De todos los efectos corrosivos y disruptivos de la tecnología de la comunicación y la información en la vida cultural y social, no escapa la esfera política, con su impacto ineludible sobre la democracia como forma de gobierno. La inteligencia artificial (IA) y las redes sociales representan hoy una paranoia colectiva en lo que respecta a los trastornos y dislocamientos de datos en los procesos electorales, medios legítimos en que los ciudadanos ejercen sus derechos históricos al voto: elegir y ser elegidos como principio elemental, origen y esencia de las democracias liberales del mundo occidental.
La fragilidad en el juego y las reglas de las leyes del orden social y político del mundo civilizado genera una sensación de impotencia e incertidumbre. La informatización del mundo ya está ejerciendo un enorme efecto en la credibilidad de los procesos democráticos. Hoy, las campañas electorales encierran una batalla informativa no solo en la esfera política, sino también en la esfera psicológica. Las fake news y los bots generan noticias que influyen en el electorado, en una especie de guerra informática, en materia de opinión pública, que puede hacer variar no solo la percepción, sino los resultados de los votantes en fracciones de minutos y en lo que pestañea una serpiente. También, esas noticias falsas pueden crear discursos de odio y resentimiento que podrían entronizarse en la psique popular y generar confusiones y paranoias. De modo que, en efecto, la tecnología de la información y la comunicación (TIC), a través de las redes sociales, puede alimentar teorías de la conspiración y contaminar la propaganda política. Estamos, pues, ante un enemigo invisible, poderoso y sin precedentes, que atenta contra las libertades y las conquistas históricas de las democracias occidentales y que prostituye el debate político de las ideas del mundo libre actual.
Las campañas de desinformación y descrédito devienen así en medios que amenazan subvertir el orden democrático y la convivencia pacífica. Antes la biopolítica y ahora la psicopolítica amenazan con influir negativamente en el comportamiento electoral. En tal virtud, estos rasgos, cambios y signos del nuevo milenio están poniendo en crisis la democracia: amenazan su base y esencia de sustentación ideológica, jurídica y política. A este giro o cambio estructural, y su impacto en las democracias, el aclamado filósofo surcoreano Byung-Chul Han llama «infocracia». Se trata del gobierno —o predominio— de la informática sobre el régimen democrático, cuyo impacto digital ha producido una crisis en la esfera democrática.
Ante el avance vertiginoso e inexorable de la información en entornos virtuales, nos sentimos perplejos, impotentes y aterrados por la marea de informaciones y datos —reales o falsos— que irrumpen, como fuerza volcánica, en el mundo político. Operan como una fuerza destructiva que deforma, falsea y distorsiona los límites de la realidad social y la racionalidad discursiva. El tsunami de la digitalización del mundo real afecta enormemente la psicología política: genera una paranoia nerviosa que trastorna el espectro social y los procesos electorales y democráticos.
Hoy, los torneos electorales devienen guerras informativas, libradas en el campo de batalla de las esferas tecnológicas o virtuales, no así en las reales del debate de las ideas. Un ejército de desinformantes opera, noche y día, para producir noticias falsas, falaces y sensacionalistas con el propósito de destruir reputaciones de políticos, líderes y candidatos, desde un discurso de descalificación que puede influir en el sentimiento de los votantes e impactar en la conciencia de la opinión pública. Así pues, la propaganda demagógica y mendaz, articulada por una tribu de bots y de troles, puede conformar teorías conspirativas en el debate libre de las ideas políticas y contaminar su objetividad. Estas guerras informativas, en entornos virtuales, podrían influir en el comportamiento de los electores y trastornar su elección consciente.
El juego autónomo de los poderes públicos sirve de legitimidad y sostén institucional a la democracia. Si está en manos humanas y reales, puede llegar al entendimiento y ser creíble; en cambio, en manos artificiales e invisibles, puede volverse líquido, elástico y gelatinoso, y conducir a un pandemónium paranoico del mundo.
La democracia ha de estar al servicio del pueblo, de la mayoría, en su acepción etimológica originaria, pero la demagogia, su némesis, la acecha, como un demonio de la mentira. La desinformación ha triunfado sobre la información. La verdad ha sido desplazada por el reino de la mentira, y en la esfera política, podría ser catastrófico, fatal y mortal para la civilización, la convivencia pacífica y la sociedad moderna su uso maligno y perverso en esta época de posverdad. El ruido de la desinformación contamina el silencio y destruye la verdad de la palabra. La razón política se desintegra, corroída por el humo digital y el viento de la virtualidad.
La democracia se alimenta y sostiene con la verdad, los acuerdos y los pactos entre sus ciudadanos, sus protagonistas y sus actores sociales. La demagogia y las mentiras la erosionan. Decir la verdad es esencial en un Estado democrático. De ahí que las noticias falsas (fake news) han sido su peor enemigo, pues contribuyen a destruir sus fundamentos éticos. Cuando se pierda la credibilidad entre sus actores y agentes políticos, todo estará perdido. En ese vacío de verdad brota el caldo de cultivo para la emergencia de las dictaduras y los regímenes populistas y demagógicos, de izquierda o derecha, en el que todo el mundo tendrá su verdad: la mentira contra el otro o contra todos. Y donde la minoría no se subordine a la mayoría, como ley intrínseca primigenia de la democracia política, que ha sido la clave de su eficacia, permanencia y regeneración o autocorrección.
La libertad de expresión, rasgo consustancial de la democracia, podría constituirse en libertad de decir la mentira igual como se dice la verdad. Cuando un algoritmo sea capaz de alterar o transformar la verdad en mentira, todo el orden social estará perdido, y todo ordenamiento jurídico y humano, dominado por los vaivenes y los azares de una falsa inteligencia. Es decir, a un clic capaz de crear una catástrofe política, una debacle social o un cataclismo económico.
En esta sociedad de la información, de la hiperconectividad y de la hipervigilancia, desde un panóptico digital, la posibilidad de la privacidad se restringe hasta lo invisible e inimaginable. Esta vigilancia se ha tornado más eficaz desde la invención del smartphone y las pantallas, lo cual ha provocado el fin de la privacidad y de lo propio. Las personas están más vigiladas y, por tanto, son menos libres y más dominadas por los poderes dominantes. Lo paradójico de la hipermodernidad consiste en que somos más modernos: vivimos más confortables, más informados, pero somos menos libres. La libertad que anhelamos, disfrutamos y defendemos, en el orden democrático, está cada vez más amenazada, y es más frágil y deleznable. La información es más libre y más transparente. Vivimos en una prisión voluntaria, invisible y virtual. Esta libertad aparente está vigilada por un régimen de la información para garantizar su seguridad y funcionamiento, más allá del poder represor e intimidatorio de los aparatos coercitivos del Estado. La hipervigilancia se vuelve, pues, totalitaria. Así nos convertimos en lo que Ortega y Gasset llamó, en La rebelión de las masas, «hombre-masa».
Vivimos en un proceso vertiginoso de digitalización en todos los órdenes de la vida social, que dicta las reglas –invisibles o visibles– de nuestra relación con la realidad. Esta percepción nos aturde y perturba. «Entretanto, se ha apoderado también de la esfera política y está provocando distorsiones y trastornos masivos en el proceso democrático. La democracia está degenerando en infocracia», afirma Byung-Chul Han.
De un mundo utópico, desde el «mundo feliz» de Huxley, de control del placer, hasta el «estado de vigilancia» de Orwell, de control del dolor, hasta un mundo distópico. Vivimos en una época en que las noticias falsas y sensacionalistas concitan más atención, acaso por su morbosidad, que las noticias reales, y donde los memes han impuesto un reino cómico de la verdad. Un tuit, con una falsa información, despierta más likes o es más eficaz que una idea bien argumentada. Las redes sociales y las pantallas representan, en el fondo, una fábrica de mentiras y noticias falsas que distorsionan el escenario político: dinamitan la paz espiritual y psíquica, individual y colectiva.
En el mundo de la infocracia, los torneos electorales se vuelven una guerra informativa e informática. Se crean opiniones inexistentes, percepciones falsas y seguidores fantasmas que pueden cambiar –o variar– la realidad objetiva, los hechos reales y la verdad. Los memes contagian el aire político: contaminan los sentimientos y los afectos de la comunicación digital. Se vuelven virales: virus que atacan la salud de la sociedad. Crean una atmósfera enrarecida, sin discurso, sin fundamento y sin sustancia intelectual. Las noticias falsas son información, pero falsa: no forman ni educan, sino que trastornan la sensibilidad. En ocasiones, la desinformación corre de modo más rápido que la información verídica.
Hoy la democracia y sus ideales son una ilusión del futuro. El flujo de información del ciberespacio tiene un efecto disruptivo o destructivo sobre la lógica democrática. «La crisis de la democracia es ante todo una crisis del escuchar», dice Han. En el mundo actual de las sociedades democráticas, se ha perdido la capacidad de escuchar al otro que disiente. El narcisismo nos impide oír la voz del otro, la palabra del otro, porque hay un culto al yo que nos enceguece, y un desdén al otro. Y esa incapacidad de tolerar la disidencia y la alteridad del otro está provocando una erosión en las leyes y la lógica de la democracia. La generalización de la palabra de la tribu trivializa los discursos. La opinión de la masa se ha impuesto no sobre la base de las ideas, sino sobre el esquema del dogma o la palabra hueca, sin sustancia conceptual, sin racionalidad argumentativa, lo cual pone en peligro la democracia misma. Vivimos en un mundo que ha perdido la otredad, es decir, insensible a la diferencia y la alteridad. De ahí que la sociedad se esté desintegrando vertiginosamente en sus identidades particulares, sin la presencia de la alteridad. Se ha perdido su sentido comunitario y gregario: se ha extinguido la memoria primitiva y ancestral que le daba continuidad en el tiempo. No nos oímos porque vivimos en un autismo narcisista de la cotidianidad, y porque, al elevar nuestras voces, no podemos oír al otro, a los demás, produciéndose un diálogo de sordos o un carnaval donde, al tratar de oírnos, no nos oímos entre nosotros mismos.
Sin comunidad dialógica no hay democracia. Ni sin una sociedad de oyentes. La comunicación virtual nos aleja, nos ensimisma: destruye el diálogo. La conversación se volvió un soliloquio. De ahí que estemos viviendo el fin de la mirada a los ojos del otro, la muerte del espejo del alma, que son nuestros ojos. Al contrario, el exceso de información nos intoxica, pues el ritmo de datos es tan raudo y acumulativo que es imposible metabolizarlos y asimilarlos por el entendimiento. La comprensión humana es finita y la generación de datos, en cambio, es infinita. Por tanto, es imposible procesar el cúmulo de información que produce el mundo digital y que desborda nuestra interpretación, es decir, nuestra capacidad de atención y asimilación real.
Asistimos a una posdemocracia, en un mundo digital en el que los líderes políticos dejarán su liderazgo mesiánico, sin ideas propias, y donde los políticos serán desplazados por gestores y estrategas internacionales de fama mundial. Han dice, de modo categórico y triste: «Desde la perspectiva dataísta, la democracia de partidos dejará de existir en un futuro próximo. Dará paso a la infocracia como posdemocracia digital. Los políticos serán, entonces, sustituidos por expertos e informáticos que administrarán la sociedad más allá de los principios ideológicos, independientemente de los intereses del poder. La política será reemplazada por la gestión de sistemas basada en datos. Las decisiones socialmente relevantes se tomarán utilizando el big data y la IA. Seguirá habiendo discursos políticos, pero serán algo secundario». ¿Serán, en el futuro, los asesores de campaña política y los estrategas de líderes y jefes de Estado inteligencias artificiales?
Como se ve, el discurso apocalíptico de Han pone en vilo y en crisis el pensamiento político tradicional. «Los análisis de los datos mediante la IA sustituyen a la esfera pública discursiva, lo que significaría el fin de la democracia», sentencia. La crisis de la democracia es, a la vez, una crisis de la verdad, o de la conciencia. La facticidad está en cuestionamiento. En esta era de la virtualidad hemos perdido la fe en la verdad, víctima de la guerra de desinformación, de teorías conspirativas, de paranoias futuras. Se han perdido las ideas en estado sólido: las utopías del progreso y de un mundo mejor. El nihilismo ha renacido: se ha convertido en un síntoma, en una enfermedad social del presente. Ha surgido un nuevo nihilismo posnietzscheano. Ya la verdad no ejerce el poder y la fuerza de gravedad, como cuando orbitaba en nuestras vidas, cuando unificaba y era signo de razón y la lógica del pensamiento. Al revés: la desinformación tiene hoy un poder destructivo que pone en crisis la cohesión de la sociedad. «El nuevo nihilismo se gesta dentro del proceso destructivo en el que el discurso se desintegra en información, lo que conduce a la crisis de la democracia», afirma el pensador surcoreano.
Las mentiras políticas e ideológicas hoy se convierten en las verdades con las que se difaman y se destruyen reputaciones y liderazgos: socavan los cimientos de la verdad, cinceladas a golpe de razón. Los límites –o bordes– entre la verdad y la mentira se diluyen como el agua en la arena del desierto. La mentira hoy se impone no con razón y argumentos, sino con manipulaciones y con una retórica reiterativa para diluir el hilo que la separa de la verdad. El mentiroso persiste con más ahínco en su mentira, en ocasiones, mucho más que el enemigo de la mentira y amante de la verdad. El manipulador político nunca pierde la fe en su palabra. No ceja. No cede. No cuestiona la verdad, sino que postula su mentira como una verdad absoluta. No niega, pues no es un nihilista. Miente para afirmar su verdad. Quien promueve noticias falsas lo hace conscientemente, con perversidad racional, y ataca la realidad real. Joseph Goebbels manipulaba en nombre de la verdad: lo hacía desde su íntima convicción, pese a que sabía de sus consecuencias fatales y destructivas.
Sus discursos iban dirigidos a una ideología fanática, que explotaba el odio racial y el resentimiento de las emociones. «Una mentira mil veces dicha se convierte en una gran verdad», dijo el infame y perverso ministro de propaganda del Tercer Reich.
La mentira política crea otra realidad: moldea la percepción popular. En esta sociedad de la información estamos más conectados y comunicados, pero acaso más vacíos de sentido. Mejor informados, pero quizás más desorientados. La crisis de la democracia es una expresión de la crisis de civilización que vivimos, en que la mentira desintegra la unidad y la cohesión social: desorienta y destruye las relaciones humanas y las amistades. Los valores humanos se han mercantilizado y han reemplazado a la verdad. En este mundo de la «modernidad líquida» –como la llamó Bauman–, la verdad, que representaba el bien, y la mentira, que representaba el mal, se han relativizado. Todo se ha vuelto líquido. Vivimos, pues, la licuefacción de lo real. Después de la emergencia pandémica continúa la emergencia climática y ahora la inminencia de una guerra global. Siempre vivimos en una incertidumbre mundial. Al borde del caos que imponen las potencias políticas hegemónicas. Es decir, a un tris de una catástrofe, una hecatombe o en los límites del abismo, producto de una voluntad o un capricho de un gobernante megalómano y criminal.
Hay así una crisis de orientación y una paranoia planificada. Y todo porque existe una crisis de la verdad. Falta una utopía discursiva que sea una promesa de salvación o que represente el nacimiento de un orden, en medio del caos y de la crisis de paradigmas.
La democracia siempre ha tenido muchos enemigos. El de hoy es el gobierno de la tecnología que la amenaza. Por tanto, urge un acto de heroísmo, una verdad que la salve y la rescate de la mentira. Acaso será la libertad como categoría filosófica, no como categoría política, la que la salve de las mentiras de sus manipuladores y demagogos, de los populistas de izquierda y de derecha que, en el fondo, la odian: son autoritarios y aman la fuerza sobre la razón. Necesitamos volver a Sócrates, quien murió por decir la verdad, pues «decir la verdad» tiene sus riesgos, y así lo supo Jesucristo. Y Gandhi y Luther King. Quien aboga por la paz se halla de enemiga la guerra, y quien promueve la igualdad encuentra de adversarios o enemigos a los apologistas de la desigualdad.
Quien busca la verdad arriesga su vida, lo sabemos, pero queda el coraje como signo de verdad, justicia y razón. El precio a pagar siempre es convertir la mentira en verdad. Platón, en su alegoría de la caverna, buscó la verdad en la luz, es decir, al hombre que, para encontrar la luz de la verdad, tiene que liberarse de la oscuridad, o sea, salir de la caverna de la mentira. En la sociedad actual vivimos en una cárcel digital como prisioneros, privados de la libertad de la luz: encadenados al ciberespacio del mundo digital, embelesados frente a las pantallas digitales, intoxicados de imágenes virtuales. Al parecer, desapareció la época en que reinaba la verdad. Ha terminado el largo imperio de la verdad. Decir la verdad, hoy, es contrarrevolucionario cuando debería ser una acción revolucionaria. El ruido de la mentira está sepultando con polvo la música y las palabras de la verdad del mundo.
Notas
- Han, Byung-Chul, Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia, Madrid, Taurus, 2022, p. 25.
- Ibid., p. 48.
- Ibid., p. 63.
- Ibid., p. 69.
- Ibid., p. 73.
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