Autor: Sully Saneaux es columnista en un semanario de Connecticut y ocasionalmente en el periódico Hoy. Es además traductor de libros con largos años de ejercicio. Ha trabajado como profesor de Ciencias Sociales en escuelas secundarias de Santo Domingo y Nueva York y también de español en el Mercy College. Estudió Relaciones Internacionales en la universidad de Nueva York.
La Unión Europea no es sólo para Europa. En estos tiempos su proyección trasciende sus fronteras naturales y constituye, para muchos, un polo de estabilidad, democracia y prosperidad, al mismo tiempo que se ha convertido en modelo para la cooperación. Ampliada ya a 25 países, desempeña un papel protagónico de primer orden. De Europa se espera, por ejemplo, una sostenida defensa del principio de resolución de conflictos mediante la creación de bases más justas de intercambio y distribución de las riquezas de nuestro planeta. Y también se espera, en fin, un sólido ejercicio de solidaridad hacia los países del mundo en desarrollo. Pero, ¿es la Unión Europea un nuevo polo de poder? Europea, 72 E n los tiempos modernos quien primero planteó la idea de una Europa unida fue un francés, Maximiliano de Bethune, Duque de Sully, amigo y colaborador de Enrique IV de Francia en el siglo XVII. Naturalmente, hoy no tiene mucho sentido remontarse a tan añejos tiempos para estudiar y conocer sobre esa realidad de nuestros días. Cabría fijar la idea integracionista europea en los esfuerzos más recientes de un noble austro-húngaro, el conde Richard Coudenhove-Kelergi, quien, en los años 20, lanzó una organización llamada Pan-Europa, “inspirada tanto por la devastación que había provocado la Gran Guerra (I Guerra Mundial), como por la emergencia de un poderoso Estados Unidos y una amenazante Unión Soviética”1 . Hasta el mismo Churchill, en un emotivo discurso pronunciado en Suiza en 1946, llamó a la creación de unos “Estados Unidos de Europa”2 . Con algunas de esas tempranas manifestaciones pudo haber ocurrido que no pasaran de ser excentricidades, pero como la idea de Europa comenzó poco después a tomar fuerza, hoy se les reconoce el mérito de haber sido expresadas. Para los pragmáticos, de lo que se trató, como siempre ha sido, fue de recibir aquellas ideas, sonreír condescendientes ante las mismas y tener el cuidado de archivarlas en un lugar de donde se les pudiera recuperar con facilidad. Nadie puede imaginarse que un Schuman (francés) o un Adenauer (alemán), progenitores del primer acuerdo europeo después de la II Guerra Mundial, hubiesen descubierto de repente las virtudes de la unidad entre países. Pero en todo caso, no tenían por qué atribuir méritos a quienes, extemporáneamente, habían tenido ideas que poco después harían solas su camino. En cierta forma, dos elementos externos contribuyeron a la conformación de la primera parte de lo que es hoy la Unión Europea. Ambos son de muy reciente factura y demuestran que el proceso de unificación europea ha sido notablemente rápido. El primero fue el Plan Marshall 3 , que venía acompañado de restricciones según las cuales “los países receptores de la ayuda debían actuar unidos y presentar un programa común de recuperación”4 , aunque tal condicionante se enfrentara a la generalizada desconfianza que prevalecía en un continente devastado por una reciente guerra. Francia, particularmente, que por su condición de poder alternativo frente a Alemania había pagado históricamente un alto precio, no podía mirar con buenos ojos lo que consideraba era una maniobra norteamericana para quitarse cuanto antes de encima, el fardo de su considerable ayuda material. No dejaban de ser ciertas esas apreciaciones, pero también lo eran las que apuntaban a que Estados Unidos no estaba en disposición de tener que involucrarse de nuevo en otro conflicto continental europeo. La mejor manera de evitarlo era creando las bases de cooperación entre los principales países del área, aquellos con mayor vocación de confrontación y que, de alguna manera, formaban parte del área de influencia norteamericana (léase, Francia y Alemania). Por lo demás, sobre las ruinas de la destruida Europa se iniciaba un combate de titanes entre comunistas y fuerzas que le eran adversas (socialdemócratas, socialcristianos) y detrás de esas fuerzas, Estados Unidos y su resuelta oposición a que los comunistas se hicieran con el poder en algún país de una Europa Occidental “que se moría de hambre y al borde de la desintegración y la revolución social”5 . A ello se agregaba el hecho de que para los norteamericanos siempre sería más útil disponer de una Alemania previamente derrotada y luego recuperada como principal Schuman fue autor del plan de unificación de la industria europea del carbón y acero. Mujer celebra la integración de Albania a la Unión Europea. partenaire europeo, que una Francia que en medio de la guerra (y fuera de ella) siempre demostraría ser un socio exigente y que de todas formas era parte de la coalición triunfante en la II Guerra Mundial. Charles de Gaulle, padre de la V República francesa, héroe de la victoria contra el fascismo y europeísta convencido, dotó al proyecto de un suave matiz anti-norteamericano, el que desde entonces sería signo distintivo de la UE. De cualquier manera, en sus albores, cuando el Ejército Rojo tenía más poder que el dólar norteamericano, la integración europea era de interés estratégico para Estados Unidos, pues su existencia resultaba indispensable en términos de seguridad frente a los poderes emergidos de la derrota del fascismo. Luego de desaparecido el campo socialista, la Unión Europea estaba llamada a seguir desempeñando ese rol; y, con altibajos, lo ha cumplido. Pero los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, en cierta forma modifican ese esquema. No porque implique cuestionar las prioridades que se derivan de la lucha contra el terrorismo o de la cooperación internacional, pero sí en cuanto a una toma de conciencia europea: el papel de simple subordinado de Estados Unidos en lo que se refiere a la defensa común comienza a ser muy costoso. La segunda influencia se derivaba de esa profunda desconfianza de Francia ante la vencida Alemania. Sin embargo, a los ojos de la coalición anglo-americana, una vez terminada la “guerra caliente”, había que dedicarse a otra cosa, cómo prepararse para la Guerra Fría que se avecinaba. Y como el ascendiente de esos dos países resultaba determinante en la Europa de posguerra, a los demás no les quedaba más remedio que adaptarse o aislarse. En ese contexto, los franceses, para no verse demasiado expuestos ante el previsible renacer de la muy bien dotada Alemania, dieron curso al primer gran paso integracionista, llamado “Plan Schuman”*, mediante el cual se unificaba la industria europea del carbón y el acero. Ese programa, que concernía sobre todo a Francia y Alemania, entró en vigor en agosto de 1952 y su mérito mayor, desde el punto de vista de los promotores, era que servía como medio de control de cualquier nueva desviación revanchista de la reincidente Alemania. Además, si Francia tomaba la delantera en esos aprestos, confirmaba un liderazgo que por el momento, ni siquiera los norteamericanos, al calor de la posguerra, estaban en condiciones de regatearle. De ahí en adelante, con la natural resistencia de un entorno marcado por la Guerra Fría, tomó fuerza un proyecto que desembocaría en la Unión Europea que conocemos, llamada a ser un espacio de libertad, seguridad y justicia y que está constituida ya por 25 países.
¿Unión de estados o unión de pueblos?
Ahora bien, como dice Felipe González, “ni estábamos antes, ni estamos ahora tratando de crear los ‘Estados Unidos de Europa’. No se trata de una confederación. Ni siquiera se parece, ni remotamente, a un estado unitario… Finalmente, lo que hemos decidido es que la Unión Europea es una unión de pueblos”6 . Esa definición del ex presidente del Gobierno español, tratando de ser más sustancial que anteriores enunciados, evidencia las dificultades emanadas de tratar de hacer coincidir variados objetivos, voluntades y ritmos disímiles, recurriendo a métodos inéditos. En efecto, el nacimiento, desarrollo y extensión de la Unión Europea, para incluir, como ya lo hizo recientemente, a 10 nuevos miembros, entre los cuales se encuentran países de la antigua órbita soviética, “significa la unificación del continente por vía pacifica por primera vez en su historia”7 . Ese proceso unificador estaba, por supuesto, muy influenciado por la ocurrencia de dos guerras mundiales en menos de medio siglo. De manera que poner fin a esa escalada era el primer objetivo. Pero Europa no podía vivir permanentemente temiendo al espectro de las guerras, esperando que éstas no se produjeran únicamente por la buena voluntad general, sin que interviniera un proceso que creara las condiciones para una paz permanente. Así, “elevar los niveles de vida y acelerar el progreso técnico, abolir las barreras comerciales…hacer un esfuerzo para ayudar a las regiones menos desarrolladas, tanto en Europa como en el resto del mundo…y establecer instituciones que constituyan la base de la unidad europea”8 , se convirtieron en la base de esa conquista de la paz. El contexto era igualmente el de previsión de conflictos, tarea facilitada por la actitud “responsable” de los grandes centros de decisión**. La lucha por abrir nuevos mercados era respetuosa de los espacios ajenos y, en todo caso, dependía de la buena voluntad política de quienes, a través de la geopolítica, ejercían el control real (incluidas potencias intermedias como Francia y Gran Bretaña).
Delicadas relaciones con Estados Unidos
Desde la desaparición “general y completa” -y por el momento permanente- del mundo bipolar es común en muchas personas la tentación de pensar que la Unión Europea existe para ser contrapuesta a Estados Unidos. Tal percepción no es más que confirmada a la luz de la intervención angloamericana en Irak y la resistencia a la misma que, dentro y fuera de la ONU, ejerciera el núcleo central europeo. Sin hablar ya de la tenaz y divisiva resistencia de Europa a otras acciones que respondían a iniciativas norteamericanas motivadas por sus particulares intereses de seguridad nacional, que sin duda, durante el período que se inició con el fin de la II Guerra Mundial, coincidía con los de Europa Occidental. Pero la realidad es que Europa no era, ni es, un frente homogéneo cuando de las relaciones con Estados Unidos se trata. Así, las diferentes y a veces contradictorias respuestas a las dos grandes crisis internacionales de los años 90 -la Guerra del Golfo y Yugoslavia- “hizo aun más difícil para los europeos ponerse de acuerdo sobre una estructura de seguridad independiente de Estados Unidos”9 . La segunda Guerra del Golfo contribuyó a confirmar, por un lado, las diferencias entre los propios europeos, y las que tienen muchos de ellos con Estados Unidos en los temas de seguridad y defensa. Pero, como siempre, a la hora de los grandes desafíos que sí afectan los intereses de todos, europeos y norteamericanos siguen sintonizados en la misma frecuencia (es el caso hoy, de la lucha contra el terrorismo). Sin embargo, aunque haya acuerdo entre los norteamericanos y las principales potencias europeas en la identificación de las prioridades, siguen persistiendo las diferencias en cuanto a las maneras de enfrentarlos y nada indica en un futuro previsible que ese esquema cambie significativamente. A la par de las esperanzas que genera en vastos segmentos del planeta el surgimiento de ese poco probable polo Sesión del Parlamento Europeo en su sede de Estrasburgo. contrario a algo, para muchos europeos no son obvios los beneficios que se pueden derivar de una ampliación ad infinitum de las estructuras comunitarias. En efecto, “reina el escepticismo acerca del nivel de preparación para membresía de muchos de los países que acaban de ingresar y hay nerviosismo sobre los costos de la ampliación y la capacidad de la Unión a operar en esas condiciones”10. La actitud disidente hacia los centros visibles del poder dentro de la UE con la que entran en esa estructura los antiguos países del bloque soviético, en abierto lineamiento con Estados Unidos, sólo incrementa ese malestar, porque en fin de cuentas, pro americanos o no, los europeos en general siempre han considerado que su estilo de hacer las cosas es más sofisticado que el de los primos allende el Atlántico. Con relación a Estados Unidos, a la luz del convencimiento de que para lograr una Unión Europea realmente efectiva, es necesario contar con más que un manto de prosperidad que cubra a la Europa primaria (es decir a los 15 primeros miembros), no tiene sentido descargar la culpa de los obstáculos encontrados, únicamente a la variable rusticidad de Estados Unidos (es menor con los demócratas). En efecto, no es que los funcionarios norteamericanos tengan poca familiaridad con las instituciones europeas, como a menudo sugieren especialistas europeos consternados ante la aparente ignorancia de sus pares del otro lado del Atlántico. Es que, por el contrario, están bien conscientes de las debilidades internas europeas y explotan ese conocimiento a su favor. “Los norteamericanos creen, con cierta justificación, que la Unión Europea no puede esperar ser tomada muy en serio como una entidad política en la medida en que son tan escasos los resultados de sus esfuerzos en política exterior”11. A fin de cuentas, como, pese a la indudable comunidad de intereses entre ambas partes, cada uno tiene los suyos propios, los norteamericanos actúan en consecuencia, a riesgo de que la Unión Europea se vea afectada. En realidad, si es un objetivo declarado de la Unión Europea el de convertirse, además de un poder económico, que ya lo es, en una potencia política, no pasa su consumación necesariamente por el enfrentamiento con la omnipotencia de Estados Unidos. No necesariamente, pero a la hora presente y en general, ¿tiene la Unión Europea los recursos para evitarlo? La administración Bush es probablemente “la que menos respaldo ha ofrecido a la integración europea, desde que ese proceso se inició, en los años 50”12 y las posibilidades que tiene de repetir en el gobierno de Estados Unidos hacen más aguda la perspectiva de confrontación en el futuro cercano, dadas las hasta ahora insalvables diferencias no sólo sobre Irak, sino también sobre el conflicto palestino-israelí, el Acuerdo de Kyoto sobre Cambio Climático, la Corte Penal Internacional y sobre el papel de la ONU. Pero incluso la eventualidad de que el candidato demócrata gane las próximas elecciones (2 de noviembre) no garantiza que las tensiones vayan a desaparecer automáticamente. En cualquier circunstancia, en puntos conflictivos como el de la ocupación del Irak, no hay mayores diferencias entre el candidato republicano y el demócrata. Es más, si la Presidencia de Bush, por el rechazo que genera, le permite a los europeos mantener sus distancias frente a Washington, Reichstag alemán, en Berlín. 76 una victoria demócrata les obligaría a revisar su posición, ya que éste les plantearía la necesidad de colaborar en la estabilización del Irak, algo que a los europeos no parece interesarles mucho, ni siquiera a los más “atlantistas” de ellos, enganchados en ese problemático carro, por oportunismo más que por convicción (quizás el español Aznar cuando le tocó y el italiano Berlusconi comprometieran a sus países por afinidad ideológica y de personalidad con el actual mandatario norteamericano).
Conflictos
Pero independientemente de quien gobierne en la Casa Blanca, el fortalecimiento de la Unión Europea se traduce en conflictos con sus aliados, ya que la percepción de muchos norteamericanos es que, “económicamente, una Unión Europea fuerte, produce una baja en la parte del mercado que le toca a Estados Unidos, tanto en la propia Europa como en el Tercer Mundo…aunque el intercambio comercial trasatlántico y las inversiones siguen floreciendo”13. Y eso pese a que las evidencias indican que la importancia de ese comercio europeo, por ejemplo con América Latina y el Caribe, no tiene por qué “quitarle el sueño a Washington”. En efecto, como señala Roberto Domínguez Rivera con relación a América Latina, aunque las posibilidades de comercio, inversión y cooperación al desarrollo provenientes de la UE hayan mejorado, “en algunos casos se han registrado retrocesos relativos” 14. “El nuevo escenario internacional ‘posbipolar’ ha sido definido por Joseph Nye, como un tablero de ajedrez tridimensional que comprende un mundo unipolar en lo militar, tripolar en lo económico y multipolar en el campo de las relaciones transnacionales”15 . Por la vastedad de su representatividad, a la Unión Europea le corresponde fijar políticas precisas frente a las distintas regiones del mundo, incluidas -pero no únicamente- Estados Unidos y Rusia. Con este último país tiene la UE una responsabilidad en términos de no provocar susceptibilidades, ya que Rusia no sólo está en Europa, sino que en su momento, cuando todavía era la URSS, fue el adversario más poderoso que haya tenido ese proyecto unificador. El hecho de que la URSS haya desaparecido no arregla necesariamente las cosas, pues la susceptibilidad rusa es mayor dada su universalmente aceptada conversión de potencia de primer orden a país de importancia mediana. Por el momento, la Unión Europea evita provocar al “oso ruso”, no planteando a este país ningún estatuto dentro de la UE, ni tampoco tentando a ninguna de las repúblicas de la antigua Unión Soviética, asociadas -de buena o mala gana- a Rusia, con la perspectiva de ser aceptadas en un futuro previsible dentro de algunos de los variados instrumentos asociativos creados por la institución para poder bregar con tanta variedad. Aunque para quienes se atreven a soñar con una Europa única, en toda su extensión, la integración de Rusia y su área de influencia significarían el final de la dependencia europea de importantes recursos naturales, la saludable neutralización de cualquier eventual amenaza militar y “el inconmensurable fortalecimiento de la Unión Europea a la hora de negociar con otros bloques”16. Entiéndase Estados Unidos. Así como en los siglos XV y siguientes, América fue terreno de confrontación entre las potencias del momento, todas europeas, el siglo XXI sirve de marco a otras confrontaciones, de otro tipo, pero en el mismo escenario, “pero aún si no existiera una rivalidad económica entre bloques, los intereses estadounidenses y europeos en la región siguen siendo encontrados”17. Aunque en términos de mercado, Estados Unidos y Europa son los más apetecidos y ambos bloques ya ocupan el terreno, cualquier otro mercado merece la pena de ser peleado. Es el caso de América Latina y el Caribe. Por eso, “la preocupación estadounidense por no perder terreno en su tradicional área de influencia, alentó la propuesta de crear un Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), que a imagen y semejanza del TLCAN ((Tratado de Libre Comercio de América del Norte), preservara los intereses estadounidenses, pero que a la vez llenara las expectativas de ALC, por lo menos lo suficiente para que la región perdiera el interés por los arreglos extracontinentales que se encontraban detrás de la nueva relación con Europa”18. Los datos indican que, desde el primer año, “el TLCAN tuvo consecuencias importantes para Europa, pues sus exportaciones a México cayeron un 42.39%”19, lo que se corresponde con lo apuntado por Domínguez Rivera. Una nueva relación entre ALC y la UE podía significar un aumento de las inversiones y los flujos comerciales entre las dos regiones, “además de un contrapeso político a la influencia estadounidense en ALC”20; pero eso está todavía por verse. Aunque las cifras no confirmen sus aprehensiones, al competidor norteamericano le inquietan los avances europeos en su tradicional área de influencia, pero las circunstancias de hoy no permiten aplicar en sentido estricto una nueva versión de la Doctrina de Monroe. Esas confrontaciones “amistosas” significan, por otro lado, un importante impulso a la autoestima europea, generalmente vapuleada por la omnipresencia norteamericana en prácticamente todos los terrenos (incluyendo el cultural). Esta clase de divergencias (las diferencias de intereses geoestratégicos entre Estados Unidos y la UE) “ha alentado una creciente independencia europea frente a Estados Unidos, que se ha expresado en la falta de apoyo al embargo petrolero estadounidense sobre Irak, en la iniciativa europea en el sentido de que aquellos países deseosos de pertenecer a la OTAN deban de unirse primero a la UE y en la condena (aunque modesta) hacia la ley Helms-Burton***”.21 El acercamiento UE-América Latina ha venido teniendo expresiones, aunque limitadas, pese a la antipatía con que Estados Unidos observa este mutuo coqueteo a sus expensas y los esfuerzos que hace la gran potencia, provista de su inmenso poder por restarle méritos concretos. Pero esa hostilidad no ha impedido la aparición de un nuevo espacio político que involucra a europeos y grupos regionales latinoamericanos y “a través de las Cumbres Iberoamericanas (inauguradas en 1991) y de la más reciente Cumbre Unión Europea-América latina y el Caribe (1999)22. Eso no significa que se debilite la preponderancia norteamericana, pero establece un mayor equilibrio para los socios del nuevo contexto multipolar.
El futuro.
En 1991, los 12 países que entonces componían el Consejo de Europa, aprobaron el Tratado de Maastricht, que entró en vigor en 1993 y que estableció las bases operativas hacía la total integración. Estas decían, en primer lugar, que tres pilares deberían sostener esa integración: la comunidad económica, una política exterior y de seguridad común, y la unificación de las cuestiones de Justicia. Igualmente, una ciudadanía común, una moneda única, el ensanchamiento de la competencia de la UE a áreas tradicionalmente de manejo interno de los estados (política social y monetaria), etcétera. Aunque países como Dinamarca y el Reino Unido han sido renuentes a ceder prerrogativas soberanas y el entusiasmo europeo por la perspectiva unitaria no ha sido tan grande como se esperaba a esta altura del siglo XXI, varias de las más importantes metas que planteó Maastricht están en vías de aplicación. No sin dificultades, por supuesto, ya que sigue pesando enormemente el factor nacional, incluso si ya existe una ciudadanía europea todavía esgrimida con cierta timidez. En su aplicación, el Tratado sobre la Unión tiene puntos relativamente fuertes, pero igualmente débiles. Cuando se trata de la regulación del mercado interno, aunque ha sido bastante exitosa en lo que se refiere a la eliminación de barreras arancelarias, lo ha sido menos en cuanto al libre movimiento de personas (Acuerdo Schengen), que no ha alcanzado los niveles de excelencia de la libre circulación de bienes y capitales. Stefan Frölich considera que “esa es una de las áreas en las cuales los límites de la integración no son claros ni estables”23 . La política social europea se ha visto limitada por la fuerte resistencia de los modelos locales de seguridad social. Fernández García sostiene que “las áreas más tradicionales de la política social (como vivienda y seguridad social), siguen siendo competencia de los estados miembros”24. La intervención de los organismos supranacionales tiende a garantizar el libre movimiento de mano de obra, para así facilitar la libre circulación del trabajo. Pero por el momento, el proyecto de una “Europa social” no ha sido del todo exitoso. Una vez generalizada esa Europa, según Frölich, entre otras cosas, “su puesta en práctica despojará a los estados miembros menos favorecidos, de sus principales ventajas comparativas”25. En efecto, los estándares a imponer son aquellos que garanticen a Europa mejores condiciones competitivas, particularmente frente a Estados Unidos, no necesariamente de mejorar las condiciones de vida de los parientes más pobres, lo que sería un resultado “colateral”. De todas maneras, uno de los principios rectores detrás de la creación de la Unión Europea, es el de garantizar paz y estabilidad mediante la interdependencia económica y el progreso de sus pueblos. Europa es esencialmente hoy tierra de paz y cooperación y las propias vivencias guerreras del continente crearon las condiciones para que los europeos desarrollaran una cultura de renuencia a traducir en términos militares su desarrollo económico. Esa es una excelente premisa con vocación de ejemplo. Pero, en nuestros días, una vez agotado para los europeos el apacible período entre el 1950 y el 2000, los nuevos desafíos les obligan a revisar los esquemas tradicionales en cuanto a la seguridad y la defensa. Ese propósito, sin embargo, choca con las susceptibilidades nacionales, pues de hecho, ninguno de los países más importantes de la UE aceptaría en estos momentos subordinar su política de defensa a una institución supranacional en la que, por lo demás, coexisten “atlantistas” y “europeístas”. Sería impensable que Francia, por ejemplo, dejara su seguridad en manos de generales británicos, considerados por los galos como una simple extensión, por no decir “quinta columna” de Estados Unidos en Europa. Hasta el momento, la OTAN ha servido de marco común de defensa, excepto para los países miembros de la UE de acendrado neutralismo como Austria, Dinamarca, Finlandia e Irlanda. Sin embargo, una vez la rivalidad entre Estados Unidos y Europa pasa del estadio de la “emulación fraternal” a la abierta competencia por mercados y a las diferencias de tratamiento de problemas comunes, para los europeos se convierte en necesidad vital crear sus propios mecanismos de defensa, lo más independientes posible de la OTAN. Esa decisión, no es que haya encontrado una franca “comprensión” de parte de los norteamericanos, más convencidos que nunca de su rol de liderazgo en la defensa común de Occidente; pero ha terminado por imponerse. En todo caso, Europa concibe su política de defensa en un marco de prevención de conflictos, no de provocación, lo que implica una diferencia considerable con lo que hoy está en vigor en Washington. ˆ Pero al final, lo que les une pesa más que lo que les separa. La unidad de Europa es todavía un “sueño en curso” para europeos y europeas. Para una nueva generación sin referencias concretas con el pasado que terminó hace 59 años quizás las ventajas no sean tan obvias. A fin de cuentas vivir en paz y en prosperidad, por relativa que sea, se les antoja como el resultado natural de las cosas. Pero en lo que se refiere a su historia, el salto desde las hecatombes bélicas a lo que es hoy Europa, es enorme. Para los demás, especialmente América Latina y el Caribe, “el modelo europeo ofrece(…) referencias importantes, comenzando con la importancia del compromiso en apoyo a la aventura de la integración entre países soberanos”26. Finalmente, la UE desempeña un papel protagónico de primer orden, en el fortalecimiento de estructuras internacionales como la ONU, instrumento no infalible, pero el único con que se cuenta para intentar normar las relaciones entre los estados. De Europa se espera, aunque no solo de ella, una sostenida defensa del principio de que los conflictos no se resuelven recurriendo en primera instancia a la fuerza, sino mediante la creación de bases más justas de intercambio y distribución de las riquezas de nuestro planeta, lo que en definitiva es la mejor vía para evitarlos. De ella se espera, en fin, un sólido ejercicio de solidaridad hacia los países del mundo en desarrollo, no solamente mediante el recurso de las donaciones o el perdón de deudas, sino a través de una continuada promoción de ayuda al desarrollo.
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