Un recuento mundial de la pandemia que pone énfasis en el tema de las vacunas, desde su aspecto comercial —los precios y los mercados— así como desde sus aspectos geopolíticos y legales, insistiendo especialmente en la propiedad intelectual y sus consecuencias sobre aquellos países que carecen de capacidades científicas e industriales para producirlas.
Según el sociólogo franco suizo Jean-Claude Thoenig, una política pública es «un programa de acción propio de una o de varias autoridades públicas o gubernamentales». Esta definición, ontológica y sustancial, tiene el pragmatismo que requiere nuestra intención: analizar con la profundidad limitada que permite un ensayo circunscrito a los rasgos de un fenómeno cuya novedad supondría, con más tiempo y páginas, la elaboración de conceptos sociológicos novedosos y la importación de ideas de otras ciencias. Trataremos, sin embargo, de no salir de una muestra de ideas conocidas, no tanto por guardar lealtad a quienes nos enseñaron, como por no sacrificar a explicaciones superfluas líneas y párrafos que nos está prohibido exceder. Una política pública de salud vendría siendo, por lo tanto, «un programa de acción de autoridades públicas cuyo fin es preservar o restablecer la salud de las personas».
Se requieren, sin embargo, ideas para analizar la interacción entre los tres protagonistas de este drama: la ciencia, que propone soluciones técnicas diversas y en ciertas ocasiones opuestas; los Estados, que las eligen y las adaptan a sus condiciones específicas de existencia; y los públicos, más o menos caprichosos según los rincones del planeta que se observen. Usaremos aquellas, ya clásicas, de Michel Foucault, de Giorgio Agamben, de Aquilino Morelle, de Karl Popper y de Paul Vandoren, evitando caer en su uso polémico y recordando que las políticas públicas de salud son hoy lo propio de cualquier poder, sea cual sea su nivel de legitimidad, y que buscar justificaciones razonables si bien no siempre fundadas en la razón para decidir en nombre de todos forma parte del arte político. En El uso de los cuerpos, Giorgio Agamben escribe: «un Rey que reina pero no gobierna no es más que uno de los polos del dispositivo gubernamental», (Agamben, 2017, p. 375).
Hablar de la pandemia de covid-19, en América Latina o en el resto del mundo, es hablar con cifras, con esquemas, con gráficos, y analizar estos últimos significa elaborar un pensamiento sobre dos familias de hechos: los primeros son los procesos biológicos, y los otros son la forma en la que los Estados ejercen una influencia sobre dichos procesos. No existe, ya sea en los Estados más sofisticados, en aquellos que han adiestrado tecnologías de punta, médicas o sociales, como los Estados asiáticos, o en los Estados más rústicos, como los africanos, un solo ejemplo de cuerpos totalmente al desnudo ante la covid. Durante estos últimos dos años, ya sea en Etiopía o en el Japón, siempre se ha ejercido como función natural de los Estados la interposición entre la carne a la intemperie y el riesgo de un obstáculo, sea este cual sea: excrementos animales o vacunas derivadas del genio genético. La muerte se ha hecho intolerable, la muerte es un escándalo político, e incluso la obstinada ceguera bolsonarista le opone a la pandemia una respuesta que no requiere ser la mejor para corresponder con la definición de las «políticas públicas de salud». La opinión pública mundial se indigna en nombre de los brasileros, asumiendo una suerte de comisión implícita frente a la impericia de su gobierno.
La diversidad de las políticas de salud plantea el tema de una verdad que no tiene como alternativa a la mentira, sino a otras verdades o, más bien, citando a Michel Foucault, a otros regímenes de verdad. La «razón de Estado» se transforma en un «Estado de razón» cuando se trata de verdades técnicas. Según el filósofo francés, si bien «no es cuando la sociedad y el Estado aparecieron como objetos posibles y necesarios para una gobernabilidad racional que se establecieron relaciones de necesidad entre el gobierno y la verdad (…) no se puede dirigir a los hombres sin realizar operaciones en el ámbito de lo verdadero» (Foucault, 2012, p. 18). La coexistencia de verdades distintas, a veces opuestas, emerge como la condición previa de cualquier debate democrático, y la alternativa, la que opone un «régimen de verdad» a una Verdad, es la aspiración razonable de las democracias liberales. La diferencia entre ambas supone que se le sume una dosis de política a la más técnica de las decisiones.
El primer tema que abordaremos es la división del mundo entre dos actitudes. Ambas, con justificaciones médicas, nos permitirán un análisis del tema de la verdad o, más bien, de las verdades y de la forma en que construyen la medicina como disciplina científica, es decir, como progresión paradigmática inextinguible, y que por ende permiten que se haga política en torno a ellas. Se pueden adoptar medidas sanitarias distintas, e incluso opuestas, sin salir de la verdad médica.
La primera parte de nuestro artículo divide el mundo en dos macropolíticas que se pueden definir como «vivir con el virus» y «erradicar el virus». El primer caso se corresponde con actitudes, pero también con idiosincrasias latinas y europeas, y el segundo es el motor de las políticas asiáticas, no menos idiosincráticas, que llamaremos «confucianistas» como apodo superficial de justificaciones que son, por supuesto, mucho más complejas.
Gobernar frente a una epidemia significa, probablemente más que en otros campos, gobernar
con antecedentes. La lectura integrada de la pandemia de covid supone la inscripción de las decisiones políticas en la historia, entendida como la relación que guarda el presente con tramas que se organizan en circunstancias previas, lo que complica cualquier análisis y organiza una dependencia de las respuestas políticas respecto a la geopolítica, la economía, las políticas sociales o los datos estadísticos como el nivel de confianza ciudadana.
No es extraño que Chile recurra a una vacuna china y que Argentina vacune a su población con una vacuna rusa. En ambos casos son determinantes el tejido industrial, las relaciones comerciales y la capacidad tecnológica farmacéutica que permite fabricar principios activos. La importación integral por Chile y la adquisición de licencias por Argentina son consecuencias virtuosas o que perjudican la inscripción exitosa en la división internacional del trabajo y de la teoría de las ventajas comparativas. ¿Vale esto decir que todo pudo ser distinto en Chile con un poco de soberanismo económico hace 50 o 60 años? Si hay mecanismos virtuosos y mecanismos perjudiciales de políticas antiguas, entonces ¿por qué́ la dependencia de un mercado globalizado, como es la situación de Chile, resulta más provechosa que la independencia científica y tecnológica de Argentina? Porque en realidad lo es. Al 12 de julio de 2021 Chile había vacunado con dos dosis a más del 65% de su población, cuando Argentina lucha para despegar del 40%. Buscamos leyes, comportamientos sistemáticos de sociedades, instituciones y mercados, y mirando el resto del mundo nos topamos con otra sorpresa: la independencia, que todavía le cuesta a Argentina cientos de muertos diarios, costó en un primer tiempo meses de atraso en la vacunación a la Unión Europea. Este tema, quién vacuna, cuándo y con qué, será el que abordaremos en la segunda parte de este artículo.
Las políticas públicas de salud no apuntan a las personas sino a las poblaciones, y olvidarlo ha provocado muchas incomprensiones. El 17 de marzo de 1976, durante su famoso curso en el Collège de France, Michel Foucault las definía como políticas que se proponen «instalar mecanismos de seguridad en torno a esta aleatoriedad inherente a una población de seres vivos, para optimizar, si se quiere, un estado de vida», (Foucault, 1997, p. 219). Citar a Michel Foucault cuando se trata de la pandemia de coronavirus, como erudito, pero también como militante libertario, es tanto más pertinente cuando la salud pública sufre una doble reputación. La primera es aquella que en los países occidentales llama a la constitución de comités de ética en torno a las especialidades y a los progresos técnicos de la medicina. La segunda, la que motiva los temores y las acciones de actores todavía marginales, es un higienismo acerca del cual Aquilino Morelle señala una inclinación moralista y un pasado eugenista (Morelle, 2010, pp. 90-103). Es este temor, el de una normalización totalitaria y de una excepción perpetua al estado de la ley, el que conmueve a sectores más o menos amplios de las opiniones públicas mundiales a través de las famosas y bastante divertidas redes complotistas, pero es también el que motiva ciertas políticas públicas y explica grandes desgracias.
Durante el año 2020 y lo que va del 2021, la medicina como ciencia y como práctica expuso sus misterios, sus secretos más ocultos, y resultó ser una fábrica de verdades cuya refutabilidad, como bien lo dice Karl Popper, es la condición de su cientificidad (Popper, 1998, pp. 90-93). La verdad en medicina depende de círculos restringidos, de comunidades epistémicas, en las cuales muchas personas, no siempre de acuerdo entre ellas, se ven autorizadas a participar construyendo paradigmas, ciertas veces contradictorios, que conviven unos con otros antes de ser remplazados por otros paradigmas. La desconfianza ante ciertas verdades médicas se ha hecho famosa a costa de decenas de miles de vidas humanas y ha nutrido políticas nacionales negacionistas en, por lo menos, tres países importantes del continente americano: los Estados Unidos de Donald Trump, el Brasil de Jair Bolsonaro y el México de López Obrador. No es extraño el lazo entre la virilidad guasona de los tres líderes implicados y una especie de desafío al destino. Tampoco es extraña la relación entre dicha bufonería y un populismo que repite, acto tras acto, la teatralidad mussoliniana. Esta monomanía bordeará en varias oportunidades las dos partes de nuestro trabajo.
Democracia versus autoritarismo
Vivir sin el coronavirus no es imposible. Hay países, principalmente asiáticos, en donde las políticas de erradicación han resultado exitosas. China ha hecho de estas últimas la demostración aparentemente innegable de la superioridad de su sistema político, que, si bien no permite a su población expresarse libremente, la mantiene en vida y en mejor salud —solo tratándose de la covid— que las democracias liberales. Para estas se plantea una pregunta simple y dolorosa: Vivos, por supuesto, pero ¿a costa de cuáles preceptos?
En su discurso de marzo del 2020, Emmanuel Macron dejó clara su intención de luchar contra la epidemia y de salvar vidas «cueste lo que cueste»; se trataba, por supuesto, de dinero y no de los principios democráticos de la República francesa. Es difícil admitirlo y no por ello menos cierto: la libertad cuesta vidas y preservarla supone que los dirigentes políticos equilibren los sacrificios en una forma racionalizada de costos y beneficios que supone comparar peras con manzanas deliberadamente. ¿Cuántos muertos cuesta la libertad de expresión, cuántos muertos cuesta la libertad de asociación, cuántos más la libertad de reunión? De que los cuestan no cabe duda.
¿En qué́ consiste la estrategia de erradicación del virus? Principalmente, en condiciones de confinamiento y de distanciamiento social insoportables en culturas latinas, germánicas o anglosajonas. En los países asiáticos el uso de las mascarillas es un hábito antiguo; en cambio, en Europa los escépticos de la pandemia y los defensores radicales de las libertades públicas las llaman «bozales». En Asia las poblaciones adoptan medidas de distanciación en forma voluntaria, cuando en otros países hay que imponerlas y apelar a las fuerzas de policía para aplicarlas. La explicación que plantea la superioridad del autoritarismo no parece tan certera si se considera que políticas de erradicación similares a las que resultaron exitosas en la República Popular de China mantuvieron a raya el coronavirus en países democráticos como lo son Taiwán o la República de Corea (Corea del Sur). En ambos países se adoptaron formas tecnológicas de distanciamiento social, como las aplicaciones telefónicas, con un 80% de usuarios en Corea. Este mismo país, con una irreprochable rutina electoral desde 1987, impone además un control electrónico a los viajeros.
Las medidas restrictivas más radicales están fuera de radar en los países europeos o en los del continente americano, pero vale distinguir dos tipos de actitudes: la mezcla entre la exigencia de resultados y un nivel apreciable de civismo sanitario que se encuentra en los países del Norte, y los esfuerzos no siempre traicionados de América Latina. En países sin ciudadanía y con estados de emergencia tardía, como los del continente africano, o en Estados autoritarios pero crepusculares, como lo son aquellos de algunos países de Europa del Este, se hace poco en favor de comunidades nacionales a las cuales adherir cuesta mucho y no aporta casi nada; en realidad, en estos países no se espera nada de las autoridades.
En los Estados occidentales que pueden darse el lujo de tener políticas públicas de salud, cuando tienen sistemas de salud eficaces, la idea central no ha sido erradicar el virus, sino vivir con él hasta que se alcancen niveles altos de inmunidad colectiva, sea esto por contagios o por vacunaciones, sacrificando algunos —a veces muchos— puntos de crecimiento económico y desarrollando políticas de apoyo a las economías y a las poblaciones, inéditas desde el New Deal, que llegan a costar billones de dólares. Se divide otra vez el mundo entre aquellos que pueden costear los planes de rescate, y aquellos que solo pueden esperar el chorreo que les llegará con el aumento del consumo de bienes importados desde el primer mundo; principalmente, bienes industriales de Asia y commodities de América Latina.
Analicemos ahora qué significa vivir con el virus tal como se lo plantearon las democracias liberales occidentales, entre las cuales hay que contar a varios países de América Latina. Primero que nada, incluso si el método encontró partidarios en Suecia y en Gran Bretaña durante los primeros meses del 2020, no significa abrirle las puertas al virus sin tomar medidas de protección para alcanzar lo más rápido posible una tasa de contagio tal que una mayoría de la población desarrolle anticuerpos. Este método es, por supuesto, muy eficaz en términos de morbidez a mediano plazo, pero su costo en vidas es altísimo porque supone muchos más casos graves de los que pueden soportar las infraestructuras sanitarias durante un período imposible de determinar. La opción de aquellos que aceptaron vivir con el virus supone, en realidad, que se cierren parcialmente las economías y que se confinen las poblaciones para mantener las unidades de cuidados intensivos en estado de alerta máxima sin sobrepasar sus capacidades. Este método exige que se espere tanto de la inmunidad natural por contagio como de la inmunidad inducida por campañas masivas de vacunación. En países que no tienen acceso a la vacunación masiva, el mismo método requiere mucho más tiempo y supone una larga recesión prolongada cuando países con más recursos estén ya viviendo el esperado rebote de sus economías.
Las políticas públicas de salud de estos 19 últimos meses tienen efectos directos en las economías. Se puede suponer que la pandemia tienda a alejar a las economías mundiales de su media, creando situaciones en las que convergerán los efectos de la pandemia y las medidas de protección sanitaria con situaciones endémicas. El primero, el más vulnerable en un primer tiempo, resultó resistir un poco mejor que sus vecinos del Norte, mejor preparados, pero también más protectores; se trata de la zona africana, con una tasa de crecimiento del -4.7% en el 2020. En Europa, el confinamiento se traduce en una recesión del 7.4%. En América Latina, la contracción de la economía en el 2020 es del 5.2%, con grandes diferencias entre los distintos países. En este panorama se destaca el crecimiento de la zona asiática, que, si bien es el más bajo desde hace 53 años, alcanza un envidiable -1.8%. Estas cifras establecen la superioridad relativa de la estrategia asiática, pero preguntarse por qué no la adoptó la totalidad del planeta es una pregunta inepta; la respuesta se encuentra, por supuesto, en las idiosincrasias regionales.
En un artículo del investigador Chen Ming publicado en el 2008 e intitulado «La filosofía confuciana frente a la globalización», se encuentran planteados los desafíos que enfrenta la herencia de Confucio, y también su esencia, definida como un «conjunto de ideales políticos específicos para China que se destacan tanto del liberalismo como de la nueva izquierda», (Ming, 2008, p. 128). La idea central de este texto es que, mientras que la filosofía política occidental funda la legitimidad en la ciudadanía, la filosofía política china la funda en la familia, y que, si la primera exalta las libertades individuales, la segunda exalta los intereses colectivos. Está claro que es complicado mencionar el confucianismo cuando se trata de Japón o de Corea, pero es tal vez imaginable llegar a una conclusión satisfactoria si se considera que una idiosincrasia asiática, entendida como una forma de ideología en el sentido marxista, es decir como conjunto de ideas, de valores y de normas, no es producida por el confucianismo, pero esta sí lo permite. El confucianismo sería, por ende, el producto de una cierta idiosincrasia, aquella que exige el sacrificio de las libertades individuales en pos del bien común.
Vivir con el virus es una actitud que solo pueden permitirse países con sistemas de salud desarrollados, y erradicar al virus está fuera del alcance de países que no cuentan con los recursos fiscales que les permitirían desarrollar los suyos. Vale decir que las armas institucionales que permiten la buena voluntad de las poblaciones del Norte, y de aquellas de los países que Alain Rouquié llama «extremo occidente» no suponen una incondicionalidad, pero las formas que toma la indisciplina son distintas. Al sur del Río Grande son asados y fiestas playeras, cuando en el Norte son en gran parte manifestaciones de protesta y actitudes de desafío. Las primeras no tienen mucho que ver con la política, salvo si se trata de una micropolítica desde las barras bravas y desde las identidades territoriales de barrio; las segundas incluyen militantes ultraderechistas mezclados con militantes ultraizquierdistas y complotistas. En realidad, en ambos casos se trata de movimientos moderadamente inocuos y marginales.
Mientras algunos médicos occidentales, desde su punto de vista, desde un mundo en que conviven cuerpos y no personas, llaman a radicalizar las medidas de confinamiento, algunos filósofos se escandalizan de las libertades ya sacrificadas. El 24 de marzo de 2020, en el diario Le Monde, el filósofo italiano Giorgio Agamben expresaba esta idea cuando decía: «En la situación de confusiones babélicas de los lenguajes que nos caracterizan, cada categoría persigue sus motivos particulares sin tomar en cuenta los motivos ajenos (…) Ha habido en Europa epidemias mucho más graves, pero nadie pensó por ello declarar un estado de excepción como el que en Italia y en Francia casi nos impide vivir».
Mirando el problema en forma más acuciosa, aparece que, si bien los poderes autoritarios controlan más eficazmente las condiciones de un contagio, los 30 países con mayor esperanza de vida del planeta son democracias. Una vida larga y productiva se encuentra correlacionada en forma estadística con las libertades públicas, y su negación, la que encontró una de sus dos realizaciones más acabadas con el imperio soviético, deja en herencia vidas que se acaban alrededor de los 57 años. La superioridad de la estrategia asiática depende menos de una supuesta superioridad del autoritarismo que de un sentido del sacrificio y de la responsabilidad individual de sus habitantes.
¿Qué vacunas y para quién?
El 30 de julio del 2021 se habían inyectado 4,000 millones de dosis de vacunas anti-covid en el mundo. Son Europa y los Estados Unidos las regiones del planeta en las que se usa la mayor variedad de vacunas. La primera y la más apreciada por las opiniones públicas occidentales fuera del Reino Unido, tras haber sido la más temida por la novedad de su tecnología, es la vacuna Pfizer-BioNTech, con una eficacia del 95%. La segunda es la vacuna de Moderna, cuya eficacia es también del 95%. Sigue la vacuna de AstraZeneca, desarrollada por la Universidad de Oxford, que resulta ser la más polémica de todas. Se le atribuye la formación de coágulos (trombosis), de los cuales una mínima cantidad han resultado mortales. La eficacia de esta vacuna es del 76% contra los casos sintomáticos. A pesar de ser la más temida, esta vacuna es la más usada, con 2,500 millones de dosis vendidas en América del Norte, en América Latina y en Europa Occidental. La vacuna de Johnson & Johnson tiene la particularidad de exigir una sola dosis. El índice de protección general de esta vacuna es del 66%, y su índice de protección contra las formas graves es del 85%. Siguen las vacunas exóticas, entre las cuales se destaca la rusa, Sputnik V, con una versión normal en dos dosis que protegería al 91% y una versión light en una sola dosis que protegería al 79.4%. Existe una controversia en torno a esta vacuna, pues no pasó por la tercera etapa de prueba clínica antes de ser comercializada. La quinta y sexta vacunas sobre las cuales existen datos fidedignos son las dos vacunas chinas SinoVac, producidas en Beijing y en Wuhan. Hay dudas en cuanto a la seriedad de los ensayos clínicos previos a su comercialización. Según la revista Science et avenir, a inicios del año 2021 había 172 vacunas en etapa de desarrollo preclínico (probado en animales) y 63 en etapa de desarrollo clínico (probadas en humanos).
Al 12 de julio del 2021, día en que terminamos la redacción de estas páginas, hay otras cuatro vacunas en el mercado mundial, pero su uso parece ser muy limitado. Dos son chinas y se usan en tan solo dos países, otra es india y la cuarta es rusa, siendo ambas usadas en un solo país. Sin embargo, no se debe omitir un hecho importante: la vacuna que se usa solo en la India ha servido para vacunar a más de 368 millones de personas, es decir, al 20% de todas las personas vacunadas en el planeta. La opción que elegimos aquí, considerar el uso por países, es decir tener en cuenta que Chile ha vacunado más que la India, parece arbitraria, pero se entiende en términos geopolíticos y en términos de redes económicas, es decir, en términos de influencia y de dominación. Considerando las mismas cifras desde un punto de vista moralista, es decir desde las personas, y considerando que un chileno y un indio valen exactamente lo mismo, la India ha vacunado 16 veces más que Chile, con sus 23.7 millones de dosis inyectadas. Esta manera de analizar los datos es, por supuesto, ilusa, pero refleja una injusticia de las cifras: los pequeños países, con poblaciones de menos de 20 millones de habitantes, como Israel, logran parecer más virtuosos y sus Estados se adjudican cualidades pastorales que no siempre tienen, mientras el Estado de Brasil, el Brasil de la indiferencia bolsonarista, con 112.77 millones de dosis inyectadas, vale decir doce veces la cifra de Israel, es mal notado cuando podría solicitar una indulgencia tardía de la opinión pública mundial. El récord estadístico lo tienen los Estados Unidos y Europa del Oeste, pero el record numérico lo tiene la República Popular de China, con 1,200 millones de dosis inyectadas.
La indiferencia relativa ante la pandemia, rasgo propio de tres países del continente americano, ha resultado no tener los efectos temidos en términos de vacunaciones, y esto por razones que tienen mucho que ver con la resiliencia de los Estados. Los Estados Unidos de Joe Biden no podrían haber desplegado el esfuerzo increíble que les ha permitido vacunar a la mayoría de su población sin que el terreno haya sido preparado, tanto en términos de adquisición como de infraestructuras. Notemos, sin embargo, que también lo logró gracias a un Estado que funcionó durante cuatro años con piloto automático, gracias a versiones virtuosas de aquello que los complotistas aterrados llaman el «Estado profundo». La impericia de Donald Trump se fundó́ en los resultados proyectados de la vacunación para omitir todas las otras medidas preventivas. El contrato entre el Gobierno de los Estados Unidos y Pfizer fue firmado en julio del 2020. Esto no le quita importancia al consejo de inyectar lejía para erradicar el virus o a la testarudez que, al impedir un confinamiento precoz, multiplicó los contagios, pero redde Caesari quae sunt Caesaris…
Brasil, un Estado esquizofrénico, desarrolló desde los estados federados las políticas que no quiso desarrollar su gobierno. Al contrario que los Estados Unidos de Trump, el Brasil de Bolsonaro no apostó a las vacunas sino en marzo del 2021. Es el país que más radicalmente aplicó el principio que consiste en vivir con el coronavirus y esto le ha costado cientos de miles de muertos. En octubre del 2020, Bolsonaro afirmaba: «La mejor vacuna es contagiarse». También dijo que el virus era una «fantasía» y que la «cloroquina estaba funcionando de una manera que no estaba científicamente probada».
Estos dos casos son aquellos en los que se puede hablar de políticas libertarianas, de supremacía radical de la libertad individual contra cualquier forma de acción de los Estados cuyo fin fuera limitarla. La comparación con Estados desarrollados y de mantención costosa, como los Estados de Europa del Oeste, vale la pena, no tanto por subrayar la importancia que tienen los Estados en las situaciones de emergencia sanitaria, económica o de seguridad, como por estimar el peso geopolítico relativo de los unos y de los otros en la escena mundial. A pesar de una voluntad precoz de vacunar y de una confianza total de las autoridades en la vacunación, los Estados europeos midieron el déficit de influencia que traducía la dificultad con la que adquirieron las vacunas del primer mundo (Pfizer y Moderna) en el mercado farmacéutico mundial.
No se vacuna en todas partes, y en los lugares en los que se vacuna no siempre se usan las mismas vacunas. La mejor manera de analizar este tema es considerando tres vacunas producidas por tres países que pesan en el mundo, ya sea a través de su economía, de su liderazgo político, de ambos, o de su capacidad de perjuicio. La primera es la del gigante Pfizer/BioNTech, producida por los Estados Unidos, cuyo peso no es necesario explicar en detalle, vendida al precio de 24 euros por dos dosis; la segunda es la de SinoVac, producida por la República Popular de China en laboratorios de Beijing y vendida al precio de 20.79 dólares; la tercera es la vacuna Sputnik V, fabricada por la Federación Rusa y vendida al precio de 9.8 dólares. De manera indicativa señalemos que dos dosis de la vacuna de AstraZeneca cuestan 3.56 euros. Consideremos de paso que la coincidencia relativa entre el precio de la vacuna SinoVac y la vacuna Pfizer no merece ser llamada coincidencia y que el precio módico de la vacuna rusa promueve más que su uso profiláctico.
Tras veinte años de ciberpiratería de Estado, de violaciones calculadas de los espacios aéreos de Europa y de alianzas militares con los enemigos de Occidente, el Estado ruso necesitaba desarrollar estrategias de seducción. Se considera que Vladimir Putin es hoy en día el líder de las corrientes ultraconservadoras de Europa, tanto a través de movimientos marginales o preeminentes dentro de las democracias liberales como desde los mismos Gobiernos de las democracias iliberales. Entre el 2010 y el 2021, el Kremlin habría financiado el partido nazi Alba Dorada en Grecia, Alternativ für Deutschland en Alemania, Vlaams Belang en Bélgica, y se sabe que le prestó 9 millones de euros al Rassemblement National de Marine le Pen a través del First Cezch Russian Bank. En este contexto, y mientras el examen europeo previo a la homologación de la vacuna de Moderna duró un mes y medio, la homologación de la vacuna Sputnik V sigue en espera desde los primeros días de marzo. Comentando esta dilación, Jean Yves le Drian, ministro francés de Asuntos Europeos, declaró que Sputnik V era «una herramienta de propaganda y de diplomacia agresiva», y Thierry Breton, comisario europeo de Mercado Interno, juró que la Unión Europea «no la necesitaba».
Vale entonces preguntarse: ¿Por qué́ Argentina adoptó la vacuna Sputnik V? Primero, porque con cerca de 30,000 casos diarios a inicios de junio y una enésima recesión, el país no está en condiciones de rechazar una vacuna low cost. Luego, porque Rusia no tiene la capacidad industrial que le permitiría satisfacer mercados importantes (de hecho, no logra satisfacer su propio mercado y, como lo hacía en sus tiempos la Unión Soviética, les da la prioridad a los mercados extranjeros de «países hermanos»). Último punto, hay que tomar en cuenta los efectos de lo que ciertos economistas califican de políticas de autarquía técnico-industrial argentina, que hace de esta República uno de los únicos países del subcontinente con capacidad de fabricación de principios activos farmacéuticos y de vacunas complejas gracias a la excelencia de sus infraestructuras y a la pericia técnica de su población. Hay, de hecho, dos laboratorios argentinos con tales capacidades: mAbxience y Richmond.
Todo esto significa que ambas naciones sacan ventajas de un tratado que, más que un contrato de compraventa, es un convenio industrial que le permite a Rusia fabricar en América Latina para América Latina y el resto del mundo. Fuera de Europa central, donde Eslovaquia, la República Checa y sobre todo Hungría y Austria, vacunan con Sputnik V, los principales mercados de Rusia, fuera de Argentina, son Bolivia, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Paraguay y Venezuela. Es una estrategia que apunta a los países pequeños que se inscriben con dificultades en una de las redes comerciales mundiales, y que en fin de cuentas apunta a más países y menos personas vacunadas. Recordemos que el sistema de voto de las Naciones Unidas es el de «un país, una voz»…
Notemos, para terminar este subcapítulo, que Argentina debería también fabricar en un futuro cercano, varias veces postergado, la vacuna AstraZeneca, que sería luego condicionada en México, lo que también requiere capacidades técnico-industriales escasas en el continente. Subrayemos también que Brasil firmó un convenio con la República Popular China para producir por lo menos una de las dos vacunas SinoVac. Todo esto refleja una retirada regional de los Estados Unidos y una modificación profunda de su metarrelato continental.
Desde el inicio de las campañas de vacunación, un debate, tal vez un efecto de las malas conciencias occidentales, conmueve a las opiniones públicas del planeta: ¿no sería necesario liberar las licencias de las vacunas para fabricarlas en forma masiva y vacunar a todos aquellos que lo necesiten? Esto significaría producir las vacunas por un costo mínimo, el de su fabricación, sin tomar en cuenta los gastos de investigación y de desarrollo. Los que abundan en este sentido no carecen de argumentos; las inversiones que permitieron el desarrollo de las principales vacunas fueron en gran parte públicas, pero bajo una fórmula astuta que no veta los beneficios comerciales de los gigantes de este sector económico. Los Estados Unidos no financiaron la investigación por dos mil millones de dólares, compraron dosis en forma anticipada. Pfizer calcula que sus ingresos del 2021 serán de 60,000 millones de dólares, principalmente gracias a su vacuna. Sin embargo, existen formas legales de hacer caso omiso de las principales normas de la Organización Mundial de Comercio respecto a la propiedad intelectual, tal como fue definida en el famoso Round de Uruguay, y esto es gracias a las excepciones incluidas en la Declaración de Doha del 2001.
Según el TRIPS Agreement de la Declaración Ministerial de Doha, un país en situación de emergencia sanitaria puede obviar las normas habituales de protección de la propiedad intelectual de los medicamentos y fabricarlos gracias a los procedimientos de vía rápida definidos en su artículo 31(b). Esto le permite a Burkina Faso fabricar millones de dosis de las vacunas de ARN, conservarlas a -80o y usarlas para proteger a su población. Es más, cada miembro de la Organización Mundial de Comercio tiene la libertad de determinar lo que considera como una urgencia sanitaria. Cabo Verde lo puede, y también Comoras (país formado por tres islas en el sureste de África). Si esto le permitió a Brasil disminuir el precio de las terapias antirretrovirales, también le tendría que permitir a la República Democrática del Congo vacunar a su cuantiosa población.
Tendríamos que ser de una absurda mala fe para negar que el caso de estos países fue considerado por el convenio de Doha, y que los países sin recursos industriales y tecnológicos pueden, sin contraparte ni restricción, importar los fármacos genéricos que necesiten desde países que sí los fabrican. Notemos, sin embargo, que el caso no se ha presentado, y que, si bien cuatro continentes que vacunan es mucho, hay uno que todavía cuenta con las sobras del mundo de verdad. África vacuna en forma marginal, y es probable que lo siga haciendo en un futuro cercano, pero también es cierto que en el continente africano las instituciones de salud pública registran escasos contagios y muchas menos muertes por covid que los países del Norte. En un artículo del 2002, Paul Vandoren escribía que el acuerdo entre los ministros de la OMC demostraba que «la propiedad intelectual no es un obstáculo al acceso a medicamentos asequibles en los países en desarrollo» (Vandoren, 2002, p. 11). El caso de la covid deja claro que Doha y la declaración ministerial permiten un acceso a tratamientos asequibles en plazos mediano y largo, pero son una solución inadaptada cuando se trata de urgencias sanitarias.
Llegamos al final de este artículo y a la paradoja que ilustra la desconfianza ante la medicina de poblaciones europeas nutridas de cartesianismo frente a lo que parece ser la disciplina de las poblaciones que viven al sur del Río Grande. Sería extraordinario que esta actitud fuera la expresión de una confianza en la política y en su necesidad, sobre todo en una región tan desconfiada de la política institucional como lo es América Latina, pero en realidad, fuera del caso japonés, país en el que el 66% de la población desconfía de las vacunas, de los países de Europa del Este, o del caso paradójico de Francia, donde la tasa de confianza es tan solo del 47%, la confianza en las vacunas en el planeta es superior al 50%, alcanzando más del 75% en todos los países en los que campañas recientes de vacunación han salvado cientos de miles de vidas, como los países de África y de América Central. La desconfianza es mayor en los países en los cuales se ha olvidado la utilidad de las vacunas, paradójicamente aquellos en los cuales las vacunaciones del pasado han erradicado las principales plagas.
Conclusión
Las verdades técnicas, las aplicaciones prácticas de paradigmas científicos, suelen oponerse en círculos restringidos llamados comunidades epistémicas bajo la forma de controversias civilizadas. En ellas no se alza la voz, no se recurre a interjecciones ni a insultos, sino a las formas codificadas de un debate entre especialistas. Cuando dichas verdades orientan las políticas públicas, cuando se plantean como doctrinas, las controversias son reemplazadas por polémicas en las cuales todas las formas del debate conflictivo son permitidas y todas las opiniones adquieren peso análogo. La legitimidad de las opiniones no depende de la razón, no depende necesariamente de argumentos técnicos, sino de la legitimidad política de quien las emite. Esta legitimidad puede ser estatutaria, como lo fue en el famoso caso de Didier Raoult y de su remedio milagroso, la hidroxicloroquina, pero puede desarrollarse a expensas del estatus de quienes la promueven. Así sucedió con el médico francés, que, después de haber influenciado a dueñas de casa y a presidentes de grandes naciones —en ese orden—, resultó ridiculizado en la prensa de su país. Este tema, el que opone Verdades y regímenes de verdad, es decir, verdades diversas u opuestas, podría haber sido el tema central de una tercera parte de este artículo, pero simplemente no cabía en el formato de una publicación cultural como GLOBAL, a pesar de ser este generoso. Reservamos alusiones al respecto a algunos párrafos dentro de las dos partes de nuestro desarrollo.
Quedan dos ideas centrales después de estas páginas: primero, hay que tener en cuenta que no se impuso ninguna norma internacional para enfrentar la covid, y que los países se observaron mutuamente, adaptando recetas foráneas o proponiendo reglas originales. El confinamiento se impuso como una forma de limitar los contactos contaminantes en los países que más valoran la libertad individual, y su ausencia, la que permitía una libre circulación limitada por el libre albedrío de cada cual, sobresalió en aquellos países en los que cada cual estaba dispuesto a sacrificar una parte o la totalidad de ella. Es una paradoja de esta pandemia y de las políticas públicas de salud lo que permitió esto.
La segunda idea que queremos resaltar podría transformarse en predicciones catastrofistas y anuncios milenaristas sin el juicio ponderado de lectores que suponemos ilustrados. La protección de las poblaciones, y también de las sociedades, es la que se reservaron eficazmente los países desarrollados. A los más desprotegidos les quedó «hacerse el muerto», pero en una forma totalmente verosímil y casi sin causa identificada. Hay menos casos de covid por cien mil habitantes en Burkina Faso que en Honduras, y menos casos por cien mil habitantes en Honduras que en Bélgica. Al salir de este engaño, los países que permitirán un verdadero rebrote de sus economías son aquellos que, en primera fila antes del drama, seguirán en primera fila cuando este concluya, con la diferencia tenaz de que los otros, los de la última fila, se habrán alejado considerablemente. Los pobres serán más pobres y los ricos, si manejan bien sus planes de rescate, más ricos aún.
Estos son los temas que esperamos haber abordado en forma más o menos interesante. Este propósito suponía terminar con una consideración: no es la primera vez que la humanidad se enfrenta con monstruos que, agazapados, acechan personas, ciudades, países enteros. Y si bien en otras oportunidades brujas, demonios y dragones diezmaron a poblaciones desprevenidas, la humanidad pudo contar con instituciones de reducción de los riesgos sobrenaturales, que eran casi los únicos que corría; fue en sus tiempos el papel de las Iglesias y de los cultos. Hoy, los riesgos exigen soluciones médicas y científicas que podemos manejar con el ceño fruncido y una mirada inteligente. ¡Vaya suerte la nuestra!
Bibliografía
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Gallimard, 1997. Foucault, Michel. Du gouvernement des vivants. Paris. Seuil,
Gallimard, 2012. Ming, Chen. «La philosophie politique confucéenne face à la globalisation», in Diogène No 221, pp. 128 a 145.
Paris, 2008.Morelle, Aquilino y Tabuteau, Didier. La santé publique.
Paris. Presses universitaires de France, 2010. Popper, Karl. La connaissance objective. Paris. Champs, Flammarion, 1998. Thoenig, Jean-Claude. «Politique publique», in Dictionnaire des politiques publiques, pp. 420 a 427. Paris. Presses de sciences po, 2014. Vandoren, Paul. «Médicaments sans frontières. Clarification of the Relationship between Trips and Public Health resulting from the Wto Doha Ministerial Declaration», in The journal of world intelectual property, No 2. Wiley. New York, 2002.
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