Revista GLOBAL

LA REVOLUCIÓN DOMINICANA

por Juan Bosch
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Este artículo de Juan Bosch nunca había sido traducido al español y es conocido por muy pocos dominicanos, ya que se publicó en la revista norteamericana The New Republic el 24 de julio de 1965, es decir, apenas tres meses después de iniciada la Guerra Civil Dominicana, momento en que el contacto entre dominicanos y el resto del mundo era bastante limitado. Juan Bosch explica aquí por qué le fue físicamente imposible regresar al país al ser derrocado el Triunvirato. Otros documentos corroboran cómo sus propios simpatizantes le instaron a no regresar entre el 24 y 29 de abril, ya que las fuerzas militares anticonstitucionalistas controlaban todos los aeropuertos del país.

Al momento de escribir este artículo, no sólo se encontraban en Santo Domingo numerosas tropas norteamericanas, sino que ya existían paralelamente dos gobiernos en el país: el de Reconstrucción Nacional, encabezado por Antonio Imbert y que controlaba todo el país menos la parte antigua de la ciudad de Santo Domingo, y el Constitucionalista, encabezado por el coronel Francisco A. Caamaño Deñó. La “operación limpieza” había concluido, quitando a los constitucionalistas el control del norte de la ciudad capital; el coronel Rafael Fernández Domínguez había muerto; el fuerte enfrentamiento militar del 15 de junio ya había pasado y la OEA había comprobado los asesinatos que habían tenido lugar en la zona controlada por Imbert.

Las negociaciones para llevar al poder a Antonio Guzmán habían fracasado; Balaguer y Bosch se habían reunido secretamente en Puerto Rico; los norteamericanos ya habían informado confidencialmente a Balaguer que lo apoyaban para ser el próximo presidente de la República Dominicana; Lyndon Johnson había enviado a Santo Domingo a Ellsworth Bunker para que estableciera un gobierno representativo de una “tercera fuerza”; la prensa norteamericana ya había citado el papel de Irving Davidson como cabildero de Balaguer; revistas norteamericanas ya hablaban sobre Balaguer como el futuro presidente; los norteamericanos habían decidido que convenía que las elecciones tuviesen lugar en junio de 1966; la cia había enviado decenas de agentes a la República Dominicana donde el ejército norteamericano tenía muchos oficiales de inteligencia distribuidos por todo el país; Balaguer ya se encontraba de regreso en Santo Domingo y los norteamericanos discutían entre ellos dónde enviar a los comunistas dominicanos. Es dentro de ese contexto cuando Bosch escribió desde San Juan de Puerto Rico este artículo donde explica cómo los norteamericanos no entendieron las causas y las fuerzas de la Revolución de Abril y cómo la intervención militar norteamericana lograría el efecto contrario a sus objetivos, ya que fortalecía a las izquierdas, tanto en la República Dominicana como en toda América Latina. Bosch regresaría al país 70 días después de haberlo escrito. 

Bernardo Vega

En la mayoría de las capitales de Latinoamérica, los periodistas que están escribiendo sobre la crisis dominicana aún se preguntan: “¿Por qué Juan Bosch no regresó a su país?”. Algunos dicen que en los primeros momentos de la Revolución dominicana, una aeronave de los rebeldes aterrizó en San Juan, Puerto Rico, para llevarme de vuelta al país, y que yo me negué. Eso es mentira. La Revolución constitucionalista comenzó al mediodía del 24 de abril en la ciudad de Santo Domingo: el llamado “gobierno” de Reid Cabral cerró inmediatamente el Aeropuerto Internacional de Punta Caucedo. Como San Isidro, base del General Wessin y Wessin, está entre Punta Caucedo y la ciudad de Santo Domingo, desde el principio el control de Wessin sobre el aeropuerto fue total. Ya a las cuatro de la tarde los tanques de Wessin bloqueaban la entrada a la ciudad por la vía de Punta Caucedo, la cual es la misma ruta que desde San Isidro, y no fue sino hasta después de las cuatro de la tarde cuando yo tuve las primeras noticias sobre la revolución. Las recibí a través de una emisora de radio de San Juan. Es así que, desde la una de la tarde de ese 24 de abril, y hasta el día de hoy, las fuerzas de Wessin y Wessin, que controlan la Fuerza Aérea Dominicana, vigilaban completamente las pistas de aterrizaje y las carreteras hacia el aeropuerto.

Dos aeronaves militares dominicanas, de la Fuerza Aérea, llegaron a Puerto Rico. La primera, un avión de combate Mustang P 51 que aterrizó el lunes 26 de abril, creo que en Mayagüez, y un Douglas de transporte que lo hizo el día siguiente en San Juan. Ambas naves fueron dejadas en tierra por autoridades militares de Estados Unidos, y aún permanecen en tierra. Yo sí traté de regresar a mi país. Tales esfuerzos los hice con Abes Fortas, el conocido abogado norteamericano, quien en los primeros días era el enlace no oficial entre el Gobierno de Estados Unidos y el rector Jaime Benítez de la Universidad de Puerto Rico. El sábado primero de mayo el señor Fortas nos informó de la inminencia de una batalla entre los militares norteamericanos y las fuerzas constitucionalistas dominicanas. Le expliqué que todo lo que yo podía hacer en esas circunstancias era regresar a mi país, y le pedí un avión para que me llevara de inmediato. El señor Fortas no contestó. A tempranas horas del 2 de mayo, en presencia del rector Benítez, le hice la misma solicitud al embajador John Bartlow Martin, quien se negó a tan siquiera considerar el asunto, diciendo que si yo iba a Santo Domingo me matarían. Según él, eso no debería permitirse que ocurriera ya que dejaría a mi país sin líderes.

En su etapa inicial, la Revolución dominicana estuvo confinada durante dos meses a la Capital de la República. Al entrar en su tercer mes, el movimiento comenzó a extenderse hasta el interior del país. Esto era inevitable ya que una revolución no es una operación militar unificada que puede ser contenida dentro de límites fronterizos establecidos por las fuerzas militares. Washington ha permanecido inexplicablemente ignorante de lo que realmente está ocurriendo.

Al reprimir la revolución y mantenerla confinada a una parte de la ciudad de Santo Domingo, el Gobierno de Estados Unidos estaba evaluando la situación en términos de fuerza: el elemento revolucionario representa un número determinado de hombres con un número determinado de armas; por tanto, podemos dominarlos y eliminarlos con un número determinado de soldados y una cantidad determinada de armas. Es fácil pensar en términos de fuerza en esta época, especialmente en Estados Unidos, donde una batería de computadores electrónicos ofrece respuestas convincentes en cuestión de minutos a problemas de este tipo, quizás en unos pocos segundos. 

Sin embargo, una revolución es un desarrollo histórico mal adaptado a este tipo de razonamiento automatizado. Nada de eso puede ser medido con computadores electrónicos. El levantamiento de Santo Domingo fue, y es, una típica revolución democrática del pueblo a la manera histórica de Latinoamérica, generada por factores sociales y políticos, tanto dominicanos como latinoamericanos. Es como la Revolución mexicana de 1910. Estados Unidos reaccionó a la Revolución dominicana de 1965 casi exactamente igual a como lo hizo ante la Revolución mexicana de 1910. ¿Por qué? Porque tradicionalmente el mundo oficial de Norteamérica ha estado opuesto a las revoluciones democráticas en Latinoamérica. Con excepción de los años de Kennedy, la política ha sido alcanzar una coincidencia de opiniones con los grupos locales de poder, y utilizar la fuerza para respaldarlos. En la era de Franklyn Roosevelt se abandonó el uso de la intervención armada, pero la política de apoyo a los grupos locales de poder se continuó, y en el caso de la Revolución cubana de 1933, los buques de guerra de los Estados Unidos aparecieron en las aguas cubanas como un ominoso recordatorio. Fue John Fitzgerald Kennedy quien transformó los anticuados conceptos mediante la puesta en práctica de nuevas políticas, pero luego de su deceso se retomó la vieja idea de que el poder sólo puede ejercerse mediante la fuerza.

Pero esa idea ha sido desaprobada por la historia. Una revolución no es una guerra. Tradicionalmente, en las revoluciones los derrotados han sido los más fuertes en armamentos. Las trece colonias americanas eran más débiles que Inglaterra y, sin embargo, ganaron la guerra de Independencia; las masas francesas eran más débiles que la monarquía de Luis XVI, y aún así el pueblo ganó la Revolución francesa. Bolívar era más débil que Fernando VII, pero ganó la Revolución suramericana. Madero era más débil que Porfirio Díaz, pero triunfó en la Revolución mexicana de 1910; Lenin era más débil que el Gobierno ruso, y aún así ganó la Revolución de 1917 en Rusia. Sin ninguna excepción, todas las revoluciones que han sido victoriosas en el curso de la historia han sido más débiles que los gobiernos contra los cuales se han rebelado. Es claro entonces que las revoluciones no pueden medirse en términos de poder militar. Otros valores deben servir como criterio.

Para distinguir entre una verdadera revolución y un simple desorden o lucha de poder entre contendientes, uno debe estudiar las causas subyacentes de la revuelta y la posición asumida por los diversos sectores de la sociedad. También debe ser vista en su contexto histórico. Los funcionarios de Estados Unidos no consideraron ninguno de estos aspectos de la Revolución dominicana. A Washington le llegó la información de que al mediodía del sábado 24 de abril hubo algunos disturbios en ciertos lugares de Santo Domingo y entre los habitantes de la ciudad; un poco más tarde se supo que el jefe del Ejército había sido hecho prisionero  por sus subalternos. Inmediatamente se contemplaron planes para desembarcar fuerzas armadas estadounidenses en este pequeño país del Caribe. El mismo presidente Johnson así lo declaró cuando en una conferencia de prensa el 17 de junio, afirmó que “[…] en realidad, nosotros desembarcamos nuestra gente en menos de una hora a partir del momento en que tomamos la decisión. Fue una decisión que estuvimos considerando desde el sábado hasta el miércoles en la noche”.

Por tanto, desde el sábado ya el Gobierno de Estados Unidos había considerado la necesidad de desembarcar tropas en Santo Domingo, y podemos estar seguros de que en ese momento este Gobierno no sabía qué clase de revolución se había desarrollado, o se estaba desarrollando, en la República Dominicana. Era obvio que la política del Gobierno norteamericano era defender el status quo en Santo Domingo, sin ninguna consideración sobre el deseo de los dominicanos. Por tanto, la reacción de Washington fue la usual: el grupo gobernante en la República Dominicana fue amenazado y había que defenderlo. Este grupo gobernante era sin duda alguna pro Estados Unidos, pero también era anti República Dominicana, y esto último en grado extremo. Durante sus 19 meses de gobierno, este régimen, preferido por Washington, había arruinado la economía dominicana, establecido un sistema de corrupción y ridiculizaba diariamente las esperanzas de la población de una solución dramática a los problemas del país.

La Revolución dominicana de abril de 1965 no fue una improvisación. Fue un evento histórico cuyo origen puede verse muy claro. Se había estado desarrollando desde finales de 1959, con la muerte de Trujillo en mayo de 1961, las elecciones de diciembre de 1962 y, finalmente, la huelga de mayo de 1964. El golpe de Estado de septiembre de 1963 fue incapaz de sofocar esta revolución. Era una ilusión de ignorantes sociológicos y políticos pensar que cuando el Gobierno que yo presidía fuera derrocado, la revolución sería vencida. Era una ilusión creer, como lo hicieron los responsables de formular la política dominicana en Washington, que un hombre de “buenos” antecedentes sociales y empresariales fuera la persona adecuada para manejar la situación dominicana. Desde el momento del golpe de Estado de 1963, el país volvió a la misma falta de libertad y desprecio hacia la masa de la población que prevaleció en los días de Trujillo. La corrupción tipo Trujillo se hizo más generalizada y más descarada que la del mismo tirano. El régimen de Cabral buscó un regreso al trujillismo sin Trujillo, un absurdo histórico que no podía continuar. La clase media y las masas se agruparon como aliadas, unidas por una causa común, reconducir al país a un régimen de legitimidad.

En abril de 1965 no podía fabricarse una segunda Cuba. Lo que estalló fue –y es– una revolución democrática y nacionalista. Ninguna nación de Latinoamérica puede aceptar hoy una democracia que no ofrezca también igualdad social y justicia económica. Fue un costoso error político verla como una revolución que corría el riesgo de desplazarse hacia el comunismo. 

Estados Unidos pagó un alto precio por esta metida de pata, y, en mi opinión, será pagada en nuestro tiempo. Una medición de lo burdo del error es el tamaño de las fuerzas que originalmente se desplegaron para reprimir la revolución. En abril, Estados Unidos tenía 23,000 hombres en Vietnam; desembarcaron 42,000 en Santo Domingo. Los funcionarios de Washington vieron los sucesos de la República Dominicana como una situación tan peligrosa que su preparación parecía como la de una nación yendo a una guerra de vida o muerte. Una pequeña y empobrecida nación, haciendo el esfuerzo más heroico de su historia para lograr la democracia, fue abrumada por grandes cantidades de cañones, aviones, naves de guerra, y por una campaña de propaganda que presentaba al mundo hechos completamente distorsionados. La revolución no ordenó la muerte de una sola persona, no decapitó a nadie, no quemó ni una iglesia, ni violó a ninguna mujer. No obstante, en todo el mundo se proclamaron denuncias de estos horrores.

La Revolución dominicana no tuvo nada que ver con Cuba, o Rusia, o China. Hubiera terminado en abril si Estados Unidos no hubiese intervenido. En cambio, fue reprimida, y en consecuencia comenzó a generar una fuerza propia, ajena a su naturaleza, incluyendo el odio hacia Estados Unidos. Pasará mucho tiempo antes de que ese sentimiento antinorteamericano desaparezca. Cuando un nacionalismo democrático es frustrado o estrangulado, se convierte en un terreno fértil para el comunismo. Yo estoy seguro de que el uso de la fuerza en la República Dominicana por Estados Unidos producirá más comunistas en Santo Domingo y Latinoamérica que toda la propaganda de Rusia, China y Cuba juntos. 

Será difícil convencer a los dominicanos de que la democracia es el mejor sistema de gobierno. Pagaron su democracia con sus vidas y con su sangre, pero la democracia de Norteamérica presentaba ante el mundo su tremenda y heroica lucha como un trabajo de bandidos y comunistas. Se utilizó la fuerza para impedir que los dominicanos lograran su democracia. Muchos norteamericanos no pueden creer que esto sea verdad, pero yo estoy expresando aquí lo que la población de la República Dominicana siente y seguirá sintiendo por muchos años, en vez de tratar de describir cuáles eran las intenciones de Estados Unidos.

En Santo Domingo, Estados Unidos estuvo obligado a recurrir a un expediente que permitiera el uso de la fuerza sin exponerse al oprobio del mundo. Eso explica la junta militar comandada por Antonio Imbert. Esa junta fue creación del embajador John Bartlow Martin, en otras palabras, de Estados Unidos. Raras veces en la historia moderna se ha cometido un error tan costoso en términos del prestigio de Estados Unidos, como fue el poner en las manos de Imbert el poder de las tropas armadas dominicanas, y luego exponer, como una excusa por sus crímenes, el argumento de enfrentar el comunismo en Santo Domingo. La brutal matanza de dominicanos y extranjeros incluyendo un sacerdote cubano y un sacerdote canadiense– cometida por las tropas de Imbert con el pretexto de barrer con el comunismo, será atribuida siempre por la historia dominicana a Estados Unidos y, particularmente, al embajador Martin. Estos asesinatos ocurrieron cuando las fuerzas norteamericanas estaban en Santo Domingo; y, más aún, el embajador Martin sabía qué clase de hombre era Imbert desde antes de invitarlo a dirigir la junta. La tiranía de Imbert se estableció más allá de toda duda, y, pisándole los talones a Trujillo, como lo hizo, no había pretexto lo suficientemente fuerte para justificar el establecimiento de tal tiranía.

El bando revolucionario no ordenó la muerte de nadie ni decapitó a nadie, pero las fuerzas de Imbert mataron y decapitaron a cientos de personas. A esos crímenes no se les dio en Estados Unidos la publicidad que debieron merecer, pero fueron citados en la documentación de la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos, con todos sus espantosos detalles de cráneos destrozados por las culatas de las armas, de manos atadas a la espalda con alambre, de cuerpos sin cabeza flotando en los ríos, de mujeres ejecutadas con ametralladoras, de dedos destrozados con martillos para impedir la identificación de los muertos. La mayoría de las víctimas eran miembros del Partido Revolucionario Dominicano (un partido reconocido como democrático), ya que la función de la “democracia” de Imbert era acabar con todos los demócratas de la República Dominicana. Es una sangrienta ironía de la historia que los crímenes imputados a la Revolución dominicana fueron en efecto cometidos por Imbert. La culpa también caerá sobre Estados Unidos y, desafortunadamente, sobre la democracia en general como sistema de gobierno. Como yo conozco a mi gente, cuando llegue el día del juicio final le será muy difícil a los dominicanos de hoy y de mañana ser indulgentes con Estados Unidos, y severos en su juicio solamente con Imbert y sus soldados.

El pueblo dominicano no olvidará facilmente que Estados Unidos trajo a Santo Domingo el batallón de Nicaragua con el nombre de Anastasio Somoza, ese emulador centroamericano de Trujillo; que trajeron los soldados del Paraguay de Stroessner, de todos los elementos, los menos calificados para representar la democracia de una tierra donde miles de hombres y mujeres habían muerto precisamente defendiendo el establecimiento de la democracia; que trajo a los soldados de López Arellano, quien, al menos en lo que respecta a los dominicanos, es una suerte de Wessin y Wessin hondureño. En los futuros textos de historia de la República Dominicana un destacado episodio será el bombardeo de la ciudad de Santo Domingo durante 24 horas los días 15 y 16 de junio.

Todo esto por el uso de la fuerza como instrumento de poder en el manejo de los problemas políticos. Una evaluación inteligente de los acontecimientos de Santo Domingo los hubiera prevenido. El presidente Johnson dijo que sus militares fueron a Santo Domingo a salvar vidas; lo que realmente hicieron fue destrozar la imagen democrática de Estados Unidos en todo el continente suramericano.


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