Hay un primer punto de partida: a partir de los años 70 es cuando el largo ciclo de la edición tradicional empieza a mostrar señales de cambio profundo, cuando empieza la aceleración de los movimientos de concentración. Entonces, la tecnología apenas formaba parte de las creencias de una industria demasiado acostumbrada a mirarse el ombligo. Sus primeras manifestaciones habían sido profetizadas al introducirse el concepto del “fin de la galaxia Gutenberg” y durante el Congreso Internacional de Editores de México, en 1984, cuando el presidente de Sony presentó el CD Rom. Hasta 1993, en el gigantesco centro de la edición que representa Frankfurt, no aparece un espacio dedicado al mundo de la edición electrónica, digital o numérica. Hicieron falta nada menos que 30 largos años para que esta realidad hoy tan familiar fuera invitada a la mesa de la cultura escrita.
Mientras tanto, un término iba ganando terreno hasta adquirir un protagonismo decisivo: “las industrias de la comunicación”, para las que la escritura fue ocupando un segundo lugar detrás de la imagen y del sonido. Inquietaba oír hablar cada vez más de “productos editoriales”, en lugar de libros, y de “industrias de contenidos” en lugar de editores. Y todos pudimos seguir un proceso imparable sembrado de errores estratégicos y de adquisiciones, fusiones y reventas. Europa del Sur, África y gran parte de Asia, así como Latinoamérica, eran entonces una especie de reserva con un crecimiento escasamente significativo. Al mismo tiempo, se observaban con escepticismo no exento de desprecio o incredulidad las primeras operaciones importantes protagonizadas por Maxwell en el Reino Unido, Wolters-Samson (después Wolters-Kluver) en los Países Bajos, de Hachette y Presses de la Cité en Francia, al compás de movimientos de semejante signo en Estados Unidos.
Los grandes grupos consiguen, en el conjunto, compensar la debilidad estructural del sector con la diversa y más favorable estructura financiera de ciertas actividades diferentes, lo que permite contemplar el porvenir con más serenidad y reforzar su capacidad editorial mediante el crecimiento externo, o sea, mediante la absorción de sellos y empresas editoriales, principalmente en el campo de los libros de referencia, científicos y técnicos.
Lo que estaba ocurriendo era trascendental, pero no estamos seguro de que, como tantas veces ocurre, fuera suficientemente estimado en su valor y en su profundidad hasta que mucho más adelante, cuando comienza a sacrificarse el llamado capital simbólico de las editoriales y se dramatiza la dialéctica entre financieros y creadores, se empieza a analizar el problema, pero con más carga emocional que rigor.
Los componentes del consumo del ocio y de los frutos o servicios culturales son los que se estaban modificando. La edición de aquellos años empieza a enfrentarse con perplejidad manifiesta a un público nuevo que es menos respetuoso con la escritura y más exigente de informaciones actualizadas: la multiplicación de “últimos títulos aparecidos” es la única respuesta y esconde la disminución de las tiradas. El libro pierde su misterio. ¿Qué habrán visto estos extraños seres que cultivan las finanzas, se pensaba entonces, en unos tipos tan raros como los editores, tan neuróticos e ilógicos como imprevisibles, para desear asimilarlos, ocupar su reducido hábitat y sustituirlos? Ésta era entonces la gran pregunta que se respondía con más ironía que rigor. En el Frankfurt de aquellos años, la tipología editorial se enriqueció con una nueva clasificación: los editores compradores y los que están en venta.
Segunda fase
Pero el mundo de la edición se había hecho particularmente grande y la segunda fase de las concentraciones, caracterizadas por afectar a todas las tipologías y por estar protagonizadas por fuerzas que eran externas a la edición tradicional, empezó a transformar profundamente las prácticas, subordinándolas a las exigencias comerciales. La naturaleza de estos cambios, desde entonces, sólo ha variado en intensidad y el mercado se hizo cada vez más presente, con tal fuerza que ha venido generando consecuencias irreversibles, perturbando o dificultando la edición en los países menos desarrollados. Esta segunda fase de la concentración representa para esta actividad una suerte de combate desesperado en el que, visible y rápidamente, parece que se está perdiendo la batalla del pluralismo y de la calidad. ¿Qué papel podían jugar unas industrias editoriales localizadas en países no alineados con los grandes conglomerados empresariales con vocación de constituirse en poderes sin control democrático ni estatal? En el marco general, en el plano económico la respuesta más frecuente ha sido la integración regional. Los bloques regionales se complementan en el plano internacional por los nuevos tratados de comercio basados en la doctrina de la libre circulación de mercancías y capitales que, si bien fueron inspirados por los grandes países industrializados, encuentran ahora la horma de su zapato en la toma de conciencia de los países en desarrollo. En el ámbito de las industrias culturales, la hegemonía ejercida y reforzada en las décadas precedentes por los majors o los holdings ha generado un fenómeno nuevo caracterizado por un creciente movimiento de productores independientes que cada vez reclaman su espacio en la industria cinematográfica, discográfica y editorial y ven en la futura convención sobre diversidad cultural que negocia la UNESCO, un importante apoyo a sus tesis y a su propia supervivencia.
Agrupaciones independientes, entre las que destacan cada vez más los editores, están consolidándose en muchos países y comienzan a despuntar a nivel internacional como una fuerza con la que se habrá que contar de ahora en adelante. El fenómeno es contagioso y los poderes públicos deben cuidarse mucho para no quedarse al margen, incluso aquellos que no contaban con sólidas infraestructuras propias o que se habían debilitado. En este análisis “macro”, en el ámbito de la edición el horizonte es incierto pero la esperanza es un parámetro válido y recomendable. Imputar todo cambio y toda evolución regresiva al fatalismo de la existencia de unas fuerzas económicas irresistibles –la globalización o los oligopolios nacionales– es sólo relativamente válido, porque el campo editorial es suficientemente autónomo (es decir, capaz de adaptar, según su lógica, cualquier circunstancia externa económica o política) como para que las estrategias editoriales encuentren su acomodo. Gran parte de los países latinoamericanos pertenecen al mundo en desarrollo. Nuestra internacionalización basada en la lengua común es bastante débil frente a la firmeza arrogante de las naciones o de los grandes conglomerados empresariales que se sienten garantes de la denominación comercial y de la supervivencia de una tradición imperialista de carácter universal. En el mundo de la edición internacional, compuesto por más de 10,000 editores principales, el Sur es débil. Para algunos grandes operadores, ni siquiera existe. En los 180,000 m2 del gran escaparate representado por Frankfurt, parecemos representar una cultura periférica. Compramos 10 veces más derechos de lo que vendemos. El problema central de nuestra reflexión es, pues, ajeno al área de nuestra lengua, puesto que nuestro papel todavía, en el plano industrial y económico, no es determinante. El análisis de las relaciones de poder y de concentración dentro de este microcosmos, calificado así en términos relativos, tiene la importancia que cada uno le quiera dar según estemos delimitándolo en un determinado encuadre temporal o histórico; los problemas de fondo de la edición, independiente de los conglomerados que están surgiendo, son parecidos a ambos lados del océano. Sus variantes tienen mucho que ver con algo que podríamos llamar coyuntura económica y estabilidad democrática. Los ciclos han cambiado su centro de gravedad muchas veces. Como editor he aprendido a considerar el ámbito de la lengua española como el terreno de juego neutral donde se ha venido descubriendo, lentamente, una industria editorial llena de contradicciones y complicidades. La actividad editorial en lengua española se ha venido sustentando en polos que han cambiado constantemente de emplazamiento por razones más de índole cultural o política que por circunstancias económicas. La historia reciente de la edición durante una gran parte del siglo se ha movido a impulsos de acciones voluntaristas, de militancia cultural y no ha convocado capitales, ni ha despertado el interés de los inversionistas. México, Buenos Aires, Santiago de Chile, Caracas, Bogotá, Madrid, Barcelona… han gozado cíclicamente de momentos de esplendor editorial y de decadencia según la coincidencia de vientos favorables y del desarrollo de movimientos intelectuales de alta cualificación.
A partir de los años 70, se introduce un lenguaje diferente de cierto contenido económico. Digamos que se empiezan a manejar incipientes estadísticas. Y lo que éstas nos cuentan es que se produce un desarrollo exponencial en términos, pues, relativos, con tasas de crecimiento irregulares que generan desequilibrios. La edición española crece del orden de un 20% acumulativo anual, en gran parte en perjuicio de la edición en la región de Latinoamericana. Luego se suceden las crisis locales: Argentina en 1973, Perú en 1974, México también en 1974, Venezuela en 1975 y poco a poco, con recuperaciones puntuales y desastres localizados, llegamos al fondo del problema en 1983, que afectó a la casi totalidad de los países latinoamericanos y es cuando se pusieron en marcha nuevas estrategias que configuraron nuestro presente. Desde España, la incipiente industria del libro surgida a mediados de los años 60 fue acompañada de la idea de la competitividad y la de considerar Latinoamérica solamente como un mercado comprador mal abastecido y de difícil acceso por su distancia. En los momentos más altos de este proceso, América llegó a representar un 33% del mercado de los libros que se producían en España, tras forzar un panorama que era bien diferente. El signo de los intercambios y su estructura cuantitativa y cualitativa ha cambiado y continúa cambiando. La filosofía indiscriminadamente exportadora y en cierto modo avasalladora que preside la década de los años 70 hace crisis en los 80 y se enfrentó cargada de problemas, pero construida sobre la implantación local; un proceso que empieza por ser un maquillaje y termina por cobrar carta de naturaleza.
Se desarrollan filiales –algunas existentes desde principios de siglo– y se perfecciona el modelo con el apoyo al desarrollo de industrias locales. La competencia se racionaliza y se progresa en la recíproca eliminación de barreras arancelarias, fiscales o de cualquier otro tipo. El marco general también ha ido cambiando simultáneamente. Primero está la idea de que ningún país del área idiomática es capaz de producir toda la edición que pide su creciente demanda de conocimientos; luego el proceso se autoestimula y ya la edición española toma la iniciativa de convertirse en plataforma de lanzamiento de la propia creación latinoamericana. Se beneficia indudablemente del boom literario en un momento en que la creación en España no atraviesa un periodo especialmente brillante y la industria editorial detenta derechos de autor estratégicos para la demanda de la sociedad latinoamericana. Esta circunstancia favorece la nueva implantación ya iniciada en un área en la que hay un exceso de demografía y una carencia de tecnología. Pero el crecimiento de estos intercambios, en los que la actividad exportadora reduce su peso en términos relativos, no se produjo también en términos cualitativos. Como ocurre y ha ocurrido en tantos otros modelos, el mercado que ya empieza a condicionar el propio crecimiento de la industria editorial en España, juega su papel de censor en el ámbito de su propia actividad exportadora o productora de ediciones en los diversos países latinoamericanos. Nuestra función de agentes culturales, como viene ocurriendo en todas partes, no supo defenderse de la tendencia banalizadora dominante en todas las estructuras editoriales que se hacen grandes.
En España
En España se importa el fenómeno de la concentración empresarial y también exportamos esta nueva tendencia creando pequeños o medianos grupos que en algunos países pueden desequilibrar el ecosistema local. Paralelamente, se exportan las dificultades que nuestras propias empresas independientes sufren en España. Ambas cosas parece que lamentablemente coinciden. Pero el proceso también coincide con otros que no deberíamos ignorar: durante esta última década, muchas editoriales latinoamericanas propiamente dichas parecen creer que su existencia depende en gran medida de su vinculación al mundo de la edición internacional. En Argentina, por ejemplo, ve el peligro en su actividad literaria y al tiempo que su universidad pierde su autonomía histórica y se orienta hacia la venta de servicios demandados por el mercado, los editores agitan la bandera de la profesionalización y de la internacionalización. De forma general, la tarea de los editores se aleja cada vez más de proyectos intelectuales locales y se alinea con las tensiones del mercado internacional del libro. Abandonan en cierto modo sus responsabilidades editoriales y la industria española toma la delantera y se presenta como broker internacional de los editores latinoamericanos. Grupos españoles como Santillana, S.M., Océano, Ediciones B y Planeta, junto con otros cuyo capital ya no es español (Plaza y Janés, Grijalbo, Anaya) refuerzan su presencia en México, Argentina, Chile y Colombia y podrían estar fagocitando las industrias editoriales locales. Desde 1997, además, España se ha lanzado sobre el mercado potencialmente gigantesco de Brasil, adelantándose a otras iniciativas de países vecinos, de forma que hoy puede hablarse de una nueva estructura del mundo de la edición latinoamericana con una plural pero poderosa presencia de los grupos editoriales españoles.
La lengua común
En general, para hacer justicia, la inversión española en el ámbito de la edición en América es bastante estable: los editores españoles invierten para quedarse y se quedan a pesar de las dificultades locales que asumen como propias. Las procedentes de otros países –inversión norteamericana o alemana, como Groliers o Círculo de Lectores–, constantemente desinvierten y fluctúan, están y no están. Y ahora quieren volver de otra manera, al olor de la bonanza. La representación todavía no ha concluido. El proceso es reciente y tendrá todavía muchas derivaciones, porque la propia evolución de la industria española es incierta. Más grupos españoles pueden pasar a manos de otros conglomerados internacionales y de esta forma, propiamente, ya no podría hablarse, más que de forma excepcional o residual, de una determinada nacionalidad de las inversiones que controlan los nuevos conglomerados editoriales. Paradójicamente, cualquier buena o gran editorial latinoamericana podrá ser alemana o anglosajona a través de este perverso mecanismo que utiliza a España como institución interpuesta.
Ejemplos
Ejemplos no faltan. Y para encontrarlos no tenemos que irnos muy lejos. La industria editorial dominicana se ha dejado arrebatar o ha descuidado elementos que cualquier desarrollo posible debería empezar por recuperar, sin caer en manos de las modas que otras industrias imponen y sin contribuir a la banalización. Ensayos, relatos y poesía de alta calidad no reciben el adecuado respaldo de la industria propia ni el apoyo de los medios de comunicación. Poetas como Pedro Mir, Manuel Cabral y narradores como Marcio Veloz Maggiolo, por ejemplo, son difíciles de encontrar en las librerías dominicanas y su proyección no está –ni en la enseñanza, ni en la actividad exportadora– a la altura que les corresponde y, como consecuencia, salvo que otra industria ajena los descubra y los promueva, debilita la credibilidad creadora de un país y limita las posibilidades de salir de su bajo perfil internacional. Los países en desarrollo deben combinar la autocrítica con el esfuerzo por defender su diversidad.
Mención aparte merece el entorno tecnológico y sus particulares implicaciones para el mundo del libro. Gracias al impresionante desarrollo de las tecnologías, que hoy concitan todos los esfuerzos de creatividad e innovación, todos nosotros somos ciudadanos interconectados. Las terminales móviles constituyen un terreno predilecto para una gran variedad de motores de búsqueda y no es posible pensar en la edición sin dedicarles un pequeño recuadro. No podemos imaginar la edición del futuro y el papel que en ella podrán jugar los países en desarrollo sin tomar en cuenta las espectaculares iniciativas que nos ofrecen: Google está preparando su biblioteca virtual, universal y enciclopédica (15 millones de libros) y esta operación parece que estará disponible en el relativamente corto plazo de diez años; la International Children Digital Library (ICDL) promueve, desde hace ya dos años, una colección digital de libros infantiles en todo el mundo, accesible gratuitamente en línea; Google Scholar propone a estudiantes e investigadores la consulta gratuita en línea de publicaciones universitarias, artículos científicos, tesis, informes de investigación, etcétera. Y estos no son más que unos pocos ejemplos. La historia de la edición tradicional no va a repetirse y el futuro permanece abierto, inquietante, accesible, para sociedades desarrolladas o en desarrollo. Pero conviene tener en cuenta lo que ha cambiado el mundo de la comunicación y no perder de vista la realidad. En la mayor parte de los países en desarrollo, los puestos de acceso a Internet, además, crecen más deprisa que los hábitos de compra o el número de usuarios de bibliotecas.
La edición independiente
¿Dónde está, pues, la edición independiente en este momento y en este ámbito latinoamericano? No podemos responder que donde siempre estuvo, porque esto sería radicalmente falso, pero tampoco es posible ir más allá de aventurarnos a reflexionar donde creemos que está, qué significa y cuáles son sus retos. La información disponible sobre la edición independiente es muy escasa. Desde mi punto de vista lo es tanto en España como en todos y cada uno de los países latinoamericanos. Cuando comenzó este largo ciclo de la edición que ahora está en plena transformación, ningún editor tenía que adjetivar su actividad editora. Prácticamente, toda empresa editorial era independiente. Es nuevo, verdaderamente nuevo y constituye una originalidad hoy ser independiente. Y en muchos casos es tan heroico como necesario. Cuando los editores se reunían en seminarios, ferias o congresos, normalmente se hablaba de libros; ahora se hacen pronósticos, se comentan las fusiones o adquisiciones más recientes y ya apenas se habla de libros. La creatividad se ha refugiado en los ámbitos periféricos de la industria en casa de editores medianos o pequeños independientes a los que la calidad no les da miedo.
La edición independiente tiene, en general, un enorme interés y la regeneración de esta actividad –a la vez cultural y económica– constituye la salida de toda sociedad en desarrollo, pues podría afirmarse que es la depositaria de la calidad.
La amenaza al desarrollo editorial propio no procede de la formación de grupos españoles, sino genéricamente de la formación de grupos y no son precisamente los españoles los peores. La única estrategia posible es la de defender, como editores, solidarios con otros editores independientes de otros países, las propias señas de identidad. Es necesario situarse en el campo de la oferta de libros y seguir de cerca la evolución de la demanda. Bajo la perspectiva en la que seriamente creo, de que la oferta crea la demanda, hay que posicionarse activamente contra los valores de la llamada nueva economía, cuyo poder puede pero no debe ahogar las convicciones que constituyen la fuerza renovadora del tejido editorial; hay que pedir la colaboración pública local o internacional para intervenir y modificar algunas de sus modernas perversiones. El editor llamado independiente –que no es el que solamente acaba de nacer y sólo es capaz de un corto vuelo– debe contribuir a luchar contra la censura del mercado y defender sus propios valores ante los de los lectores, pues el público no es la única instancia cuyos gustos hay que atender, cuando a menudo son vulgares o lamentables. Abandonar el campo de la oferta es contribuir a la banalización de la cultura; es aceptar pasivamente la ideología del mercado. Esta figura es la gran apuesta de los países pequeños para hacerse un hueco y neutralizar las tendencias avasalladoras de los grandes operadores multinacionales. La edición independiente debe ser tenida en cuenta cada vez más y su crecimiento debe ser especialmente estimulado por las políticas públicas. Además, constituye la mejor herramienta para apoyar el desarrollo de las industrias editoriales locales. En el caso de la República Dominicana, además, como país en desarrollo que goza de una lengua de amplia y creciente difusión, siempre se podrá aprovechar esta ventaja adicional con la que luchar contra las barreras de cualquier tipo. Al mismo tiempo conviene no perder de vista que la diversidad cultural es hoy el campo de batalla de la cultura y constituye, en el ámbito editorial, un terreno neutro a los efectos de diferenciar economías desarrolladas y no desarrolladas. El horizonte está abierto de nuevo. No hay razones objetivas para dejarse llevar por el miedo al futuro, ni olvidar que si la incertidumbre resulta incómoda, es también el terreno mejor abonado para la innovación. Y la capacidad de innovación no es una cualidad inherente a los países desarrollados.
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