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La generación del 50 en Chile a la luz de la obra de Enrique Lafourcade Cristian Montes Capo

by Cristian Montes Capó
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La figura del escritor chileno Enrique Lafourcade (1927) ha sido desde hace décadas años una presencia señera y fundamental en el contexto de las letras chilenas. Entre los años 1950 y 1960 fue el líder indiscutido de lo que él mismo definió como la generación del 50. Según sus propias palabras, diversas circunstancias permiten hablar de una generación de escritores: «El hecho de que sean todos, o en su mayor parte inéditos. El que ninguno sobrepase los treinta años. Y el de que un gran número se conozcan, vivan en un medio cultural unívoco, estén en contacto y beligerancia permanente» («La nueva generación», 269).

Pertenecen a dicho grupo autores tales como José Donoso, Claudio Giacconi –quien escribió el manifiesto de la generación–, Jaime Valdivieso y Jorge Edwards, entre otros escritores que en ese tiempo no sobrepasaban los veinticinco años. Desde su primera novela, El libro de Kareen, publicada en 1950, Lafourcade demostró tener condiciones innatas como narrador. Sus propios compañeros de generación consideraban que era, sin lugar a dudas, quien poseía una mejor técnica narrativa, además de una facilidad extraordinaria para crear mundos personales y sugerentes. Esta condición para la escritura literaria incidió, junto a un esfuerzo sostenido, por cierto, en la creación de personajes complejos e indefinibles, en una construcción dialógica donde los narradores jamás opacan a sus personajes ni les imponen su subjetividad, en la facilidad innegable para crear el ritmo adecuado a la historia que se está contando, en el trabajo escritural con elementos supuestamente menores o irrelevantes de la narración y en el despliegue de diversos recursos expresivos, lingüísticos y retóricos que convierten a su prosa en una de las más sólidas de la literatura chilena.

La calidad como narrador de Lafourcade no se limita, por supuesto, a los aspectos técnicos y formales, sino también a una visión del mundo que empezó a consolidarse en su etapa de juventud, justo cuando su generación entra en crisis con la de sus antecesores: la generación del 38, nombrada así por Volodia Teitelboim, principal representante del grupo. Paradigmática al respecto, especialmente para entender el ánimo y el tono de la narrativa del 50, es la crónica de Lafourcade titulada «La virtud de los herejes», publicada en el Diario Ilustrado en el año 1959. En ella –y respondiendo a las críticas de un periodista que tildaba a los jóvenes escritores de decadentes y pesimistas y culpaba de tal sintomatología a la asimilación que estos hicieron del existencialismo de Sartre–, Lafourcade señala que la crisis existencial que vivían los escritores jóvenes implicó necesariamente un cambio favorable para la letras chilenas. Y en esa mutación la influencia del existencialismo los ayudó a expresar su rechazo al presente y a la vulgaridad del mundo en que les tocó vivir. Por ello no acepta que el desencanto y el escepticismo que los define no sean sentimientos legítimos y productivos en términos literarios.

Cabe destacar que es indudable que el programa narrativo de la generación del 50 se caracteriza por una visión desencantada de la realidad. Los discursos de los narradores subrayan la inanidad y la degradación de una experiencia de vida que genera la destrucción de los sueños y el desdibujamiento progresivo de las ilusiones. Las imágenes que pueblan los mundos imaginados se organizan en torno a motivos como la caída, en sus múltiples sentidos, y el aniquilamiento personal como situación irreversible. Sin embargo, este escepticismo generalizado y la imagen asfixiante del espacio imaginario generan frecuentemente, y como contrapartida, la presencia de un motivo recurrente, esto es: la nostalgia de una suerte de paraíso perdido. Ante una realidad opaca y degradada y con una idea de futuro de sesgo negativo, el motivo del paraíso se muestra siempre como aquello a lo que se aspira, pero a la vez como lo irremediablemente inalcanzable: la infancia, el reducto familiar, el primer amor, el tiempo de los sueños compartidos, entre otras expresiones de este mismo motivo literario. Según José Promis, es en la obra de Lafourcade, justamente, donde dicho motivo alcanza su más nítida expresión: «El programa narrativo desarrollado por Enrique Lafourcade a través de un número considerable de relatos constituye el mejor paradigma de la importancia que asume este motivo en la Novela del Escepticismo. La mayoría de sus argumentos se sostiene sobre el eje narrativo de la perdición y la redención, cuyo segundo término presupone el ansia de reencontrar los paraísos perdidos por el ser humano, los espacios felices que existen más allá de las condiciones inmediatas de la realidad» (190).

Respecto a la tradición literaria, Lafourcade piensa que el escritor puede hacer uso de ella, pero debe imponer finalmente sus propias reglas y su particular impronta. Según establece con convicción, el ideario que moviliza a su generación es básicamente la libertad de pensamiento. La literatura deberá, por ello, estar más allá de toda ideología, escuelas literarias y cualquier tipo de doctrina que restrinjan la libertad creadora. Los escritores no serán ya «vulgares notarios de la literatura» como sus antecesores literarios, canalizarán sus miradas al mundo y superarán el carácter local de la narrativa criollista todavía vigente en esos años. Lo inmediato será superado por una subjetividad que problematice las grandes inquietudes existenciales del ser humano. Lafourcade afirma que el joven escritor deviene siempre un hereje, pues no acata ninguna imposición, ya sea ideológica o artística. Lo único que importa, finalmente, es la libertad del juicio estético. Tanto Lafourcade como los demás jóvenes de su generación no harán suya, por lo tanto, ni la tradición de la novela proletaria que caracterizó a la generación del 38 –cuyo exponente principal fue Nicomedes Guzmán y su novela La sangre y la esperanza– ni la línea criollista que todavía poseía cierta influencia en la literatura chilena gracias a la obra de Mariano Latorre.

En Lafourcade encarnan de manera elocuente los principios de la generación del 50 sintetizados en el texto de Claudio Giaconi «Una experiencia literaria», verdadero manifiesto de la generación, expuesto como ponencia en el Segundo Encuentro de Escritores Chilenos, en Chillán, en el año 1958. Dichos principios, además de los mencionados anteriormente, se caracterizaron por la superación de los métodos narrativos tradicionales, las audacias formales y técnicas, una mayor profundidad psicológica en el tratamiento de los personajes y la tendencia a desdibujar el nivel de la anécdota o trama narrativa.

A nivel del discurso de ideas desplegado en esta producción del 50 es fundamental el imperativo de liberar a la novela de la presión de ser un reflejo exacto de la realidad chilena, de los cambios económicos y del contexto inmediato. Como señala Giaconni: «El criollismo, como aporte al desenvolvimiento literario chileno, ha representado un valor innegable, pero llegó a momificarse al convertirse en un recetario convencional, al suprimir el élan personal […] Por este camino comprendimos que, en primera instancia, la creación artística era para la propia función, para uso íntimo» (20).

Lo que la literatura de Lafourcade devela, como también la de sus compañeros de generación, es que el arte literario no es un documento de época, sino un objeto artístico que si refleja algo es más bien el alma del escritor, el alma de la aldea, el alma del país. Al reflejar la complejidad psicológica de los personajes y los diversos niveles de realidad que subyacen en la experiencia literaria, la escritura puede moldear una visión de mundo y una utopía artística.

Junto a esta apelación a la libertad de creación, Lafourcade, en un ensayo titulado «¿Qué es el objeto estético?», señala que un escritor profesional debe tomar su vocación con absoluto profesionalismo. Esto equivale a decir que debe trabajar con dedicación en el tema de la forma y la composición del objeto estético literario. Y para ello se requiere trabajar de manera sostenida con la materialidad del lenguaje. Lafourcade duda del artista que se siente a sí mismo como una especie de médium que actúa por inspiración divina o de cualquier tipo. Cree, más bien, en el rigor formal a través del cual irá surgiendo el estilo personal: «¡Hay que terminar con el arte intuitivo, ingenuo, brotado de no se sabe dónde, para no se sabe quién! ¡Hay que concluir, igualmente, con el arte caótico, con los objetos estéticos a medio hacer, con el tartamudeo creador!» («La doctrina del objeto estético», 176).

Por otro lado, y a diferencia de lo que postulaban los escritores de la generación anterior, lo que Lafourcade afirma es que toda novela es expresión de una singularidad y una subjetividad que rebasa cualquier intento de convertir a la literatura en un manual al servicio de eventuales ideologías. Por tal razón, considera que el campo de acción del artista es la palabra literaria y no el ámbito del documento social: «Es una generación antirrevolucionaria. Su beligerancia, si la hay, consiste en realizar a conciencia, y hasta sus extremas posibilidades creadoras, su obra. No escriben para compartir, negar, afirmar algo de orden social o histórico. Trabajan por rescatar del fondo de sí mismos un sentido, distinto para cada uno. Comprometidos profundamente con su oficio, cada uno de estos escritores se desentiende de todo aquello que vulnere su actividad» («La nueva generación», 10).

Como puede apreciarse, el ideario estético de Lafourcade estuvo desde un comienzo delineado y dirigido por una voluntad artística no habitual en las letras chilenas hasta el surgimiento de la generación del 50. A partir de ahí, su producción narrativa fue configurando un programa narrativo diverso y amplio, donde la escritura fue transitando por diferentes espacios de significación temática, múltiples estrategias narrativas y diversos niveles de realidad. Esta versatilidad a todo nivel se evidencia, por ejemplo, en el tratamiento de la decadencia espiritual y social que se aprecia en Para subir al cielo (1959); en la contextualización de época de Palomita blanca (1971), donde se desnudan las contradicciones vitales y sociales que existían en Chile en los años setenta, antes de las elecciones que dieron como ganador a Salvador Allende; en el uso de la parodia al insertar sus espacios biográficos (amistades, escritores de su tiempo, etc.); en el orden imaginario, como se aprecia en Adiós al Führer (1982); en la despiadada ironía que opera en los circuitos de sentido de El gran taimado (1984), donde el foco de atención es la figura de Pinochet; en la creación de atmósferas asfixiantes, como puede apreciarse en Mano bendita (1993), donde se describe la sensación de fracaso que siente un exboxeador a quien el país ha olvidado completamente; y en el trabajo de sesgo histórico y antropológico que realiza con figuras de la literatura universal, ficcionalizando sus zonas oscuras y desconocidas, como se aprecia en El inesperado (2004), donde se remite a los últimos años de Rimbaud en Abisinia. Con una obra contundente y numerosa, Lafourcade posee, sin duda, un sitial privilegiado en el contexto de la narrativa chilena del siglo xx.

Cabe destacar que un elemento transversal a toda la producción narrativa de Lafourcade es la capacidad para crear mundos imaginarios que, dada la calidad técnica del material narrativo, parecieran sellarse en su autonomía estética y en una concepción de belleza que potencia la capacidad del objeto literario para crear su propia referencia. Parecieran resonar aquí las reflexiones de Ortega y Gasset en «Ideas sobre la novela», donde afirma que la calidad de una novela será medida por su capacidad de introducir al lector de manera fluida en el ámbito de la ficción. Con tal fin el autor deberá producir el aislamiento del lector de su vida cotidiana, aprisionándolo en el horizonte imaginario de la novela. Su principal herramienta para conseguir este fin es la descripción, procedimiento a través del cual se erigirá una realidad alternativa a la realidad exterior. Al igual que lo que plantea Lafourcade, Ortega considera que el hermetismo no es sino la forma especial que adopta en la novela el imperativo genérico del arte, esto es, la creación de un mundo imaginario. La capacidad imaginativa de Lafourcade, lector atento y constante de la obra de Ortega, encuentra así su correspondiente estructural en la compleja y lograda verosimilitud que sus textos alcanzan, es decir, la siempre lograda adecuación entre lo narrado y las modalidades de narrar y en la soterrada voluntad formal que cruza todas sus novelas y cuentos. Por último, la obra literaria no buscará trascender y no deberá ser leída ni como panfleto, ni estudio sociológico, ni prédica moral. La posición de Ortega, al respecto, coincide no solo con lo que propone Lafourcade, sino también con el pensamiento de George Bataille, en cuanto este considera que la literatura rechaza toda forma de utilidad, pues «es la expresión del hombre –de la parte esencial del hombre– y lo esencial en el hombre no es reductible a la utilidad» (18).

No se afirma aquí que se esté ante una concepción de literatura que no dialogue con la realidad contextual; todo lo contrario: lo que ocurre es que los mundos ficticios creados poseen la virtud de incorporar al lector de forma inmediata en el mundo imaginario. Y en esa concreción estética lo que prima es el recurso poderoso de la ficción literaria. Pero, al mismo tiempo, tanto los libros de cuentos como las novelas de Lafourcade establecen un diálogo siempre fructífero con el orden social del cual son depositarios. En términos sociocríticos, puede afirmarse que la narrativa de Lafourcade devela de manera nítida cómo se inscribe en las novelas y cuentos el discurso social. Según los postulados de la corriente teórica mencionada, un escritor es quien logra escuchar el rumor fragmentado de lo real, incorporando así los aspectos del discurso social que ofrecen un determinado espesor significante. Por ello el escritor puede distinguir mejor, en el bullicio de los discursos, lo que vale la pena transcribir y trabajar. A su «oído» llegan desde lugares comunes hasta paradigmas más construidos, opiniones públicas, saberes disciplinarios y visiones de mundo. Por estas razones, el primer acto estético del escritor es la buena escucha, pues a partir de ahí procesa lo real a través del discurso social (Robin y Angenot, 54). Es justamente esta característica del saber literario lo que se potencia de manera lúcida y lograda en la obra de Lafourcade. Su capacidad de escucha de los discursos sociales le ha permitido tematizar lo real con una percepción siempre lúcida del tono, ritmo y pulso social de los acontecimientos.

Unido a lo anterior, cabe destacar también su rol de cronista de la realidad, donde puede apreciarse su fina ironía al parodiar con maestría las costumbres y los hábitos de la sociedad chilena. Notables al respecto, desde el punto de vista estilístico y de la crítica social que se advierte, son los libros de crónicas: Nadie es la patria (1980) y El escriba sentado (1981).

Por todas estas razones la reedición del libro La fiesta del rey Acab, publicado por Editorial Funglode, de la República Dominicana, es un gran acierto y un acto de justicia con una novela que, a pesar de haber ganado el Premio Municipal de Novela en 1959, año de su primera edición, se leyó muy poco en Chile. Cabe destacar el contundente y versado prólogo escrito por Pablo A. Maríñez: «La literatura como instrumento de lucha contra la tiranía de Trujillo: La fiesta del rey Acab», que contextualiza la novela de manera prolija, culta y amena. Dicha contextualización ayuda a que el mundo representado en esta se ilumine desde diversos ángulos y perspectivas, así como el contexto histórico, el momento de producción del texto, y la visión de mundo desplegada en esta novela fundamental, no solo a nivel chileno, sino también hispanoamericano.

Bibliografía 

Angenot, Marc, y Robin, Regin: «La inscripción del discurso social en el texto literario» en Sociocrítica. Prácticas textuales. Cultura de fronteras, Ámsterdam-Atlanta: Edición: M. PierreteMalcuzynski, 1991. Bataille, George: La felicidad, el erotismo y la literatura, Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editores, 2002. Giaconi, Claudio: «Una experiencia literaria», en La difícil juventud, Santiago: Editorial Sudamericana, 1997. Lafourcade, Enrique: «La nueva generación» en Antología del nuevo cuento en Chile, Santiago: Zigzag, 1954. — «La virtud de los herejes», Diario Ilustrado, 13 de marzo de 1959. — «La doctrina del objeto estético», en La generación del 50 en Chile, Santiago: Editorial La Noria, 1994. Ortega y Gasset, José: «Ideas sobre la novela», en Meditaciones de El Quijote, Madrid: Revista de Occidente, 1963. Promis, José: La novela chilena del último siglo, Santiago: Editorial La Noria, 1993.


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