La frontera como límite político apareció hace mucho tiempo. En la Antigüedad, la palabra frontera todavía no existía. Los romanos utilizaban más bien el término de finitos para referirse a la extremidad más allá de la cual empezaba a menudo lo desconocido. La palabra frontera apareció más tarde y fue construida a partir de la palabra frente en el siglo XIII. En un primer tiempo, designaba el límite temporal y fluctuante que separaba dos ejércitos enemigos durante un conflicto, antes de ser utilizada para designar los límites de los Estados. Sin embargo, hasta la Edad Media, las fronteras de los principados feudales eran confusas. Se volvieron poco a poco más claras y lineales a principios del período moderno, en particular con la firma de los tratados de paz de Westfalia de 1648, que pusieron fin a la guerra de los Treinta Años en Europa.
Desde el siglo XVI hasta el XIX, el Estado se conformó cada vez más a un principio de continuidad y de cohesión territorial con un territorio claramente definido. Los confines y los imprecisos escalones que rodeaban a los principados medievales fueron sustituidos por líneas claras y exclusivas. La frontera del Estado se convirtió así en un límite absoluto de soberanía. Este proceso se inició en el siglo XVI con la emergencia de una ideología política que le dio un lugar central a la negociación, a la paz y al equilibrio entre los Estados europeos en vez de a la guerra y la conquista (orden westfaliano). Es este modelo de frontera lineal el que fue exportado al mundo por los europeos como resultado de la colonización. Paralelamente, las mejoras de la cartografía permitieron producir una representación cada vez más precisa de un mundo organizado como un ensamblaje de Estados bien demarcados y perfectamente unidos. La pregunta es si este orden westfaliano heredado del período moderno está siendo cuestionado por la globalización. En pocas palabras, ¿las fronteras tienden a desaparecer?
Un objeto tradicional de investigación
Las fronteras son temas tradicionales de investigación tanto en geografía política como en geopolítica (Popescu, 2011; Prescott, 1965).
A partir de mediados del siglo XIX, algunos geógrafos se interesaron por el estudio de las fronteras políticas y de las relaciones entre el territorio político y el poder. Y a finales del siglo XIX ya existía una geografía de las fronteras, dominada por el geógrafo alemán Friedrich Ratzel (1844-1904), poco después por el francés Jacques Ancel (1879-1943) y el británico Halford J. Mackinder (1861-1947). De inmediato, dos grandes concepciones se distinguieron en los trabajos de investigación disponibles. Para los académicos franceses, la frontera fue concebida como una construcción política contingente que puede o no basarse, según los casos, en elementos naturales visibles en el paisaje. Así, según Jacques Ancel, la frontera es una línea a lo largo de la cual se encuentran y se equilibran las fuerzas políticas contradictorias de los Estados vecinos separados por ella. En la concepción alemana, se dio más énfasis al vínculo existente entre el pueblo y su espacio: toda frontera era considerada como viva y sus movimientos eran presentados como la ilustración espacial de la acción geopolítica de los Estados durante las fases de expansión territorial.
Más allá de estas diferencias de aproximación, en este período se propusieron avances teóricos y metodológicos que fueron ampliamente aceptados e influyeron todas las investigaciones sobre fronteras realizadas desde finales del siglo XIX hasta la década de 1970. Entre otras propuestas está la de que la frontera nunca es natural. Es viva para unos y cambiante para otros; en todo caso, no es fija para la eternidad. Es una línea trazada en los mapas y a la vez un área más o menos amplia donde existen formas de organización del espacio y prácticas sociales particulares (Newman, 2006). Durante varias décadas, los investigadores han propuesto numerosos tipos de fronteras basándose en numerosos criterios: la antigüedad de las fronteras, su relación con la población, sus funciones (fronteras de contacto o fronteras de separación, fronteras militares, económicas…), su estatus jurídico (fronteras internacionales, fronteras interestatales…), su relación socioeconómica (relaciones completas y fuertes, o relaciones insignificantes…), etcétera. Paralelamente, en el siglo XX, tanto los profesionales de la geopolítica como los expertos en relaciones internacionales introdujeron dos principios para legitimar el trazado de las fronteras. En algunos casos, se han invocado las fronteras históricas: un actor político legitima una reivindicación territorial mostrando que el trazado que él propone para la frontera es antiguo y anterior a la situación que desea cambiar. En otros casos, cada vez más escasos, se acude a la frontera natural, partiendo de la idea de que lo natural es legítimo, aunque esta idea tome la dirección opuesta a la de las investigaciones desarrolladas en las ciencias sociales.
A partir de la década de 1970, el contexto político e intelectual cambió. La investigación sobre las fronteras interestatales conoció un nuevo auge y se abrió hacia nuevas perspectivas. Era una época en la cual la geopolítica estaba volviendo a ser una disciplina académica. Al mismo tiempo, se podía observar en las opiniones públicas un inicio de preocupación frente a la uniformización socioeconómica y cultural del mundo en el contexto de la aceleración de la globalización. El estudio de las zonas fronterizas, poco común durante varias décadas, ha atraído a más investigadores que empezaron a observar las fronteras para estudiar, por ejemplo, las sociedades que viven en estos márgenes territoriales y para analizar las relaciones muy particulares que se construyen con el espacio geográfico. Analizaron el impacto social de las fronteras nacionales en las poblaciones locales y las economías regionales. La frontera ha sido puesta en perspectiva como una discontinuidad política entre dos o más Estados, y se ha observado cómo las poblaciones locales se apropian de esta frontera, analizando sus prácticas, sus discursos y sus representaciones sociales del espacio.
Desde la década de 1990, los geógrafos observan la frontera como un objeto complejo que permite identificar las grandes transformaciones del mundo contemporáneo: la supresión de las fronteras dentro de la Comunidad Europea y en los principales bloques de integración regional (Richard, 2014); la aparición de nuevas fronteras entre países ricos y países pobres; la aparición de nuevas discontinuidades lingüísticas y culturales, que a veces amenazan la integridad territorial de los Estados; la movilidad creciente de las poblaciones; la emergencia de espacios virtuales (Internet)… En este contexto, se han renovado los planteamientos sobre las fronteras y las zonas fronterizas. Aunque la frontera lineal se ha exportado a todo el mundo, existe un creciente interés por los márgenes territoriales imprecisos, especialmente en el estudio de las sociedades tradicionales que construyen Estados rodeados de áreas mal definidas. Estos márgenes están incluidos en el imaginario de las poblaciones autóctonas. Son lugares de prácticas originarias, de intercambios y, eventualmente, de conflictos. Paralelamente, los investigadores han demostrado que es difícil tratar la frontera solo desde una perspectiva geopolítica, ya que los contextos varían de una frontera a otra: estas son áreas de flujos ilícitos, lugares de intercambio de todo tipo y zonas de desarrollo de redes. Son ámbitos donde las poblaciones muestran formas de adaptación particulares: juegan con la frontera usándola alternativamente como instrumento de separación o de contacto, dependiendo del contexto.
El encantamiento liberal del fin de las fronteras
Desde la década de 1990, en la corriente dominante del pensamiento económico y político contemporáneo, la frontera estaría llamada a borrarse (Foucher, 2018; Kolossov, 2005; Newman, 2006). Dicha convicción es compartida por actores y corrientes de pensamiento influyentes (Moore, 2003). El mundo ideal sin fronteras (borderless world), como suele ser descrito por los teóricos de la globalización, busca implementar un mercado más amplio de ca pitales, de mercancías y de servicios (Ohmae, 1994). En paralelo, organismos tales como la Organización Mundial del Comercio o el Banco Mundial predican una apertura generalizada de los mercados y una reorganización de las cadenas de producción a escala mundial en el marco de una división internacional de los procesos productivos. Aunque no todas las barreras comerciales han desaparecido, estos objetivos se han alcanzado en una gran medida, como lo demuestra el crecimiento del comercio internacional y la emergencia de actores económicos trasnacionales como las GAFAM, que a menudo consiguen trasgredir las fronteras políticas, comerciales y fiscales. Más recientemente se escuchó también la muy particular retórica de Dáesh a favor de la abolición de las fronteras en el Medio Oriente (destrucción de los puestos fronterizos entre Siria e Irak con el fin de construir un nuevo califato) (Foucher, 2018).
Se conocen también discursos en torno al rechazo de las fronteras por parte de algunos historiadores del continente africano (Foucher, 2018). Para Achille Mbembe, la abolición de las fronteras africanas sería la señal del fin de la descolonización (Mbembe, 2010).
Paralelamente, corrientes de pensamiento unitaristas y panafricanistas elogian a las agrupaciones y a la integración regionales. Estas agrupaciones son actualmente poco eficaces, pero algunos observadores y actores políticos y económicos las consideran como una respuesta a ciertos retos y desafíos contemporáneos (por ejemplo, una mayor cooperación entre los Estados saharo-sahelianos para enfrentar las amenazas político militares y las redes terroristas en el contexto del G-5 Sahel). Al mismo tiempo, algunos grupos radicales reclaman la reconstitución de entidades políticas precoloniales, tal como Kanem-Bornou (Boko Haram, noreste de Nigeria) o el Califato de Macina (Frente de Liberación de Macina), cuyas fronteras no coinciden con las de los Estados actuales. Por diferentes razones, en el contexto de los debates sobre la inmigración, Europa también se cuestiona sobre la temática fronteriza. Observamos la emergencia de una literatura que aboga por el rechazo de las fronteras, comparándolas con barreras y muros. En las décadas del 90 y del 2000, la propia Unión Europea contribuyó a la emergencia de estos debates llevando muy lejos la práctica de la libre circulación interna y prestando poca atención a la gestión de sus fronteras exteriores.
Este contexto desfavorable para la idea de fronteras se ve reforzado por un proceso general de relativización multifacética e incluso de debilitamiento de los Estados (Border Group, 2004), que ya no son los únicos marcos de toda realidad política, económica y social. El Estado se encuentra en competencia con nuevos actores que se aprovechan de la evolución de las técnicas de transporte y de comunicación, del rápido crecimiento de los intercambios económicos y de la mayor interdependencia de los territorios en el sistema-mundo. La frontera aparece entonces como el último obstáculo a superar, contradiciendo la utopía de un mundo globalizante y desterritorializado (Newman, 2006) que supone alinearse con el principio del derecho a la libre circulación de personas, bienes, servicios y capitales. En este contexto, cualquier idea de control fronterizo se percibe como contraria a las libertades fundamentales de los individuos. La frontera se presenta como un arcaísmo contrario a la modernidad y al desarrollo de los derechos humanos y la movilidad.
Las fronteras no desaparecen, se transforman
En realidad, a pesar de la globalización, el mundo contemporáneo es más complejo de lo que parece. Las fronteras no desaparecen. Después del llamado de-bordering, estamos presenciando lo que algunos autores llaman el re-bordering del espacio político (Andreas, Biersteker, 2003). Las fronteras persisten. En los lugares donde habían retrocedido, tienden a reaparecer bajo otras formas no convencionales (Amilhat-Szary, 2015), en algunos lugares con una fuerte capacidad de estructuración social y política. Con el desarrollo y la multiplicación de las redes de transporte y de comunicación, su registro espacial está cambiando y los procesos y los actores territoriales que las construyen están cambiando de naturaleza. Tradicionalmente, estaban situadas exclusivamente en la periferia de los territorios de los Estados. Pero están surgiendo nuevas formas de frontera en las periferias de las grandes metrópolis, por donde pasan las principales redes de transporte y de comunicación. Las fronteras se implementan en los principales nodos de intercambios comerciales. Se reubican aferrándose a las terminales de aeropuertos, puertos, ríos, carreteras y ferrocarriles. Ya no son fronteras lineales. Más bien, son puntos de control que se multiplican y forman dispositivos reticulares (Border Group, 2004).
Por otra parte, aunque la línea fronteriza se impuso poco a poco a partir de los siglos XVI y XVII, la zona fronteriza no ha desaparecido. Incluso cuando las fronteras se indican en los mapas con líneas claras, a menudo corresponden en la realidad a bandas de territorios más o menos amplias. Por ejemplo, la frontera norte de la India al nivel del Himalaya se presenta como una zona de mercado: dentro del territorio indio, la línea fronteriza se duplica con una serie de zonas prohibidas o restringidas que son más o menos amplias, según los sectores (Cattaruzza, Sintès, 2016). Paralelamente, se observan zonas grises persistentes o emergentes en áreas en las que los Estados no logran imponer su autoridad. A menudo se trata de zonas con límites difusos y no reconocidos, pero que funcionan como fronteras. Uno de los ejemplos más preocupantes de Europa es la línea que, tras el Acuerdo de Paz de Dayton, atraviesa Bosnia y la República Srbska. El mismo tipo de situación puede observarse, a una escala diferente, en el Triángulo de Oro entre China, Myanmar y Tailandia, en Baluchistán entre Irán y Afganistán, o en la zona tribal entre Pakistán y Afganistán. Del mismo modo, vimos aparecer en el mapa político del mundo de los años 90 unos pseudo-Estados no reconocidos por la comunidad internacional, principalmente en la ex Unión Soviética (Abjasia, Osetia del Sur, Transnistria, NagornoKarabaj). Estas entidades no son Estados en un sentido estricto, pero tienen límites que se reclaman y que funcionan como fronteras (Rosière, 2010).
Bajo nuevos registros y otros niveles se consolidan actualmente las fronteras sociales. No son fronteras políticas en el sentido literal. Más bien, son límites internos de los Estados y de las sociedades nacionales. En algunos casos, pueden ser tan difíciles de cruzar como las fronteras políticas. Estas pueden incluir fronteras entre barrios ricos y pobres, entre territorios desarrollados y territorios cuyos desarrollo está atrasado, entre ciudades y zonas rurales, entre territorios altamente accesibles y territorios marginales, entre territorios poblados por grupos culturales antagónicos, entre territorios seguros y territorios peligrosos, entre territorios de bandas rivales… Algunas de estas fronteras son cada vez más visibles debido al aumento de las desigualdades económicas y sociales. En casos extremos, algunos sectores de la población están incluso aislados, a veces voluntariamente, del resto del cuerpo social. Esto es lo que se puede observar en el caso de los gates communities en numerosas metrópolis (Le Goix, 2006). Milton Santos ya había descrito en las grandes ciudades este proceso que designaba con la expresión «fragmentación territorial» (Santos, 1990). En la misma línea, autores como Saskia Sassen se preguntan acerca de los efectos de la globalización sobre la organización del espacio en las metrópolis. Tras observar los vínculos entre la nueva organización de la economía mundial y la producción del espacio urbano (Sassen, 1991), estudiaron las crecientes disparidades entre los grupos sociales de las metrópolis. De manera más general, y en contextos diferentes, no es raro que las fronteras que separan a diferentes grupos sociales o culturales dentro de una ciudad o dentro del territorio de un país se conviertan en verdaderas fronteras mentales que uno no se atreve a cruzar, incluso si estas fronteras no son fronteras políticas en el sentido estricto.
Uno de los principales desafíos para el ejercicio de la autoridad legítima del Estado y la idea de frontera es el desarrollo del ciberespacio (Douzet, 2014). Internet es una red global sin fronteras. En teoría, no está sujeta a las jurisdicciones de los Estados territoriales, ya que el proyecto consiste precisamente en trasgredir las fronteras nacionales. Sin embargo, suelen aparecer en varios campos del mundo digital (derecho, defensa y seguridad, infraestructuras, etc.). Algunos Estados intentan reterritorializar el ciberespacio imponiendo leyes nacionales a los operadores mundiales, gravando determinadas infraestructuras, asegurando datos, promoviendo legislaciones nacionales que prohíban, por ejemplo, determinados contenidos, luchando contra el comercio ilícito y elaborando protecciones contra amenazas y ataques desde el exterior… El objetivo es múltiple: introducir fronteras políticas en el ciberespacio para imponer espacios digitales soberanos (Douzet, 2007), en particular frente a los grandes actores de Internet, que son casi todos estadounidenses; introducir fronteras técnicas para permitir a los Estados filtrar lo que entra y sale de su territorio (buscando al mismo tiempo un punto de equilibrio entre el control y la apertura, entre el principio de seguridad y la fluidez de las comunicaciones); crear fronteras económicas asociadas a servicios de aduana (creación en Francia en el 2009 de un servicio especializado contra la ciberdelincuencia y la cibercriminalidad y el comercio de productos ilegales); garantizar la seguridad del territorio nacional protegiéndose de los ciberataques de gran amplitud; no abandonar el terreno a los grandes actores privados y restablecer el papel de las potencias públicas en la gestión y la gobernanza de Internet.
Por último, se debe mencionar el caso particular de las fronteras marítimas. La cuestión de la apropiación y de la distribución de los mares y océanos es bastante reciente. Este tema apareció en el siglo XVII con el surgimiento de las potencias coloniales y fue en el siglo XVIII cuando los Estados costeros comenzaron a apropiarse de franjas de espacio marítimo, de 1 a 3 millas de ancho. Desde entonces, el debate sobre el estatuto de los espacios marítimos ha continuado entre los Estados a favor del principio del mare clausum (apropiación progresiva de todos los espacios marítimos costeros por parte de los Estados costeros) y los que defienden el principio del mare liberum (libertad de circulación y de intercambio, y libertad de acceso a los recursos marítimos mundiales). Progresivamente, llegamos en el siglo XX a la definición de un derecho del mar a través de una serie de conferencias internacionales. De 1958 a 1982, tres conferencias bajo los auspicios de las Naciones Unidas dieron lugar a la Convención de Montego Bay, que entró en vigor en noviembre de 1994 y que ha permitido establecer un marco jurídico global que rige los espacios marítimos, su territorialización y su utilización. En teoría, este convenio pone fin a todos los conflictos relativos a las fronteras marítimas al delimitar los interiores de los Estados, las aguas territoriales, las zonas contiguas y las zonas económicas exclusivas. Paradójicamente, esta regulación ha generado muchos conflictos por el reparto de los espacios marítimos porque sus principios no son interpretados de la misma manera por todos los Estados costeros o porque algunos países, como los Estados Unidos, no han ratificado la Convención de las Naciones Unidas. Vemos aquí que el principio fronterizo sigue estando muy vivo, pero su definición sigue siendo poco clara. También debemos recordar que es ilusorio vigilar y controlar la inmensidad oceánica ya que la supervisión marítima es muy costosa.
La reaparición de las fronteras
Las fronteras tienen una vida difícil. Están volviendo a caer en gracia en numerosos países donde la opinión pública y los actores políticos expresan sus temores frente a lo que consideran un exceso de apertura global. Observamos aquí y allá la reaparición de las fronteras o la reafirmación de la necesidad de poseer fronteras. Cabe destacar tres tendencias principales. En primer lugar, desde 1991 se han trazado más de 26,000 km de nuevas fronteras interestatales y 24,000 km han sido objeto de acuerdos de delimitación y demarcación (Foucher, 2007). Esto ha dado lugar a la aparición de muchos Estados desde el final de la guerra fría. En segundo lugar, vemos que, en general, las fronteras ni son exclusivamente abiertas ni exclusivamente cerradas. Más bien, funcionan como filtros que pueden, de manera selectiva, abrirse o cerrarse al unísono (Amilhat-Szary, 2015). Por último, los conflictos fronterizos siguen siendo de actualidad y se multiplican, lo que significa que las fronteras siguen siendo cuestiones eminentemente geopolíticas para los Estados, celosos de su soberanía y de su seguridad, y para las poblaciones (Giblin, 2018).
La hipótesis que planteaba la desaparición de las fronteras terminó siendo una ilusión (Foucher, 2018). Asistimos a la reaparición de las fronteras en muchas partes del mundo. Europa se está cerrando a los refugiados y a los solicitantes de asilo. En algunos países, las fronteras tradicionales ya no parecen suficientes y se están construyendo muros o vallas (Rosière, 2009; Rosière, Ballif, 2009; Vallet, 2014) que son más arduos de cruzar para los pobres o los extranjeros. Esto va acompañado del aumento de fuertes reivindicaciones de algunos medios de comunicación: no es raro que se acuse a los Estados de ser impotentes y dominados por élites cosmopolíticas corruptas que dejan que se desplieguen los efectos indeseables de la globalización. Algunos electores quieren la vuelta de Estados fuertes dirigidos por líderes capaces de escuchar y encarnar la soberanía del pueblo. Algunos trabajadores se sienten amenazados por la globalización y por la competencia generalizada entre territorios. El retorno de la frontera se percibe entonces como un medio de protección contra toda forma de competencia desleal. El retorno de la frontera también está relacionado con el temor a la desaparición de las identidades nacionales y culturales, frente a una migración que en ocasiones se presenta explícitamente como una amenaza y hasta como una invasión. En resumen, las fronteras aparecen como la respuesta a una diversidad de problemas.
La mundialización y la globalización tienen efectos contradictorios: una apertura y un cierre alternado, una recomposición de los espacios fronterizos y la emergencia de fronteras filtros que funcionan como barreras selectivas (Cattaruzza, Sintès, 2016). Observamos un endurecimiento de las políticas migratorias en algunas partes del mundo (en la Unión Europea, por ejemplo), la construcción de barreras físicas (Hungría, Austria, Eslovenia, Israel, India…), una militarización de ciertos segmentos fronterizos militares para impedir tráficos o controlar fronteras cuestionadas (Sahara Occidental, Chipre…). Algunos autores ven en estas evoluciones una reaparición de lo que se podría considerar como muros fronterizos. Según Michel Foucher, en el 2007 se proyectaba que había alrededor de 18,000 km de muros fronterizos en todo el planeta. Sin duda, hoy en día hemos sobrepasado ese estimado. En la mayoría de los casos, se trata menos de una cuestión de defensa militar que de impedir la entrada incontrolada de migrantes, poblaciones pobres, terroristas…. Pero la importancia de esta tendencia no debe sobrestimarse, ya que son más bien las fronteras filtros las que más abundan, con puntos de cruce organizados y un uso cada vez mayor de tecnologías de detección y de vigilancia (digitalización, smart borders, sensores sísmicos y de movimientos, cámaras térmicas, escáneres materiales y corporales, drones). Estos medios altamente sofisticados son instalados e implementados por agentes privados o públicos, lo que equivale a una forma de privatización y subcontratación del control fronterizo a empresas cuyos intereses no están necesariamente relacionados con los de los Estados.
La frontera no es solamente una línea física dotada de funciones políticas, militares, administrativas, económicas y comerciales. A menudo ocurre que se lucha por su trazado, porque tiene una función simbólica evidente. Es un marcador espacial de la nación y tiene una dimensión identitaria. Marca el límite entre «nosotros» y «ellos», entre la comunidad nacional y sus vecinos. Debe ser defendida o construida para alcanzar al territorio nacional esperado. Por último, no es raro que el poder político instrumentalice la frontera para movilizar a la opinión pública y establecer su legitimidad estimulando el nacionalismo.
El espacio político mundial está atravesado por 252,000 km de fronteras internacionales terrestres en el 2018. Y hay muchos conflictos fronterizos más o menos graves en todas partes del mundo (India y China, India y Pakistán, Rusia y Ucrania, Marruecos y España, Irlanda del Norte y la República de Irlanda). Esto demuestra que el mundo sigue siendo westfaliano en su funcionamiento, con reivindicaciones territoriales, una competencia legal por los recursos, un deseo permanente de garantizar su seguridad, afirmaciones de poder proyectadas en zonas de influencia alrededor de potencias regionales antiguas o emergentes. Se deben distinguir varios casos. Algunos conflictos fronterizos están vigentes. Pueden estar vinculados a cuestionamientos de fronteras por poblaciones trasfronterizas desplegadas en el territorio de varios países vecinos (kurdos, pashtunes, bosnios, magiares, albaneses, etc.), o pueden ser conflictos más bien simbólicos vinculados a movimientos secesionistas, como en Kosovo: este país soberano creado recientemente es reivindicado por una gran parte de la población serbia, que lo considera como un símbolo nacional. En otros casos, se trata de fronteras cuyos trazados se cuestionan en relación con el acceso a determinados recursos (Sudán, Mediterráneo oriental).
A veces los conflictos son abiertos y violentos, e implican numerosas víctimas. A veces los conflictos fronterizos están congelados y sin resolver (Moldova-Transnistria, Georgia-Osetia, RusiaEstonia, Perú-Chile…). En caso de conflicto, no es infrecuente que la frontera reconocida por el derecho internacional sea sustituida por una línea de frente entre dos ejércitos opuestos a lo largo de un trazado diferente que puede estabilizarse a largo plazo (conflicto entre el Alto Karabaj y Azerbaiyán, entre Moldova y Transnistria, entre Ucrania y algunos territorios Donbass, etc.). En todo caso, y sea cual sea la situación, los conflictos fronterizos son complejos porque involucran a muchos actores de distinta naturaleza (Estados, poblaciones locales, ONG, diásporas, organizaciones internacionales, redes diversas, etc.) cuyas acciones tienen lugar a diferentes escalas. Esto hace que la resolución de conflictos sea particularmente compleja.
Por último, en la Unión Europea observamos un retorno inesperado y espectacular de las fronteras, pese a ser una construcción económica y política posnacionalista. Esto se debe a diferentes aspectos. En primer lugar, la generalización de la smart border en las fronteras exteriores: centralización de la información sobre las personas y los materiales que cruzan las fronteras con el Sistema de Información de Schengen desde 1995, introducción del sistema de visados de Schengen, centralización en materia policial con Europol en 1999, centralización de la cooperación en materia de gestión de las fronteras exteriores con Frontex en el 2005, generalización de los dispositivos de localización en las fronteras
externas y en las zonas portuarias y aeroportuarias, rastreo generalizado de los individuos… En resumen, las fronteras interiores de la Unión Europea están desapareciendo, pero las fronteras exteriores son reclamadas cada vez más para filtrar las entradas de migrantes con condiciones de acceso más estrictas.
En segundo lugar, la crisis política que surgió a partir de la situación de los refugiados en el 2015. Con la afluencia masiva de inmigrantes, provenientes principalmente de Medio Oriente y África subsahariana, el sistema de Dublín se ha visto superado. Este establece que un solicitante de asilo solo debe presentar su solicitud en el país a través del cual entra en el espacio Schengen.
Este sistema no puede funcionar cuando la afluencia de solicitantes de asilo es masiva y repentina porque el número de solicitudes supera ampliamente las capacidades materiales y administrativas de los Estados miembros más expuestos. La Comisión Europea propuso entonces un plan para redistribuir a los solicitantes de asilo a otros Estados miembros de la Unión Europea con el fin de aliviar a Grecia e Italia. Aquí es donde comenzó la segunda fase de la crisis: Alemania apoya este plan; Francia lo apoya, pero no acepta casi ningún solicitante de asilo; Hungría, Polonia y Eslovaquia acampan en una posición de rechazo del plan y no trasladan a ningún solicitante de asilo de Italia y Grecia, a pesar de una obligación legal. La crisis es profunda porque Eslovaquia y Hungría han impugnado el plan de la Comisión ante la Corte de Justicia de la UE. Si hacemos un balance tras varios años de crisis política europea, Hungría y Polonia son los dos únicos países que no han trasladado a ningún solicitante de asilo desde diciembre del 2015; la República Checa se ha retirado del plan desde mayo del 2016 y no ha trasladado a nadie desde agosto de ese año; Austria niega los traslados en determinados momentos… Observamos entonces una repercusión de las fronteras con vallas dentro de la Unión Europea (en Hungría o entre Eslovenia y Croacia). Ninguno de estos países ha expresado el deseo de abandonar el espacio Schengen y siguen comprometidos con el principio de la libre circulación de sus ciudadanos dentro de la Unión Europea. Pero se está haciendo un esfuerzo para bloquear el flujo de personas que proceden del exterior de la Unión Europea.
La problemática de la frontera se debate de modo brutal en el Reino Unido, puesto que la mayoría de los británicos votaron a favor de la salida de su Estado de la Unión Europea. Con el Brexit surge el riesgo de la reaparición de la frontera terrestre entre Irlanda del Norte (que forma parte del Reino Unido) y la República de Irlanda, que es miembro de la Unión Europea; en un momento en que ninguna frontera física impide desde hace tiempo la circulación y el comercio entre los dos territorios. Esto también podría conducir a un resurgimiento de las tensiones e incluso de las violencias entre protestantes y católicos en Irlanda del Norte. La reaparición de una frontera física podría obstaculizar el movimiento de las 30,000 personas que cruzan esa frontera a diario, así como los intercambios comerciales. Las negociaciones sobre el Brexit entre el Gobierno británico y la Unión Europea se enfrentan a esta complicada situación.
Una primera solución fue propuesta en el acuerdo de salida negociado por Theresa May (backstop). Hasta que no se haya alcanzado ningún acuerdo comercial definitivo que respete la libre circulación entre las dos Irlandas, el Ulster y todo el resto del Reino Unido permanecerán en una unión aduanera con la UE. Esto permitiría a los británicos seguir aplicando muchas normas europeas, por lo que no serían necesarios los controles fronterizos con la República de Irlanda. La Unión Europea no desea restablecer una frontera física entre las dos Irlandas, conforme a lo que fue decidido con el Acuerdo del Viernes Santo (1998). La solución sería entonces la de mantener a todo el Reino Unido en una unión aduanera con la UE hasta que no se haya definido ningún acuerdo satisfactorio para el Brexit. Irlanda del Norte seguiría aplicando un conjunto limitado de normas relacionadas con el mercado único europeo para preservar la libre circulación de mercancías entre las dos Irlandas. Se trata de un tema muy delicado y complicado. Muchos miembros de la mayoría se oponen al sistema de backstop. Es inaceptable para la mayoría de los parlamentarios británicos. En primer lugar, los proeuropeos denuncian una situación que podría volverse peor que la anterior, puesto que el Reino Unido permanecería en la unión aduanera con la UE mientras perdería su poder de decisión en Bruselas y a la vez seguiría aplicando numerosas normas europeas; en segundo lugar, los defensores de un Brexit duro consideran que la permanencia del Reino Unido en la UE impediría a su país recuperar su soberanía total en materia comercial; en tercer lugar, el Partido Unionista de Irlanda del Norte (DUP), sin el cual Theresa May no tiene mayoría en el Parlamento, teme que el backstop conduzca a un trato diferenciado entre Irlanda del Norte y el resto del Reino Unido, amenazando su integridad territorial.
Por último, podemos formular la hipótesis de que la integración europea favorece la emergencia de fronteras internas entre las regiones de los Estados miembros. Gracias a la construcción de la Unión Europea, las colectividades territoriales de los países miembros se están convirtiendo en actores políticos. Tienen más autonomía y competencias. Y algunos instrumentos incluso apoyan los particularismos culturales regionales. Por lo tanto, los Estados deben compartir su soberanía con las colectividades locales. Paralelamente, la integración regional europea produce o refuerza ciertas desigualdades territoriales que estimulan las reivindicaciones regionalistas y provocan reacciones de rechazo hacia la Unión Europea, especialmente en las regiones más ricas de algunos Estados miembros. La construcción del mercado único refuerza las desigualdades regionales de desarrollo económico y social (Didelon, Richard, Van Hamme, 2011), ya que pone a territorios desigualmente desarrollados en competencia directa entre sí, hace peligrar los sistemas productivos de los territorios más débiles y favorece la concentración de ciertas actividades en las regiones centrales más desarrolladas (mediante economías de escala y efectos de aglomeración). Además, el contexto de la crisis financiera y económica ha favorecido la aparición de movimientos políticos que cuestionan el principio de solidaridad en favor de los países en vías de desarrollo. Aunque no exista un vínculo sistemático y necesario, la construcción europea desempeña un papel indirecto en lo que llamamos los nacionalismos regionales en Europa (Tétard, 2010) y puede favorecer los secesionismos (Cataluña en España, Flandes en Bélgica, etc.). En este contexto general, la construcción europea tiene efectos contrastados en el desarrollo de los sentimientos regionalistas. Lieven De Winter (De Winter, 2008) muestra, por ejemplo, que los independentismos regionales son problemas limitados a los antiguos Estados miembros de la UE. Esto debido a que los partidos regionalistas son marginales en los países
que han entrado en la Unión desde el 2004. Pero también demuestra que la ampliación ha contribuido a apoyar las reivindicaciones regionalistas en los Estados miembros más antiguos. De hecho, existe una contradicción cada vez mayor entre el no reconocimiento de grandes regiones, como Cataluña o Escocia, y la existencia de pequeños Estados miembros como los Estados bálticos. Aunque ricos y densamente poblados, Cataluña y Escocia no tienen ningún reconocimiento institucional, ya que son naciones sin Estado, mientras que los Estados constituidos más pequeños y menos ricos, como los Estados bálticos, disfrutan de todos los beneficios de la integración que les garantizan una existencia política plena a nivel europeo.
Conclusión
A pesar de que en el marco de la globalización los Estados han perdido una parte notable de sus funciones tradicionales, las fronteras siguen ahí y están adquiriendo nuevas formas. Se inscriben dentro de dispositivos espaciales más complejos. Se abren y se cierran al unísono. Funcionan como filtros. Incluso en Medio Oriente, fuera de Dáesh, ningún actor político importante quiere que se cuestionen las fronteras. Lo mismo ocurre en África, donde el cuestionamiento de las fronteras, heredadas en gran medida de la colonización, rara vez se debate. Al respecto, podemos recordar que los Estados africanos se adhirieron al principio de la intangibilidad de las fronteras en 1964, cuando se creó la Organización de la Unión Africana (Declaración de El Cairo). Además, observamos desde el final de la guerra fría un alargamiento rápido de las fronteras internacionales en el mundo. Por lo tanto, podemos emitir la hipótesis de que las fronteras seguirán siendo elementos estructurantes del espacio mundial durante mucho tiempo.
Incluso en las partes del mundo donde más se han abierto las fronteras, existe una creciente demanda de estas. Algunos partidos políticos, haciéndose eco de las expectativas de las opiniones públicas, abogan por el retorno de las fronteras para protegerse de fenómenos percibidos como negativos (presión migratoria desde el exterior vista como una amenaza, competencias comerciales consideradas desleales…). Los electores recuerdan a los Estados neoliberales sus deberes de regalía. Estos debates políticos conducen a una pregunta filosófica fundamental y difícil: ¿es mejor un mundo con o sin fronteras? Como bien señala Michel Foucher, los actores políticos y económicos a favor del borderless world se niegan a hacer distinciones entre las comunidades nacionales que están separadas por límites simbólicos y aquellas que están separadas por límites políticos. Esto plantea un problema mayor: al borrar las fronteras, las comunidades nacionales y políticas y los ciudadanos son reemplazados por masas de individuos más o menos móviles que buscan satisfacer solo sus intereses personales. Podemos entonces preguntarnos si tal evolución no oculta una tendencia hacia «la liquidación de lo político en beneficio de lo económico» (Foucher, 2018).
Nota: Esta conferencia fue realizada en el auditorio de Funglode el pasado 12 de febrero y traducida del francés al español por Claire Guillemin y Bonnie Pacheco.
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