La paradisiaca bahía de la isla de Santo Domingo, donde se registró la primera acción de resistencia contra los expedicionarios que acompañaron a Cristóbal Colón en 1492, tiene una historia espléndida relacionada con las vicisitudes del continente americano. En este artículo se aborda el capítulo que corresponde a la llegada de los libertos norteamericanos durante el régimen de Boyer en 1824 y su contribución al desarrollo económico y cultural de nuestra nación.
Un problema muy serio que intentó resolver el régimen de Jean Pierre Boyer en la zona dominicana integrada a la República de Haití en 1822 fue la baja densidad demográfica, cuestión que se entendía como un inconveniente para el desarrollo de la agricultura, la ganadería y el comercio, principales actividades de la economía de la época. De esta situación se habían lamentado en demanda de su solución ante la corona española, desde principios del siglo xvii, oidores, obispos, relatores y gobernadores, sin logros significativos, salvo el envío de una reducida inmigración canaria, que a cuentagotas comenzó a llegar a partir de 1640, pero que en 150 años (1640-1800) no alcanzó las cinco mil personas.
Para ilustrar mejor sobre la despoblación de la zona dominicana en aquella época, conviene presentar los datos sobre población encontrados en los archivos europeos por el acucioso investigador Roberto Marte, donde Samaná aparece en 1824 con apenas 754 habitantes (ver tabla 1).
Con la intención de contribuir a resolver el problema de la despoblación, Boyer fijó sus ojos en Estados Unidos y, simultáneamente, trató de sembrar las bases de relaciones de simpatía con dirigentes políticos y religiosos norteamericanos, pues en verdad también actuaba tras la búsqueda desesperada del reconocimiento de Haití por el Gobierno de ese país. En aquella época la nación haitiana era rechazada en casi todo el mundo, aislada y bloqueada diplomáticamente por su condición de nación negra gobernada por ex esclavos. En la visión de los imperios del siglo xix (Francia, Inglaterra, España y Holanda) y de los gobernantes estadounidenses, Haití constituía un ejemplo insolente cuyo reconocimiento como pueblo independiente podría convertirse en un peligroso estímulo para la insurrección de los esclavos de sus colonias en el Caribe.
No ocurría esto entre la población negra esclava y liberta, caribeña y norteamericana: entre esta, el ejemplo de los negros rebeldes que derrotaron al ejército de Francia y que habían fundado la República de Haití disfrutaba de gran admiración. Por esa razón fue intensa la fuga de negros esclavos de Puerto Rico hacia nuestra isla, adonde llegaban por la zona este (Samaná y Sabana de la Mar), el área más cercana a aquella colonia esclavista española. En Estados Unidos, en 1821, fue fundada en Maryland una sociedad integrada por negros libertos para estimular la emigración de estos hacia la patria de Toussaint.
En 1822, el presidente Boyer envió a los Estados Unidos a Jonathas Granville –un músico, pintor y militar haitiano que había residido en Francia y que prestó servicio en el ejército de Napoleón antes de regresar a su patria– con instrucciones de efectuar diligencias con organizaciones laicas y religiosas dedicadas a la asistencia social de los negros libertos, para organizar un plan de estímulo a la emigración hacia Haití, ofreciendo garantía de plena libertad, mantenimiento durante los primeros meses y la entrega de una porción de tierra de tres acres para cada familia inmigrante. En suelo norteamericano los contactos fundamentales del enviado de Boyer fueron la Iglesia de los cuáqueros y la African Methodist Episcopal Church, fundada en Filadelfia (Pensilvania) por negros libertos en 1787, pocos años después de la independencia de Estados Unidos. Para promover su proyecto migratorio, Granville viajó también a Boston, New Jersey, New York y otros pequeños pueblos del este.
Los primeros inmigrantes afronorteamericanos comenzaron a llegar a Haití entre diciembre de 1824 y junio de 1825, desembarcando en Puerto Príncipe, Cabo Haitiano, Puerto Plata y Santo Domingo. No se conoce la cantidad exacta de los que arribaron a esos lugares ni el número de los que permanecieron en la parte dominicana. En este último caso diferentes autores lo han estimado entre dos mil y tres mil, los cuales fueron distribuidos entre Santo Domingo, Puerto Plata y Samaná, esta última fundada con colonos canarios en 1756.
Se conoce también que, poco tiempo después de su llegada, el grupo de varios centenares asentado en Samaná fue golpeado por una epidemia de tifoidea, lo que disminuyó su número y condujo a muchos afronorteamericanos al regreso para tratar de evitar el contagio de esa enfermedad.
La llegada de esta migración norteamericana de libertos (y de esclavos que habían huido de sus amos en el sur de Estados Unidos) a Samaná, donde con anterioridad se había establecido una pequeña colonia de blancos y mulatos franceses (antiguos hacendados del Saint Domingue francés que huyeron de la guerra revolucionaria contra la esclavitud que culminó con la independencia de Haití en 1804), convirtió a este pequeño pueblo en un rico ejemplo de convivencia multirracial y cultural que exhibía la extraña experiencia de una comunidad donde sus habitantes se comunicaban en tres lenguas: castellano, francés e inglés. Allí, además, católicos y protestantes convivían en plena armonía, conducta poco común en aquella época febril de fanatismo religioso.
De Golfo de las Flechas a Puerto Napoleón
Samaná tiene una larga historia. Allí ocurrió la primera acción de resistencia registrada en América contra los expedicionarios de Cristóbal Colón, y por esa razón, los extranjeros bautizaron el lugar con el nombre de Golfo de las Flechas. Durante la colonización fue refugio de negros cimarrones huidos de los ingenios establecidos en la parte norte de la isla. En 1795, cuando mediante el Tratado de Basilea España cedió a Francia la parte este de la isla, el general Ferrand, gobernador de la zona –que conocía muy bien el lugar y había quedado maravillado por su belleza y la espléndida bahía considerada en esa época una de las más grandes y seguras del mundo–, planificó convertirla en capital de la colonia diseñando la construcción de una preciosa urbe que denominó Puerto Napoleón. Distribuyó tierras a granel entre oficiales de su ejército y entre blancos y mulatos esclavistas que huyeron de la Revolución haitiana que proclamó en 1804 la República de Haití, grupo que en 1822, con la complicidad de las fuerzas navales francesas de Martinica, organizó infructuosamente una acción armada para oponerse a la unificación de la isla realizada por Boyer ese último año. A ese lugar llegaron los afronorteamericanos, sin conocer su rica y larga historia, y encontraron una pequeña comunidad francesa que, a pesar del fracaso militar francés, decidió permanecer en Samaná contra viento y marea.
La pequeña colonia norteamericana que se estableció allí a partir de 1824, compuesta por 200 o 300 personas, prevaleció sobre la francesa, pues pocos años después los propietarios blancos galos comenzaron a emigrar a Cuba y Luisiana, después de la llegada de Boyer. Pero, además, era evidente que su apego religioso y las estrictas normas de su educación familiar le permitieron un alto grado de cohesión. Los inmigrantes negros norteamericanos lograron muy tempranamente el establecimiento de la Iglesia Metodista Episcopal, con sede en Inglaterra, pero con fuertes ramificaciones en la parte este de Estados Unidos y en colonias inglesas caribeñas como Jamaica y las Islas Turcas.
Un fenómeno parecido, pero no tan fuerte como en Samaná, se registró en Puerto Plata, pues en esa ciudad también durante varias décadas a partir de 1830 convivieron franceses, ingleses, alemanes, norteamericanos y ciudadanos de las Islas Turcas. Estos últimos llegaron a Puerto Plata a causa de la crisis registrada en las plantaciones azucareras británicas, que comenzó precisamente en la década de 1830. En esa ciudad fue construida en 1835 la primera capilla protestante en nuestro suelo, inaugurada en noviembre de ese año. El primer misionero enviado para atender a los feligreses de esa iglesia fue el inglés John Tindal, procedente de las Islas Turcas.
No hay muchas informaciones de los primeros años sobre la vida de los primeros inmigrantes norteamericanos que se establecieron en Santo Domingo. J. Gabriel García señala que el número total de los que llegaron a la isla alcanzó los 6,000, que fueron distribuidos en ambos lados.
Otros autores elevan esa cantidad hasta 13,000. Tampoco se conoce la cantidad de los que se establecieron en la actual República Dominicana; sin embargo, García señala que 300 fueron enviados a Las Caobas, Las Matas de Farfán e Hincha para que se dedicaran al cultivo de café y otros frutos; 1,000 fueron distribuidos entre Altamira, Santiago, Moca, San Francisco de Macorís y La Vega para que sembraran café, tabaco y algodón; y otros 1,200 entre Santo Domingo, El Seibo, Monte Plata, Boyá, Higüey, Bayaguana, San Cristóbal y Baní.
Hay informaciones que señalan que muchos de estos inmigrantes, al no poder adaptarse, regresaron, pero no se conoce el número de los que retornaron. Documentalmente, hay indicios de que muchos de los que fueron ubicados en la ciudad de Santo Domingo la abandonaron para irse a residir a Samaná, que junto a Puerto Plata fue la población preferida por esta inmigración.
De todas maneras, resulta harto evidente que el núcleo establecido en Samaná –que, reiteramos, en principio reunía entre 200 y 300 personas, pero cuya población aumentó con la llegada de otros inmigrantes– logró adquirir un elevado grado de organización en el plano de la actividad productiva, dedicándose al cultivo de cacao, coco y café, a la cría de ganado vacuno en pequeña y mediana a escala, a la pesca y al corte de la caoba, madera muy abundante en esa región, y logrando conformar un círculo comercial orientado a la exportación a Saint Thomas, las Islas Turcas, Curazao y varias ciudades de la costa este de Estados Unidos.
Un papel importante en la consolidación de esa población lo jugó la presencia entre estos emigrantes no solo de agricultores con una experiencia más avanzada en la agricultura de la época que el campesinado de aquellas regiones, sino también de artesanos de la carpintería, zapatería, talabartería, ebanistería, herrería; de muchos alfabetizados que actuaron como maestros y crearon pequeñas escuelas donde enseñaban en inglés; de parteras o enfermeras que actuaban como tales; algunos inmigrantes tenían, por igual, experiencia en la fabricación de pequeñas embarcaciones de madera y de otras no tan pequeñas como las goletas, que luego utilizaron para el transporte de sus mercancías destinadas al cabotaje y a la exportación.
Fruto del esfuerzo, del trabajo, del mantenimiento de su unidad y organización, y dada la ventaja de proceder casi todos de las zonas urbanas de los Estados Unidos (pues campesinos propiamente llegaron los menos) –país que había comenzado a experimentar con éxito los extraordinarios avances técnicos y científicos de la revolución industrial que desde los años finales del siglo anterior se había iniciado en Inglaterra, extendiéndose al mismo tiempo a toda Europa y al territorio norteamericano–, los negros exesclavos norteamericanos llegados a Samaná levantaron una comunidad que consiguió la admiración y el aprecio de los pequeños pueblos vecinos. Poseían un nivel cultural mucho más avanzado que la generalidad de los habitantes de esa península.
Un detalle importante que hay que subrayar es el siguiente: ya a mediados de los años cuarenta, el sentido del ahorro que tenían varias familias de esa comunidad, derivado seguramente del protestantismo, les permitió enviar algunos de sus hijos a los Estados Unidos; unos a estudiar teología y otros a realizar cursos de enfermería, mecánica y marinería.
En ese sentido hay que resaltar que, sobre la base de su ingenio, estos inmigrantes fueron de los primeros en utilizar el arado en la agricultura, y lograron construir pequeños molinos domésticos para moler el fruto del cafeto y para la fabricación de harina de maíz, y, también, rústicas maquinarias para extraer aceite de coco; además, instalaron alambiques para la elaboración de alcohol y aguardiente, y pequeños aserraderos mecánicos para la fabricación de muebles caseros y materiales para construir pequeñas embarcaciones, como ya hemos dicho, y viviendas para los habitantes de esa población. Algunos de estos productos también los exportaban, tales como aceite de coco, madera, aceite de pescado, sobre todo de tiburón, pescado salado, harina de maíz, aguardiente, junto a otros productos agrícolas y del mar.
Entre 1844 y 1861, es decir, durante los gobiernos de Pedro Santana y Buenaventura Báez, Samaná entró en decadencia y fue convertida en un lugar de confinamiento adonde eran remitidos los presos políticos y los delincuentes. El régimen español durante la Anexión amplió ese carácter carcelario, pues también envió allí perseguidos políticos y peligrosos delincuentes puertorriqueños y cubanos. Samaná perdió esa condición a partir del primer gobierno restaurador, en 1865.
Cuando a finales del siglo xix llegó la electricidad a la República Dominicana haciendo posible la conservación del pescado por varios días mediante el uso de la simple refrigeración con bloques de hielo, los pescadores de Samaná lograron establecer una eficiente red de distribución para la venta de productos del mar (pescado, camarones, almejas, pulpos, entre otros), que se extendió a San Francisco de Macorís, Moca, Santiago5 y otras pequeñas poblaciones cercanas.
Notas
1-Roberto Marte: Estadística y documentos históricos sobre Santo Domingo (1805-1890). Marte a su vez extrae sus datos de Charles Mackenzie: Notes on Haití. London, 1830, vol. I,
pág. 114. Placide Justin en su Histoire Politique et Statistique de L’elle D’Haití, Saint Domingue, ofrece para la época una cifra menor para la población dominicana, 61,468 habitantes, según Marte.
2-Granville hijos: Historia de Jonathas Granville escrita por sus hijos. París (Francia), 1833, págs. 92-93.
3-La colonia francesa de Samaná, en cambio, se fue disgregando después de la independencia dominicana (1844) y aunque permanecieron pequeños núcleos, ya a principios del siglo xx estaba en vías de extinción.
4-Susana Sánchez: Quisqueya cuenta su historia y celebra su fe. Santo Domingo, 2008, pág. 327. Véase también: Alfonso Lockwart: Intolerancia y libertad de culto. Edit. Taller, 1993.
5-Véase también sobre este tema: Harry Hoetink: «Los americanos de Samaná», en Santo Domingo y el Caribe (Soc. Dom. Bibliófilos, 2011), y Martha Ellen Davis: Historia de los inmigrantes afro-americanos y sus iglesias en Samaná (Boletín del agn, n.o 129, enero-abril 2011).
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