Revista GLOBAL

 La verdad en la era de las fake news

by Hayden Carrón
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Controlar la información –por tanto, lo que se considera como verdad– siempre ha sido una obsesión del poder. Foucault sostenía que la verdad se derivaba de un proceso de construcción en el que el poder influía más que la realidad. Lo cierto es que la libre circulación de ideas e interpretaciones reduce notablemente la capacidad de gestionar el mundo o, al menos, de limitar que los discursos alternativos ganen suficientes adeptos como para luchar por la hegemonía. Es una cuestión de supervivencia: si el poder es el único que puede difundir su visión del mundo, entonces podrá definir los parámetros que determinarán las posibles –y correctas– interpretaciones del acontecer local e internacional.

Fue el entendimiento de este hecho lo que provocó la lucha descarnada durante todo el siglo XX entre periodistas y medios independientes y las diversas formas autoritarias de Gobiernos que los consideraban una amenaza para la ley y el orden. La censura oficial se estableció en decenas de países para «proteger» a la población de noticias u opiniones que pudieran crear «degeneración» o «alarma social». Aún hoy, en países como España y Francia, donde la llamada libertad de prensa no se presenta como una amenaza, existen mecanismos legales para «secuestrar» la distribución de una publicación que contenga ciertas violaciones a la ley (por ejemplo, mofarse del rey o de su familia, en el caso de España). El afán de controlar la verdad traspasa cualquier espectro político, pues es una cuestión del poder y su mantenimiento, y no de ideologías. Sin embargo, mientras los regímenes de izquierda permanecieron inamovibles en la estrategia de controlar por la fuerza el origen y la diseminación de la información, las democracias procapitalistas y de libre mercado optaron por la compra de los medios de información, convirtiendo la verdad en otro tipo de mercancía que se puede comprar o vender y, por tanto, controlar desde su origen.

Así nacieron los grandes conglomerados de medios que combinan, bajo una misma fórmula empresarial, las noticias, el entretenimiento y la compra y venta de espacios publicitarios. Los periodistas, antes fieros oponentes al poder político y empresarial, ahora se identifican como empleados de servicio, cuya misión y utilidad por no decir su única forma de seguir siendo empleados– es la creación de contenido adecuado para los dueños y sus dueños. Atrás quedó la figura del periodismo como el cuarto poder democrático, encargado de fiscalizar a los poderes políticos y económicos en nombre de la transparencia y la verdad. Domesticar la realidad y convertirla en un producto vendible que pueda flexibilizarse dependiendo de los intereses de control fue el sueño cumplido de los regímenes democráticos capitalistas. Incluso, en la mayoría de los países, los medios pueden dividirse por su aparente ideología política. Habrá periódicos y revistas de «izquierdas», encargados de vender los hechos a los ciudadanos progresistas, y medios de «derechas», cuya interpretación será apreciada por los conservadores. Pero el marco que encuadra la realidad siempre estará determinado por los que controlan los medios. Sí, habrá discrepancia y constantemente se dará la apariencia de que las disputas y conflictos ideológicos corresponden a una visión fundamentalmente diferente de la realidad. Pero en el fondo siempre se cuidarán mucho de llegar a exponer planteamientos que cuestionen radicalmente al sistema y sus beneficiarios.

De la situación descrita anteriormente surgen dos peligros que amenazarán nuestro entendimiento del concepto de verdad, sobre todo de lo que significa la verdad en el discurso público. El primer peligro es la mercantilización de lo real. Es decir, la verdad pasa a estar regida por las reglas del mercado. Oferta y demanda y no los hechos y las evidencias, determinarán lo que el público recibirá como verdadero. Y segundo, la constante maleabilidad de la realidad se prestará para sustentar interpretaciones disímiles y contrarias dependiendo de los intereses de los grupos dominantes. Estos dos peligros desembocan en la imposibilidad de separar la verdad de los intereses que la cuentan. Por tanto, el discurso público se convierte en una simple variación de los mensajes publicitarios o de relaciones públicas. Si la validez de la verdad depende no de su capacidad probatoria, sino de quién está detrás del mensaje, entonces será la tarea del público determinar qué versión creer. No será posible catalogar las versiones por su apego a la realidad, ya que cada cual podrá justificar su visión como una posible interpretación de lo que considera los hechos. Este es el principal aporte de los relativistas al concepto de verdad. Para ellos los «hechos» no existen separados de las interpretaciones culturales. Por tanto, será el contexto lo que definirá lo que es entendido como verdad, y este será variable dependiendo de los agentes que la cuenten. Mientras el monopolio de la creación y distribución de la información pertenecía a los medios de comunicación y a sus dueños, las contradicciones entre verdad y propaganda podían controlarse fácilmente como interpretaciones ideológicas de los mismos hechos.

Pero, ¿qué pasa cuando otros actores obtienen una plataforma lo suficientemente poderosa como para diseminar su mensaje con la misma eficiencia que los medios? ¿Qué autoridad podrá intervenir en la disputa entre lo que es verdad y lo que es falso? Aquí llegamos al centro del dilema que nos embarga en estos primeros decenios del siglo veintiuno: una nueva tecnología ha cambiado la capacidad de los poderes establecidos de controlar y difundir lo que se considera como la verdad –de la misma manera que la imprenta en su día–. Y como ya habíamos pasado por el proceso de «personalizar» lo que consideramos verdad, la capacidad de las instituciones sociales para servir de autoridad y validar lo que es considerado verdadero ha quedado muy comprometida por su cercanía con los grupos de poder.

En otras palabras, ¿a quién vamos a creer? ¿A unos medios de comunicación comprometidos con los intereses empresariales y políticos de turno que nos venden tragedias, miedos y shampoo para el pelo? ¿A instituciones políticas que solo representan a los poseedores de los máximos recursos? ¿A grupos religiosos que se pelean por las migajas de influencia que el poder tradicional les concede? O quizá deberíamos romper con todo el condicionamiento al que nos sentimos sometidos y creer lo que dice «el pueblo», o «el instinto», o los videos y artículos de las redes sociales que refuerzan ese sentimiento paranoico de que los de arriba siempre quieren engañar a los ciudadanos. Nuestra sociedad no tiene ningún problema con el concepto de lo que es la verdad. La duda surge sobre la autoridad de los que tienen el poder de definirla. Si los expertos se equivocan constantemente, si los políticos mienten, si los medios de comunicación no son más que propaganda para sus dueños… entonces, ¿cómo discernimos lo que es verdadero de lo que no lo es?

La acuñación del término «posverdad» es más un síntoma que una definición. Se trata de la constatación de que la realidad puede ser modelada no en base a los hechos que podemos confirmar, sino más bien a las emociones que se despiertan al evocar ciertos fenómenos. Bajo esta visión, la corrección factual del discurso público es secundaria, ya que la validez se sitúa en la capacidad de apelar a las creencias y deseos de la gente, por lo que las afirmaciones que claramente no se ajustan a la evidencia –y que hace solo unos años habrían sido causa de decadencia para actores políticos y económicos a escala mundial– hoy son refrendadas como «alternativas» o «una forma de hablar». La pérdida de legitimidad de los sistemas de poder democráticos y mediáticos ha abierto la puerta al imperio de los sentimientos. El fenómeno es fácil de explicar, pues no se diferencia mucho de los sistemas de propaganda que se implementaron antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Se trata del aprovechamiento de rencores, miedos e injusticias para justificar actitudes consideradas reprobables por la cultura dominante. El primer paso consiste en la exposición a la mirada pública de las incongruencias del sistema imperante. Se vinculan los errores y omisiones del poder con tramas orquestadas para el engaño.

Con esto se erosiona la confianza en las instituciones establecidas, que son las únicas que pueden ofrecer una validación del discurso público. Un buen ejemplo de este paso es la acusación de manipulación de los medios de comunicación cuando las noticias afectan determinados intereses. Con dicha acusación se busca mostrar una supuesta intención del poder de maquillar la realidad de acuerdo con sus fines – intención que, por otra parte, siempre ha estado presente–. Es interesante analizar estos ataques pues generalmente no se apoyan en el desmentido de hechos o pruebas sino más bien en las apelaciones sentimentales de «trato injusto» o en comparaciones con otros actores en el juego infantil de «él empezó». Una vez conseguida la puesta en duda de las instituciones dominantes de legitimación de la verdad, se pasa a la difusión de hechos que sugieran una supuesta conspiración contra los intereses de la nación. Estas teorías se basan en relacionar diversas realidades, de tal manera que puedan surgir preguntas sobre las intenciones de los actores. Exageraciones y generalizaciones estarán a la orden del día, usando declaraciones que no soportarían el más mínimo análisis racional, pero que apelan a los prejuicios y los sobreentendidos del público. El bulo de que la candidata demócrata Hillary Clinton era la responsable de una banda de tráfico de personas ubicada en la capital de Estados Unidos dejó de ser tomado como ridículo con el arresto de un sujeto que, fusil en mano, se dispuso a liberar a las supuestas víctimas. Y aquí llegamos al fenómeno archiconocido de las fake news: no son más que chismes, rumores, videos y fotos inventadas o sacadas de contexto que sirven para atacar los intereses políticos o económicos de diversos grupos. Es interesante notar que la elaboración y difusión de estas mentiras no es nada nuevo en las campañas políticas o en la dinámica comunicacional de las sociedades industrializadas. Pero dos nuevos elementos han potenciado a niveles impensables estas técnicas demagógicas de la vida políticosocial: las redes sociales y la desconfianza en los medios de comunicación. Para los que no recuerdan la vida sin internet, puede resultar inconcebible la costumbre de leer periódicos en papel y de ver todas las noches el telediario para enterarse del acontecer local y mundial.

El acceso a la información era físico: revistas, casetes de audio y vídeo, y luego DVD. La idea de una comunidad digital que englobara todos los ámbitos de la vida social, desde la información pública hasta el entretenimiento privado, era una circunstancia impensada. Pero lo cierto es que hoy en día la mayoría de las personas del llamado mundo occidental reciben gran parte de su información a través de plataformas digitales. La capacidad de los medios de comunicación tradicionales de fungir como filtros de la verdad es cada vez más limitada. Por tanto, la mediación entre la información y las distintas capas de edición y verificación que prometían los medios queda relegada a una cuestión de números. Es decir, un hecho existe o no, dependiendo de la cantidad de usuarios que lo miren y compartan. Esta nueva forma de «consumir» la información tiene como resultado la fragmentación caótica de los «agentes moderadores de la verdad». Cualquier persona con acceso a las redes puede diseminar su visión particular del mundo a una cantidad increíble de personas y a un costo prácticamente inexistente. De la misma manera en que la radio y la televisión cambiaron la forma en que las comunidades se relacionan, las redes sociales han revolucionado y facilitado la cercanía de las personas con similares ideologías e intereses.

En cuanto al discurso público y privado, es indiscutible que nos encontramos en una nueva época. En este nuevo tiempo, tanto la creación como la circulación de la verdad ya no son controladas por los poderes dominantes. Otros actores que hasta ahora no poseían la capacidad de influencia necesaria para proponer alternativas, gracias a la tecnología han conseguido postularse como voces en un caótico griterío. Tanto la posverdad como las fake news inundan los canales de información, apelando a reacciones viscerales que el público no sabe cómo manejar. Entre tanto, la democracia y los sistemas de derecho y leyes de los países occidentales quedan perplejos, incapaces de contrarrestar rumores, falacias y claras manipulaciones con los métodos tradicionales de control de la verdad. El Gobierno y demás representantes políticos, económicos y hasta clericales han dejado de ser vistos como garantes de la verdad en el discurso público. Incluso la ciencia y el saber exacto que se le atribuía comienzan a ser cuestionados. Por otra parte, la posibilidad única que aportan las redes sociales de relacionarnos con personas, en cualquier parte del mundo, que compartan nuestros intereses y afinidades ideológicas nos proporciona la coartada de que los prejuicios son comunes y, por tanto, justos y reales.

Tanta conexión nos ha hecho aislarnos más y más en pequeños grupos que retroalimentan nuestra forma de pensar. Cualquier discurso disonante puede ser acallado con un simple movimiento del dedo en nuestro teléfono inteligente. La verdad ha dejado de estar arraigada en el mundo real de las evidencias y los hechos para pasar a residir en el reino virtual de las percepciones compartidas. Si queremos comenzar a domar esta nueva realidad que domina todos los aspectos de la vida democrática de las naciones, debemos empezar por reconocer la pérdida de legitimidad de los valedores tradicionales de la verdad y proponer nuevos acuerdos que los sustituyan. Puede ser que el poder no sea el mejor moderador de lo que es cierto y lo que es falso, pero dejar que sean los sentimientos alborotados de grupos aleatorios los que definan la corrección del discurso público no puede más que desembocar en la creación de chivos expiatorios para excusar los desmanes de las masas. La última vez que una tecnología social cambió radicalmente las reglas de convivencia de las naciones fue en los años treinta, con la utilización masiva de la radio y la televisión para la propaganda política en los regímenes más avanzados de Europa occidental. Quizá estemos asistiendo a la ruptura de los acuerdos democráticos que surgieron después de la Segunda Guerra Mundial. Entretanto, en el mundo de la verdad, la posverdad y las fake news, será difícil encontrar un asidero para la ética y la decencia.


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