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Las Características Fundacionales Del Estado Dominicano

por Leopoldo Artiles
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El Estado dominicano en sus orígenes parece responder principalmente al propósito de construir un orden posible que nunca completa con éxito. De ahí que el patriota Pedro Francisco Bonó se haya expresado con tanta crudeza y pesimismo sobre el horizonte de la nación dominicana; y esto, lógicamente, puede decirse con sus propias palabras sobre el estado (en su forma de estado nación): “…la sociedad dominicana fue organizada para el despotismo, que los acontecimientos posteriores han acabado de pulir dicha forma, y que tendremos, mal que nos pese, rebeliones y más rebeliones; dictaduras y más dictaduras; porque además de ser el remedio universal al que han apelado pueblos y gobiernos en las horas supremas de su existencia, los nuestros no se prestan para otro. Debe agregarse que las clases que dirigen unas han perdido el prestigio para la forma republicana; y las otras no han podido aún adquirir las cualidades que afirmen definitivamente el que les pertenece; falta, pues, unidad, homogeneidad en el impulso social y, por tanto, resultados provechosos” (Bonó, 1980: 228; 1881). 

Esta contundente declaración de Bonó en su ensayo Apuntes sobre las clases trabajadoras dominicanas, publicado por primera vez en 1881, nos ilumina tanto como nos intriga, al reflexionar sobre la estructura del estado dominicano en su momento de arranque, la segunda mitad del siglo XIX. En primer lugar, afirmar que la sociedad dominicana fue organizada para el despotismo, en este contexto, implica reconocer la inexistencia de una sociedad civil suficientemente organizada, fácil presa de guerras civiles y caudillos, y la fragilidad de la forma estatal, lo que trae como consecuencia la inviabilidad de la democracia tal y como se proyectaba en algunas de las constituciones liberales durante este período. Desde entonces, emergería un problema que continúa hasta hoy: la dificultad de estructurar un Estado de Derecho con contenido constitucional, marcada por la existencia de constituciones de texto liberal democrático que se encuentran muy alejadas de las prácticas de los sujetos civiles y estatales. Con respecto a esta fuerte no-correspondencia entre texto constitucional y realidad social, cabe destacar que no sólo el borrador de texto constitucional escrito por Duarte contuvo principios netamente liberales y democráticos, como fueron:
1) la ley como fundamento de la autoridad;
2) la seguridad jurídica contra la arbitrariedad en el uso del poder de Estado;
3) la concepción antioligárquica del poder;
4) un gobierno electo, popular, limitado y con poderes separados, con sus respectiEmboscada de insurgentes durante la época de la anexión a España 47 vas ramas ejecutiva, judicial, legislativa y municipal (Espinal, 2001:61-62), sino que incluso constituciones como la de San Cristóbal que al final se impusieron, marginando a Duarte y a sus correligionarios de su proceso de escritura, ostentaban “…los principios y valores del constitucionalismo liberal-democrático en línea con el pensamiento de Duarte” (Ibíd., p.64). 

Privado y público: una pobre distinción 

El caso es que en la República Dominicana, desde la independencia de 1844, principios como el de la separación de poderes, la garantía de los derechos individuales y aún la más elemental distinción entre lo público y lo privado, que fundaría la separación, relación y distinción entre Estado y sociedad en las naciones que lograron plasmar el Estado moderno, así como la normalización de las relaciones de representación política, no lograron un grado significativo de concreción en la sociedad dominicana. El dato de la pobre distinción entre lo privado y lo público se destaca en el comportamiento observado por los gobernantes dominicanos a la hora de tomar decisiones de interés privado cargándolas al Estado y viceversa. Viene a cuento el caso del dictador Ulises Heureaux, Lilís, con respecto a su manejo de las finanzas del Estado: “…la separación entre los medios privados del Presidente y las finanzas estatales, era vaga, fluida y con frecuencia inexistente. En una carta a su entonces prestamista y agente en San Tomás, Jacobo Pereyra, Heureaux salta con facilidad del plural (Gobierno) al singular (privado): ‘…Estamos, mejor dicho, estoy un poco estrecho de dinero y se gasta mucho estos días de elecciones… podría yo conseguir un empréstito particular… por $10,000, pagadero en seis meses y bajo mi responsabilidad?’. Pero también se utilizaba esa posibilidad en sentido contrario. 

En el 87 comunica a otro financiero extranjero, John Wanamaker, de Philadelphia, que una deuda personal ‘ha sido incorporada en la cuenta del Gobierno’. Un préstamo hecho por el mismo Wanamaker más tarde en ese año, y que debía ser amortizado por los derechos de exportación de San Pedro de Macorís y Azua, es considerado sin embargo ‘un negocio más bien de amigo a amigo que de Gobierno” (Hoetink, 1997:140-141). En este contexto, no sorprende encontrar al presidente Lilís asumiendo “personalmente desde 1897 los presupuestos de diversas comunes como el Seybo, Azua, Barahona; y huelga decir que, en 1899, cuando el país fue plagado por graves sequías y una crisis económica y cuando se temía, y con razón, por la existencia del régimen, la falta de separación entre las esferas económica, privada y pública se convirtió en una necesidad vital de los funcionarios políticos: Heureaux repartió entonces $6,000 oro a algunos comerciantes para comprar en Estados Unidos artículos de primera necesidad para venderlos con un máximo de 10 por ciento de ganancia; ofreció en venta 1,000 becerros para estabilizar el precio de la carne…” . (Ibíd., p.142).

Esta característica del dictador la encontramos no sólo en los gobernantes dominicanos del siglo XIX, la encontraremos sobredimensionada en el caso del dictador Rafael Molina Trujillo, en el siglo XX, si bien cabe la observación de que el régimen dictatorial de éste dista mucho en términos de su organización formal (muy precaria en los casos de las dictaduras de Heureaux, Báez y Santana), complejidad y control del Estado (encarnado en él) sobre la sociedad y la economía dominicanas. La reiteración de esta característica se encuentra íntimamente ligada (y en este aspecto el caso dominicano manifiesta semejanzas con otros casos latinoamericanos) a la imposibilidad de transformar la violencia propia de los procesos de acumulación originaria en el establecimiento del imperio de la ley, pero no de la ley personalizada en el caudillo, sino de la ley que emana de la voluntad general y que se sostiene en el principio de la igualdad abstracta (es decir, igualdad de todos ciudadanos ante la ley como norma legítima de convivencia) y que, por ende, se acata con el consentimiento de todos. Estamos hablando del “Estado de Derecho”1 . De ahí que se reitere el poder personalizado, como pivote del ejercicio de la coacción directa, con su vocación irreprimible de privatizar lo público, privatizar por ende la política misma: “A la hora de la independencia de Haití (1804) y de la República Dominicana (1844) el poder es una propiedad de quien lo ejerce y la propiedad del poder no es solamente privatizar la esfera política, sino que este derecho de disponer de los hombres y de las cosas es regido por una voluntad que serviliza y que no encuentra límites infranqueables en la ley. Secularización del Estado, pero privatización de la política. Un impulso a la igualación al eliminar aspectos de la sujeción personal, mas una negación del sujeto libre en función de la servidumbre política. Pugna entre la ley que quiere abrirse paso y el mandato del déspota como voluntad suprema del poder.” (Brea, 1983:69) 

El protagonismo militar 

Las condiciones de este poder personalizado y despótico, que calificaremos como autoridad patrimonial, no sólo siguiendo la definición de Max Weber, sino también el consenso entre estudiosos del país a este respecto, se reprodujeron por vía de esfuerzos centralizadores Siglo XIX. Período de la Primera República (1844-1861) 49 realizados con el protagonismo militar. Estos últimos esfuerzos siempre tuvieron el límite fijado por la escasa integración territorial y regional que daba lugar a la constitución de liderazgos caudillistas locales que negociaban su poder, cuando no se oponían al caudillo estatal, con el poder central. Es indiscutible el papel jugado como condición de esta situación por la heterogénea estructura económica del país, signada, por un lado, por la creciente penetración del capital comercial y financiero internacional, con el cual el Estado se vinculó por vía de frecuentes empréstitos; por otro lado, por la penetración de capitales en la industria del azúcar en el sur y en el este del país, que conlleva una fuerte y dolorosa reconfiguración de la propiedad territorial que despojó de sus tierras a multitud de campesinos y, por último, la economía del tabaco en el Cibao que sostenía a una masa campesina de pequeños y medianos propietarios vinculados al mercado internacional. El Estado devino así fundamentalmente en una estructura de coerción que, sin embargo, encontró serios límites para ejercer el monopolio legítimo de la violencia, desplegando unas estructuras administrativas débiles, reducidas a un precario aparato militar y fiscal. 

La precariedad del aparato militar se manifestaba en su carácter “mercantil”, pues a tono con el carácter patrimonial del Estado dominicano en este período, los rangos militares se distribuían no atendiendo a los méritos adquiridos en la carrera militar (la cual no existió a pesar de los esfuerzos esporádicos que se hicieron para organizar el Ejército y la Marina), sino por la lealtad mostrada por los sujetos a los caudillos regionales o al presidente en los numerosos conflictos armados que se producían en el país 2 . En estas circunstancias, un alto rango militar se lograba usualmente por la lealtad a un caudillo y la compra del mismo. Esto producía una población supernumeraria de “militares” de alto rango: “Ya en la lucha contra los haitianos y los españoles se habían prodigado altos rangos a los que se había distinguido militarmente, pero en los 15 a 20 años siguientes se produjo una enorme inflación del cuerpo de ‘oficiales’. Como observaba Gautier fríamente en 1870: ‘El continuo estado de guerra que ha afligido a este país por muchos años ha causado la creación de un número excesivo de oficiales que no pertenecen a ningún cuerpo específico, pero que prestan servicios a la cabeza de nuestra milicia en casos extraordinarios. No pudiendo la República darles ninguna otra recompensa, les ha concedido sus grados o rangos’. El carácter de ‘mercado’ de la organización militar fue observado claramente por la Comisión Norteamericana de Investigación en ese mismo año: ‘(Los hombres ambiciosos de alcanzar supremacía en la República) han recibido títulos militares otorgados por los jefes de diversos gobiernos o revoluciones, dependiendo el grado de cada uno principalmente del número de partidarios que pudiera traerle al líder cuya causa había abrazado. En la anarquía producida por esta suerte, cada vecindad ha mostrado una tendencia a agruparse alrededor de sus hombres más osados o capaces.

La unión que así empezó en la guerra, continúa en la paz, y como las instituciones políticas son débiles, frecuentemente esa unión se vuelve más fuerte que la ley o los hábitos políticos…” (Hoetink, 1997:166-167). La misma fragilidad que se advertía en el sector militar del Estado, se advertía en la administración civil. En una suerte de duplicación de la borrosa frontera entre lo público y lo privado en los niveles de la administración por debajo del presidente de la República, no era infrecuente que éste último esperara que los empleados públicos cargaran con el coste de los gastos públicos del puesto con la garantía del reembolso.” (Ibíd., p.143) A esto se añadía la existencia de “… bonificaciones a favor de los recursos privados de los empleados; en el raro caso de que el empleado sacrificara este derecho, esto aparecía en el periódico: ‘El Sr. Tesorero Municipal de Santiago ha renunciado generosamente en favor de la común el 4 por ciento que le corresponde sobre el último empréstito municipal. Que asciende a $600 pesos mejicanos’”. (Ibíd.) Como podemos observar, en la forma de Estado dominicano de entonces (evidentemente aquí hemos dejado de lado la pregunta sobre si había un “real” estado o no en la segunda mitad del siglo XIX, porque para ello tendríamos que circunscribirnos a una teoría más normativa que sociológica), estábamos en el extremo opuesto a lo que supondría la existencia de una burocracia racional moderna. 

Con otros poderes 

Otro aspecto a considerar es el de la relación del Ejecutivo con otros poderes, como el judicial y el legislativo. En lo que respecta a este último, fue proverbial la manera como el dictador Pedro Santana, en su primer Gobierno, logró mediante presión política y militar que la Asamblea Constituyente, que había ideado un texto constitucional de rasgos muy liberales, modificara el mismo para satisfacer sus ambiciones centralizadoras: “…ordenó a parte de sus tropas que rodearan el lugar donde la Asamblea está sesionando y le requirió a ésta que adoptara una constitución que permitiera que el poder militar fuera el titular oficial del poder político. Su argumento consistía en que la constitución preparada por la Asamblea Constituyente no le permitiría gobernar efectivamente en el contexto de una guerra en curso con Haití”. (Espinal, 2001:65). Más adelante sería Ulises Heureaux quien usaría el Congreso para sus fines reeleccionistas y dictatoriales (Ibíd., p.88n). Este tipo de subordinación del poder legislativo al poder ejecutivo continuaría siendo una característica del Estado dominicano hasta bien entrado el siglo XX. Algo parecido, aunque con menor intensidad, ocurría con la relación entre poder ejecutivo y poder judicial3 . Un caso revelador fue la intervención directa de Heureaux en la Corte Suprema en el notable proceso Espaillat, que involucraba a miembros de esa importante familia de Santiago, por sospechas de cometer un atentado contra el gobernador Miguel A. Pichardo (Hoetink, Ob. cit., p.184). Se debe notar, sin embargo, que en las instancias superiores de Justicia los presidentes tendían a actuar con mayor prudencia, no tanto así en los organismos judiciales de más bajo nivel, donde, por ejemplo, la ingerencia de Heureaux era muy frecuente, pues intervenía “en favor de un general amigo, de un juez de Instrucción amigo que era culpable de maltrata, etcétera; a veces por su intervención se ponía en libertad a un prisionero y se le daba enseguida un empleo; también intervenía cuando le parecía demasiado fuerte un castigo o una ‘patente’ para un amigo pobre…” (Ibid., p.185). 

Una forma premoderna 

En este punto, una evaluación del Estado dominicano en sus principios desde la segunda mitad del siglo XIX, nos lleva a concluir que se corresponde con una forma “premoderna” de organización estatal, sin burocracia organizada, con fuerzas armadas irregulares y sujetas a una particular lógica de mercado de prebendas, a pesar de los intentos hechos para profesionalizarlas, con pobre balance entre los poderes nominalmente independientes que lo conforman, y con un poder ejecutivo dominante sobre el resto de los poderes. A su vez, se manifestó como un estado incapaz de nacionalizar y ordenar jurídicamente el país de manera significativa, mostránd ra patrimonialista de autoridad. Esto no significa, sin embargo, que no se hayan registrado esfuerzos, tendencias y fenómenos que generaron cambios en la forma estatal del siglo XIX, que quedarían como una base de la construcción posterior de lo que llamaremos el “estado moderno” dominicano. La misma existencia de proyectos constitucionales orientados al establecimiento de un estado liberal, aunque sin mucho éxito en términos de realización, por lo menos constituyó un punto de referencia para el futuro. La estructura administrativa, aunque frágil, que se constituyó en tiempos de Lilís Heureaux, por lo menos inició en la sociedad dominicana un tipo de aprendizaje en el terreno de la función de gobernar.

Y como señalamos anteriormente, aunque el ejército y los demás cuerpos armados no pudieron ser establecidos en forma profesional, hubo esfuerzos significativos orientados hacia ese propósito que, por lo menos, indicaban la conciencia de instaurar un cuerpo militar a tono con la construcción de un estado. Ciertamente, el siglo XIX estuvo marcado por el caudillismo y el clientelismo, pero inclusive esos aspectos cambiaron en el período de la dictadura de Lilís, pues “…se logró la integración de caudillos regionales a través de su cooptación a cambio de beneficios, o de su exclusión. A través de la represión y la cooptación, la Dictadura de Lilís impulsó la centralización del poder político, vertebrando la ‘formación de una coalición de líderes regionales para llegar al poder y sentar las bases para la integración nacional’ y transformando el clientelismo de conglomerado (de base regional) en el de tipo piramidal (patrimonialismo)” (Oviedo, 1986:70, cit. de Cross Beras, 1984). Este examen del Estado dominicano a partir de la independencia del 1844, nos lleva a observar que principios elementales del Estado moderno que ya se estaban estableciendo en otras naciones, como la separación de poderes, la garantía de los derechos individuales y la distinción entre lo público y lo privado, no lograron en ningún momento concretarse en la sociedad dominicana. Es decir, la forma de Estado era “premoderna”, con una estructura patrimonialista de autoridad, incapaz de nacionalizar y ordenar jurídicamente el país. Sin embargo, se perciben esfuerzos y tendencias que llegaron a provocar cambios importantes en la forma estatal y que sirvieron como asiento para la posterior edificación del “estado moderno” dominicano. 

Referencias 

1 Estos juicios se fundamentan en la lectura del texto de Ramonina Brea, Ensayo sobre la formación del estado capitalista en la República Dominicana y Haití (1983), al cual nos seguiremos ciñendo en otros puntos de la exposición. Citemos de paso directamente el texto para que el lector pueda juzgar la pertinencia de mi lectura del mismo: “Quedaría por traer a colación que la política como actividad profana ha sido vinculada desde Maquiavelo a la instauración de un orden. En la sociedad moderna este orden se define por el reino de la ley. Aquí el principio de obediencia se presenta unido indisolublemente al principio de igualdad. La ley, forma que adquiere la voluntad general, como ‘manifestación de voluntad, de consentimiento no toma real significación sino es con relación al principio de igualdad, y el consentimiento podrá suponerse adquirido desde el momento que es respetado, en su forma, el juego de la igualdad’. Ahora bien, esta igualdad es a la vez fuente de la obediencia a la norma abstracta. Puesto que la ley es la forma por excelencia que adopta la voluntad general, una vez establecida por la convención o el consentimiento hay que subordinarse a ella en tanto que voluntad de todos, al mismo tiempo que se integra la legitimidad esfumando el poder (‘cada cual obedece a todos, ninguno obedece a nadie’).

Por consiguiente, ¿no encierra la ley el principio de igualdad abstracta y formal indisolublemente ligado a la subordinación a la norma general que funda precisamente al Estado…?” (p.56). 2 “…Pero mientras en el período 1844-1861, cuando el país era amenazado y atacado por un enemigo externo, el aparato militar bajo dirección del presidente caudillo Santana tenía las características de una organización nacional, con una jerarquía dominada desde arriba que logró subordinar a la autoridad central y a la idea nacional las lealtades de pequeños grupos que seguramente se manifestaron, lo que ocurrió en el período después de 1865 (y hasta en el régimen de Heureaux) fue una reestructuración pasiva, que le dio al sector militar las características de mercado en sentido sociológico; el Ejército se disgregó en pequeños grupos que, haciéndose competencia, ofrecían sus servicios en el mercado político. El fenómeno curioso del ‘general’ criollo se puso entonces más que nunca en relieve” (Hoetink, 1997:166). 3 Al parecer, durante el siglo XIX, aunque eran muy precarios los mecanismos del sistema legal para brindar los procesos debidos de ley, y la independencia del poder judicial era muy limitada, los presidentes experimentaban a veces algunas limitaciones que derivaban del no completo dominio de las autoridades locales, de ahí que un dictador como Lilís no las tenía todas consigo en el proceso de designación de los jueces (Hoetink, ob. cit., p.186-187.

Bibliografía 

Brea, Ramonina, Ensayo sobre la formación del Estado capitalista en la República Dominicana y Haití. Editora Taller. Santo Domingo, D.N., República Dominicana, 1983. Cross Beras, Julio, Sociedad y desarrollo en República Dominicana 1844-1899. Intec, 1984. Espinal, Flavio, Constitucionalismo y procesos políticos en la República Dominicana. PUCMM, República Dominicana, 2001. Hoetink, Harry, El pueblo dominicano 1850-1900. Apuntes para su sociología histórica. Ediciones Librería La Trinitaria. República Dominicana, 1997. Oviedo, José, La tradición autoritaria. Investigación realizada para el Instituto Tecnológico de Santo Domingo (INTEC), 1986 (Mimeo). Weber, Max, Economía y sociedad. Fondo de Cultura.


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