futura de muchos obispos, sacerdotes, religiosos y laicos que, tomando como modelo el Evangelio, exigieron justicia para los pobres y oprimidos de América Latina y de otras latitudes, y que al igual que Romero terminaron pagando con sus vidas. También es necesario que se resucite su historia para toda una nueva generación de latinoamericanos que la desconocen. La beatificación de Romero también tiene ramificaciones para los Estados Unidos. En el prólogo de 1988 de una colección de sermones y cartas del Monseñor, el renombrado escritor espiritual Henri Nouwen señaló que los Estados Unidos, les guste o no, «son los ricos, los poderosos, los opresores que pagan las cuentas y las armas con que se mata y se tortura en El Salvador». La beatificación de monseñor Romero no solo debe recordar a los estadounidenses el papel desagradable que desempeñaron en el pasado violento de ese pequeño país; también debe servir, al menos indirectamente, como una crítica a la política exterior de Estados Unidos, que con mucha frecuencia ha apoyado dictaduras opresivas no solo en El Salvador, sino también en muchas regiones del mundo.

Nota: Traducido del inglés por Frank Báez y Emelio Betances


14 comments

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